Capítulo XVI
SOÑÉ con April. Flotaba por encima de mí, con la toga suelta ondeando en la brisa. Le sonreí. Su toga se endureció, se amplió, zumbó, y ella cayó.
“¡Ahh!”
El hetwano aterrizó sobre mí. Sus mandíbulas tantearon el aire delante de mi cara.
Le empujé dominado por el pánico, pero funcionó. Los hetwanos no pesaban mucho. Era como quitarse de encima a un niño de diez años.
Rodé para apartarme y grité, “¡hetwanos!”
Pero ya estaban todos despiertos, gritando, revolviéndose, golpeando y dando patadas. David cortaba a diestro y siniestro, sacándole partido a la renacida espada de Galahad.
Eran veinte. Nos habían atacado desde el aire. El pelo de April se enredó en las mandíbulas de un hetwano. Ganímedes le propinó una buena patada a uno que lo dejó por los suelos. Dionisios los aplastaban con sus grandes manos regordetas, sin mucho arte a la hora de luchar.
Me abrí camino a patadas. Vi a uno de los caballos coceando, relinchando de puro terror, vi partirse la cuerda que le ataba, y alejarse galopando como alma que lleva el diablo.
Armas. Necesitábamos armas.
Dos hetwanos saltaron sobre mí. Me alcanzaron desde lados opuestos, me dejaron sin respiración, caí de rodillas, tambaleándome, boqueando, intentando respirar.
Me estaban mordiendo, me mordían, sentía la carne levantada, veía mi propia sangre. Cogí aire como pude, golpeé con el hombro la boca de un hetwano, lancé un ataque en la otra dirección, tropecé. Estaban sobre mí. Y ahora eran más. Sobre mí. Tenía la cara hundida en la tierra y clavaba los dedos en la hierba, intentando arrastrarme. ¡Ahí! ¡Un palo!
Una rama. Torcida, demasiado pesada, pero mejor que las uñas desnudas. Blandí la rama hacia atrás con un movimiento desmañado que alcanzó a uno de los bichos.
De pronto estaba libre. No podía ponerme en pie pero me desplacé a gatas. De pronto sentí una quemadura, una terrible quemazón. Sólo era un rasguño en el hombro, pero el dolor me sobrecogía.
La furia comenzó a bullir en mí. Me volví, batiendo la rama. Tenía dos ramificaciones, lo que impedía que pudiera usarla demasiado bien.
“¡Jalil!” grité.
Estaba cerca. Había sacado su navaja. Vio lo que quería. Bajó la cuchilla y cortó una de las ramificaciones, y hacia arriba, cortando la otra. Y algo que no había pensado: cortó el extremo superior en pico.
Ahora tenía un bastón de más de un metro, un poco torcido, pero acabado en punta.
No perdí el tiempo. Atravesé a un hetwano por el pecho. La punta no salió por el otro lado, pero el extraterrestre cayó. Aporreé a otro, y de pronto los hetwanos se retiraron.
Oí a los árboles murmurar. ¿Tala-árboles? ¿Algún otro horror?
Los hetwanos retrocedieron y se perdieron en la oscuridad.
“¿Se rinden?” jadeó April.
David dijo, “No. Es algo de lo que tienen que ocuparse primero. No sé que está pasando, pero volverán en cuanto terminen. Por ahí. ¡Vamos!”
“Estamos muy cerca de la ciudad de Ka Anor,” dijo Dionisios, y si hubiera tenido la cabeza despejada probablemente habría podido oír la advertencia en su voz.
Pero estaba demasiado ocupado corriendo. Todos nosotros, huyendo a toda velocidad, sin bolsas de comida, sin caballos, nada excepto pura adrenalina.
Corría y de pronto me detuve. Me detuve porque el suelo simplemente desaparecía.
Pero la inercia tiraba de mí, un segundo demasiado tarde, o un segundo demasiado pronto. Si sólo hubiera estado atento al terreno… pero ahora, ahora agitaba los brazos, como un molino, intentando retroceder pero perdiendo el equilibrio. Un pie sobre el vacío… Oh, Dios, me había convertido en Wile E. Coyote.
