Capítulo    XXVI

“NO,” susurré.

El Alas Rojas volaba inexorablemente. El cántico se volvió más apasionado, más ferviente. Los hetwanos estaban expectantes. Excitados.

Ganímedes luchaba por liberarse, pero sin resultado.

Ka Anor se convirtió en una bestia inmensa e indefinida, todo cabeza y hombros y dientes amenazantes.

Y desde la boca salió su lengua. Una lengua que era una nube de pequeños insectos, un billón de arañas, un billón de gusanos, todo el ejército de hormigas del mundo formando una lengua lasciva que zumbaba y bullía y se curvaba hacia el mortal condenado.

“¡NO!” grité.

Mi voz se perdió entre los cánticos. David me agarró por detrás y me tapó la boca con las manos. Luché. Estaba ido. Fuera de control. Le mordí y le arañé.

Jalil me inmovilizó los brazos y me mantuvo bien sujeto. Y David siguió diciendo, “No es culpa tuya, tío, no es culpa tuya.”

La lengua de Ka Anor envolvió la pequeña figura de Ganímedes. Los billones de insectos, esos cientos de billones de dientes afilados y puntiagudos, la masa viviente conjurada por el devorador de dioses, empezó a arrancarle la piel a Ganímedes.

Grité.

April me tapó los ojos y rezó a María para que intercediera y nos salvara de semejante mal. Santa María. Santa María.

Pero nadie me tapó los oídos. Ganímedes estuvo gritando mucho tiempo. El canto se volvió frenético. Delirante. Los hetwanos eran testigos de un sacrificio.

Parecía durar eternamente. Pero finalmente Ganímedes calló. El canto hetwano se tranquilizó. Y cuando David, Jalil y April me soltaron, yo también estaba más calmado.

Los hetwanos se habían quedado adormecidos o al menos aturdidos. El sueño de los justos, después de haber servido bien a Ka Anor y haber presenciado su apetito satisfecho.

Ka Anor ya no era nada. Un espacio vacío en el centro de la colmena. ¿Había sido real alguna vez? ¿No era sólo una pesadilla conjurada por la necesidad de los hetwanos?

Había sido bastante real.

Nos llevó horas rodear el núcleo de la colmena. Horas esperando que los hetwanos nos encontraran, se llevaran a Dionisios, y quizá nos mataran rápidamente a los demás, si teníamos suerte.

Dionisios aún era Dionisios. Creo que los dioses no cambian mucho. Creo que son lo que son, personificando las virtudes y los defectos que representan. Para Dionisios la vida seguía siendo una fiesta. Siempre lo sería. Hasta que al final fuera pasto de Ka Anor.

Encontramos algunos Alas Rojas en el extremo más alejado de la Ilusión Montañosa Yonqui. Pasamos más carteles de Se busca de Senna. Los hetwanos estaban empezando a retomar el camino hacia su hogar, aturdidos como borrachos después de una fiesta.

Ninguno de nosotros habló mucho. Sólo las palabras superficiales necesarias para ver por dónde seguir. Llegamos a la plataforma de los Alas Rojas y despegamos.

Sería un largo viaje hasta el otro lado del cráter. Un largo vuelo, y yo ya estaba muy cansado. Asquerosamente cansado.

Me dormí.

Iba caminando por mi calle. ¿Llevaba algo? Comida china. Sí, había bajado un par de manzanas hasta el restaurante a por un poco de moo goo, kung pao y arroz frito.

Recibí las CNN: Noticias de última hora. Se me calló la bolsa. El arroz se derramó por la acera. Me arrodillé, tratando estúpidamente de volver a meter el arroz en el bol.

Era un cobarde. Ganímedes me había salvado. Le había dejado morir. Le había dejado morir.

“No fue culpa tuya,” me dije. “No fue culpa tuya,” había dicho David.

No tenía perdón. No tenía perdón.

Las tripas se me habían desparramado por la acera junto con el arroz frito. Estaba hueco por dentro. Vacío. ¿Qué era yo? ¿Qué era Christopher Hitchcock?

Nada. Miedo y odio y lujuria y celos. ¿Qué era yo, para merecer vivir?

