Catalina en la biblioteca
No pude dormir por la emoción de invitar a Catalina a casa del tío. Además me asaltaban otras ideas: ¿su madre la dejaría venir?, ¿habría leído Un amigo en el río en forma de corazón?
Me presenté en la farmacia cuando apenas descorrían la cortina metálica. Me sorprendió que Catalina ya estuviera dentro.
—Hay una puerta trasera para lo empleados —explicó—: Llegamos media hora antes que los clientes —estaba chupando una perita de anís y sus palabras olieron deliciosas.
Sus mejillas habían recuperado el color rosa pálido que tanto me gustaba y su pelo parecía más esponjoso. Antes de conocerla a ella, no me importaba la forma en que alguien pudiera chuparse un dedo donde le crecía un pellejito o rascarse la cabeza. Pero si Catalina se chupaba un dedo o se rascaba la cabeza yo me quedaba embobado. Nada me gustaba tanto como verla. Si Catalina fuera una película, yo viviría dentro del cine.
Le pregunté si había leído el libro.
—¡Me encantó! —fue su maravillosa respuesta—. Después del otro libro, pensé que no volvería a leer nada que me gustara.
Comentamos la aventura de Bruno, el niño cantor perdido en el bosque. En esta ocasión ella leyó exactamente lo mismo que yo. Tal vez por estar cansada no agregó detalles, como lo había hecho en otras ocasiones. Sin embargo, ese era su episodio favorito.
Por alguna razón, me sentí muy orgulloso, como si yo fuera el autor. Tal vez leí el libro con más emoción que en otras ocasiones. Por eso ella no había tenido que mejorarlo.
Esta explicación es un poco vanidosa, lo sé, pero me propuse escribir este libro con toda sinceridad. Al ver la sonrisa de Catalina, sentí una rara confianza. En ese momento hubiera aceptado hacerme cargo de una familia de ornitorrincos. Todo me parecía posible.
Esta seguridad me ayudó cuando su madre se acercó a nosotros. Normalmente me ponía nervioso con ella. Ahora le dije con calma:
—Catalina se enfermó con un libro y se curó con otro.
—Mi hija está sana porque toma las vitaminas de esta farmacia.
—El libro que leyó ayer hizo que se sintiera mejor —insistí.
—Ayudó a que estuviera contenta, eso no lo niego.
La mujer me vio con los ojos color miel que había heredado Catalina. A pesar de que desconfiaba de las lecturas que desvelaban a su hija, le había entregado el libro que dejé con ella. Podía haberlo escondido, pero no lo hizo. En cierta forma estaba de nuestra parte, pero quería darnos una lección:
—Deben medir sus fuerzas —añadió—. Son demasiado jóvenes. Tarde o temprano, las personas que exageran acaban en esta farmacia.
—Nosotros no exageramos, mamá —protestó Catalina.
—¿Te parece normal leer a todas horas? Sé que te gusta, pero lo bueno, cuando no tiene límites, se convierte en un vicio.
—Ya me siento bien. Fue solo un libro el que me cayó mal.
—Mi tío tiene demasiados libros en su biblioteca, pero el más importante de todos está perdido y él no puede encontrarlo. Quiere que Catalina y yo lo busquemos —vi a la señora para calcular el efecto de mis palabras: su cara estaba tiesa, como si aún no decidiera qué emoción sentir.
—No vamos a ir a leer sino a buscar un libro —comentó Catalina—. El ejercicio me hará bien.
—No se trata de leer cosas raras sino de buscar un libro perdido —insistí.
—¿Qué clase de libro? —preguntó la madre.
¿Cómo describir algo que no conocía? Aquello era como describir lo que pasa dentro de un volcán o en las profundidades del mar, donde los peces están ciegos. Me arriesgué a decir:
—Un libro… muy útil. Un libro…
—Es un libro que alivia, como el que acabo de leer —intervino Catalina—. ¡Un libro que cura! ¡Un libro farmacia!
La señora nos vio con extrañeza. Hubiera dado cualquier cosa por saber qué pasaba por su mente. Catalina, que la conocía mucho mejor, dijo:
—¿Qué te pasa mamá?
—Me acordé de algo.
—¿De qué?
—Algo que sucedió hace muchos años, antes de que tú nacieras, cuando tu padre y yo abrimos esta farmacia.
