Libros que cambian de lugar

El tío me asignó una habitación agradable, con vista a un pequeño jardín. En la mañana oí el canto de los pájaros y sentí que estaba en el campo. Dormí muy bien. No padecí calambres ni soñé con el terrible cuarto escarlata.

A eso de las ocho oí ruidos y decidí bajar a desayunar. Tenía un apetito de cinco bizcochos. ¿Me dejaría el tío comer tantos? Mi madre decía que mis sándwiches de mermelada me estaban poniendo muy barrigón.

Tomé la campanita que había dejado en el buró y recorrí los pasillos, orientándome por los ruidos de platos que —eso pensé— venían del comedor.

Así llegue hasta un salón donde encontré a una mujer gorda que estaba de espaldas.

—¡Buenos días! —le dije.

—¡Ay, mamita! —gritó ella, y soltó los platos que tenía en las manos. Se hicieron añicos en el piso de madera—. ¿Quién eres? —preguntó—. ¿Un fantasma? No, los fantasmas no usan pantuflas —señaló las mías con un dedo grueso como una salchicha.

—Soy Juan, sobrino del tío Tito.

—Yo soy Eufrosia. El señor Tito no me avisó de tu llegada. Vive en las nubes, metido en sus libros. Tu tío es una nube con pantalones. ¿Qué quieres desayunar: omelette Homero, avena Aristófanes, cereal Cinco Musas o sándwich isabelino?

Todo sonaba extrañísimo. Pregunté cómo era el omelette Homero.

—Se hace con los mejores huevos y los ojos cerrados. Luego le pones un poco de queso griego y se sirve bañado en aceite de oliva.

Se me hizo agua la boca.

Desayuné en la cocina porque las sillas del comedor estaban llenas de libros. El omelette era aún más sabroso que su explicación. Me propuse comerlo todos los días. Cada vez que algo me gustaba lo repetía sin cansarme. A mi madre le parecía aburrido que pidiera siempre la misma pizza, pero si me gustaba la de peperoni, ¿por qué iba a buscar otra?

—¿Por qué hay que hacer el omelette con los ojos cerrados? —le pregunté a Eufrosia.

—El señor Tito me dijo que lo inventó Homero, un genio ciego. Cerramos los ojos por respeto a él. ¿Sabías que el papá de tu tío también era ciego?

Yo no lo sabía o no lo recordaba. No seguimos hablando del tema porque oí una voz detrás de mí:

—¡Qué temprano despertaste, atleta!

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El tío tenía un gorro de dormir de fieltro verde. Se sirvió té en un plato de sopa y sorbió el líquido con mucho ruido.

—Se me olvidó decirte otro de mis defectos: no puedo comer en silencio. Mastico con demasiada fuerza. No me gusta la comida que no suena. Los libros piden silencio, pero un buen bocado debe tronar, aunque sea un poquito. ¿Ya conociste a Eufrosia? Es cocinera, lavandera, especialista en recoger migajas y en no tocar telarañas.

—Mucho gusto —me dijo la amable mujer, como si apenas ahora se encontrara conmigo.

—Ella no vive en la casa —explicó tío Tito—. Entra con el canto de los primeros pájaros y se va cuando oscurece. En la noche, solo vivimos aquí tú y yo y un millón de libros.

—¿De veras tienes tantos? —pregunté.

—La verdad es que nunca he podido contarlos. Los libros son muy escurridizos. Buscas uno en un estante y lo encuentras en otro, o no lo encuentras durante años y de pronto aparece frente a tu nariz. Al principio pensé que Eufrosia los cambiaba de lugar después de sacudirlos, luego pensé que era yo quien los movía sin darme cuenta. Soy muy distraído, eso lo nota cualquiera. Pero luego llegué a la conclusión de que los libros se mueven solos: te buscan o te rehuyen —el tío bebió un largo trago de té—. Pensarás que es una idea absurda, pero la he comprobado una y otra vez. Te voy a poner un ejemplo, para ver si nos entendemos. Ningún científico ha podido saber por qué desaparecen los calcetines. Das dos a lavar y de pronto solo regresa uno. El otro se esfuma en el aire. No se trata de un robo: ¿a quién puede servirle un solo calcetín? Algo similar pasa con los libros. Cuando juntas demasiados, resulta difícil que estén quietos. Los libros buscan su acomodo. A veces piden que los leas, a veces que no los leas.