Los árboles estaban en pleno apogeo del otoño. Hojas doradas y verdes, por aquí y por allá, y algunas prematuramente rojizas. El aire era limpio y fresco. La calle estaba delimitada por las casas victorianas de los pijos y los prósperos. Los garajes de dos plazas alojaban coches familiares al lado de Mercedes, de Audis, de BMWs.

Yo caminaba como en un sueño. Acudían a mi mente recuerdos que no deberían ser míos. Un fallo, una traición que no debería ser la mía, pero que lo era.

Llegué a casa, agarrando una lata y una bolsa de papel grasienta. La bici de mi hermano pequeño estaba en el porche. Era raro. Como si la hubieran colocado estratégicamente para bloquear la puerta. Estaba de lado, y justo en el centro del marco.

Subí las escaleras del porche. El plástico del asiento de la bici estaba roto. No, cortado. Cortado en forma de esvástica. Y bajo la esvástica, una pequeña letra K.

Empecé a beber en el mundo real, y continué con ello cuando crucé al otro lado. Parecía divertido, ya sabes. El primer borracho inter-universos de la historia. Los dos estábamos bebiendo. En Eternia era más fácil, claro, con Dionisios siempre dispuesto a servirte.

David me dio un poco la lata, pero luego me dejó estar. No importaba. Los hetwanos no nos persiguieron. Nunca se imaginaron que teníamos dos dioses con nosotros, y no sólo uno. Y si íbamos a escaparnos, bueno, pues bien.

En el otro extremo de ese cráter infernal nos topamos con un grupo de comerciantes enanos que iban de camino a ver a Ka Anor. Llevaban ponis cargados de mercancía. April les convenció de que nos vendieran los ponis a cambio del resto de los diamantes que nos quedaban.

Y así terminó nuestro breve lapso de riqueza.

Pero disponer de los ponis significaba que podíamos movernos más deprisa. Y dormir más a menudo. Debes de pensar que no es fácil dormir cuando vas traqueteando bajo árboles susurrantes a lomos de un poni. Pero estás equivocado. Un cuarto de la mejor litrona de Dionisios te permite dormir en cualquier parte.

Un par de días después habíamos salido de territorio hetwano, y caminábamos bajo un sol asfixiante. Hacía tanto calor que el alcohol pasaba directamente de la garganta a las glándulas sudoríparas. Yo estaba envuelto en la niebla. Una niebla bi-universal de autocompasión. Y te diré algo sobre la autocompasión: estar borracho no ayuda nada. No, el alcohol puede borrar la culpabilidad, esconder la vergüenza. Pero sólo riega la autocompasión, que crece bien enraizada y fuerte.

Aquí en este incómodo país Dionisios estaba en su elemento. Nosotros cuatro no éramos más que payasos cansados y vestidos con ropas raras en compañía del gran Dionisios. Pasamos por ciudades coloridas y limpias y nos encontramos con ramilletes de flores y las hijas solteras de todo el mundo. Estas eran las gentes del hombre D, y él les iba a hacer pasar un buen rato. El vino fluía del dios a la gente, de la gente al dios, y un buen porcentaje pasaba por mi garganta.

Debido a la extraña geografía de Eternia habíamos transitado de un paisaje alienígena a la anciana Grecia. Las casas, cuando me molestaba en alzar mi mirada borrosa para echar un vistazo, eran algo como Santa Fe, todo bordes suaves y paredes finas. Muy sureño. Sólo que en vez de las fachadas blancas que siempre se ven en los pósteres de las Islas Griegas, éstas eran de color azul, rosa, verde y dorado.

Bonito país. Demasiado calor, pero la gente tenía buen aspecto y era agradable.

“Dionisios, tío. Estoy seco.”

Me llenó la copa, aunque tenía la sensación de que Dionisios se estaba cansando de mí. Qué bien, yo también estaba cansado de mí.

Y entonces, quizá unos, no sé, tres días o cinco o los que fueran después de… después de nuestro encuentro con Ka Anor, Dionisios lo dijo por fin: “¡El Olimpo!”

¿Y sabes? Habría sido bastante impresionante, muy hollywoodiense, si el cielo diez kilómetros al norte del Olimpo no hubiera estado a rebosar de hetwanos.