Capítulo    VIII

SE me ocurrió entonces que no llevaba ningún arma. Se me ocurrió de pronto. Pero David tenía razón: los hetwanos tenían que morir antes de que pudieran delatarnos a Ka Anor.

David encaminó a su gran bicho rojo en una trayectoria para interceptar a los hetwanos. Le seguí. Adelanté a Jalil, que estaba ahí colgado, como yo, vistiendo sólo un pañal extragrande. Mi bicho pasó a su lado, y yo le grité, “Venga, tío, ¿es que quieres vivir eternamente?”

“No. Pero ochenta o noventa años estaría muy bien,” me respondió. Pero entonces le oí gritar y su bicho se volvió para seguirme. April también se estaba dando la vuelta, más por solidaridad que por otra cosa. Bueno, yo al menos podía intentar atacar a alguno de los hetwanos, pero ¿qué iba a hacer April?

Dionisios, sorprendentemente, no se unió a la lucha.

“¡Ey, Señor de la Danza, vamos!” le grité. “Al menos podrías entretenerlos con más de esos sacos de órganos.”

Ganímedes era otra historia. Iba vestido como Jethro de Beverly Hillbillies, colgando de los tentáculos de un bicho como el resto de nosotros, pero dispuesto a pasárselo bien. Yo estaba más aterrado de lo que creía que fuera posible, desesperado, cagado, aterrorizado, lanzándome de cabeza hacia mi propia muerte, y en lo único que pensaba en ese momento era que cualquiera, cualquiera que quisiera unirse a mí en la batalla era bienvenido. ¿Gay? ¿Con pluma? Venga, chicos y chicas. Si os vais a interponer entre los chicos malos y yo, todo me vale.

Los hetwanos volaban unos tres metros más abajo que nosotros, unos tres metros bajo nuestros cuerpos colgantes. Parecían más lentos que los Alas Rojas y no es que nosotros fuéramos F-16. Los Alas Rojas avanzaban a eso de diez kilómetros hora, la velocidad a la que corre un humano, mientras que los hetwanos irían a unos cinco o seis por hora, un paso rápido. Así que nos aproximábamos los unos a los otros a quince kilómetros por hora, lo que era a la vez agonizantemente lento y alarmantemente rápido, dependiendo de qué fragmento de mi atacado cerebro estuviera procesando la información.

Los hetwanos nos vieron. David navegaba como el marinero que es, ladrando órdenes perentorias y varoniles como si estuviera al mando de la Marina Real cerca del 1812.

“¡A la izquierda cinco grados! ¡Desciende metro y medio!”

Los Alas Rojas obedecían. ¿Y eso por qué? ¿Por qué entendían el inglés? ¿Cómo sabían cuánto era un metro? Al menos eso sí que se lo habían tenido que enseñar.

W.T.E. Bienvenidos a Eternia.

David y la avanzadilla de lo que ahora podía distinguir como nueve hetwanos se acercaban a toda velocidad. El hetwano que iba en cabeza llevaba ya preparada su Super Cerbatana. David hacía ejercicios de estiramiento en el brazo con el que manejaba la espada.

“Puedes balancearte,” oí gritar a Jalil.

Lo tomé por un comentario completamente idiota hasta que añadió, “Un péndulo. Puedes balancearte adelante y atrás.”

Giré la cabeza para mirarle, y efectivamente Jalil iba cobrando velocidad, oscilando de izquierda a derecha y de delante a atrás como el reloj de las pesadillas de un entomólogo.

Me impulsé con las piernas, intentando imitar los movimientos de Jalil. Pero decidí que limitarme a moverme atrás y adelante sería un mejor plan. Estiraba las piernas con fuerza y las encogía, consiguiendo sin duda que me doliera la entrepierna. Pero fui ganando impulso. Volvía a estar en el colegio, montado en un balancín y gritando, “Voy a subir tan alto que daré la vuelta por encima, ja ja ja.”

Un largo arco hacia delante. Un largo arco hacia atrás.

David y el primer hetwano se acercaban al lento/rápido paso de quince km/h. El hetwano escupió. David se balanceó con fuerza para apartarse de la trayectoria. Esperó a que la inercia le hiciera volver, blandió la espada, y falló.

Se cruzaron. El hetwano se detuvo en el aire y giró con toda la agilidad y la gracia de un 747, y comenzó a perseguirle.