Quería que el tío siguiera hablando del tema, pero torció los labios de extraña manera y dijo:

—Tengo que hacer pipí. El té de pipa es diurético.

—¿Qué quiere decir «diurético»?

—Que dan ganas de orinar. Si bebes una taza de líquido y orinas un garrafón, estás ante una bebida diurética.

Así conocí otra costumbre del tío. Ninguna conversación duraba mucho porque a cada rato iba al baño.

Cuando regresó le pregunté:

—¿No estarás bebiendo demasiado té?

—¡Claro que no! El té de pipa despeja las ideas y limpia los riñones. Orinar es magnífico. ¿A ti no te gusta hacer mucho pipí? He llegado a orinar durante tres minutos seguidos. Los conté con un cronómetro de ciclista.

—Me gusta orinar, cuando tengo ganas —contesté.

—Una respuesta lógica, pero poco entusiasmante. A veces hay que ser exagerado, sobrino. Hay que agrandar las posibilidades de la vida: orinar tres minutos es más divertido que orinar diez segunditos.

A continuación, el tío Tito me mostró algunas secciones de su enorme biblioteca. Mientras recorríamos la casa, Marfil y Obsidiana nos seguían a una discreta distancia. En cambio, Dominó se encaramaba en los estantes y de vez en cuando tiraba un libro. Tal vez era el culpable de que los libros cambiaran de lugar.

El tío se orientaba sin problemas en esas habitaciones cuyo tamaño resultaba imposible de calcular. De un cuarto pasabas a otro, y de pronto te encontrabas en un patio interior, con techo de cristal. En las recámaras los libreros no solo ocupaban los muros, sino que formaban un laberinto al interior del cuarto, dificultando el paso. Desde una pared nunca podía verse la de enfrente, por culpa de los demasiados libros.

La biblioteca había sido ordenada en secciones, siguiendo un método bastante extraño. Un letrero con letras rojas indicaba de qué trataban los libros reunidos en esa zona, pero los temas eran muy caprichosos. En esa primera visita copié los siguientes en un cuaderno: «Perros chicos», «Quesos que apestan pero deleitan», «El tigre de Bengala», «Mapas del mundo antiguo», «Los dientes de las abuelas», «Espadas, cuchillos y lanzas», «Átomos tontos», «Motores que no hacen ruido», «Jugo de naranja», «Cosas que parecen ratón», «Libros negros», «Cómo salir del laberinto», «La mermelada no es dinero», «Flores carnívoras», «El pescador y su anzuelo», «Accidentes de aviación», «Cohetes que no regresaron», «Exploradores que nunca se fueron», «La significación del silencio», «Futbol de ataque», «1001 salsas de espagueti», «Cómo gobernar sin ser presidente».

Esos parecían los títulos de libros caprichosos; sin embargo, eran nombres de secciones que, de modo muy extraño, agrupaban distintos libros. Por ejemplo, en la sección «Exploradores que nunca se fueron», había setenta y dos volúmenes relacionados con ese curioso asunto.

Mi pariente tenía libros de los temas más diversos. Le pregunté si había comprado algunos sobre el koala.

—Deben estar entre los libros de osos —contestó—. No sé cuántos son. Dejé de contarlos cuando llegué al número quinientos.

—¿Y los has leído todos?

