El Club de la Sombra

Esa noche no me puse la piyama. Dejé pasar un largo rato en mi cuarto hasta que no oí otra cosa que los crujidos y los rechinidos que hacen las casas antiguas, como si recordaran los pasos de todos los que alguna vez han caminado por sus pasillos.

Tenía que actuar solo. El tío no podía volver a entrar en contacto con el libro maligno, pues había demostrado ser más débil que él. Por otra parte, no quería poner en riesgo a Catalina.

En las historias del río en forma de corazón, Ernesto y Marina solían enfrentarse a la decisión de qué camino tomar en medio del bosque. Cuando había dos posibilidades, cada uno seguía una ruta distinta para enfrentar distintos peligros. Si alguno se topaba con algo tremendo, el otro tenía la oportunidad de salvarse.

Había llegado el momento de que yo hiciera algo parecido. Si el libro de tapas azules me hacía daño o me volvía loco, los demás podrían continuar la búsqueda de El libro salvaje.

Abrí la puerta, dispuesto a actuar en total soledad, pero me encontré a Carmen sentada en el pasillo:

—Te estaba esperando —dijo.

Llevaba a su muñeco Juanito del brazo.

—¿Vas a ir al Club de la Sombra? —me preguntó.

¿Podía decirle una mentira? Mi hermana me veía con enorme ilusión.

—Tus peluches necesitan que los cuides de noche —le dije, tratando de ganar tiempo para pensar en excusas.

—Acaban de elegir presidente. Ganó el conejo Campanito y me dijo que yo podía ir contigo.

Carmen vivía en un mundo de fantasía que la ayudaba en todo lo que quería.

No tenía argumentos para impedir que me acompañara, de modo que dije lo que menos pensaba decir esa noche:

—Está bien: puedes acompañarme.

Tomé la linterna que había traído de mi casa (sabía que no iba de campamento, pero me hizo ilusión empacarla) y caminé sobre el piso de madera que cada tres pasos producía un rechinido. Mi hermana me tomó de la mano y con la otra sostuvo a su muñeco Juanito.

Carmen se asombró de lo bien que yo conocía los recovecos de esa casona, llena de pasillos torcidos, escalones desiguales, libreros que cerraban el paso.

Avanzamos hacia la zona donde el aire empezaba a oler a encierro. Luego llegamos a la parte en la que parecía haber más polvo que aire. Por último, pasamos a la región donde el piso de madera rechinaba más y percibimos el extraño aroma de la emoción y del miedo. Olía a un animal de otra época. Olía a dragón.

Nos detuvimos frente al cuarto de los libros de sombra. De algún lado llegaba el tic-tac de un reloj de pared. Una lechuza cantó en la oscuridad.

¿Habría lechuzas afuera de la casa? ¿Se trataría de una lechuza imaginaria? ¿El reloj producía ese sonido? Demasiadas preguntas.

Para calmarme un poco, le conté a Carmen que nuestro tatarabuelo y nuestro tío abuelo habían sido ciegos. Le hablé de los libros de sombra y del ejemplar de tapas azules que había dejado ahí.

—Los libros buenos lo están vigilando —agregué.

—¿Es un libro hechizado? —preguntó ella.

—Es un libro maligno.

—¿Lo vas a destruir?

Era una buena pregunta que yo no me había planteado. Solo sabía que tenía un asunto pendiente en ese cuarto: había dejado ahí un libro que no debía estar en la biblioteca. No era bueno tener a un prisionero de tanto peligro.

—¿Lo vas a quemar? —insistió Carmen.

Entonces recordé un fragmento de Medianoche en el río en forma de corazón. Ernesto le pregunta a los guardabosques si el material radiactivo puede ser destruido para que deje de causar problemas: «Eso causaría un daño mayor: podría contaminar todo el bosque». Luego Ojo de Águila decía: «Si encuentras un árbol que tiene una plaga, lo peor que puedes hacer es quemarlo: tratando de salvarte de un árbol, podrías provocar un incendio y destruir a todos los demás». Marina concluía la discusión: «Los árboles son como los libros: el que se atreve a quemar uno, corre el riesgo de quemarlos todos».

