El libro salvaje

Nunca había visto al tío en el jardín. Caminaba sobre el pasto en forma curiosa, como si tuviera miedo de aplastarlo.

No me extrañó que dijera:

—Basta de aire silvestre. Vamos a la casa.

Se dirigió hacia la puerta que daba al invernadero.

Eufrosia había colocado ahí un termo de té, un vaso de leche con chocolate y sándwiches de jamón de jabalí.

Le conté al tío lo que había sucedido.

—Necesitas recuperar las fuerzas después de tu aventura —comentó el tío—. Estás haciendo grandes progresos. Ya conociste el cuarto de los animales disecados y el cuarto de las estatuas. Llegaste ahí más pronto de lo que yo suponía. ¿Viste las fotografías?

—¿Qué fotografías?

—Las de la familia. Están colgadas en la pared, en el cuarto de las estatuas. Ocupan un rincón.

—No las vi.

—No me extraña. Las estatuas son más contundentes. De cualquier forma te recomiendo que estés más atento. A veces los secretos están en los pequeños detalles.

—¿Y quién cazó los animales?

—Nuestros antepasados fueron grandes cazadores. Era gente bastante primitiva que pensaba que matar podía ser un deporte. Yo prefiero las aventuras en las que a nadie le sale sangre.

—En las historias del río a veces sucede algún accidente y un personaje se corta y le sale sangre —comenté.

—Y está bien que así sea; esas aventuras suceden en un bosque lleno de peligros. La sangre que me molesta es la que gotea en la vida real. Por suerte hay gente como tu amiga de la farmacia que pone vendas y curitas.

Me quedé sorprendido. Yo pensaba que mis visitas a Catalina eran un secreto.

—¿Quién te dijo que tengo una amiga en la farmacia? —le pregunté.

—La fuerza informativa de esta casa: Eufrosia.

—¡Qué chismosa!

—Ella solo busca tu bien. Me dijo que la chica en cuestión se llama Catalina, que es preciosa y ama los libros. Parece ser que le has prestado algunos de esta biblioteca.

Pensé que el tío me iba a regañar, pero añadió de buen ánimo:

—No debes sentirte mal. Los libros existen para ser compartidos. Además, siempre es bueno tener cerca a alguien que puede aliviar los dolores con pomadas y pastillas. Por cierto: ¡¿hace cuánto que no tomas hierro?! Tu madre me encargó que lo hicieras.

—Ya no lo necesito —contesté—. No me han dado calambres.

Pensé que me iba a obligar a tomar las asquerosas cucharadas de jarabe negro con sabor a clavo, pero dijo:

—Estás madurando, sobrino. Además, no me gusta que hagan jarabes de cosas que puedes comer de manera natural. El que quiera hierro, que mastique espinacas o se prepare un buen filete de hígado. O si está muy desesperado, que chupe un cuchillo. A veces la ciencia exagera y nos quiere dar píldoras y jarabes para todo. Al rato van a inventar un jarabe de libro y van a concentrar todas las historias en una cucharada.

Una vez más, Tito se iba por las ramas. Le costaba mucho trabajo mantener el hilo de una conversación.

Bebí un delicioso trago de chocolate y le pregunté:

—¿Por qué tienes estatuas en la casa?

—Pasa lo mismo que con los animales disecados: son hermosas y no me he atrevido a tirarlas. Mi tatarabuelo las mandó hacer, al estilo griego. Son estatuas de grandes lectores. En un principio, había una estatua en cada cuarto de la casa, como una especie de guardián. Pero daban miedo. Imagínate que te despiertas en la noche, te dan ganas de hacer pipí, sales de tu cama y ves a un tremendo señor de mármol. No cualquiera se repone de la impresión. Por eso las mandé al Salón de Lectores. Si alguien se interesa en las caras que tenían las primeras gentes que leyeron por gusto, puede ir a verlas. También te recomiendo que te asomes a ver las fotografías de la familia. Ahí hay gente que conoces y, por cierto, ¿cómo te fue con los libros de sombra?