—Claro que no. Una biblioteca no es para leerse entera, sino para consultarse. Aquí los libros están por si acaso. He leído toda mi vida, pero hay muchas cosas de las que no sé nada. Lo importante no es tenerlo todo en la cabeza sino saber dónde encontrarlo. La diferencia entre un presumido y un sabio es que el presumido solo aprecia lo que ya sabe y el sabio busca lo que aún no conoce.

Esa tarde alguien llamó a la puerta. El tío pagó por un paquete que le enviaban y se hizo un lío con las sumas y restas. De pronto me dijo:

—Necesito tus sesos, sobrino: ¿cuánto es cien menos cincuenta y ocho?

—Cuarenta y dos.

—¡Excelente idea!

—No es una idea, tío, es un resultado —dije.

—Perdón, estoy un poco aturdido.

El tío recibió un envío que le produjo gran entusiasmo.

—Los nervios hacen que se me olviden cosas que aprendí a tu edad —comentó.

—¿Y por qué estás nervioso?

—No sabes lo difícil que es conseguir este libro.

Fuimos a la cocina, donde tomó un cuchillo, cortó la cuerda que ataba el paquete, retiró el papel color canela y mostró un volumen muy antiguo, de tapas azul oscuro. Parecía encuadernado en piel de ballena. El tío lo abrió. Estaba escrito en un idioma que no entendí.

—¿De qué trata? —le pregunté.

—En realidad, no trata de nada. Este libro sirve para buscar otros libros. Es un libro explorador.

—No entiendo.

—Déjame orinar, luego me prepararé un té de pipa y te diré todo —respondió el tío.

Cumplidas esas funciones, puso la mano en el libro de tapas azules y dijo:

—Hace varios siglos se inventó una ciencia para relacionar todos los libros.

—¿Es una ciencia para encontrar libros perdidos?

—En cierta forma, mi querido detective, pero no exactamente.

—¿Entonces?

—Es una ciencia para saber cómo se comportan los libros y adónde pueden irse. Nada tiene tanto carácter como un libro. Una biblioteca es un almario: una colección de almas, sobrino. Los libros se mueven como las almas en los cementerios, para acercarse a alguien o para huir de él.

—¿Tu biblioteca tiene fantasmas?

—No vayas tan rápido, sobrino. A lo largo de muchos años felices he aprendido que cada libro tiene un espíritu. Ese espíritu busca a su lector. A su lector favorito, ideal, absoluto —sus pupilas brillaron con raro deleite.

Vi los pelos que salían de la nariz de mi tío y la melena blanca que le crecía en desorden. Sus ojos saltones me miraban con mucha atención, como si yo fuera un insecto bajo una lupa. Me da vergüenza decirlo, pero en ese momento pensé que estaba loco.

—¿Los libros se mueven solos? —le pregunté.

—Creí que ya habíamos aclarado ese punto. ¿Nunca te ha pasado que dejas un cuaderno en un lugar y luego lo ves en otro?

—Eso pasa porque olvidas dónde lo dejaste.

—Los secretos no son tan simples. He vivido lo suficiente para saber que los libros cambian de sitio por voluntad propia. La pregunta es: ¿por qué lo hacen? De eso trata este libro, escrito en latín del siglo XV, cuando solo los sabios y algunos monjes dominaban esa lengua muerta.

En ese momento, Eufrosia llegó con un pastel que olía delicioso.

—¡El pay de Newton! —exclamó el tío, feliz de la vida—. Mira sobrino, tiene chipotes crujientes, en recuerdo de la manzana que cayó en la cabeza de Newton. Gracias a eso descubrió la ley de gravedad. Supongo que ya lo sabes, ya que eres tan listo y conoces tan bien el número cuarenta y dos. El pay está relleno de manzanas que ayudan a la digestión y comprueban la ley de la gravedad: todo termina por caer, querido sobrino. Primero comes, luego haces caca.

Me pareció terrible que alguien tan interesado en los libros hiciera chistes de niño pequeño. Realmente el tío Tito actuaba como un chiflado.