No se puede destruir un libro, por malo que sea. Aunque se trate de un libro pirata que roba y destruye lo que dicen los demás.

Las aventuras del río en forma de corazón me daban pistas de lo que debía hacer en mi vida. No debía destruir ese dañino ejemplar. Debía sacarlo de la casa, como había hecho en el sueño del cuarto escarlata. Sí, esa era la solución.

Con esta idea en mente, abrí la puerta del cuarto. Estaba tan nervioso que se me olvidó apagar la linterna. Eso no le gustó nada a los libros de sombra. Dos o tres, bastante pesados, cayeron sobre mi cuello. La linterna fue a dar al piso y se apagó. Oí un portazo a mis espaldas. No hubo más movimientos.

—¿Juan? —dijo mi hermana.

Traté de verla pero la oscuridad era muy espesa. Caminé hacia ella y tropecé con los libros que habían caído al piso.

Finalmente toqué algo afelpado. Pensé que era el muñeco Juanito, pero tenía orejas largas y peludas.

—También traje a Andrés —explicó Carmen—. Lo tenía escondido en mi camisón. Los zorros son muy listos y Andrés ha ganado varias competencias.

Carmen me dio la mano en medio de la oscuridad.

No nos habíamos sentido tan solos desde que nuestro padre se fue de la casa.

—¿Qué hacemos? —preguntó ella.

No tenía la menor idea de lo que debíamos hacer, pero de una cosa estaba seguro: no podíamos tener miedo. En ese cuarto tuve un presentimiento extraño. Sentí que todo lo que nos pasara después iba a depender de ese momento. Si lográbamos hacer algo tan importante como librarnos del libro maligno, tendríamos mucha fuerza. Una fuerza que nos acompañaría para siempre. Aunque papá estuviera lejos. Aunque mamá fumara mucho y se preocupara de todo.

—Yo te cuido —le dije a Carmen.

—¿Y luego me llevas a París?

—Sí.

—¿Veremos los puentes que hace papá?

—Sí.

—¿Y luego iremos con mamá?

—Sí.

—¿Y tú manejarás el coche para que ella no choque?

—Sí.

En ese momento hubiera contestado «sí» a todo lo que me pidiera mi hermana. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera, pero no sabía cómo lograrlo.

¿Sería posible encontrar el libro maldito en la más completa oscuridad? Traté de acostumbrarme a la penumbra y solo logré distinguir los marcos de los libreros: parecían negros esqueletos.

—Tenemos que avanzar —dije de pronto.

Apreté la mano de Carmen con demasiada fuerza porque ella me dijo:

—Cuídame, pero no me apachurres.

Dimos un par de pasos al frente. Podía distinguir los libreros y caminar entre ellos, pero no sabía en qué dirección avanzaba.

A medida que nos adentrábamos en el cuarto, respiré el agradable olor de las páginas y me sentí más tranquilo. No olía a encierro, sino a papeles guardados con cuidado, a papeles que descansaban.

No podía leer esos libros, pero habían demostrado ser mis amigos. Mi tatarabuelo y mi tío abuelo los habían leído. Recordé, también, que algunos de los mejores lectores habían sido ciegos. Para ellos, los libros normales eran tesoros que solo podían imaginar. ¿Qué se sentiría leer con las yemas de los dedos? Me acerqué a un librero, tomé un libro, lo abrí y acaricié ese alfabeto hecho para el tacto. Sentí un cosquilleo y tuve la curiosa sensación de que el libro me leía a mí. Cada quien tiene una huella digital distinta; para esos libros cada lectura resultaba única, incomparable.

Desde niño, imaginaba que tenía amigos invisibles que se reunían de noche, pero no imaginé que esos amigos pudieran ser libros. Ahora lo sabía. Todo libro está dormido hasta que lo despierta un lector. Dentro vive la sombra de la persona que lo escribió.

Mientras pensaba esto, un librero se movió un poco.

—No te asustes —le dije a Carmen—, a veces los libros caen para hacer escalo…

No había terminado la frase cuando dos o tres volúmenes fueron a dar al piso. Luego cayó otro más, y otro.

