Capítulo    V

ESTABA en la ciudad. Caminaba por la calle Church, y llevaba la ropa sospechosamente limpia e impecable.

Oh, Dios. Estaba buscando trabajo.

Era por la tarde y como acabábamos de entrar en otoño, aún había luz a las seis y media. Las luces de la calle estaban encendidas, las de los coches también, y podía ver el interior de las tiendas llenas de empleados aburridos haciendo el vago y clientes un poco menos aburridos.

Me llegaron entonces las actualizaciones de la CNN: Noticias de Última Hora desde el Christopher de Eternia. Aparentemente a él/ a mí le había pasado por encima una estampida de superratas come-árboles.

Y ahora el Christopher de Eternia estaba sentado en un árbol que crecía tan despacio que me recordaba a la pequeña barrita azul en la parte de debajo de mi explorador de Internet. Ya sé que era un crecimiento rápido para un árbol, pero joder, qué lento.

En el mundo real había estado intentando encontrar trabajo. Aún quedaban un par de meses para navidad. Pero necesitaba dinero para los regalos, más las variadas necesidades de una vida bien equilibrada: cerveza, gasolina, CDs, cerveza y dinero para salir.

Estaba en el paro. Me habían echado de mi último trabajo después de sufrir la trágica muerte de mi tercer abuelo en ocho semanas.

Ahora volvía a la carga, rellenando solicitudes, haciendo como si me importara lo que me decían, estrechando manos y diciendo mentiras.

Volví la esquina hacia la calle Sherman. Conocía bien la ciudad. Conocía cada tienda. Una manzana por debajo de Sherman había una brillante luz amarilla. La pastelería. ¿Por qué no? Démosles una oportunidad.

Pasteles Einstein. ¿Qué clase de genio hace falta para poner crema de queso en un panecillo? Pero el jefe me echó rápidamente. Volvía a estar fuera, en las duras calles.

La pizzería de Papa John. Eso era lo que buscaba. Podía llevar los pedidos, conseguir propinas, recorrer la ciudad en mi coche, sacar algún dinero extra del kilometraje. Ver la casa de la gente. Conocer a hermosas y jóvenes esposas desesperadas y solas, cuyos viejos y artríticos maridos millonarios estuvieran en la ciudad trabajando hasta tarde.

“Está bien eso de tener una imaginación rica, Christopher,” me dije. “Evita que pienses en que vas a convertirte en un pizzero.”

A dentro de Papa John. A fuera de Papa John. Era demasiado joven. La mayoría de repartidores eran universitarios.

Sí, eso era lo mejor, porque no es que los universitarios fueran a dedicarse a conducir puestos hasta el culo de cerveza. Le habría soltado algo sarcástico al encargado, pero a veces hacemos pedidos a Papa John en casa, y no quería que se sonara la nariz en mi próximo pepperoni.

¿El hotel? No, ahí sólo trabajaban los esclavos. ¿Las librerías? Cretinos universitarios con piercings en las cejas y pelo revuelto. ¿La tienda de perritos calientes? Ni hablar. ¿El McDonald’s? Los hermanos negros trabajaban ahí.

En la comida rápida estaba todo lleno de negros y mejicanos. McDonald’s, Burger King, Taco Bell… Si no hablabas español no tenías nada que hacer allí. No es que fuera una gran pérdida. Mi sueño secreto no era rellenar burritos en el Taco Bell.

Había dado la vuelta a la manzana, y volvía a estar en la calle Church. Miré a la izquierda. Miré a la derecha.

Zapatos. Podía vender zapatos. Al Bundy y yo. Ese pensamiento lo arruinó. Era demasiado joven para convertirme en Al Bundy.

NdT: Al Bundy es el protagonista de la serie “Matrimonio con hijos”, haciendo el papel de padre. Trabaja en una zapatería.

Vale, piensa otra vez. ¿Starbucks? No, David trabajaba en el Starbucks. ¿The Gap? Sí, genial.

