Torturadme
La tenían desnuda, en pie, con las manos atadas por encima de la cabeza, de espaldas a ellos. Estaban encapuchados. Llevaban largos y afilados punzones.
—Sigue los puntos a ambos lados de la columna.
El primer hombre incrustó la punta metálica del punzón en la espalda de Alice. La sacó haciéndola girar. Retrocedió, complacido con la demostración.
—Así es como se hace. Ahora tú.
Su aprendiz vaciló. No era más que un niño. Clavó torpemente el punzón al otro lado de la columna de Alice. Brotó la sangre.
—¡Con más firmeza, chico! Vuelve a intentarlo y ve hincándolo hasta donde termina la espalda, a intervalos de una pulgada. Tienes que atravesar la piel, la carne y el músculo… eso es, así, hasta el fondo. Deja las nalgas. Las desollaremos.
La hicieron sangrar hasta que la espalda fue una masa de verdugones levantados y sangre chorreante. Alice percibió el sabor de la sangre cuando se mordió la lengua para no chillar.
Oyó que se abría una puerta detrás de ella. No podía volverse porque estaba atada de pies y manos. Oyó una voz suave y agradable que no reconoció.
—¿Dónde está Christopher Southworth?
Alice no respondió.
—Me gustaría mostraros un desollamiento —dijo la voz.
La desataron y le vendaron los ojos. La condujeron, desnuda, descalza, a través de las mazmorras inferiores, donde estaban los potros y las empulgueras. Le quitaron la venda de los ojos. Vio abierta la doncella de hierro: un ataúd vertical, con el interior de la tapa frontal tachonado de clavos de hierro de seis pulgadas.
—No os preocupéis —dijo la voz—. Solo está de muestra.
La obligaron a seguir caminando.
—Podríamos romperos todos los huesos del cuerpo uno a uno. Podríamos arrancaros los dientes uno a uno. Podríamos arrancaros las uñas… una a una. Podríamos sumergiros lentamente, miembro a miembro, en aceite hirviendo. Podemos golpearos con un atizador… unas veces al rojo vivo, otras, erizado de clavos. Pero todo eso parece desagradable, ¿no creéis? Preferiríamos trataros bien.
Alice oyó un chillido.
—La habitación de las ratas —dijo la voz.
Alice miró por la rejilla el interior de la habitación, si es que podía dársele tal nombre. Estaba atestada de ratas, amontonadas hasta una altura de tres pies, que se devoraban entre sí.
—Pobrecillas, no tienen nada que comer, salvo las unas a las otras. Jamás se me ocurriría arrojaros a un lugar así. No de golpe. Mirad, tenemos agujeros por los que podemos introducir un brazo o una pierna. Un miembro cada vez.
Alice no habló. Una mano suave y amable le acarició la espalda lacerada. Su rostro se contrajo de dolor. La mano se detuvo antes de llegar a las nalgas.
—No vamos a violaros.
Siguieron adelante. Alice oyó una respiración entrecortada y fatigosa. Una mano descorrió una cortina.
Había un hombre atado a un banco. Estaba vestido, con excepción de la pierna izquierda. Tenía los ojos desencajados e inyectados en sangre, y los labios salpicados de espuma. Volvió la cabeza y vio y no vio a Alice.
El verdugo estaba inclinado sobre él, absorto en su trabajo. Ya había arrancado la piel de la parte superior del muslo y estaba concentrado en tirar de ella hacia la rodilla. Alice vio cómo el gran músculo del muslo palpitaba de dolor. El torturador practicó una rápida incisión. El hombre gritó y se desmayó cuando el torturador tiró de la piel hasta el tobillo.
—Termina con esa pierna y deja la otra para mañana —dijo la voz—. Ah, y despiértale.
Un chico avanzó con un cubo de agua y la arrojó a la cara del hombre inconsciente, que abrió los ojos.
Llevaron a Alice a una habitación amueblada. Le ofrecieron vino. Lo rechazó. Le ordenaron que se inclinara hacia delante. Vio dos piernas fornidas, los pies bien separados. Le pusieron los brazos por encima de la cabeza y se los sujetaron con fuerza. Oyó un restallido. El hombre de la voz agradable empezó a fustigarle las nalgas.
—Solo queremos saber dónde está Christopher Southworth.
Cuando volvió en sí, estaba tumbada boca abajo en su celda. No sabía si era de día o de noche, ni cuántos días y noches habían pasado. Le habían dejado agua y comida. Bebió pero no comió.