Los libros de sombra
Hasta este preciso momento no me he atrevido a escribir algo muy fuerte que sentí en esos días. Aunque ya ha pasado mucho tiempo, trataré de contarlo tal y como se presentó ante mí, cuando enfrentaba las vacaciones más especiales de mi vida.
Fui a la sección de «Magníficos perros» a buscar más historias del río en forma de corazón. Sin embargo, no pude hallar ninguna. Algunos tomos llamaron mi interés con sus títulos de aventuras y sus espléndidas ilustraciones a todo color, pero a mí no me interesaba otra cosa que volver al bosque donde Ernesto y Marina vivían aventuras.
¿Existirían otros cuentos del río? ¿Qué podía hacer para dar con ellos? ¿Llegarían por su cuenta para que yo los leyera?
La vida en casa de tío Tito había resultado más interesante de lo previsto. De cualquier forma, a veces él me parecía un poco triste, como si se arrepintiera de haber pasado tantos años sin otra compañía que sus gatos y sus libros. También me inquietaba que se me quedara viendo con sus ojos saltones, como si esperara algo de mí. Me gustaba ser un lector prínceps porque nunca antes me habían elogiado de ese modo, pero temía decepcionar al tío. Tal vez mis poderes de lector no fueran tan intensos como él creía.
En las primeras semanas en la biblioteca recorrí más o menos los mismos lugares. Había tantos libros y tantos cuartos que me perdía con facilidad y tocaba la campanilla para ser rescatado por el tío.
La biblioteca era más extensa de lo que yo había podido percibir, pero no me animaba a alejarme en exceso. ¿Qué tal si llegaba a un sitio tan alejado que mi campana no pudiera ser escuchada? Sin embargo, no dejaba de preguntarme qué habría en los rincones más remotos de la casa. ¿Libros de terror y magia negra? ¿Textos de crímenes escritos con sangre?
Como mi país favorito era Australia, también pensaba que a lo mejor había un agradable lugar lejano en la biblioteca, una Australia de los libros, a la que muy pocos llegaban. ¿Habría ahí libros raros y fascinantes, como el koala, el canguro y el ornitorrinco?
Una tarde me atreví a alejarme un poco más de lo habitual. Tomé un largo pasillo, tapizado por un tapete color vino. Avancé hasta sentir un olor raro. Más que un aroma lo que me llegaba era una sensación de encierro, como si nadie hubiera respirado ahí en mucho tiempo, como si todo hubiera estado quieto, muy quieto, y mi nariz lo agitara de pronto. Olía a libros antiguos que no parecían estar guardados, sino presos. Tomé el que me quedaba más cerca y una nube de polvo llegó a mi cara. Era un polvo gordo, como migajas de pan. Di unos pasos más y el olor a encierro se hizo más fuerte. No me atreví a seguir respirando ese aire denso y muerto.
Regresé bastante aturdido y no quise cenar. Había tragado demasiado polvo para tener apetito.
Esa noche regresó el sueño escarlata. De nuevo caminé por un pasillo húmedo y oscuro hacia la habitación donde lloraba una mujer. De nuevo mis manos se tiñeron de sangre al tocar las paredes.
Desperté de madrugada, empapado de sudor. Tenía mucha sed pero me dio miedo ir a la cocina a esas horas. Me quedé en la cama, tratando de calmarme.
Pensé en el pasillo donde había estado por la tarde y en su tapete color vino. Comparado con mi pesadilla, aquel sitio no era tan terrible. Se trataba de un lugar encerrado, lleno de libros viejos, pero nada más.
No me gustó cómo olía ahí y me sentí incómodo, pero se trataba de algo que podía soportar. En cambio, me daban miedo las puertas cerradas. Detrás de ellas tal vez no había nada, pero mi imaginación agregaba cosas horribles, como la sangre que inundaba el cuarto escarlata.
Se me ocurrió que si me atrevía a recorrer toda la biblioteca dejaría de tener miedo a los rincones desconocidos de la casa y quizá también dejaría de tener el sueño escarlata.
Si me llenaba de valor para recorrer todos los cuartos, no habría motivo para temerle a ningún cuarto, ni siquiera a uno que apareciera en sueños.
Al día siguiente le comenté al tío que algunas partes de la casa olían a encierro.
—Tienes razón, sobrino. La ventilación no es la especialidad de la casa. Hay pequeñas ventilas en el techo para que pase el aire. Generalmente están cerradas porque se mete la contaminación y algún pájaro aventurero. Pero las puedes abrir si sientes que te falta oxígeno.
—¿Cómo?
—En esta ciudad el viento sopla de norte a sur. En las paredes que dan al norte hay sogas para abrir las ventilas.
—¿Cómo sabré qué paredes dan al norte?
—Si no sabes de geografía, no te preocupes. Jala donde veas una soga.
