Motores que no hacen ruido
Cuando entramos a la sección «Motores que no hacen ruido», Catalina fue al fondo del cuarto y yo me quedé cerca de la puerta. Revisaríamos libro por libro, título por título, autor por autor, en busca de nuestra presa.
Habían pasado unos veinte minutos cuando algo empezó a zumbar. Parecía el ronroneo de una tubería o de un aparato en otra parte de la casa. Pensé que el tío preparaba algo en la licuadora, pero el zumbido duró demasiado para que esa fuera la causa.
Vi el librero que tenía frente a mí y me pareció que la madera vibraba, como si el metro pasara bajo la casa. Pero en aquella parte de la ciudad no había metro.
Los ojos de Catalina brillaban al fondo del cuarto. Tenía la expresión de quien contempla algo muy interesante que se puede volver peligroso. Con señas me pidió que me acercara.
Di unos pasos y sucedió algo curioso. No puedo decir que se escuchara un sonido; era otra cosa, como si el aire acumulara fuerzas para estallar, un silencio que sonaba, una energía a punto de reventar.
Catalina me mostró el libro del que no se había desprendido desde que llegó a la casa: Reloj de letras.
Puso el índice sobre los labios para que yo no dijera nada. Entonces me mostró un libro que había encontrado: Ajustes de tiempo. Pensé que se trataba de un volumen extraviado en esa sección, pero en cuanto lo abrí supe que trataba de mecánica. Era una manual para ajustar los motores al ritmo en el que deben funcionar. Yo no sabía que un motor pudiera estar fuera de tiempo.
Catalina me pidió que volviera a poner el libro en el estante y a su lado colocó Reloj de letras. El zumbido cesó en el acto. Ella sonrió de un modo maravilloso.
Luego me hizo una seña para que saliéramos de la habitación.
—¿Qué fue eso? —le pregunté.
—Una buena señal. Los libros se inquietaron cuando llegamos. ¿Notaste el zumbido?
—Claro.
—Se pusieron como motores a punto de arrancar. Fue como si nosotros les sirviéramos de gasolina y pidieran que los encendiéramos.
Catalina parecía entender los misterios de la biblioteca mejor que yo.
Aunque han pasado muchos años desde entonces, recuerdo muy bien que en ese momento llevaba una blusa azul, con estrellas amarillas bordadas en el cuello. No pude olvidar ningún detalle de esa escena en la que le pregunté, lleno de curiosidad:
—¿Y por qué dejaste ahí Reloj de letras?
—Teníamos que mandarles una señal. Los libros se relacionan entre sí, es lo que dijo tu tío. Ahora dos libros que tratan del tiempo están juntos: uno trata del tiempo de los humanos y otro del tiempo de los motores. A ver qué pasa.
—¿Qué crees que suceda?
—El libro salvaje ha estado muy tranquilo. ¿Te acuerdas de la trucha azul en El río en forma de corazón?
¿Cómo podía olvidarla? Era uno de mis episodios favoritos. Ernesto y Marina subían a una canoa a pescar. Pasaban toda la tarde sacando peces. Antes de regresar al campamento revisaban la pesca: era abundante pero poco valiosa. Todos los peces eran pequeños. Eso no podía conformar una rica cena. Entonces se daban cuenta de que esa pesca podía ser sabrosa, no para ellos, sino para un pez de las profundidades. ¡No habían pescado su cena sino la del pez que querían pescar! Acto seguido, colocaban los pescados pequeños en los anzuelos y hundían la carnada muy hondo. Después de varios esfuerzos atrapaban una trucha azul, especie muy rara y de gran tamaño, cuya carne era muy apreciada por su sabor y porque los brujos de la región decían que daba grandes poderes.
A veces uno atrapa algo que parece insignificante pero sirve para atrapar otra cosa. El buen pescador consigue pescados sin chiste que lo ayudan a llegar al que vale la pena. Algo parecido sucede con las personas: es necesario conocer bastantes para llegar a las que en verdad interesan.
—El libro salvaje es como la trucha azul —dijo Catalina.
—¿Le pusiste Reloj de letras como carnada?
—Sí. Es un libro con el que se puede identificar.
—¿Y por qué quisiste que saliéramos del cuarto? Sería emocionante ver cómo se mueven los libros.
—Sería fabuloso, pero tu tío dice que a los libros no les gusta que los veamos moverse. De pronto encuentras uno sin saber cómo llegó ahí.
—Tienes razón: si se movieran delante de nosotros la gente les tendría miedo o jugaría al tiro al blanco con ellos. Los cazarían como animales salvajes. La gente puede ser tremenda.
Catalina se me quedó viendo y dijo:
—¿Y a ti qué te gusta?
No contesté y ella insistió:
—¿Cuál es tu trucha azul?