—Se movieron.

—¡¿Se movieron?! ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¡Y nosotros hablando de chupar cuchillos!

El tío acercó mucho su cara. Llevaba un par de días sin rasurarse y sus pelos parecían púas. Olía a sábana usada. Fue un alivio que se alejara y preguntara con más calma:

—¿Se movieron poco o se movieron mucho?

—Mucho.

—¿Se movieron como se mueven las víboras, sin que las veas en el pasto, o se movieron como una tormenta?

—Ninguna de las dos cosas.

—¿Podrías describir lo que pasó? —me dio un sándwich y dijo—: el jamón de jabalí despeja la mente. Mastica y traga un bocado. Te espero con ansias.

El sándwich me gustó más que nunca. Aquello era más ligero y sabroso que el mejor salami.

—¿Y bien? —preguntó mi tío.

—Primero pensé que los libros se estaban cayendo.

—¿Caían en lluvia o caían en cascada?

—Caían uno por uno.

—¡Caída de rocas! —dijo el tío, con gran seguridad.

—Luego pensé que me querían aplastar.

—¿Aplastar como se aplasta una hormiga o aplastar como si te dan un almohadazo? —el tío no dejaba de mostrar gran curiosidad en cada detalle.

—Aplastar como si estuviera temblando y todo se viniera abajo.

—¡Temblor de libros! Hace mucho que eso no sucedía. Se necesita una sacudida muy especial para que se comporten así. ¿Y luego qué sucedió?

—Caminé a tropezones hasta que los libros se empezaron a ordenar.

—¿Quieres decir, querido sobrino, que los libros se pusieron de acuerdo en la forma de moverse?

—Sí.

Los ojos del tío parecían a punto de salirse de su cara.

—¿Estás seguro? —preguntó y dejó la boca muy abierta, como si quisiera comer lo que yo iba a decir.

—Sí —contesté y él cerró los labios como si tragara una pastilla.

—Quiero que recuerdes que soy tu tío Ernesto, que me dicen Tito, que tengo el compromiso con tu mamá de cuidarte y alimentarte. Es importante que digas la verdad porque esto puede tener consecuencias muy especiales.

—Estoy diciendo la verdad.

—Te creo, sobrino, no he dudado de ti. Es solo que… hay cosas difíciles de averiguar —bebió un sorbo de té con tanto nerviosismo que se mojó los pantalones.

Estaba tan interesado en mi historia que no se puso furioso al mancharse con el té. Me vio con extrema atención, como si yo fuera un pez difícil de localizar al fondo de un acuario, y preguntó en voz baja pero intensa:

—¿Sabes lo que creo?

—No.

—Los libros ya te leyeron.

—¿Qué es eso?

—Hay gente que cree que entiende un libro solo porque sabe leer. Ya te dije que los libros son como espejos: cada quien encuentra ahí lo que tiene en su cabeza. El problema es que solo descubres que tienes eso dentro de ti cuando lees el libro correcto. Los libros son espejos indiscretos y arriesgados: hacen que las ideas más originales salgan de tu cabeza, provocan ocurrencias que no sabías que tenías. Cuando no lees, esas ideas se quedan encerradas en tu cabeza. No sirven de nada.

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—En los libros también aprendo cosas que no se me ocurren a mí —dije.

—Desde luego. Un espejo mágico también es una ventana: allí ves tus ideas pero también otras cosas, conoces ideas ajenas y viajas a mundos distintos. Un libro es el mejor medio de transporte: te lleva lejos, no contamina, llega puntual, sale barato y nunca marea.

—¿Pero qué tengo de especial para los libros? Ni siquiera soy buen estudiante.

—Querido Juan, no es necesario ser muy aplicado para convertirte en un gran lector. Mis libros sienten que los puedes querer como nadie los ha querido y que puedes compartirlos con alguien a quien quieres mucho, como la chica de la farmacia, que tiene ojos tan bonitos.