Fui al pasillo del tapete color vino. Entre dos libreros, logré distinguir una soga muy raída. La jalé y se rompió entre mis dedos. Así de vieja estaba.
Más adelante encontré otra soga y tiré de ella. Al cabo de unos segundos sentí una leve brisa. La atmósfera cambió por completo, tocada por una invisible frescura, y me sentí más tranquilo. Las cosas ya no parecían encerradas sino guardadas.
Seguí adelante, sin aventurarme demasiado, pues aún no ganaba una confianza absoluta. Abrí ventilas cada vez que fue necesario, revisé secciones y estantes, pero no di con ninguna aventura del río en forma de corazón.
Gané confianza para recorrer la biblioteca, pero al no encontrar lo que buscaba mi humor fue cambiando. Revisé los libreros de distintos modos. Primero con curiosidad, luego con desesperación, finalmente con ansiedad.
Los pies me dolían y me moría de hambre cuando descubrí que estaba perdido. Lo que más temía acababa de suceder. El valor me llevó al descuido. Tío Tito me aconsejó que aprendiera a administrar mis fuerzas, pero lo entendí demasiado tarde.
Agité la campanilla durante largo rato, pero fue en vano.
Me encontraba en un cuarto con techo de bóveda. Muy en lo alto me pareció ver pintada una paloma, o tal vez se tratara de una mancha blancuzca hecha por el salitre. El cuarto tenía cuatro puertas y no reconocí ninguna.
Ya en otras ocasiones me había perdido sin que eso fuera un problema, pues no me había alejado mucho de la sala y la cocina.
—¡Tío Tito! —grité.
Los libros absorbieron mis palabras. Eran tantos y tan gruesos que chupaban cualquier sonido.
—¡Eufrosia! —tampoco este grito fue oído.
De nada servía malgastar mis fuerzas gritando. ¿Qué hubieran hecho Ernesto y Marina en una situación similar? Ellos se orientaban con habilidad en el bosque y en cierta forma la biblioteca era un bosque: las hojas de los libros venían de los árboles. ¿Cómo hubieran salido mis héroes de un bosque escrito?
Si yo fuera el personaje de una historia y estuviera en la página 83, ¿qué haría para llegar al siguiente capítulo?
Estas ideas me ayudaron a no desesperarme. Como había cuatro puertas, pensé que representaban las direcciones de un mapa: Norte, Sur, Este y Oeste.
Fui a la puerta que para mí representaba el Oeste. Me asomé a un gran salón. Asombrosamente, no contenía libros sino cabezas de animales disecados. Uno de mis tíos había sido un famoso cazador.
Había ciervos, carneros, jabalíes, coyotes, lobos y un oso. Yo hubiera preferido ver a esos animales en el bosque de las historias (salvo al oso y los lobos, que tenían colmillos enormes). De cualquier forma, admiré la belleza de esos animales salvajes. Algunos ciervos tenían grandes cornamentas. Tío Tito me había dicho que la importancia de una cornamenta se medía por el número de puntas que tenía. Conté todas y vi que había una de catorce puntas. ¿Quién se habría atrevido a matar a ese rey de los ciervos? Me avergonzó que alguien de mi propia familia hubiera hecho eso alguna vez. El ciervo tenía ojos negros de vidrio. El pelo, color gris, se oscurecía bajo sus ojos, siguiendo un trazo parecido a una lágrima o un signo de interrogación. Esto daba un aspecto triste al animal, como si hubiera llorado. No pensé que la salida pudiera estar por ahí y decidí ir a otro cuarto.
Esta vez me dirigí a la puerta que para mí representaba el Este. De nueva cuenta pasé a un cuarto que no contenía libros. Un cuarto vacío. Me acerqué a una de las paredes. Estaba cubierta de manchas de humedad. El salitre cubría la superficie con gruesas burbujas. Los libros se hubieran echado a perder en ese sitio. ¿Por qué no habían llamado a un plomero? La casa era más rara de lo que yo suponía.
En este cuarto había estatuas de personas en actitud de estar leyendo. Por sus ropas entendí que se trataba de hombres antiguos. En las bases de las estatuas encontré inscripciones en idiomas desconocidos.
Por un momento pensé que se trataba de hombres que se habían petrificado en la biblioteca. Tal vez se trataba de un extraño museo de lectores.
El polvo de las estatuas me hizo estornudar y preferí ir a otro sitio.
Me asomé a la puerta Sur pero no me atreví a entrar a ese cuarto, repleto de libros diminutos, como si ahí la biblioteca se hubiera encogido. Me preocupó ver tantos tomos pequeños, con una letra tamaño ojo de hormiga. ¡Qué esfuerzo terrible leer todos esos volúmenes! Si ahí hubiera un ejemplar de las historias del río, se habría destacado como un gigante entre duendes. Tenía que buscar en otro sitio.