¿A qué se refería? ¿A la carnada que podía interesarme?
—El libro salvaje, supongo —contesté.
—¿Y nada más? —preguntó sin dejar de verme a los ojos.
Seguramente me puse de todos colores. Yo quería encontrar El libro salvaje, pero sobre todo quería estar con Catalina, pero me daba vergüenza decírselo. Ella parecía esperar que yo dijera algo importante. No quería equivocarme y decepcionarla.
—Estás temblando —Catalina puso su mano en mi mejilla—. ¡Como un libro a punto de ser leído! —sonrió.
¡Ella se había dado cuenta de que yo estaba enamorado! Me leía como se lee un libro, pero yo era un libro muerto de vergüenza.
Fue un alivio que Catalina dijera:
—Vamos a ver qué pasó.
Entramos de nuevo al cuarto, que seguía en completo silencio. Caminamos muy despacio rumbo al estante donde ella había colocado Reloj de letras.
Al llegar ahí, todo parecía como antes. No vimos señas de un lomo blanco.
Pero tampoco encontramos Reloj de letras.
Catalina y yo nos veíamos en silencio cuando una voz de niña dijo:
—¡Juanito!
Era Carmen. Al fin había llegado a la casa. Venía en compañía de Eufrosia, que cargaba una pesada maleta. Mi hermana tenía las manos llenas de peluches, entre ellos su muñeco Juanito.
—¿Ella es tu novia? —me preguntó.
No contesté: desvié la vista a los tres gatos que habían seguido a mi hermana.
Catalina tampoco respondió, pero sonrió y vio a Carmen con tranquilidad, como si no le molestara lo que ella había dicho.
Mi cara se había puesto roja como un tomate y Carmen dijo:
—¡Uy, metí la pata! Tío Tito me dijo que tienes una novia a la que quieres mucho pero que no te gusta que digan que es tu novia.
—Es Catalina —dije.
—Hola —dijo Catalina con admirable voz alegre.
—¿Aquí está el Club de la Sombra? —me preguntó Carmen.
—¿Qué es el Club de la Sombra? —se interesó Catalina.
—Un lugar al que solo se puede ir de noche —contesté.
—¿Y está en esta casa? —continuó mi hermana.
Recordé el cuarto de los libros para ciego y dije:
—Sí.
—¡Yupi! —Carmen estaba feliz—. ¿Me llevarás?
—Claro —contesté, sin estar muy seguro de poder cumplir mi promesa.
—¿Te presento a mis nuevos peluches? —Carmen colocó una hilera de muñecos en el librero. Algunos libros cayeron al suelo.
En ese momento el tío entró al cuarto. Venía armado de una lupa:
—¡Que ningún peluche se mueva! Necesito inspeccionarlos para saber si están limpios.
—Los bañé la semana pasada —informó Carmen.
—Eso no es suficiente. Necesito pasarles revista uno por uno. ¿Catalina?
—¿Sí?
—Sé que tienes experiencia con enfermos. Te pido que me ayudes a revisar a estos pacientes.
—No son pacientes —intervino Carmen—, ¡son mis peluches!
—Por el momento, querida sobrina, son pacientes sospechosos de tener hongos debajo de las orejas y en otros lugares a los que no siempre llega el jabón. Manos a la obra.
El tío le pidió a Eufrosia que pusiera los peluches en fila. Sacó otra lupa de su bolsillo y se la dio a Catalina. Revisaron orejas, ojos, patas, garras, hocicos y narices sin encontrar nada especial.
Tío Tito quedó satisfecho con la inspección:
—Estos peluches están sanos como una manzana —declaró.
Carmen me presentó a los que yo no conocía. Me mostró un conejo al que le daban terribles retortijones en el estómago, una liebre que siempre estaba nerviosa y una tortuga a la que le dolía la cabeza como a nuestra mamá.
—Aquí van a estar más tranquilos y se curarán de todo —le dije a Carmen.
Ella me dio un abrazo y noté que había crecido un poco en las semanas que llevábamos sin vernos.
Ayudé a recoger los peluches y me asombró la habilidad de Eufrosia para tomar hasta siete en una mano.
Luego vi a Catalina y un escalofrío me recorrió la espalda.
Sus ojos, de por sí grandes, se abrían de manera enorme.
Ella miraba algo a mis espaldas. Algo importante. Algo que le daba el brillo de las ideas especiales.
Me di la vuelta. En ese momento hubiera querido tener el arpón del capitán Ahab, que luchó contra Moby Dick. No había ninguna ballena en el lugar, pero en la parte superior de un librero se veía un lomo blanco, un libro que hasta hace unos momentos no estaba ahí, un ejemplar de tapa blanda, un libro disfrazado de libro cualquiera, sin letras a la vista, como si aún no lo terminaran de hacer. En una palabra: un libro que nunca había sido leído.
