Tiempo muerto
Alice Nutter se levantó temprano. Se había vestido y estaba preparada para partir cuando los vio por la ventana. No le cupo duda. Habían ido a buscarla.
Dejó los objetos preciosos en el lugar secreto y bajó a abrir. No pensaba esconderse como una cobarde. Que fueran a por ella. Saldría por voluntad propia. No permitiría que la prendieran.
En Read Hall, Roger Nowell había avivado el fuego. La habitación estaba iluminada y caldeada. Saludó con una inclinación de la cabeza. Ella hizo una reverencia. Nowell la invitó a sentarse. Potts entró en la habitación, con los ojos como lanzas. Preguntó a Alice si había leído Daemonology, el libro del rey.
Alice respondió que sí. Añadió que no tenía un gran concepto de él.
—En ese caso, os pido que prestéis atención a esto —dijo Potts, y leyó de su ejemplar—: «Los dos géneros de personas que predominantemente practican la brujería son: las que viven en gran miseria o pobreza, pues a ellas el Diablo las tienta para que lo sigan, prometiéndoles grandes riquezas y comodidades mundanales; otras, aunque ricas, arden en desesperados deseos de poder o venganza. No obstante, a fin de tentar a una mujer como esta, el Diablo tenía exiguos recursos … Desconozco cómo consiguió atraerla hasta esta senda del mal, pero ahora deberá ser juzgada por sus viles y abominables prácticas».
—No tenéis pruebas contra mí —dijo Alice.
Roger Nowell levantó la mano y el alguacil Hargreaves hizo entrar a James y a Elizabeth Device. Ni uno ni otro había dormido.
Les pidieron que identificaran a Alice como la persona que había acudido a Malkin Tower el Viernes Santo. Les pidieron que explicaran cuál había sido el motivo de su visita y Elizabeth reconoció que Alice Nutter siempre había sido amiga de su madre, la Vieja Demdike.
—¡Es aún más poderosa que ella! —exclamó Jem.
—No soy una bruja —declaró Alice—. No tengo nada más que decir.
—¿Qué decís a esto? —preguntó Roger Nowell.
El alguacil Hargreaves llevó el muñeco. Elizabeth Device palideció.
—Yo no he hecho ningún muñeco —gritó.
—Tiene un tosco parecido conmigo —afirmó Roger Nowell—. Y ayer caí víctima de la enfermedad y del dolor.
—Traed a la herbolaria de Whalley —ordenó Potts.
La amiga de Alice entró en la sala. Roger Nowell le mandó que se situara delante de él.
—¿No dijiste ayer que mi calentura no era una enfermedad común, sino brujería?
La herbolaria asintió. No miró a Alice.
—En ese caso, ¿qué dices de este muñeco hallado en casa de la señora Nutter? Lo ha traído su criada.
Potts cogió el muñeco y lo examinó.
—Esto es brujería. Alice Nutter, ¿confeccionasteis vos esta muñeca?
—No.
—¿Cómo llegó pues al estudio de vuestra casa?
Alice no podía responder; no podía incriminar a su amiga la herbolaria.
—La muñeca tiene cabello humano. No sé cómo robasteis las tumbas —dijo Potts.
—¡Yo las robé! —gritó James Device—. Ella me convirtió en liebre mediante un hechizo y escapé de Malkin Tower y robé las tumbas de Newchurch, en Pendle, y me llevé los dientes y todo lo demás. Ella me hechizó. Dejadme en libertad, como anunció la araña.
—¿La araña? —preguntó Potts—. ¿Es ese tu familiar?
—Todos dijisteis que si testificaba contra Alice Nutter me dejaríais libre.
—De modo que se trata de eso —dijo Alice—. Soborno e intimidación…, aunque todo es legal, puesto que lo lleva a cabo la ley.
Potts se levantó.
—Alice Nutter, se os acusa de brujería. Seréis juzgada en las audiencias de Lancaster.
Roger Nowell se levantó.
—Abandonad la sala.
Alice Nutter siguió sentada. Salieron uno tras otro, y también Potts, hasta que solo quedaron Roger Nowell y Alice. Todavía no eran las cinco de la mañana.
—Ya me tenéis —dijo Alice—. Y no sé por qué.
Roger Nowell sonrió.
—Os tengo, pero podría soltaros.
—¿Cuál es el precio de mi libertad?
—Christopher Southworth.
—No está en mi casa. La habéis registrado.
—Pero sabéis dónde está, ¿no es así?
—No sé dónde está.
—Vuestro mozo de cuadra dice que ayer le prestasteis un caballo.
—Jem Device dice que lo convertí en liebre. ¿También creéis eso?
Roger Nowell guardó silencio unos instantes. Luego dijo:
—Sir John Southworth es amigo mío. Esto no me produce ningún placer. Mi propia posición está amenazada. ¿Acaso no os dais cuenta? Christopher Southworth vino a Lancashire y fue a veros. ¿Creéis que no tengo espías? Lo ocultasteis hace seis años, cuando huyó de Londres tras la conspiración. Sí, sé que lo acogisteis, y cierto es que hice la vista gorda. Lo prendieron cuando se separó de vos para dirigirse a la costa de Gales. No confesó quién lo había ocultado. No dio vuestro nombre.
Alice sintió que se le saltaban las lágrimas al pensar en el cuerpo torturado de Christopher. Roger Nowell las vio y se acercó a ella.
—No me sorprende que os ame. —La rodeó con los brazos. Ella no se abandonó a su abrazo ni tampoco opuso resistencia. Él dijo con suavidad—: ¿Creéis que no se puede comprar a vuestros criados como a cualquier otro criado?
Alice lo miró.
—¿Ordenasteis vos arrestar a Jane Southworth?
Roger Nowell negó con la cabeza.
—Fue Potts. —Vaciló—. Yo tenía motivos para pensar que Christopher Southworth regresaría a Lancaster. No sabía por qué. Francamente, creía que había enloquecido. Entonces apareció Potts, con su «brujería y papismo, papismo y brujería». Estoy tan atrapado en esta celada como vos. Ha de haber un sacrificio… ¿no lo entendéis?
Y, en su mente, Alice estaba en la casa de Vauxhall y Elizabeth decía: «Ella es la Elegida».
Alice permaneció en silencio. Roger Nowell se apartó y sacó del bolsillo una bolsa de la que extrajo un pesado crucifijo de plata. Lo hizo oscilar como un péndulo; como un augurio del tiempo.
—Encontraron esto en vuestra cama.
—Una bruja con un crucifijo. ¿Me acusáis de celebrar la misa negra o la santa misa?
Roger Nowell le besó la frente. Notó que el cuerpo de Alice se le resistía.
—Para Potts no hay ninguna diferencia, y para nuestro rey escocés, tampoco. Seáis lo que seáis, os enfrentáis a la muerte.
—No tengo miedo.
Roger Nowell se separó de ella.
—Os daré una oportunidad. Volved a casa. Reflexionad. Si huís, os buscaré hasta capturaros. Regresad al atardecer y decidme dónde está Christopher Southworth, eso es todo, y esta noche dormiréis en vuestro lecho. Si os negáis, os mandaré al castillo de Lancaster.