Decidí ir a la puerta Norte, la última que me quedaba. Esta vez no supe qué había dentro porque todo estaba a oscuras. Nunca había percibido una oscuridad mayor. Mis ojos se llenaron de aire negro. Me puse un dedo ante las pestañas y no pude verlo.
Di un paso, otro más, y tuve miedo de perderme. Me di la vuelta, ¡había cometido el error de cerrar la puerta y ya no podía verla! Traté de avanzar hacía ahí. Toqué el muro, repasé la pared, pero mis manos no encontraron rastro alguno de la puerta ni del picaporte. Aquel muro era liso hasta la desesperación.
¿Qué hacer? El corazón me latía con fuerza. Me quedé un rato en silencio, oyendo mi agitada respiración.
De pronto me llegó un olor agradable, como si hubiera una leve corriente. Si el aire se movía eso significaba que en algún sitio había una ventana.
¿A qué olía esa corriente de aire? A las sábanas de mi casa. Un olor limpio que te ponía contento.
Fui en esa dirección pero pagué caro mi atrevimiento. Me di un golpe contra un bulto muy sólido. Lo toqué con cuidado: era un librero. Acaricié el lomo de un libro, un lomo suave, hecho de piel. Aunque no podía ver nada, abrí el libro y pasé mis manos sobre las páginas; sentí los relieves de la escritura para ciegos. Toqué puntos y diminutas rayas. Esos debían ser los libros de mi tío abuelo, el padre de Tito, que se había quedado ciego. Por eso el cuarto estaba a oscuras.
La penumbra no se debía a algo maligno. Para mi tío abuelo seguramente se trataba de un sitio agradable y tranquilo, donde podía leer libros que lo transportaban a mundos brillantes y llenos de color.
Esta idea me tranquilizó y me permitió seguir avanzando entre los estantes.
De vez en cuando me detenía a tocar unas páginas, solo por el gusto de hacerlo. Mis dedos se deslizaban sobre las letras de los ciegos. Traté de imaginar lo que esas rayitas significarían para alguien que supiera leer por el tacto: batallas, travesías en el desierto, dragones con boca de fuego, barcos a punto de naufragar.
En eso estaba cuando escuché un ruido. Un libro cayó de algún sitio. Inmediatamente después otro libro se vino abajo. ¿Había alguien ahí?
Grité tan fuerte como pude. Los libros chuparon mis palabras y el cuarto volvió al silencio. No se oía el menor susurro.
Me entró un pavor espantoso, como si al fondo del cuarto estuviera la pared de mi sueño. ¿Había caído al fin dentro de mi pesadilla? Yo quería recorrer todos los cuartos de la casa para olvidarme del cuarto escarlata, pero ahora me sentía atrapado ahí. ¿En qué momento me creí tan valiente como para llegar tan lejos? ¿Y si de pronto oía el llanto de una mujer? Me tapé los oídos.
Luego me senté en el piso, incapaz de moverme. Estuve así largo rato.
De pronto, sentí algo en la nuca. La hoja de un libro. Lo malo es que no era una hoja quieta. Era una hoja que se había movido. Pude sentirla como una caricia.
Pensé que alguien me iba a matar y pensé en todas las cosas que no volvería a ver. En mi hermana Carmen y la sonrisa de mi madre, en mi padre, en mi curioso y querido tío Tito, en Pablo, mi gran amigo, y luego, con un fuerte temblor, pensé en Catalina y en sus ojos color miel, que hacían que yo me sintiera mejor persona cuando me miraban. Sentado en la oscuridad, rodeado de un peligro desconocido, supe que tenía demasiadas cosas que perder si no salía de ese cuarto.
Me levanté, un poco entumido de tanto estar sentado. Creí distinguir un golpe de aire limpio a mi derecha. Fui en esa dirección.
Otro libro cayó junto a mí, luego otro más. ¿Quién los tiraba? ¿Qué diablos sucedía?
Creí que me volvería loco. Entonces recordé algo que había dicho tío Tito: cuando los libros saben que no son vistos, pueden provocar una tormenta. Esta vez no se deslizaban en forma discreta hacia mí, sin que yo viera su avance; se tiraban y saltaban por todas partes.
Los libros se movían como les daba la gana. Actuaban según su capricho, pero no necesariamente en mi contra. Tal vez se estaban divirtiendo. Me calmé un poco y logré sortearlos mejor.
Debía apurarme para llegar a la salida antes de que los libros pudieran bloquearla.
Caminé lo más aprisa que pude, salté ejemplares, pisé algunos de ellos y poco a poco comprendí lo que estaba pasando. Bajo mis pies, los libros se ordenaban en escalones. No querían impedir mi salida, querían propiciarla.
Subí y subí usando los libros como peldaños. Pensé que mi cabeza se golpearía con el techo, pero el cuarto era muy alto, tal vez el más alto de toda la casa.