Capítulo XXV
CORRIMOS a través de los túneles vivientes, las oscuras venas y arterias de la vasta colmena. Corrimos y corrimos, cada vez más lento, arrastrando con nosotros a Dionisios, hasta que finalmente nos detuvimos, jadeando y resollando, con las manos en las rodillas, rendidos, casi incapaces de tenernos en pie.
Estábamos hechos polvo. Derrotados. Asustados. Exhaustos.
Avergonzados.
¿Dónde estaban los hetwanos? ¿Cómo podían habernos perdido? Éste era su hogar, su casa. Era imposible que les hubiéramos despistado.
Pero no había duda de que estábamos solos. Solos, los cuatro y el inmortal inútil. Solos casi en la más completa oscuridad. Solos con la sensación de que nos observaban, nos vigilaban, nos seguían a distancia prudencial.
¿Se habían asustado los hetwanos? ¿Se habían dado cuenta de que no podían con nosotros? Si era así, es que eran idiotas. Un buen ataque organizado y nos tendrían en sus manos.
“¿Qué está pasando?” preguntó Jalil.
David negó con la cabeza. El sudor le resbalaba por la cabeza gacha. La respiración de April tenía una nota dolorosa, como si estuviera respirando humo.
Dionisios era el único que no estaba cansado, aunque avanzaba muy lentamente, se quejaba y lanzaba improperios. Odiaba a ese tío, era como un grano en el culo. Pero no había duda de que estaba completamente recuperado. La inmortalidad. El cansancio era sólo una actuación. Toda humanidad, toda debilidad humana, no era más que una actuación para él. Incluso sus borracheras, por lo que yo sospechaba. Él viviría. Ganímedes, en cambio, no.
Quería arrancarme el pelo de cuajo. Quería sacarme los ojos. Esto no tenía perdón. Ganímedes me había salvado y yo le había fallado. No tenía perdón.
“Mejor sigamos adelante. Aunque no tengo ni idea de en qué dirección,” admitió David. Se miró una quemadura en el brazo.
Yo sentía las mías. Mis arañazos y cortes y moratones y calambres. Pero eso no era nada. Me lo merecía.
No tenía perdón. ¿Cómo podía no haberme arriesgado para salvar a aquel que me había salvado? ¿Cómo no morir intentándolo? ¿Cómo seguir pensando en uno mismo como en un hombre?
Era un pedazo de mierda inútil que no merecía considerarse humano. Los perdedores como Trent y Keith pensaban que yo era como ellos, y quizá tenían razón. Quizá habían visto en mí lo que mis propios ojos no habían querido ver.
Sentí la mano de Ganímedes y cómo había levantado mi peso mientras yo gritaba y lloraba y suplicaba a cualquier cielo que me salvara. Él podría haber muerto, inmortal o no, habría quedado reducido a papilla, destrozado, si hubiéramos llegado a chocar. Y yo en cambio había huido.
“Christopher, levanta, tío.” Era David. Los demás ya se habían puesto en marcha y caminaban tambaleándose y arrastrando sus penosos traseros a lo largo del pasillo.
“Venga, tío. Dionisios dice que sabe por dónde ir.”
“Que le jodan.”
David me cogió del antebrazo y tiró de mí. Siguió agarrándome hasta que me decidí caminar.
“Puede que escapara,” dijo David, como si pudiera leerme la mente. “No lo sabes. Puede que escapara. Nosotros lo hicimos, ¿no?”
No dije nada. No podía agarrarme a esa esperanza. Pero podía dejarla vivir. Podía dejar abierta la posibilidad, aunque fuera muy pequeña. Quizá. Quizá ese marica lo había logrado. Sí, quizá.
Dionisios iba el primero, y no es que fuera lamentando precisamente la pérdida de su compañero de fiestas. Lideraba la marcha, charlando sobre su infalible sentido para ubicar la dirección del Olimpo, sin importar la distancia ni la luz.
Él iba delante, y el suelo bajo nosotros nos observaba.
“Ahí delante hay más luz,” dijo Dionisios.
Ciertamente había más luz. Una luz verdosa. No se trataba del sol, ni siquiera del de Eternia. Y también nos llegaba un ruido, un sonido vasto, infinito y repetitivo.
“Parece un cántico,” dijo April. “Es extraño. Está en una clave rara. La escala está mal. Pero escuchad, suena casi religioso.”
Seguimos adelante, poco a poco, David delante con la espada de Galahad desenvainada. Jalil sacó su pequeña navaja y desplegó la cuchilla. Yo había abandonado hacía rato mi macabra arma. No tenía nada a parte de mis puños desnudos, y no sabía si me atrevería siquiera a usarlos.
El túnel terminaba. Nos quedamos plantados en el límite, mirando el espacio abierto que se abría ante nosotros, tan vasto que podría haberse usado para aparcar la flota entera de los dirigibles de Goodyear y aún quedaría espacio para que los Blue Angels hicieran sus exhibiciones aéreas.
Tenía forma cilíndrica y era como la pared de un colmenar. Ahí desembocaban miles, decenas de miles de agujeros de túneles como el nuestro. Estábamos más o menos a un tercio del camino. En la distancia alcancé a ver el cielo nocturno. El agujero abierto en la aguja hipodérmica de la Ilusión Montañosa Yonqui.
Miles de hetwanos manaban de los agujeros, dispuestos a unirse a la densa masa de insectos que se apiñaba abajo. Había tantos que no podía ver ni un ápice de suelo libre.
Estaban canturreando. Emitían un sonido rítmico, no muy musical, pero sí hipnótico. Atractivo. Un sonido que con toda su vastedad y su severidad, con su seducción insinuadora, penetraba en mi cerebro y me tentaba a formar parte de ello.
Pero los hetwanos eran sólo los feligreses. Su dios estaba en el centro de todo. Ka Anor.
Enorme. No era nada en concreto, pero lo era todo. Todas las pesadillas, todos los miedos, todas las imágenes de todas las películas de terror.
Cada vez que parpadeabas te ofrecía un aspecto diferente. Una masa furiosa e impresionante de mugre líquida. Una mandíbula aullante repleta de dientes como estalactitas empapadas de sangre. Un hetwano exageradamente inmenso con cientos de ojos. Un volcán en erupción escupiendo cuerpos carbonizados.
Era imposible. No podía ser cien cosas diferentes. Todo estaba en mi cabeza. En mi imaginación. Lo sabía. Pero el gruñido animal que salió de mi garganta era prueba suficiente de una verdad mayor: Ka Anor era el miedo en estado puro.
Y entonces apareció el Alas Rojas, descendiendo en círculos desde las alturas. Y en sus tentáculos iba colgado, indefenso, el joven cuya belleza había atraído la mirada errante y promiscua de Zeus a los campos de Troya.