El Portal del Crepúsculo
Desde la cumbre plana de Pendle Hill se divisa cuanto conforma el condado de Lancashire. Hay quien dice que también pueden verse otras cosas. Es un lugar encantado. Los vivos y los muertos se reúnen en la colina.
Alice sabía que la seguían. Que lo hicieran. No se atreverían a acercarse demasiado.
Oyó alas. Extendió el brazo. Era su ave. Le desgarró la piel que no cubría el guante, pero no le importó porque amaba al halcón y sabía que el amor deja una herida que a su vez deja una cicatriz.
Tenía la carta de Edward Kelley. «Le hallaréis, empero, donde puede ser hallado: en el Portal del Crepúsculo».
—He venido —dijo Alice.
Durante unos instantes no ocurrió nada. La niebla que envolvía la colina como una capa llegaba hasta la panza del poni. Alice desmontó y sujetó las riendas. No se oía nada. Era como si la colina estuviera escuchando.
Vio una figura que se acercaba. Encapuchada. Rauda. El corazón se le aceleró. El halcón voló hasta un árbol fulminado.
La figura se detuvo a unos pasos de Alice y se quitó la capucha. Era John Dee.
—No esperaba veros —dijo Alice.
—¿A quién esperabais?
—Tengo una carta… de Edward…
—Una de sus invocaciones de espíritus, supongo —dijo John Dee—. No pueden ayudaros ahora.
—¿Estáis vivo? —preguntó Alice.
John Dee negó con la cabeza.
—No como lo estáis vos. Nos encontramos en una franja de tiempo, lo que los católicos llaman Limbo…, entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
—¿Estoy muerta, pues? —preguntó Alice.
—He venido a liberaros. Vuestro cuerpo es una cáscara. Abandonadla. Dadme la mano. Dejad que encuentren vuestra cáscara abandonada en el suelo. No podrán hacerle nada a vuestro cuerpo una vez que les hayáis privado de vuestra alma.
—Nunca he creído en el alma —repuso Alice.
—Testaruda como siempre —dijo John Dee.
—¿Dónde está Christopher? ¿Está a salvo?
—En vuestra casa de Bankside.
Alice Nutter sonrió. Así pues, Christopher estaba a salvo. Se embarcaría.
—¿Y Elizabeth?
—Es demasiado tarde para Elizabeth. Era demasiado tarde hace tiempo.
—Sacadla de ese lugar espantoso.
—No puedo. Vos tampoco. Ya no podéis hacer nada, Alice. Es hora de partir.
John Dee le tendió la mano.
Alice estaba envuelta en la niebla y la luz menguante. Solo quería a dos personas. Christopher se encontraba a salvo. Sabía que no volvería a verlo. Elizabeth había quedado abandonada a su suerte.
Silbó. El halcón regresó de mala gana y se posó con ella en esa estrecha franja de tiempo. Alice se quitó del dedo el anillo de oro y lo prendió a la pata del pájaro.
—Encuéntralo —dijo—. Dile que no puedo ir.
Oyó voces en la niebla. Estaban cerca. John Dee tendió la mano como una rama en llamas. Alice solo tenía que tocar el fuego y la profecía tocaría a su fin. No ardería en la hoguera. Sería libre.
Negó con la cabeza. Puso el pie en el estribo y subió al poni. No abandonaría a Elizabeth.
El amor es tan fuerte como la muerte.