Una cosa estaba clara, y nos favorecía: los hetwanos no eran dogfighters. El cielo no era lo suyo.

Un segundo hetwano pretendía interceptar mi trayectoria. Tenía un pincho y eso me cabreó. No era justo, yo iba desarmado. No tenía nada más que mis puños, que tampoco iban a ser los de George Foreman con los hombros comprimidos por los tentáculos de sujeción.

Y entonces se me ocurrió una idea. Un destello de pura desesperación.

La toga.

Empecé a pelearme con la tela como un histérico, tirando y tirando como un chaval que se ha quedado atrapado entre las sábanas intentando encontrar la ceniza del cigarrillo que se le ha caído.

Tiré. Dolía, pero tío, era lo único que tenía. La tela se unía en mi entrepierna. No había manera de sacármela.

“¡Jalil! ¡Pásame tu cuchillo!”

“Ni de coña, que lo tiras.”

Me lancé en un balanceo hacia atrás, casi interceptando el ángulo de balanceo lado a lado de Jalil.

Un hetwano escupió a David y falló. David se retorció, queriendo acertarle al mono volador, pero sin conseguirlo. Estábamos en Top Gun, luchando por el comercio del té de hierbas. Era la batalla de Inglaterra con mariposas asumiendo los papeles del Luftwaffe y la Royal Air Force.

“Tengo que cortar esto,” grité.

“Usa los dientes,” me sugirió April.

“Oh.” Me metí un trozo de tela en la boca y arranqué una tira de un mordisco para después continuar desgarrando la tela. Desgarré y tiré, y mi hetwano se acercaba con rabia venenosa. No había tiempo. Escupió.

Atrapé el fuego en un amasijo de toga que envolvía mi brazo izquierdo. Al principio quemaba, pero luego se fue apagando, dejando sólo un agujero oscurecido.

Delante de mí, David seguía blandiendo la espada y fallando, y ahora estábamos en medio de los hetwanos. Oí a Jalil gritar de dolor. Se frotaba una pierna con la otra, histérico. Divisé a Ganímedes lanzándose sobre su adversario. Vi a April levantar las piernas, preparada para soltar una patada. Sí, eso resultaría. Pegar patadas mientras cuelgas de unos tentáculos.

La mayor parte de mi toga ya estaba suelta. Rip. Rip. Un puñado. Rip. Dejé lo suficiente para cubrir mis pudores, aunque ahora mismo no sentía ninguno. Mi hetwano se acercaba. ¡Disparó! Me lancé sobre él, acercando las distancias. La saliva, el veneno, lo veía, una bola de fuego como una bala lenta.

El balanceo me alzó. Levanté las piernas para esquivar el veneno, alcancé el punto máximo del arco y batí mi toga como bate su capa un torero. La toga se hinchó con el viento, se abrió y envolvió al hetwano.

Las alas del hetwano quedaron atrapadas y empezó a caer. Caía cabeza abajo con la toga enrollada en su cabeza, lo que sofocaba sus débiles esfuerzos por liberarse. Era un fantasma de halloween a punto de abrir un agujero en el suelo de hierba negra que teníamos debajo.

Justo entonces, David realizó un fantástico movimiento. Se alzó, impulsado por el balanceo y aprovechando la inercia del salto atravesó a un hetwano que pasaba.

El hetwano cayó.

“¡Sí!” gritó. “Muere.”

Y yo también grité. Así de locos estábamos, tirando espuma por la boca y gritando enrabietados “¡Te mataré!”

Dos hetwanos se acercaron por nuestro lado. Y también algo que no habíamos considerado.

Un hetwano se dirigió hacia el gran bicho rojo de David. Disparó. El veneno alcanzó al Alas Rojas en un ojo. El primer sonido que oímos de un Alas Rojas fue un chillido como el de una sierra de cadena contra un clavo.

El bicho de David no pudo con ello. Se fue zumbando al doble de velocidad a la que había venido, con David gritando impotente. Estaba fuera de la lucha.

Dos a uno. Aunque aún estábamos en desventaja, siete contra cinco, y habíamos perdido nuestra única arma seria.

Los hetwanos nos rodeaban ya por todos lados; parecían mucho más numerosos así de cerca, como si voláramos a través de un ejército.