—¿Eufrosia te dijo que tiene ojos bonitos?

—No siempre hay que creer lo que dicen los noticieros. Tuve antojo de aspirinas y fui a la farmacia por mi cuenta. Catalina tiene ojos hermosos. Pero también tiene ojos profundos. Ella mejoró la historia que leíste, Viaje por el río en forma de corazón, ¿no fue así?

—Sí.

—¡Una lector ideal! Ahora dime una cosa y no te equivoques porque esto se pone serio. Dijiste que los libros se movieron con orden. ¿Podrías decirme exactamente qué hicieron?

—Formaron escalones.

—¡Es-ca-lo-nes! —el tío dividió la palabra con admiración.

—Sí.

—¿De escalera?

—No conozco otros.

—Es cierto. La emoción me pone tarado. ¿Cuántos escalones?

—No los conté. Subí por ellos hasta llegar al techo del cuarto.

—¿Llegaste al techo?

—Por eso pude salir por la ventana.

—Claro, claro… —el tío empezó a caminar en círculos. Pasó junto a un helecho del invernadero. Sin darse cuenta le arrancó una hoja. La tomó como si fuera una espada y se la puso sobre el pecho—: ha pasado algo nunca visto en esta biblioteca. Eres muy especial.

—Yo me siento igual que siempre.

—Eso quiere decir que eres requetemuyespecial. La gente que se da aires de importancia no es especial, solo es presumida. Los genios son sencillos: no piensan que son genios.

—No soy genio, tío, soy tu sobrino.

—No te quiero marear con tantos elogios. Eres bueno y sencillo y te gusta el salami, como fueron esos grandes lectores que ahora son estatuas, aunque no sé si ellos comieran salami.

—No quiero ser estatua, tío.

—Ni falta que hace. Vas a ser algo mucho mejor.

—¿Qué?

—El domador de El libro salvaje.

El tío se quedó con la quijada abierta, impresionado por sus propias palabras. Hubiera podido meterle un sándwich entero en la boca. Pero tenía más curiosidad que ganas de hacer travesuras, así es que dije:

—¿Me explicas un poco?

—Te tengo que explicar un mucho.

—¿El libro que has estado buscando se llama El libro salvaje?

—Ese es su título, sobrino. No se lo había dicho a nadie.

—Cuéntame más.

—Antes que nada te digo que es rarísimo que los libros se muevan con orden y más raro aún que formen escalones. Eso quiere decir que se ponen a tus pies y están dispuestos a elevarte a donde lo necesites. Siempre encontrarás un libro que te apoye. Los libros son leales. Ningún soldado ha luchado tanto por su patria como un libro por su lector.

—¿Y no hay libros malos?

—Qué curioso que preguntes eso. Sí, sobrino, hay libros malos, malísimos. No me refiero a los libros mal hechos o ridículos, los tristes libros escritos por una persona que sufrió sin que eso fuera útil, los libros hechos por idiotas que solo querían ser famosos. No, me refiero a libros que hacen daño y atacan a otros libros. No es fácil reconocerlos porque son astutos y esconden su verdadero mensaje. Si los lees, te pueden parecer agradables, pero hacen que olvides lo que dicen otros libros. Los grandes lectores no se dejan engañar, pero a veces hasta ellos aceptan ese veneno, hecho de olvido y malas intenciones. Tengo que confesarte una cosa.

Un trozo de sándwich se me fue entero al estómago.

El tío prosiguió:

—Esta biblioteca no está libre de libros malignos. Hay que estar prevenido. A veces llegan disfrazados de libros útiles, como los diccionarios o los recetarios de cocina. Pero eso no es lo más importante que quería decirte.

El tío alzó la hoja de helecho y exclamó:

—¡Estas vacaciones serán decisivas para ti!

«Son tan complicadas que ya ni parecen vacaciones», pensé, pero no me atreví a decirlo.

En ese momento Eufrosia entró al invernadero:

—¡Qué calor hace aquí! ¿Van a querer cenar pollo o pizza?