Iba a caer.
Eché el palo hacia atrás con fuerza, esperando que esa reacción igual y opuesta funcionase.
Una mano aterrizó sobre mi hombro. April me sujetó, atrayéndome lentamente hacia atrás. Volvía a estar en tierra. En tierra. Con ambos pies pisando suelo.
Las rodillas me cedieron. Caí al suelo, echado sobre las muñecas, y simplemente me quedé así respirando un rato.
“¿Qué estás haciendo, Christo—? Oh, wow.” Jalil
Pasó por mi lado, casi hasta el borde, y luego retrocedió. Los otros se acercaron también, David y Ganímedes y Dionisios. Me puse en pie sobre mis piernas temblorosas.
“Gracias, ¿quieres casarte conmigo?” le dije a April. Me había salvado la vida. Pero yo también había salvado la suya antes. Estábamos en paz.
“Me temo que la caída te habría matado,” dijo Ganímedes.
“Me temo que la caída me habría matado unas nueve veces,” dije.
Estábamos al borde del papá de todos los agujeros de bolas de helado que había visto nunca. Era como un cráter lunar.
Si hubiera caído por el borde del abismo, habría estado cayendo quizá ciento cincuenta metros antes de que el suelo se acercara para recibirme. Un rascacielos. Cinco veces la gran caída desde una montaña rusa. Luego habría seguido bajando o dando vueltas o girando o desplomándome otro medio kilómetro o así más. Lo que viene a ser varias Torres Sears una encima de otra.
Claro que para entonces yo no sería más que un cacho de carne aplastada.
Poco a poco el ángulo de la pendiente se suavizaba de modo que cuando llegara al fondo habría estado rodando más tiempo en horizontal que en vertical. Pero probablemente este hecho me habría pasado por alto teniendo en cuenta que ya estaría muerto y desmembrado y muerto otra vez.
De todas partes surgían dagas de cristal. O al menos eso parecía. Cristal negro y marrón y rojo óxido y blanco lácteo. Pero sin pulir. Cristales rotos, destrozados. Era como si alguien hubiera abierto un agujero con ayuda de una bomba nuclear y luego hubiera calentado el interior a base de láseres hasta que la tierra y la arena se hubieran convertido en cristal. Y luego los habrían dejado que se rajaran y rompieran por los estragos de los terremotos hasta convertirse en colinas de estalagmitas de cristal, y barrancos de lanzas de cristal y el paisaje marciano de navajas de cristal rojo.
La persona que cayera por esa monstruosa brecha quedaría como hamburguesa picada.
El cráter de cristal se extendía unos ocho kilómetros de borde a borde. Era imposible determinarlo con precisión. Nada en este panorama tenía sentido. No había nada a lo que echar mano para usar como unidad de medida.
Del centro del cráter se levantaba lo que supongo que podría ser considerado una torre. O una ciudad. O la aguja hipodérmica que ve un yonqui en sus pesadillas. La base medía al menos kilómetro y medio. Probablemente más.
Se elevaba en un ángulo paralelo a las paredes del cráter, sólo que algo más agudo. La torre, la ciudad, lo que fuera, parecía haber sido erigida desde la roca. Era pura piedra, del color de la sangre seca.
Se alzaba desequilibrada, imperfecta, pero absolutamente simétrica, casi tan alta como las paredes del cráter. Y entonces era como si alguien hubiera cogido un cuchillo enorme y hubiera cortado la punta como un francés corta las judías. Esta parte, el ángulo cortado, era hueco, se abría a las estrellas y a la luna y al sol y parecía tragarse todo lo que tenía por encima.
Era una inmensa aguja hipodérmica.
“Es la cerbatana,” dijo April. “Mira, es como la cerbatana de los hetwanos.”