Me acerqué de prisa al librero. El tío vio lo que hacía y soltó un alarido, Eufrosia dejó caer los peluches, Carmen se tropezó, yo la pisé y cuando al fin mi mano llegó al sitio correcto, ya no era el sitio correcto.
El libro salvaje había vuelto a desaparecer.
Esa noche me costó mucho trabajo dormir. Oía ruidos en el cuarto de al lado, donde ahora dormía Carmen. A eso de la medianoche ella llegó a pedir que la llevara al Club de la Sombra.
Le dije que no podía, no esa noche.
Entonces quiso dormir en mi cama. No me gustaba que durmiera conmigo porque le daba por soñar que volaba y extendía mucho los brazos, ocupando toda la cama. Yo no podía dormir así. Además, ya estaba bastante grande para compartir mi cama con niños.
—Vamos a tu cuarto. Te acompañaré hasta que te duermas —le dije.
—No tengo sueño —fue su respuesta.
Siempre decía eso. La llevé a su cuarto y cinco minutos después ya estaba dormida.
Regresé a mi cuarto, más despierto que nunca. Envidiaba la rapidez con que Carmen se dormía y se adaptaba a todas las cosas.
Estuve pensando y pensando en El libro salvaje.
¿Tendríamos otra oportunidad de atraparlo? Esta vez habíamos fallado por muy poco.
Me quedé inmóvil, escuchando los crujidos de la casa hasta que sentí que eran los crujidos de mis ideas.
La última vez que vi el reloj antes de dormirme eran las tres de la mañana.
De nuevo soñé con el cuarto escarlata, pero esta vez ocurrió algo distinto. Oí el lamento que salía del fondo del pasillo y caminé hacia ahí con mis pesadas botas de hierro. Entré a la habitación de paredes rojas, pero no había sangre en las paredes, simplemente se trataba de un cuarto pintado de rojo. Siempre me había gustado ese color y no me molestó estar ahí. Volví a oír el quejido que venía de un rincón. Parecía el sollozo de una mujer. Me acerqué en esa dirección y vi algo envuelto en un trapo. Era un bulto pequeño, pero no pude cargarlo. Pesaba más que mis botas de hierro. Traté de retirar el trapo y tampoco pude hacer eso. Era un envoltorio sin nudos ni aperturas. Algo lloraba ahí adentro.
Me arrodillé y palpé el bulto con cuidado. Me pareció que era un libro. Curiosamente, cuando reconocí su forma se volvió más ligero y pude levantarlo.
¿Qué podía hacer con un libro que llora? ¿Había forma de arrullarlo?
Revisé la habitación y descubrí una puerta que hasta entonces no había advertido. Tenía tres cerraduras. Por suerte, cada cerradura tenía puesta una llave. Abrí la puerta y un resplandor me deslumbró. En el cuarto era de noche, pero detrás de la puerta estaba el día, un día radiante.
El cuarto escarlata daba a un campo con sol de mediodía. La luz llegó hasta el bulto envuelto en el trapo y el libro que estaba adentro dejó de llorar.
Salí al campo y sentí el pasto bajo mis pies. Ya no llevaba botas de hierro. El trapo, que hasta entonces era de un color impreciso, se convirtió en una tela de cuadritos rojos y blancos, como un mantel. Traté de abrirlo, pero tampoco esta vez pude hacerlo.
Subí a una colina y me senté a ver el paisaje. Recordé la foto de mi madre dormida y me tendí sobre el césped. Dormí profundamente. Dormí dentro de mi sueño. En algún momento pensé que no podría despertarme pero luego me dije: «sí puedo hacerlo porque estoy en mi sueño y yo decido lo que pasa». Abrí los ojos y fue como si me despertara dos veces, dentro y fuera del sueño.
Estaba en mi cama, en casa de tío Tito.
Traté de volverme a dormir para volver al campo y saber lo que sucedía con aquel libro misterioso, pero es más fácil huir de un sueño que regresar a él.
De cualquier forma, sentí una calma que nunca había sentido antes. Por primera vez, había logrado salir del cuarto escarlata, y además había salvado un libro, un libro que lloraba como un niño.
Tal vez lo que ese libro quería era ser adoptado, tal vez al pasar del cuarto escarlata al campo había dejado de ser niño y se había vuelto mayor.
Pensé que si alguna vez volvía a tener ese sueño, llevaría tijeras para cortar el trapo y saber de qué libro se trataba.
No pude llevar a cabo esta idea porque nunca más volví a tener la pesadilla del cuarto escarlata.
Había perdido el miedo a lo que ahí ocurría. En cambio, mi curiosidad por saber lo que contiene un libro que no ha sido leído había aumentado.