—¿Cómo nos interrumpes para eso? —el tío se molestó mucho—. Estamos a punto de decir algo que puede cambiar la historia de la humanidad y llegas a hablar de pizza. Una pizza es un círculo de harina caliente embarrado de salsa. ¿Puede importarnos un círculo de harina caliente embarrado de salsa?

—Yo quiero pizza —dije.

El tío cambió completamente de opinión:

—Perfecto, sobrino, lo que quieras —desvió la vista a Eufrosia—. ¿Sigues ahí? ¡Nos urge una pizza!

La buena mujer salió refunfuñando del cuarto.

—¿Cómo es El libro salvaje? —me atreví a preguntar.

—No sé. Ya te dije que nunca ha sido leído.

—¿Nadie lo ha encontrado?

—Está perdido en la biblioteca. Mi tatarabuelo lo tuvo en sus manos, también mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre. Ninguno de ellos pudo leerlo. A todos se les escapó. Es un libro rebelde, que solo aceptará ser leído cuando alguien consiga domarlo, como un caballo salvaje que de pronto acepta un jinete.

—¿Y sigue en la biblioteca?

—Se ha movido de lugar, pero no puede haberse ido.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te está buscando.

En ese momento sentí un remolino bajo mis pies. Estaba cansadísimo por todo lo que me había pasado con los libros de sombra. Cerré los ojos y no supe nada más.

Nunca me había pasado algo así. Desperté unos minutos después.

El tío y Eufrosia me habían cargado hasta la mesa de la cocina. La cocinera me puso un trapo húmedo en la frente y me hizo oler unas sales picantes.

—¿Qué pasó? —pregunté ante las manos de la cocinera, rojizas de tanto lavar platos y tanto acercarse al fuego.

—¿Me reconoces? —preguntó el tío.

—Claro que sí.

—A ver: ¿me dicen Tati, Tito o Toti?

¿Cómo era posible que alguien tan inteligente fuera tan infantil?

Para molestarlo le dije:

—Eres mi tía Tati.

—¡No puede ser! —aulló—. ¡Mi sobrino del alma se volvió chiflado! Estábamos a punto de resolver el acertijo de El libro salvaje. ¡Qué pésima suerte! ¿Ahora qué le voy a decir a su madre? ¡Solo falta que te salgan plumas o que quieras cantar en televisión moviéndote como una marioneta! ¿Te convertiste en un cantante idiota?

Me dio tanta lástima verlo así que dije en el acto:

—Es broma, tío Tito.

Entonces besó mis mejillas y me acarició el pelo en forma muy rara, como si secara un plato. Por lo visto, no tenía costumbre de acariciar a nadie. Esto me hizo pensar en mi madre, que me tocaba como si fuera una especialista en hacer sentir bien a la gente. El pobre tío nunca había tenido a nadie que lo tocara así. Para él, acariciar a una persona era tan complicado como abrir una caja fuerte.

No me extrañó que dijera:

—Llevo demasiado tiempo solo, sobrino. Por eso le pedí a tu mamá que vinieras aquí. Creía en tus poderes, pero no sabía que fueran tan grandes. Los libros se han estado moviendo y acabas de superar la prueba de la oscuridad: aprovecharon para organizarse, y no solo eso, te hicieron una escalera. Eres su amo. Te van a ayudar a encontrar El libro salvaje. Si logras domarlo, podrás leer la historia que siempre has deseado.

—¿Quién escribió ese libro?

—No lo sé. Los libros son más importantes que los autores. Los mejores parece que se escribieron a sí mismos. El libro salvaje necesita un lector especial, y creo que eres tú. ¡Bienvenido a la biblioteca, sobrino valiente!

El tío me habló como si apenas en ese instante llegara a su casa, y en cierta forma así era: a partir de ese momento mi vida sería diferente.

El libro salvaje no había permitido que nadie se le acercara.

¿Dejaría que yo lo leyera?