Tito cocina novelas
Al día siguiente desperté tarde, cansado de las muchas horas que pasé en la biblioteca. Decidí quedarme en la cama. El ornitorrinco, uno de mis animales favoritos, podía estar mucho tiempo inmóvil. Imaginé que vivía en Australia como un ornitorrinco feliz. Hubiera sido aún mejor ser un canguro. Un canguro pequeño que descansa en la bolsa de su madre. Pero no se puede tener todo en la vida: ya me había imaginado como ornitorrinco y así pasé buena parte de la mañana.
Siempre amable, Eufrosia me llevó el libro que había dejado en la sala: Un amigo en el río en forma de corazón.
Pasé horas leyendo y anticipando el placer de llevarle el libro a Catalina. Aquella aventura me gustaba cada vez más. En esta ocasión, los protagonistas encontraban en el bosque a un muchacho perdido que no sabía nada de la naturaleza. Ellos no eran tan expertos como Ojo de Águila, pero ya conocían secretos para hacer fuego y podían distinguir las huellas de los más distintos animales. El otro chico se llamaba Bruno y usaba un chaleco muy colorido porque pertenecía a un coro de niños cantores. Había llegado al bosque del modo más extraño. Estudiaba en una escuela de canto que solo recibía a alumnos con magnífica voz. Ese verano, su salón había tomado un barco para cantar en el norte del país. Cada dos días se detenían en un sitio de interés. Luego de recorrer los grandes lagos de la región, hicieron un paseo por el bosque. Bruno no era bueno para el ejercicio y se quedó atrás del grupo. Le costaba trabajo subir las colinas y avanzar entre la maleza. Se desesperó tratando de alcanzar a los demás, saltó de una roca a otra y los lentes se le cayeron a un abismo. A partir de ese momento, el paisaje se le volvió borroso, gritó con todas sus fuerzas sin que nadie lo escuchara, caminó sin rumbo hasta que cayó la noche y supo que estaba perdido.
Ernesto y Marina lo encontraron al día siguiente, muy asustado. Bruno era bueno en matemáticas y tenía una voz estupenda, sobre toda para entonar canciones de Navidad. Esas habilidades magníficas servían de muy poco en un sitio donde había que defenderse de los lobos y saber de qué lado soplaba el viento para no provocar un incendio al encender una fogata.
Bruno no parecía especialmente simpático. Le tenía miedo a los bichos y todo le parecía pegajoso, o por lo menos sucio. Como no veía bien, a cada rato metía un pie en un hormiguero o pisaba caca de venado. Ernesto y Marina tenían que cuidarlo como si fuera su hermano menor.
Aquel niño resultaba muy inmaduro para la vida del bosque. Hasta antes de ese viaje, solo había visto comida en el refrigerador de su casa. No sabía cazar ni pescar ni recolectar frutos. Solo sabía abrir cajas de cereal o latas de atún.
Mientras Ernesto y Marina cuidaban de Bruno, el barco de los niños cantores seguía su ruta. El concierto que tenían era muy importante y el director del coro decidió que veintinueve muchachos podían cantar tan bien como treina. En el siguiente puerto avisó a las autoridades que uno de los chicos se había quedado en el bosque y pidió que fueran por él.
Varios helicópteros sobrevolaron la región en busca de Bruno. Aunque llevaba un chaleco de muchos colores, no podía ser visto a través de las tupidas copas de los árboles. Durante días los helicópteros revisaron el bosque sin poder encontrar al niño perdido.
El muchacho torpe y miedoso permitió que Ernesto y Marina comprobaran las muchas cosas que sabían. Como el recién llegado no conocía nada, tuvieron que darle consejos de cómo salar la carne para conservarla y cómo distinguir el canto de un búho del de un ruiseñor.
Una persona se entera de lo que sabe cuando debe explicarlo. Bruno hizo que Ernesto y Marina supieran todo lo que habían aprendido en el bosque.
Poco a poco, Bruno comenzó a aprovechar su oído musical para reconocer los cantos de las aves y para imitarlos con tal precisión que los pájaros más diversos acudían a su llamado.