Mientras comíamos el delicioso pastel, mi pariente tiró migajas por todas partes. Nunca había visto a nadie comer con tanto gusto y tanta torpeza. Eufrosia regresó al poco rato, con una aspiradora.

Como el tío odiaba los ruidos (menos los que producía al masticar), se tapó las orejas y no pudimos conversar durante un rato.

A diferencia del tío, a Eufrosia le encantaba distinguir sonidos. El ruido de la aspiradora no le impidió escuchar el timbre de la casa. Fue a ver quién era y regresó con un sobre:

—Correo exprés —dijo; para mi sorpresa agregó—: es para ti.

Cuando el correo llegaba a mi casa siempre esperaba que hubiera una carta para mí, pero toda la correspondencia era para mi padre. Ahora, por vez primera, recibía un sobre con una estampilla que mostraba a Napoleón en los tiempos en que era un soldado joven y usaba melena.

El sobre contenía una tarjeta postal. Vi la imagen de la torre Eiffel y, al reverso, la letra de patas de mosca de mi padre y su firma de alambre torcido. La postal decía:

carta

En esos momentos yo no quería ir al zoológico ni al futbol.

Estuve a punto de romper la postal. La torre Eiffel me hizo recordar el frasco de hierro que yo debía tomar y que sabía asqueroso. Eufrosia había apagado la aspiradora y el tío me miraba con mucha curiosidad. Me dio vergüenza estar tan alterado. No podía romper la postal como si fuera un loco en una película. Para calmarme, le pedí que siguiera hablando de los libros que cambiaban de sitio.

—Justamente quería volver a ese tema —dijo él, muy entusiasmado—. Hay dos formas de que un libro llegue a ti: la normal y la secreta. La normal es que lo compres, te lo presten o te lo regalen. La secreta es mucho más importante: en ese caso es el libro el que escoge a su lector. A veces las dos se confunden. Crees que tú decidiste comprar un libro, pero en realidad él se puso ahí para que lo vieras y te sintieras atraído. Los libros no quieren ser leídos por cualquier persona, quieren ser leído por las mejores personas, por eso buscan a sus lectores. Vamos a respirar un poco de aire fresco.

Pensé que saldríamos al jardín que rodeaba la casa, pero no fue así. Para el tío, el «aire fresco» era un sitio con menos libros de los habituales. Fuimos a uno de los muchos salones que volvían rara la casa y al que yo no hubiera podido llegar sin perderme. Era una habitación con alfombras de dibujos complicados (como serpientes entrelazadas) y macetas con helechos que recibían el sol de un tragaluz. Solo había libros en un escritorio y en la mesa de centro.

Tuve la extraña sensación de haber estado ahí antes. Por eso me sorprendió tanto que tío Tito dijera:

—Hace diez años, cuando apenas tenías dos, estuviste aquí conmigo. Tus padres te dejaron durante unas horas porque tenían un asunto pendiente en esta parte de la ciudad. Te portaste bien, no voy a decir que no. Jugaste un rato con un cochecito de bomberos y luego te quedaste dormido. Tus padres volvieron por ti y todo pareció una visita común y corriente. Soy distraído, ya lo sabes, y tardé en darme cuenta de que algo había pasado.

—¿Qué pasó?

—Tengo que ir al baño.

—Aguántate tío, esto es muy emocionante.

—Te lo diré a toda prisa: después de tu visita, muchos libros se revolvieron. Nunca antes me había pasado. Despertaste las almas de la biblioteca. Tienes un raro poder. ¡Eres un lector prínceps!

—¿Un lector prínceps?

—Un lector único. En la vida normal eres mi sobrino Juan, simpático y un poco barrigón. Para los libros, eres un príncipe. Por eso te necesitaba aquí. Ahora sí tengo que ir al baño.

El tío salió a toda prisa. Vi los helechos y me parecieron plantas fabulosas, surgidas de una selva en miniatura. ¿Habría arañas ahí? El ambiente anunciaba algo extraño. El tío regresó minutos después.