Tenía razón. Parecía el modelo original de la Super Cerbatana de los hetwanos. Sólo que más grande. Tan grande como lo es el monte Everest comparado con lo que haces tú en la playa con tu cubito de plástico.
La aguja se alzaba de modo que el extremo superior, la punta, llegaba a nuestro nivel. Una persona plantada ahí arriba podría ver el paisaje que los rodeaba más allá del cráter.
Algo brillaba en la punta de la aguja. Un resplandor verduzco que se aclaraba y oscurecía constantemente.
Había algo vivo dentro de esa aguja. Y yo tenía una idea bastante aproximada de lo que era.
Y había muchas otras cosas vivas a su alrededor. Había una especie de pueblo ahí abajo, o como sea que los indios llamen a esos conjuntos de casas hechas de barro a los pies de la montaña.
Era una ciudad, con luces centelleantes y edificios y, por lo que sabía, podría incluso tener un Gap, un Starbucks y un McDonalds en cada esquina.
A lo largo de la base de la aguja, en la tierra llana entre el borde del cráter y los alrededores de la aguja, había un anillo de lagos sinuosos. Cada uno tenía la longitud de dos campos de rugby y la forma de un riñón alargado y estaban dispuestos de forma que nunca llegaban a tocarse. Podías pasar caminando a través de ese cinturón de lagos pero no sin ir sorteando los lagos a izquierda y derecha al menos un par de veces.
Y nadie iba a sacar su viejo bote de pesca para pasar el día en uno de estos lagos. Al menos a primera vista parecían llenos de lava.
“Ah,” resolló Dionisios apoyándose en mí. “La ciudad de Ka Anor. ¿Tomamos algo para celebrarlo?”
No quería ponerme histérico. Quería permanecer calmado. Así que pensé las palabras con cuidado y justo cuando estaba a punto de explotar, David se me adelantó.
“¡Viejo estúpido, borracho, hijo de—!” rugió. “¿Aquí es a donde nos llevabas? ¿Aquí?”
Dionisios parecía absolutamente perplejo. “Pero sabíais que teníamos que pasar por la ciudad de Ka Anor.”
David parecía que estuviera a punto de estallarle la cabeza. Normalmente habría disfrutado con el espectáculo.
“No nos dijiste cómo era. No nos dijiste lo de los kilómetros de cristal roto y lagos de lava y lo del hormiguero de altura abismal. ¿Qué vamos a…? ¿Qué demonios vamos a…?” señaló impotentemente con el dedo a la vista que se extendía a nuestros pies. “¿Qué se supone que vamos a hacer? ¿Pasar por ahí tranquilamente?”
“Ah, ya entiendo el problema,” le concedió Dionisios. “Uno no camina por la ciudad de Ka Anor, querido amigo, normalmente vuela.”
“¿Normalmente qué?”
“Vuela,” respondió el viejo idiota, riéndose como si fuera lo evidente.
“No todo el mundo tiene unas jodidas alas, ¿no crees?” grité.
David ahora se limitaba a quedarse mirándolo, y parecía dividido entre el deseo de reírse hasta morir o de gritar hasta encontrar una cuerda con la que colgarse.
“Ah, pero los hetwanos sí tienen alas, y también las criaturas a las que llaman Alas Rojas,” dijo Dionisios. “Los Alas Rojas vuelan constantemente dentro y fuera de la ciudad. Y también llevan a los huéspedes. Cuatro de estas bestias me llevaron a mí durante nuestra última visita. Se pierde un poco de dignidad, pero funciona.”
Nosotros cuatro, los que aún estábamos en nuestro sano juicio, los mortales, los cuerdos, nos quedamos sin habla. Yo nunca me quedo sin habla. Pero la inmensidad de esta locura era demasiado grande para asumirla.
Decidí que la única manera de empezar a lidiar con ello era ignorar completamente a los dos dioses.
“Tenemos más posibilidades de atravesar el Inframundo de Hel andando que pasar por ahí delante. O por encima. Da igual, porque no sé cuál es la palabra exacta para lo que tenemos que hacer.”