Espera. Había pasado por delante. La tienda de fotocopias. Podía con eso. Hacer fotocopias. Cambiar el tóner. Conocer a universitarias macizas que querían que les hiciera copias de apuntes titulados ‘Por Qué Los Alumnos De Instituto Son Mejores Amantes’.

“Como ya he dicho,” me dije a mí mismo, “es bueno tener una imaginación rica. Así evitas pensar en que los niños que te vean te compadecerán y pensarán, ‘Oh, tío, mejor me pongo a estudiar en serio o acabaré como este perdedor’.”

Entré en el establecimiento.

“Hola. ¿Puedo ver al encargado?”

“¿Hay algún problema?”

Hablando de perdedores. Era un chaval pequeño. E intimidante. La etiqueta con su nombre decía Keith. Las etiquetas con nombre rara vez adornan los bolsillos de la casta más alta de la sociedad.

“No, sólo me preguntaba si necesitabais a alguien.” Sí, a esto habíamos llegado. Intentaba conseguir el mismo trabajo que ese chaval.

Keith se encogió de hombros. “Puedes rellenar una solicitud.”

Me acercó una. Contuve un suspiro. Se me estaba haciendo tarde. Seguro que ponían algo en la tele.

La serie Just Shoot Me. ¿Me estaba perdiendo a David Spade por esto?

Rellené la hoja. El encargado salió al cabo de un rato, y me echó un vistazo. También él tenía una etiqueta con su nombre. Pero la suya decía Sr. Trent. No es que fuera hostil, pero tampoco parecía muy amigable.

“Christopher Hitchcock,” leyó en la solicitud.

“Sip. Quiero decir, sí. Ese soy yo.”

También era un hombre pequeño, casi calvo, pero con ojos intensos. Se me quedó mirando como si eso significara algo. Como si yo tuviera que levantar los brazos y confesar que sí, es cierto, que había intentado robar los clips.

“¿Qué clase de nombre es Hitchcock?”

“Uh… no lo sé.”

“Tu gente. ¿De dónde son?”

Me encogí de hombros. “Mi padre es de Nebraska. Y mi madre de Naperville.”

“Hitchcock. ¿No será la adaptación de otro apellido? Ya sabes, una americanización.”

Estuve a un milímetro de soltar, “Sí, lo cambiamos de Kwan Lee Ho, ¿no lo ves?” pero no lo hice. Sólo dije, “No. No creo.”

Él asintió. “Nunca eres lo suficientemente precavido. Vamos, esto aún es América. Pero no todos son América. Ya sabes a lo que me refiero.”

“Uh-huh.”

“Empiezas el sábado, a las diez en punto. No tolero la impuntualidad.”

“¿No quiere ver mis referencias?” le pregunté, como un idiota, ignorando el hecho de que mis referencias estaban bastante adornadas.

Y entonces Jalil gritó, “¿Qué pasa, estás en coma? Despierta.”

Estaba a unos pocos pasos de mí, intentando cogerme y atraerme desde el árbol para dejarme en tierra firme. Parpadeé. Sentí como la sangre me subía a las mejillas. Me sentía avergonzado y no sabía muy bien por qué.

Le cogí del brazo y salté, igual que April estaba haciendo con David.

Aterricé encima de Jalil.

“Quítate de encima,” dijo.

Me levanté y me sacudí la tierra de las rodillas.

“¿Qué estabas haciendo en el mundo real? ¿Durmiendo también allí? Llevo aquí sentado cinco minutos gritando ‘Despierta, despierta’. April tuvo que escalar hasta tu árbol y tirarte de la oreja.”

“Estaba… estaba buscando trabajo.” Me quité de encima un sentimiento que no podía nombrar. “Mierda.”

“Sí, bueno, ya no hay nada que hacer aquí,” dijo David. “Detrás de nosotros viene gente. Tenemos que salir por patas.”

“¿Qué gente?” pregunté.

“¿Y qué más da? ¿Has conocido a alguien por aquí a quien quieras saludar? Venga, vámonos.”