Los libros se comenzaron a desplomar. Como ya había estado ahí, supe que caían con un propósito definido. Aquello era un desplome bastante ordenado. Los libros formaban escalones y yo debía obedecerlos. Pisé el primero con mucho cuidado, pero luego sentí que los libros tenían prisa y caminé con mayor rapidez, sin soltar a Carmen.

Era muy raro dar un paso en el aire sabiendo que un nuevo escalón apoyaría esa pisada. Los peldaños se formaban a medida que subíamos.

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Ascendimos hasta sentir una leve brisa. Estábamos cerca del techo. Vi el estrecho túnel que ya conocía y la apertura en la que desembocaba. Una rebanada de Luna flotaba en el cielo.

Me dispuse a salir por ahí, impulsado por la escalinata que habían he­cho los libros. Sin embargo, algo me preocupaba, como si hubiera dejado abierta la llave del agua caliente. ¡Había olvidado lo más importante: buscar el libro pirata!

Iba a regresar cuando Carmen preguntó:

—¿Es este?

—¿Qué? —me volví a verla.

—Mira: el último escalón. ¡Es un libro de tapas azules!

Los libros nos habían llevado hasta ahí en compañía de su rival, como si nos pidieran que lo sacáramos. Teníamos que hacer eso.

Me senté en el borde del túnel que iba a la ventana y traté de levantar el libro. Pesaba mucho y le pedí ayuda a Carmen. Entre los dos tiramos de las tapas del libro. Con mucho esfuerzo logramos empujarlo.

Poco a poco se hizo más y más ligero. Cuando llegamos al borde de la ventana, pesaba como un libro normal. Bajé con él por la escalera que conducía al jardín.

Carmen me siguió.

Habíamos pasado entre los libros de sombra más tiempo del que yo pensaba. La Luna se disolvía en lo alto y comenzaba a amanecer. El cielo se teñía de un color violeta con rayas azul claro.

¡Lo habíamos logrado! Habíamos sacado el libro que de nada servía. En eso, Carmen exclamó:

—¡Se me olvidó Juanito!

Siempre era lo mismo con ella, olvidaba algo, se retrasaba, tenía que ir al baño, perdía un juguete y quería regresar. Tener una hermana era tener todos esos problemas.

—¿Y Andrés? —pregunté.

—Los zorros son listos —dijo ella, mostrando su peluche—. Juanito es el más tonto de todos mis juguetes.

Me le quedé viendo, ofendido de que llevara mi nombre.

—¡También es mi favorito! Tenemos que volver al Club de la Sombra.

—Primero debemos deshacernos de este libro —dije, para ganar tiempo.

—¿Dónde lo vas poner?

No tenía la menor idea de qué hacer con un libro que solo servía para perjudicar otros libros. Pero fue como si el cielo escuchara mis pensamientos porque oí una campana.

—Escucha —le dije a mi hermana.

Prestamos atención: no se trataba de una campanilla como la que yo había usado en la biblioteca ni de una campana de iglesia. No era ni pequeña ni grande. Si las campanas tuvieran tallas, yo diría que esa era de talla mediana.

¡Claro: se trataba de la campana del camión de la basura!

Yo no tenía llave de la casa, de modo que no podía salir a la calle por mi cuenta.

¿Qué hacer?

¿Has tratado de trepar por una enredadera para subir una barda? Si eso parece difícil, ahora imagina trepar con un gran libro atado a la espalda. Porque eso fue lo que hice.

La idea se le ocurrió a Carmen. Se quitó el suéter con el que siempre dormía (si no, soñaba que estaba en el Polo Norte) y lo usó para amarrar el libro a mi espalda. Ya he dicho que pesaba menos al aire libre. Parecía que tenía ganas de huir y por eso se aligeraba. Sin embargo, no es nada cómodo tener un bulto mientras tratas de encontrar tu camino en una enredadera.

La campana volvió a sonar, esta vez más cerca de nosotros. Yo sabía que los camiones de basura se detenían en una esquina durante un rato. Mientras tanto, un hombre de guantes amarillos muy sucios recorría la calle avisando que estaban ahí.