—¿Qué sucedió?
—Tu padre dijo algo muy parecido a lo que acabas de decir. Me enseñó el vademécum.
—¿Qué es eso? —pregunté yo.
—El libro donde están los nombres de todas las medicinas y donde se explica para qué sirven —me explicó Catalina.
La madre tenía los ojos fijos en la pared, como si ahí viera una película de su pasado:
—Tu padre dijo: «este es un libro que alivia… un libro farmacia: nosotros vamos a vivir dentro de ese libro» —desvió los ojos a su hija—: Aquí naciste y creciste, en esta farmacia.
En ese momento recordé lo que había leído en Reloj de letras: a veces las épocas se cruzan y revives algo que pasó hace mucho tiempo.
—De acuerdo —dijo la madre—, ve con Juan, pero regresa a las siete de la noche. Le van a dar de comer ahí, ¿verdad? —me preguntó la madre.
—Claro, mi tío es un gran cocinero.
—No sabía eso.
—Es una nueva afición.
—Con razón mandó pedir tantas cosas —la tía señaló al otro lado de la calle, donde varios cargadores bajaban cajas con verduras, carnes y botellas. En la puerta de la casa estaba tío Tito, más despeinado que nunca.
—Vuelvo a las siete —dijo Catalina, y me tomó de la mano para cruzar la calle.
—¡Igualita a tu padre! —la señora gritó a nuestras espaldas.
Sentí una felicidad enorme, como si flotáramos y nada malo pudiera pasarnos. Íbamos a la casa donde el tío recibía toda clase de ingredientes para sus guisos fabulosos, donde los pasillos tenían miles de libros dormidos y donde debíamos lograr que despertara uno: el libro que jamás había querido conocer a su lector.
—¡Qué rico huele! —fue lo primero que dijo Catalina cuando la puerta se cerró detrás de nosotros.
—¿Te gustan los cronopios dulces o salados? —preguntó el tío.
—No los he probado.
—No me extraña: los acabo de inventar.
—¿Qué son los cronopios? —preguntó Catalina.
—Un nuevo tipo de galleta con forma de animal fantástico. Cronopio viene de Cronos, dios del tiempo. Los salados traen recuerdos de otras épocas y saben a lágrima; los dulces provocan ilusiones y saben al azúcar de los tiempos futuros.
—¿De dónde sacaste la receta? —le pregunté al tío.
—De unos cuentos de Julio Cortázar, inventor argentino.
—¿Podemos probar? —preguntó Catalina.
—Vengan por aquí.
El tío nos llevó a la cocina, que estaba más desordenada que nunca. Había marcas de harina en el techo y las paredes.
—Pierdo el control cuando un experimento sale bien —dijo el tío y señaló un platón con cientos de galletas.
—¿Y cuando sale mal? —preguntó Catalina.
—En ese caso el tiradero no tiene aspecto feliz. Todo queda como un campo de batalla y me tengo que rendir a los trapos de Eufrosia.
—Eufrosia es la cocinera —le expliqué a Catalina.
—Era la cocinera —protestó Tito—. Ahora se especializa en recoger migajas chicas, medianas y grandes. Si escribiera un libro sobre todo lo que recoge en esta cocina se llamaría Sobras completas.
Catalina puso cara de «este señor está más chiflado de lo que creía».
—¿Quieren probar mis cronopios? —preguntó el tío.
Nos tendió un tazón con galletas de formas extrañas, unas parecían enormes microbios, otras diminutos dinosaurios. Su tamaño real era como el de una uva. Comí varias al mismo tiempo. El sabor fue raro.
El tío advirtió mi confusión y dijo:
—Comiste cronopios salados y dulces. En tu boca, el pasado se mezcla con el futuro: estás probando el sabor del presente.
—Es un sabor curioso.
—En efecto, querido sobrino, el presente tiene sabores extraños: no puedes analizar lo que no ha dejado de suceder. Solo el pasado y el futuro tienen sabores definidos.
Probé un cronopio salado y me gustó mucho. Cuando terminé de masticar, probé uno dulce. Tenía un sabor completamente distinto, también delicioso. Curiosamente, al mezclarlos, perdían ese gusto.
Catalina, que no estaba acostumbrada a la forma de hablar del tío, lo vio con preocupación.