En el último capítulo, Ernesto y Marina llevaban a Bruno al sitio donde el río juntaba sus aguas en forma de corazón. Entonces le pedían al niño cantor que imitara los sonidos de los pájaros y en el cielo se formaba un enorme círculo de aves. Los helicópteros, que no habían perdido la esperanza de encontrar a Bruno, llegaban atraídos por ese espectáculo.
No salí de la cama hasta que terminé el libro. Luego me vestí a toda prisa y fui a la farmacia.
No encontré a Catalina. Había salido para llevar unas pastillas a domicilio, pues también el mensajero tenía gripe.
Su madre estaba detrás del mostrador.
Le entregué Un amigo en el río en forma de corazón y le pedí que se lo diera a Catalina.
La mujer me habló en tono amable pero firme:
—No sé si deba hacerlo. Todas esas lecturas la tienen muy cansada. Le he prohibido que lea en las noches pero sigue leyendo a escondidas. Leer es bueno, pero ustedes están exagerando.
—Es solo un libro —protesté.
La madre de Catalina me vio de un modo curioso:
—Un libro nunca es solo un libro. Lo sabes mejor que nadie.
Ella tenía razón. No supe qué decir.
—Me preocupa que Catalina se altere como la vez pasada —comentó la madre—. Le salieron ojeras y hasta la oí llorar.
—Este libro es bueno y será aún mejor cuando ella lo lea.
La madre pareció recordar algo y me vio con mayor simpatía.
—Hace muchos años, el padre de Cata me dio un libro estupendo —sus ojos se iluminaron—: También tenía la palabra «corazón» en el título. Era de medicina, pero a mí me pareció muy romántico.
—¿Le dará el libro? —pregunté esperanzado.
—Veré cómo se siente. Es lo más que puedo prometerte.
Con estas palabras salí de la farmacia.
Comencé a preguntarme si algún día podría encontrar El libro salvaje. ¿Qué podía hacer? La biblioteca superaba mis fuerzas. Además, el libro que buscábamos no había querido ser leído por nadie. Era un rebelde. Como el último combatiente de un ejército que se refugia en la montaña y no se rinde nunca. ¿Tenía caso buscarlo? La biblioteca era imposible de abarcar para una sola persona.
Recordé lo que había leído en Un amigo en el río en forma de corazón. Hay cosas que son muy difíciles en soledad y muy gratas en compañía. Ernesto y Marina pasaban por pruebas que exigían mucho valor y mucho esfuerzo, pero que revivían con gusto cuando las recordaban al calor de una fogata. Lo mejor de la aventura era que había sido compartida con alguien más. Decidí invitar a Catalina a la biblioteca. No podía hacerlo sin permiso del tío, así es que fui a buscarlo a la sala de lectura, pero no lo encontré. Tampoco estaba en el cuarto de los helechos ni en la sala de mapas, donde solía encerrarse por horas.
Después de un rato, vi a Obsidiana y a Marfil dirigirse a la cocina, como si olisquearan algo sabroso. Los seguí hasta ahí.
Encontré al tío cubierto de harina.
—Estoy empanizando un pescado a la Moby Dick.
Los gatos lo miraron, muy atentos, esperando el resultado. Al poco tiempo también llegó Dominó.
Quise hablar con mi tío, pero no permitió que lo interrumpiera. Se mordía la lengua para no perder la concentración y a cada rato hojeaba un grueso volumen. Pensé que se trataba de un libro de recetas y me sorprendió saber que era una novela.
—¿Qué buscas ahí? —le pregunté.
—Herman Melville escribió una magnífica aventura en el mar espumoso. Quiero confeccionar comida con sabor a novelas. Moby Dick es el nombre de una ballena blanca. En esta humilde cocina no hay espacio para cocinar ballenas, por lo tanto estoy preparando uno de los dorados que la ballena llevaba en su vientre. El secreto está en agitarlo mucho. No creas que se viaja tranquilo en la panza de una ballena, sobre todo si es tan agresiva como Moby Dick. El toque final es el arpón de sabor.