—Esta biblioteca te necesita, sobrino —dijo con entusiasmo—. No sabes el trabajo que me dio convencer a tu madre de que vinieras. Hace años que se lo pido. Ella cree que estoy medio loco —hizo una pausa, como si calculara con cuidado lo que iba a decir—: La verdad es que normal-normal no soy, ¿pero quién quiere ser común como un trapo? La gente que vale la pena se distingue por algo.

Entonces me di cuenta de la casualidad que había hecho posible que yo estuviera ahí. Después de la partida de mi padre, mi madre necesitaba estar sola para arreglar sus asuntos y al fin le había hecho caso al tío.

Los ojos de mi pariente brillaban más que nunca cuando dijo:

—Cada vez que has venido a esta casa, los libros han sentido tu presencia —esto me dio un poco de miedo; luego añadió—: No sé qué clase de lector prínceps eres. Tendremos que averiguarlo.

—¿Los libros se han movido desde que llegué?

—Eso es lo raro. En esta ocasión están muy quietecitos, como si prepararan algo. Supongo que saben que vives aquí y no quieren precipitarse.

—Hablas de ellos como si fueran personas.

—Son algo más: son súper personas. Viven para siempre, buscando lectores.

No quería desilusionar al tío, pero tampoco quería darle falsas esperanzas, así que dije:

—Tal vez ya no atraigo a los libros.

—Eso puede suceder, desde luego. Hay niños geniales que maduran como idiotas y los libros dejan de interesarse en ellos. No me refiero a ti, claro está. Me parece que los libros te están estudiando.

—Me gusta leer, pero no tanto —comenté—. Prefiero ver la tele, andar en bicicleta o jugar con la Pinta, mi perra, o con mi amigo Pablo.

—No importa: los libros sienten que tú puedes leerlos mejor que otras personas. Un lector prínceps no es el que lee más libros sino el que encuentra más cosas en lo que lee.

—¿De veras soy un lector prínceps?

—Tienes todas las características, comenzando porque las orejas se te ponen calientes cuando lees. Es signo de concentración.

—¿Cómo sabes que las orejas se me ponen calientes?

—Tomé la precaución de tocártelas la vez pasada que viniste, mientras leías tu libro sobre las arañas. En cierta forma estoy contento de que tu madre haya tardado en aceptar mi invitación. Ahora tienes 13 años y entiendes mejor lo que lees. Veremos si los libros te siguen considerando uno de los suyos. Hay lectores prínceps interruptus. En ocasiones, alguien nace con gran capacidad para la lectura, pero la vida lo vuelve tarado. Existen famosos imbéciles que fueron bebés refinados.

—¿Hay varias clases de lector prínceps?

—Hay muchas. Me conformaría con que fueras un prínceps continuum.

—¿Cuál es ese?

El tío se desesperó un poco:

—Como su nombre lo indica, sobrino con cabeza de corcho, el prínceps continuum es el que conserva el talento de leer a lo largo de su vida.

—¿Y hay otros lectores?

—Sí, hay otros, pero no seas ambicioso, tampoco quieras saber tanto. Basta con que me ayudes a encontrar el libro que nunca he podido leer.

—¿Está en tu casa?

—Sí. Lo tuve en las manos y no he podido recuperarlo.

—¿Y ya lo leíste?

—Nadie lo ha leído. Es un caso único.

—¿Ni siquiera el autor lo leyó?

—No parece tener autor. Te digo que es único.

—¿Sabes al menos de qué trata?

—No puedo decirte.

—¿Cómo se llama?

—No quiero decirte.

—¿Por qué? Eso me ayudaría a encontrarlo.

—Eso te ayudaría a encontrarlo de una manera normal. Quiero que lo encuentres de una manera secreta. Si mereces el libro, él llegará a ti. Es lo que quiero que hagas en tus dos meses de vacaciones.

Así supe por qué estaba en casa del tío.

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