Disponía de unos diez o quince minutos para escalar la barda, saltar a la calle y correr al camión de la basura.

Me atoré entre las ramas. Sentí que una de ellas me aferraba el tobillo. Costaba trabajo moverse en esa enredadera. Las ramas se doblaban y se enrollaban en mis pies. Tal vez el tío había cultivado un tipo especial de enredadera para evitar que los ladrones treparan por ahí.

Me iba a dar por vencido cuando algo me empujó por la espalda. No fue un golpe fuerte; parecía una palmada de apoyo. Vi una rama arriba de mí y la tomé con fuerza. La planta se enroscó en mi muñeca. Esto me ayudó a alzarme. Entonces entendí el método para ascender: si usaba los pies, tratando de aprovechar las ramas como escalones, las plantas me jalaban hacia abajo, pero si usaba las manos, podía servirme de ellas como sogas para subir.

En El río en forma de corazón había aprendido que la naturaleza tiene sus propias reglas, una forma especial de ser entendida. Yo había usado el sistema equivocado para moverme en la enredadera y al fin descubría el correcto.

Y ahora debo decir algo que no ha dejado de sorprenderme en todos estos años: creo que el libro maligno me ayudó. La palmada que sentí en la espalda vino de él, como si se apoyara sobre mí para darme confianza. Después de eso pensé con claridad y entendí lo que debía hacer.

El libro de tapas azules quería escapar de la casa tanto como yo quería deshacerme de él. Aunque éramos enemigos, por un momento deseamos lo mismo y estuvimos de acuerdo. Fuimos aliados para llegar arriba, donde volveríamos a ser rivales.

Cuando finalmente alcancé la cima, la campana había dejado de sonar.

¡El esfuerzo había sido en vano! Tardé demasiado en subir.

Eso fue lo que pensé al contemplar la calle desierta. Pero entonces oí el ruido de un motor y vi unos faros a la distancia. ¡El camión recorría la calle y se aproximaba a la barda!

Esperé a que estuviera cerca, tan cerca que pude oler su peste a naranjas podridas, y arrojé el libro con todas mis fuerzas. Cayó entre las bolsas de basura.

Lo vi desaparecer en la calle donde salía el Sol.

No sé si esa fue la mejor solución. En todo caso, al viajar entre cáscaras de naranja y cosas inútiles, mi adversario tendría pocas posibilidades de perjudicar a otros libros.

El libro quería salvarse y me ayudó a trepar la barda, de eso estoy seguro. Tal vez de ahora en adelante viviría como un vagabundo, sin tener contacto con las páginas ajenas que tanto deseaba arruinar. Parecía una vida triste para él, la vida de un libro pordiosero, pero al menos había salvado el pellejo. Recordé entonces que sus páginas parecían, precisamente, hechas de pellejo, y me dio gusto que estuviera lejos de nosotros.

Bajé en un santiamén la barda que tanto trabajo me costó escalar. Carmen me esperaba con ojos expectantes. No había apartado la vista de la barda. Por eso no había podido ver una extraña aparición en el jardín: Juanito estaba en el pasto, atrás de mi hermana.

¿Cómo llegó ahí? Carmen decía que a sus peluches les crecía el pelo, hablaban un idioma que nosotros no entendíamos, se casaban unos con otros y tenían peluchitos. En pocas palabras, estaba segura de que tenían vida propia.

Sin embargo, incluso ella se sorprendió de que Juanito llegara ahí por su cuenta.

—¿Qué pasó? —me preguntó—. ¿Juanito voló hasta aquí?

Lo único que se me ocurre es que Juanito se nos olvidó a nosotros, pero no a los libros. Ellos lo ayudaron a salir. ¿Cómo lo hicieron? Es difícil saberlo. Los libros de sombra están hechos para trabajar sin ser vistos.

Otra explicación es que el muñeco llegó por su cuenta. Las cosas que queremos se acercan a nosotros. A veces merecemos que esto suceda. Todo parece indicar que así es.

Carmen me abrazó y el Sol llenó de luz ese jardín donde los pájaros cantaban como si supieran que éramos felices.