“No sólo no podemos atravesarlo, sino que tampoco podemos bajar por él,” dijo Jalil. “No podríamos dar ni seis pasos seguidos. Ni siquiera la Marina de los EE.UU. podría dar seis pasos seguidos.”
David asintió dándole la razón, pero el general ya se había adelantado. “Sí, pero si tuviéramos artillería podríamos sentarnos y volarlo todo desde aquí. Es una defensa increíble, un fuerte asombroso, pero con un poco de artillería—” Se detuvo y asintió para sí mismo, satisfecho.
April puso suavemente su mano sobre el brazo de David. “David, estoy bastante segura de que no tenemos artillería.”
“Sí, y si simplemente tuviéramos el Pokemon adecuado, estaría todo hecho. David, ¿por qué no te quedas con las otras dos figuras fantásticas mientras April, Jalil y yo seguimos con los pies puestos en la tierra intentando acordar qué hacer a continuación?”
“No hay mucho que decidir,” dijo David, como si no hubiera escuchado mis quejas. “No podemos rodearlo. Es demasiado grande y sería un milagro que no nos cogieran. De modo que tenemos que atravesarlo. Lo que significa que tendremos que hacer lo que ha dicho Dionisios.”
“¿Ahora estás de su parte?” dije con un chillido agudo.
Jalil dijo, “Dionisios, ¿qué son los Alas Rojas hetwanos? Quiero decir, ¿pueden hablar? ¿Se comunican? ¿Son seres inteligentes?”
El animal fiestero más viejo del mundo se quedó pensativo, su mano buscando involuntariamente un vaso que no existía. “En realidad no lo sé. Es difícil reconocer la diferencia entre los meros mortales y los animales.”
“Ah, ¿nosotros somos ‘meros mortales’?” añadió April, lanzándole a Ganímedes una mirada enfadada.
Ganímedes dijo, “No tienen la misma apariencia que los hetwanos. Tienen alas, pero de diferente forma. Y no recuerdo que hablaran.”
Jalil dijo, “Mirad, los hetwanos son alienígenas, pero no son marcianos ni nada parecido. No son una raza tecnológicamente avanzada. No han llegado hasta aquí en naves espaciales. No tienen sistema de comunicación. Ni siquiera teléfonos. ¿De modo que cómo informan unos hetwanos a otros de que vienen hacia aquí? No lo hacen. No hasta que se ven en persona, cara a cara. Así que quizá, incluso probablemente, los hetwanos de la ciudad no sepan que nos están buscando. ¿Me seguís? Quizá sepan que están buscando a Dionisios y Ganímedes, pero no a nosotros. No a unos humanos desaliñados.”
Reprimí la urgencia de gritar. Ahora Jalil también había perdido la cabeza. “Hey, a estos dos ya los han visto antes. Saben qué aspecto tienen. Y saben que Ka Anor está hambriento.”
“Puede que eso nos ayude, en realidad,” dijo April reflexivamente. “Mirad, estos dos ni siquiera se han cambiado de ropa, ¿no? Lo más probable es que la toga y el taparrabos sean como un uniforme. Ganímedes, ¿has vestido alguna vez algo que no fuera un taparrabos?”
El fabuloso dios negó con la cabeza y se quedó confundido. No creo que la idea se le hubiera ocurrido nunca. Y creo que cuando le penetró en el cerebro, no le desagradó.
“Vale, así que si los hetwanos ven a corpulento hombre en toga sabrán que se trata de Dionisios. Pero ¿y si el corpulento hombre lleva puesta otra cosa? Quizá no. Necesitamos un cambio de look rápido. Intercambiaremos la ropa.”
“Luego buscamos algunos Alas Rojas, y nos largamos a toda velocidad,” dijo David, poniendo cara de ‘Ahora sí que estoy satisfecho con mi gran plan’.
Miré mi ropa. Miré la ropa de los dioses. Al menos la suya estaba limpia.
“Me pido la toga,” dije.