Capítulo    XIII

TARDAMOS otros veinte minutos en pulir el plan. Es increíble cuánto esfuerzo puedes poner en tramar tu propia muerte.

Los hetwanos no parecieron haberse enterado de nada. Se ve que no conocían mucho a los humanos.

Jalil esquivó a la multitud para acercarse a Dionisios. Él tenía a Excalibur, su diminuta navaja de bolsillo fabricada con acero coo-hatch, capaz de cortarlo todo. Incluso, esperábamos, la cadena que ataba a Dionisios.

April estaba al principio del carro con Ganímedes. Ellos se encargarían de los caballos.

¿David? Bueno, David estaba a medio camino entre Dionisios y el principio del carro, preparado para hacer truquitos malabares con la espada ante cualquier hetwano que se inmiscuyera.

Mi función era la de ayudar a llevar a Dionisios hasta los caballos. En teoría porque yo era el que más experiencia tenía con borrachos.

David me dirigió un asentimiento con la cabeza que era la señal de salida. Miré a Jalil. Parecía enfermo. Eso me dejaba más tranquilo, porque yo también me sentía así.

“Vale, hagámoslo,” le dije a Dionisios.

“¿Un vaso más?”

“¡Hazlo!” le cortó Jalil.

De pronto, de entre los árboles surgió una ráfaga de alas. La luz de la fiesta, la luz mágica del propio Dionisios, iluminó una pesadilla.

Eran bolsas de órganos. Eso era lo que parecían, bolsas translúcidas de órganos y sangre y tripas. Como balones blancos repletos de la parte de la vaca que sólo se comen los franceses. Salchichas gordas rellenas de entrañas.

Cada una medía unos sesenta centímetros, sin contar las alas sorprendentemente largas, como de libélula. Sacos de entrañas con alas delicadas.

Tenían ojos hetwanos y alas hetwanas, pero a parte de eso nunca habría adivinado que se trataba de la misma especie. Nunca habría adivinado que fueran algo que pudiera existir fuera de los ordenadores del Industrial Light and Magic.

Unas cuarenta o cincuenta se acercaron volando a nosotros desde los árboles.

Me recordé a mí mismo que no eran reales. No eran más reales que las ilusiones que había creado Dionisios.

Pero, tío, los hetwanos se lo tragaron. Se lanzaron hacia ellas, pasando los unos por encima de los otros, saltando sobre los demás para hacerse con una de las hembras. Las partes de su boca se movían a hipervelocidad.

Jalil usó su navaja. El acero coo-hatch cortó la cadena como si fuera de queso.

Dionisios comenzó a levantarse. Daba la impresión de que el tipo no se había puesto en pie desde hacía semanas. Me lancé sobre él para cogerle de un brazo.

Los hetwanos comenzaron a aullar, un alarido atroz y apremiante, saltando y lanzándose a por las hembras que volvían a por la revancha.

Dionisios se arregló la toga e intentó desplazarse hacia el frente de la plataforma. La gente nos fue abriendo sitio como por arte de magia, pero aún así íbamos demasiado lentos. Dionisios era del tamaño de John Goodman y de la complexión de Robert Downey Junior. Se balanceaba adelante y atrás como un niño que da sus primeros pasos.

Jalil y yo lo teníamos sujeto de un brazo cada uno. Pero era demasiado pesado. Estaba empezando a perder mi afecto hacia el Jefe de las Fiestas.

Entonces me detuve en seco. Un par de hetwanos habían cogido a una hembra. La estaban destrozando con sus mandíbulas. Desgarraron la bolsa de entrañas mientras las alas de la hembra se consumían en espasmos.

Gemí. Dionisios dirigió una mirada cansada a la escena. “Bárbaros. No saben apreciar los verdaderos placeres de la vida.”

Sabía que las hembras hetwanas eran una ilusión. Y sabía que las diferentes especies hacían cosas diferentes para arreglárselas y seguir con vida. Y también estaba el hecho de que las hembras hetwanas eran bolsas voladoras de órganos. Pero aún así, no era algo que quisiera ver. No era algo que quisiera que se grabara en mi memoria.

Después de eso se convirtió en una especie de orgía de órganos y masacre. Las bolsas de órganos voladoras comenzaron a volar más y más bajo, provocando y flirteando en una especie de ballet terrorífico. Cada vez atrapaban a más y destrozaban a un número mayor, y sus entrañas eran devoradas y esparcidas por el suelo, y Dionisios y Jalil y yo llegamos al principio del vagón.

April y Ganímedes saltaron a tierra, junto con Jalil. Cortaron los arneses de los caballos. Ganímedes y April se hicieron con las riendas. David estaba ahí quieto, sin hacer nada más que poner pinta de duro y disfrutar de ese efímero momento de esperanza que parecía decir que quizá, sólo quizá, podía ser todo así de fácil.

Pero entonces algunos hetwanos empezaron a aullar de forma distinta.

“Saben que les han engañado,” observó Ganímedes.

“¿Y cómo lo saben?”