Yo ya había jugado mi última carta, el viejo truco de la toga en toda la cara. Ahora era sólo un gran chico blanco idiota en taparrabos. No tenía nada. David estaba fuera. Y si ni siquiera David podía hacer mucho daño con una espada de noventa centímetros, no veía cómo iba a conseguirlo Jalil con su navaja de bolsillo.

Lo único que tenía era la fuerza bruta. Me impulsé con fuerza hacia atrás y hacia delante. Era imposible calcularlo con precisión, claro, lo único que podía hacer era balancearme con todas mis fuerzas y esperar que los hetwanos juzgaran mal la distancia.

Lo más espeluznante de los hetwanos era que los que no llevaban Super Cerbatana iban tanteando el aire con sus mandíbulas móviles. No sé qué pensaban encontrar para comer. Quizá a nosotros.

Arranqué una pequeña tira de tela, esperé hasta estar cerca y se la tiré a la cara a un hetwano desarmado. Pero él no la agarró con la boca. Era mucho esperar que se pusiera a masticarla.

De pronto, una agonía de dolor. Un disparo de veneno en plena columna vertebral. Intenté alcanzar el sitio afectado palmeando con la mano por encima del hombro, pero no llegaba. Grité pidiendo ayuda, cosa inútil: nadie podía ayudarme. El dolor me dejaba sin aliento, me aterrorizaba.

Sentí que el fuego iba a abrir una quemadura a través de mí, incinerando la piel, y el músculo y el hueso. Como si pudiera abrirse camino consumiéndolo todo y saliendo finalmente por una pústula ardiente en mi pecho.

Empecé a gritar. No podía hacer otra cosa, tío, estaba indefenso. Iban a quemarme vivo, pedacito a pedacito. Pataleé con frustración ante un hetwano que pasaba, pero no estaba ni remotamente cerca de mí.

Mi Alas Rojas cambió de dirección hacia la ciudad de Ka Anor, volviendo a sus instrucciones originales, supongo. El giro me permitió ver a April, intentando quitarse la mochila de la espalda para poder hacer uso de ella.

Y detrás de ella, Dionisios, colgando indefenso de su par de Alas Rojas. Tenía un cáliz enorme en una mano y le caían regueros de vino tinto de la boca.

“¡Ayúdanos!” grité.

“¡Lo estoy haciendo!” me respondió él. “En este estado no tengo ningún poder.”

Se tragó medio cuarto del vino Merlot y su vaso se rellenó. Me llevó un segundo darme cuenta, distraído como estaba por mis amargos lloriqueos: estaba sobrio. Sus poderes provenían del alcohol.

Ladré una risa aguda y llorosa. ¿No tenía poderes si no estaba borracho? Incluso entonces, ¿qué podía hacer? ¿Distraerlos a todos lanzando al aire una fiesta de disfraces?

“¡Ha!” gritó April.

Me di la vuelta. Un escupitajo me pasó al lado de la cara, fallando por tres escasos centímetros. Si no me hubiera dado la vuelta para mirar a April, ahora estaría respirando a través de la mejilla.

April se enfrentaba a un hetwano a un metro de ella. Se cernía sobre su víctima como una avispa maligna intentando recoger el polen. La vi lanzarle al hetwano algo que destellaba. El hetwano iba desarmado. Sus mandíbulas se movieron frenéticas, atrapando el brillo que volaba por los aires. Él era un foca y April la entrenadora que tiraba las sardinas.

Sólo que lo que ella tiraba eran diamantes. Nuestros diamantes. Los que nos habían dado las hadas como pago por convertirlas en la compañía de comunicaciones MCI.

El hetwano se tragó el diamante, pero otro hetwano se precipitaba ya sobre ella, ansioso por unirse al juego.

Entonces vi al hetwano que se alejaba de April. El hetwano que se retorcía, arañándose su propio pecho con las manos desnudas.

¡Los estaba envenenando! Iban hacia ella como pececillos comiendo copos para explotar y morir. ¡No podían resistirse!

Entonces un temblor, el chillido del acero contra el acero. Miré hacia arriba y vi el fuego devorando uno de los tentáculos de sujeción.

El tentáculo se soltó y fue absorbido por el cuerpo del Alas Rojas como la trompa retractable de una aspiradora. Las trabas bajo mis brazos habían desaparecido. Caí hacia delante, agitando los brazos, intentando recuperar el equilibrio. Intenté asegurar mis piernas, pero resbalaron de los tentáculos. ¡No! Mis dedos luchaban por agarrarse al aire.

Caí a toda velocidad.