—Creo que ya probamos suficientes galletas —le dije.
Había llegado el momento de recorrer la biblioteca.
Le di la campanilla a Catalina. No podía esperar que se orientara de inmediato en el laberinto de libros. Se la até con el nudo Margarita que había aprendido en el Atlas de nudos del tío y recordé la frase que él dijo al respecto: «Una vez atado, ni Dios lo quita».
Visitaríamos juntos cada sección; ella empezaría a revisar libros por un lado y yo por otro.
Describí el aspecto nada especial de El libro salvaje, un volumen blanco que parecía inacabado, de tamaño normal. Un libro extraordinario disfrazado de libro mal hecho.
Me pareció oportuno que comenzáramos a buscar en el sitio donde estuve a punto de atraparlo.
A Catalina le sorprendió la caprichosa manera de nombrar las secciones y se rio mucho al ver que una se llamaba «Cosas que parecen ratón».
Pasamos un día agradable hojeando libros, comentando títulos que nos parecían especiales, recordando las historias que ocurrían en el río en forma de corazón. A la hora de comer, el tío nos envió sándwiches para no interrumpir nuestro trabajo. Cada sándwich tenía encajado un palillo con un papelito.
Los dos primeros decían: «Sándwich Robinson Crusoe, ideal para náufragos: contiene cangrejo y aceite de coco». Los siguientes decían: «Sándwich Tres Cochinitos: contiene jamón, tocino y pierna».
Revisamos los volúmenes de la sección «Cómo salir del laberinto» sin que sucediera nada extraño. Ningún libro trató de acercarse a nosotros.
¿La magia no ocurría cuando estábamos juntos? ¿Habíamos escogido un mal método?
—Hay que tener paciencia —dijo Catalina—. El libro salvaje ha sido muy paciente. Lleva muchos años en la biblioteca, ¿no? A todo libro le gusta ser leído pero ese no ha encontrado a su lector.
—Tal vez odia a los lectores —comenté.
—No quiere ser leído por cualquiera. Por eso es paciente: prefiere esperar a que llegue alguien que valga la pena.
—En tal caso, nosotros no le gustamos. Huyó de mí.
—Tal vez no te conoce lo suficiente.
Me gustó que Catalina tuviera tanta confianza en nosotros. Entonces ella tomó el libro Reloj de letras y luego vio su reloj de plástico: eran las siete de la noche.
—Se me hizo tarde. Me tengo que ir.
Salimos corriendo de la biblioteca y estuvimos a punto de tropezar con un gato (ni siquiera pude ver de cuál se trataba).
Llegamos un poco tarde a la farmacia, pero la madre de Catalina fue comprensiva.
—¿Ese es el libro que buscaban? —señaló lo que su hija tenía en las manos.
Solo entonces nos dimos cuenta de que con las prisas para llegar a tiempo, Catalina había olvidado poner en su sitio Reloj de letras.
—¿Me puedo quedar con él para leerlo esta noche? —me preguntó.
Obviamente estuve de acuerdo. Me dio gusto imaginar a Catalina viajando por los laberintos del tiempo.
Regresé a la casa y encontré a Eufrosia de pésimo humor.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Tu tío es un desastre. Me paso el día entero limpiando. Además, no deja que yo cocine. Quiere que le lea en voz alta pero como leo mal se desespera. Entonces toma el libro y lo lee por su cuenta, sin dejar de usar las cucharas. El resultado es un tiradero asqueroso. Quiero irme de aquí.
—Por favor, no lo hagas. El tío te necesita. Bueno, los dos te necesitamos.
—Lo voy a pensar —dijo ella y sus labios hicieron la trompa de la gente ofendida.
El tío, naturalmente, estaba en la cocina. En ese momento le daba de cenar a los gatos.
—¡Son adictos a los cronopios! —exclamó.
—¿Salados o dulces?
—A ellos les gustan mezclados. El presente le sabe distinto a los gatos, ¡con eso de que tienen siete vidas! —hizo una pausa para servirles leche, luego agregó—: Si tienes siete vidas, el presente te sabe a eternidad.
Marfil, Obsidiana y Dominó parecían, en efecto, muy contentos de combinar las galletas que sabían a recuerdos y las que sabían a ilusiones.