“Ahora deberían estar dando a luz. Los pequeños hetwanos deberían estar ya formándose en su pecho. Es así como sucede.”

Un puñado de hetwanos nos lanzaron de pronto miradas severas. Los que aún estaban ocupados disfrutando de la ilusión, por así decirlo, iban a lo suyo. Pero estos pocos ya se habían dado cuenta. Se preguntaban donde estaban los pequeños hetwanos. Y se volvían recelosos.

Con un zumbido de alas y el sonido de sus deslizamientos, fueron tras nosotros.

David saltó de la plataforma, le propinó a un tajo a uno en mitad del salto, aterrizó, rodó sobre sí mismo, casi se atraviesa el muslo con su propia espada, y se puso en pie de nuevo.

“¡Subid a los malditos caballos!” gritó.

April se tiró sobre el caballo más grande. Relinchaba y brincaba y no se le veía feliz. Ganímedes lo sujetó, April lo sujetó, Jalil lo sujetó, y el caballo seguía gañendo como si estuvieran a punto de llevárselo a la fábrica de Friskies. Al final los tres, a base de pura fuerza bruta, forzaron al caballo a estarse quieto mientras yo intentaba ayudar a Dionisios a montar.

“Nunca vas a conseguir subir hasta ahí,” gruñí. “Dionisios, limítate a tenderte encima.”

David atravesó a otro hetwano. Y ahora estos, más controlados, empezaban a darse cuenta de que tenían un problema. Afortunadamente, sólo un tercio de los bichos estaban preparados para el resultado del proceso. Quizá se trataba de algún tipo de especialización de la especie, quién sabe. Lo único que yo sabía es que me encontraba intentando aupar ciento cuarenta quilos del dios del ocio sobre un caballo que no quería cargar con él y la espalda se me iba a partir y las venas estaban a punto de explotarme en el cuello.

David blandía su espada a diestro y siniestro. Los hetwanos se estaban reagrupando. Cada vez eran más los que se separaban de las bolsas de órganos. Se estaba poniendo feo a una velocidad creciente. Se estaba poniendo muy feo.

Entonces el peso desapareció de mis manos. Dionisios estaba montado sobre el caballo. Juro que oí al pobre bicho soltar una palabrota de las gordas cuando sintió el peso de lo que se le echaba encima. Ganímedes ayudaba a April a subir a un caballo mucho más afortunado. Y dos hetwanos más se me estaban echando encima.

Yo no tenía nada. Ningún arma. Así que di un paso al frente, acercando las distancias, y lancé un derechazo directo. Acerté a darles a dos de las tres partes mandibulares de uno de los hetwanos. Seguí con un puñetazo con la izquierda que se estrelló en su cara como un globo de helio que explota.

Oí el disparo de saliva.

Me volví y vi que David recibía el veneno en su antebrazo izquierdo. Un trozo redondo de su piel se quemó como una cerilla ardiendo.

David rugió. Blandió la espada en un arco vertical y el hetwano cayó partido en dos.

Ahora la orgía hetwana había acabado definitivamente. Se lanzaron a por nosotros en masa. No sabía cuántos eran, quizá treinta, al menos diez ya armados con sus cerbatanas de escupitajos.

Y mientras tanto, la fiesta sobre las plataformas estaba en todo su apogeo. Un regalo de Dionisios. El viejo estúpido, el idiota borracho, el capullo inmortal aún celebraba su fiesta, incluso mientras su caballo se perdía entre los árboles.

Entonces mi perspectiva cambió radicalmente.

Las ninfas, los sátiros, los fiesteros felices, hombres y mujeres, bajaron todos de la plataforma y se lanzaron a por los hetwanos.

No para atacarles. No, sólo pretendían enseñar a los bichos cómo se hacía una fiesta.

Dionisios había tenido en cuenta algo que había pasado desapercibido para los demás: los hetwanos sabían que las bolsas de órganos eran ilusiones, pero no se les había ocurrido que el resto de la fiesta también lo fuera.

Ahí estaba la caballería del jolgorio al rescate. Rodearon a los hetwanos, besándoles, cogiéndoles, acariciándoles, sonriéndoles, ofreciéndoles bebidas, ofreciéndoles casi cualquier cosa.

Y los hetwanos no se dieron cuenta. Empezaron a atacar a la multitud. Dispararon su veneno. Esas tías fabulosas gritaban de irritación. No de dolor, porque supongo que eso no estaba en el viejo repertorio de Dionisios. Pero sí podía imaginar una cierta petulancia bastante realista.

El resultado era que un montón de cuerpos a lo Pamela Anderson Lees y Leonardo DiCaprio estaban siendo despellejados a base de veneno ardiente y lo único que se les ocurría gritar era, “¡Oh, amor, así no!” y, “¿No os enseñó vuestra madre a tratar a las mujeres?” y, “Ah, así que os gustan las emociones fuertes, ¿eh?”

Dionisios se alejaba cabalgando en su enojado caballo, con April siguiéndole a poca distancia. Jalil y Ganímedes compartían caballo. David y yo acabamos sin montura, corriendo detrás de ellos como si nos persiguiera el diablo.