El tío tomó una aguja de tejer y la sumergió en un platón rebosante de salsa. Luego la encajó en el pescado hasta atravesarlo por completo y explicó así su extraña receta:
—El capitán Ahab estaba furioso con Moby Dick porque le había comido una pierna de un mordisco. Para la ballena eso fue una simple botana, como una salchicha de mar. El capitán la odiaba y quería matarla, aunque tuviera que morir en el intento. La buscó en los océanos más arriesgados hasta que la encontró y vio su ojo terrible. Moby Dick había sobrevivido a muchos arpones y llevaba algunos encajados en su gruesa piel. Era tan grande que los arpones parecían pequeños sacacorchos clavados en su cuerpo lleno de cicatrices. El último arponazo de Ahab atravesó a la ballena. La bestia blanca se irritó tanto que acabó con el barco y la tripulación entera. Solo se salvó un marino: Ismael, el que cuenta la historia. Pase lo que pase siempre queda un testigo para que el mundo se entere. El pescado a la Moby Dick no sería nada sin la salsa Ismael —el tío señaló el platón donde había hundido la aguja.
—¿De qué está hecha la salsa? —pregunté.
—No te puedo revelar mi receta: a los cocineros nos interesan las cosas que entran en la boca, no las que salen de ella. El chef se traga sus secretos. Solo te digo una cosa: a los marineros les gustan los tatuajes. Esta salsa es tan sabrosa que no se olvida, es como si te tatuara el estómago.
La fantasía que el tío había puesto en la lectura ahora se volcaba a la cocina. Me costó mucho que cambiáramos de tema. Finalmente pude decirle:
—¿Puedo invitar a Catalina?
—¿Al cine? Está bien. Te doy permiso. No me interesa que alguien mastique palomitas a mi lado, pero a lo mejor a ti sí te gusta.
—La quiero invitar a la casa.
—¿A tu casa? Recuerda que ahora no vives ahí.
—A esta casa.
—¿Aquí? ¿Quieres traer aquí a una chica guapísima con la que no sé de qué platicar?
—No tienes que platicar con ella, vendrá a ver los libros.
—La lectura es un acto solitario, sobrino, ella solo te va a distraer.
—Hablaste de la lectura en forma de río. Ella mejoró el libro que yo había leído.
—Eso puede ser peligroso.
—Los libros me empezaron a buscar cuando los dos leímos el mismo libro. Dijiste que mis emociones se estaban abriendo y gracias a eso los libros podían leerme de otro modo.
—He dicho cosas estúpidas, cosas falsas y cosas inútiles. No se puede ser sabio veinticuatro horas al día.
—También dijiste que el príncipe manda.
—Pero nunca hablamos de una princesa.
—Las cosas cambian.
—Si estás tan seguro de lo que haces, ¿para qué me pides permiso?
—Porque es tu casa y yo soy tu sobrino. Necesito que estés de mi parte. No puedo encontrar El libro salvaje si te opones a mí.
—¿Me necesitas muchote o poquérrimo?
—Como un sobrino necesita a su tío favorito.
—Esa última palabra no está nada mal. ¿Crees que a ella le guste el pescado? Puedo hacer otras cosas: una isla flotante del tesoro, un pastel de mil y una noches, crepas flambeadas en el infierno de Dante…
Dejé al tío repasando los muchos libros que podía convertir en recetas.
Esa tarde volví a la sección «Cómo salir del laberinto». Revisé los volúmenes que trataban de hombres extraviados. Por un momento temí que Reloj de letras hubiera desaparecido del estante. Me dio gusto encontrarlo justo donde lo había dejado.
Lo llevé a mi habitación, me acosté en la cama y pasé la tarde leyendo acerca de los laberintos del tiempo. Aprendí que todas las épocas se pueden conectar en la imaginación de los hombres.
En algún sitio del laberinto del tiempo estaba El libro salvaje, que aún no tenía lector. Me preguntaba esto cuando el tío me pidió que bajara a cenar.
Comimos un banquete marinero: sopa de pulpo al estilo Capitán Nemo, pescado a la Moby Dick y, de postre, Nieve del Almirante.
Todo estuvo delicioso y fue acompañado de divertidas anécdotas:
—Los guisos saben mejor conversados que en silencio —explicó el autor de la cena.
Al final de la noche, el tío sonreía: había encontrado la manera de cocinar historias.