La herida
Christopher Southworth guardaba silencio. Tomó las manos de Alice y las besó.
—Te conocí en Salmsbury Hall cuando era un chiquillo. ¿Qué edad tenía? ¿Dieciocho años? Me enamoré de ti. Me hice sacerdote. Seguí enamorado de ti. Seas lo que seas, siempre te amaré.
Alice le acarició el pecho. Él se quitó la camisa por la cabeza. Tenía el torso estampado de cicatrices causadas por el hierro de marcar y los alambres candentes. Alice le acarició las cicatrices. No se arredró.
Él le beso la frente.
—Siempre te amaré, pero no puedo ser tu amante.
—Dios te perdonará.
—No tiene nada que perdonarme.
Christopher se desabrochó los calzones, tomó la mano de Alice y se la llevó a la entrepierna.
Habían llevado al jesuita Christopher Southworth a una celda desprovista de ventanas. En la celda había un potro de tortura, un torno, un horno, hierros de marcar, un cazo para derretir cera y clavos de diversas longitudes. Unas empulgueras, un par de tenazas largas, pinzas gruesas, instrumental quirúrgico, un conjunto de bandejitas metálicas, cuerdas, alambres, preparados de cal viva, una capucha y una venda para los ojos.
No lo sometieron al potro, sino que utilizaron el potro a modo de banco. Le ataron los brazos por encima de la cabeza y le separaron las piernas. Le practicaron un corte limpio en el costado y le extrajeron un cuarto de galón de sangre para debilitarlo. Luego le obligaron a beber una pinta de agua salada.
No le rompieron los dedos articulación por articulación ni le arrancaron los dientes uno a uno. Se lo tomaron con calma. Le dibujaron formas en el pecho con sus delicados cuchillos y limpiaron cuidadosamente la sangre. Le sujetaron los párpados abiertos con horquillas metálicas y le vertieron cera caliente en los globos oculares. Cuando él gritó, discutieron si le arrancaban la lengua. Pero la necesitaban para que confesara.
No confesó. No dio ningún nombre. El único nombre que oyeron fue el de Jesús.
Estaba desnudo. Le acariciaron el pene y los testículos. Para vergüenza suya, el pene se endureció. No sentía nada, pero se le endureció. Los hombres se excitaron al verlo. Lo tumbaron boca abajo y lo sodomizaron. Luego le dieron la vuelta y encendieron un fuego en una lata. Mientras uno le sujetaba el pene, el otro se lo cortó. A continuación le cortaron los testículos. Se desmayó; le arrojaron agua para que volviera en sí. Quemaron los testículos en la lata. Christopher no veía nada, pero sí percibía su propio olor. El hedor que desprendía. Quemado vivo. Le dejaron en paz.
—Dentro de quince días zarpará un barco de Dover —dijo él—. Quiero que estés a bordo. Conmigo.
—¿Y qué será de mi casa? ¿De mis tierras?
—¿Y qué será de tu vida?
—Mi vida no corre peligro. La tuya sí.
—Ya no temo por mi vida. Morí cuando me torturaron… o eso parece.
Ella lo desnudó. Le besó. Con suavidad él le separó las piernas con las manos y se deslizó por la cama para que su lengua llegara hasta ella.
Se quedaron dormidos.