El tío Tito

Mi tío vivía en la parte antigua de la ciudad. En ese barrio, algunas casas eran derruidas con golpes de martillo para construir edificios modernos, otras estaban a punto de venirse abajo solas; otras más tenían amarrados los balcones para que no se fueran a pique y descalabraran a quienes caminaban por la calle.

En esta zona de derrumbes, que los adultos llamaban «el Centro», estaba la casa de tío Ernesto, conocido como «Tito» por la familia y como «don Tito» por los mensajeros que le llevaban los libros que pedía a las más variadas librerías del mundo.

El tío vivía con tres gatos: uno era negro y se llamaba Obsidiana; otro era blanco y se llamaba Marfil; el hijo de ambos, mi favorito, era blanco con manchas negras y se llamaba Dominó.

Durante cincuenta y ocho años, el tío vivió sin otra compañía que sus libros y sus gatos. De pronto, para sorpresa de la familia, decidió que había llegado el momento de contraer matrimonio.

Estuvo casado durante un año con una señora de la que solo recuerdo sus anteojos redondos y que estornudaba mucho por el polvo de los libros. En un momento de desesperación, aquella señora le dijo a mi tío: «No podemos vivir en este laberinto, soy alérgica a los papeles viejos». Mi tío le dio la razón: dejó la casa para los libros y se mudó con su esposa a un pequeño departamento. Pero la vida sin biblioteca fue muy triste para él, así es que decidió dejar a su esposa y volver con sus libros.

Por todo esto, me sorprendió mucho que me mandaran a su casa. El tío se sentía bien en soledad; no acostumbraba hacer fiestas ni reuniones, ni parecía necesitar otra compañía que sus tres gatos. ¿Por qué había querido que yo fuera ahí? Todo era muy raro.

En mi maleta llevaba un libro: Todo sobre las arañas. Ya lo había leído y lo escogí precisamente por eso: me gustaba más volver a leer un libro estupendo que arriesgarme con uno desconocido.

Cuando llegamos a casa del tío, me gustó la cabeza de león que mordía una media luna de metal y servía para golpear la puerta.

Estaban derribando la casa de junto y eso provocaba mucho ruido. Nuestros toquidos apenas se oyeron. Mi madre me pidió que pateara con fuerza, pero como yo llevaba zapatos con suelas de goma no logré hacer mucho ruido. Por un momento tuve la esperanza de que mi tío no abriera nunca y yo pudiera regresar con mi madre. Justo entonces, la puerta se abrió.

—¿Llevaban mucho tiempo tocando? —preguntó el tío—. Adentro apenas se oye lo que pasa afuera.

Era cierto. En cuanto cerró el portón, se produjo un gran silencio, como si estuviéramos en el fondo del mar.

—He colocado aislantes especiales. Solo así puedo concentrarme para leer —el tío me vio de frente, con ojos tan atentos que parecían a punto de salirse de su cara.

Tuve ganas de decirle: «No me veas así que no soy un libro», pero no me atreví.

En todas partes había libreros y volúmenes apilados en columnas que llegaban al techo.

—Vengan a la sala de estar —dijo el tío.

La «sala de estar» era un cuarto un poco más despejado. Había libros en las paredes pero no en las sillas. Pudimos sentarnos ante una mesa donde un mapa servía de mantel. Australia me tocó justo enfrente. Dije que era mi país preferido.

—Estupenda elección, querido sobrino —comentó el tío—. No hay mucha cultura ni muchas antigüedades en ese rojo desierto, pero es la casa del ornitorrinco, el más fabuloso de los animales, un resumen biológico, una enciclopedia de lo que se puede ser sin serlo del todo: el ornitorrinco podría ser un pato, un castor o una marmota. Su secreto consiste en disfrazarse de otros animales para ser él mismo. Un gran actor de reparto.

No entendí nada. ¿El tío se habría vuelto loco en los últimos tiempos?

Luego agregó, con mucho entusiasmo:

—Además, Australia tiene las mejores olas marinas, no tanto por su forma, sino porque bañan a las australianas, especie superior al ornitorrinco. En algún lugar tengo un calendario de australianas en bikini.

Mi madre vio al tío con preocupación y me tomó de la mano. Parecía arrepentirse de haberme llevado ahí. Las extrañas palabras del tío comenzaron a interesarme.

—¿Quieren un té de pipa? —preguntó él, y salió del cuarto antes de que contestáramos.

—¿Estarás bien aquí, Juanito? —mi madre me acarició el pelo y me vio con ojos tristes.

Ella me había dicho que necesitaba pasar unas semanas a solas para buscar un departamento más pequeño, ahora que éramos menos. No quise preocuparla más de lo que ya estaba, diciéndole que el tío me parecía medio loco. Interesante pero loco.

En un rincón de la sala distinguí una telaraña plateada, de forma triangular, idéntica a una ilustración de mi libro Todo sobre las arañas.

—Me gusta esta casa —le dije a mi madre.

—Si te sientes mal, me puedes hablar por teléfono.

Esto último no era tan sencillo. Para el tío, el teléfono era un error de la vida moderna. Odiaba que un timbre interrumpiera sus lecturas. «No quiero oír otra voz que mi conciencia», decía cuando alguien le preguntaba por qué no tenía teléfono.

—En la farmacia de enfrente puedes llamar —explicó mi madre—. Toma —me dio una bolsita con monedas para pagar las llamadas.

El tío regresó con una tetera humeante.

—Los viajes en barco no fueron en vano —dijo—. Gracias a las intrépidas tripulaciones que llegaron hasta la India y Ceilán, y a la estupenda costumbre de los capitanes de beber té, hoy podemos remojar estas hojas en agua caliente. Huelan, queridos parientes: ¿quieren té de humo?

El tío Tito sirvió antes de que le contestáramos. El té, en efecto, olía a pipa.

—«Lapsang Soo-shang», así se llama esta rica variante.

—¿Es buena para niños? —preguntó mi madre.

—Bueno, yo diría que Juan ya no es un niño —opinó el tío, y me cayó mejor.

Bebimos el curioso té hasta que mi madre dijo que necesitaba hablar a solas con Tito.

El tío propuso que yo revisara la casa mientras ellos conversaban. Me entregó una campanita:

—Si te pierdes —explicó—, agita la campana y llegaré en tu auxilio.

¿Era posible perderse dentro de una casa? En unos minutos descubriría que sí, y de qué manera.

Caminé por un pasillo rodeado de libreros y entré en la primera habitación a mi alcance. Era un cuarto de doble altura, cubierto de libros de pared a pared, rodeado por un balcón con escalerilla, que permitía llegar a los libros del segundo piso.