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NOS vemos en el Café Foy. Es como un vagón de tren vacío, con su inhóspita hilera de reservados, sus mesas al fondo. Lo baña la luz del atardecer, la calma provinciana. El patrón juega al dominó con un amigo.

Completamente sola, concluida la jornada, llega a mi mesa y mecánicamente me tiende la mano. Un solo apretón, con la mano hacia abajo, que a los dos nos resulta embarazoso.

Bonjour —dice, suavemente.

Bonjour.

Se sienta con los ojos bajos a la mesa desnuda entre ambos. Mirando hacia la puerta da la impresión de que el día es muy blanco, de una blancura de agua enturbiada. El tráfico fluye sin ruido.

Dean se mató en un accidente de automóvil el 12 de junio. Se conocen solo unos pocos detalles. Estaba lloviendo. Era de noche. Se dirigía al campo a visitar a su hermana. Cristal hecho añicos por todas partes, rumor sordo de lluvia. En las dos direcciones, esperando para pasar, una fila de coches, con los faros encendidos, largas filas que avanzan a cámara lenta, como si formaran parte de un gran cortejo. Yo no podía creer la noticia. Parecía imposible, parecía falsa, aunque siempre la hubiese esperado.

Noto que la estoy mirando fijamente antes de que empecemos a hablar (puedo hacerlo sin que ella se dé cuenta), y veo, como si nada más hubiese ocurrido nunca, a la misma chica que estaba sentada a la mesa de enfrente en L’Étoile d’Or, porque de pronto es la misma chica, pálida, insegura, algo resignada. Es exactamente como si nos viéramos por primera vez. No se me ocurre nada que decirle. Es inevitable. Absolutamente nada. Tengo delante a una chica corriente, bonita, quizá no demasiado inteligente. El silencio empieza a consumirnos. Estamos en la sala estrecha y vacía. Yo estoy sentado frente a la ventana, ella la tiene a su espalda. Cojo su mano. En cuanto la toco, se le empañan los ojos. Se echa a llorar. Bajo la mirada. Ella lo sabía, dice. Cuando habla, las lágrimas le ruedan por las mejillas. Ella las deja rodar. No hablamos.

—Anne-Marie —digo—, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a quedarte aquí, en la ciudad?

Se encoge de hombros.

—No sé —murmura.

—Quizá fuera mejor que volvieras a tu casa.

—No —dice ella.

—Ya. ¿Estás segura?

Ella asiente.

—Bueno… verás, yo también me marcho. Pensé que quizá no quisieras quedarte aquí, y si necesitaras ayuda para ir a otro sitio, estaría encantado de… hacer lo que pueda. Es decir, si necesitas dinero…

Parece no escucharme. Merci, dice.

Es muy difícil. Al cabo de un rato intento empezar de nuevo. Le pregunto si quiere que cenemos juntos. Ella parece pensarlo y finalmente dice que no con la cabeza. Espero a que hable de Dean, de sí misma, de cualquier cosa, pero no lo hace. Las lágrimas le han manchado las mejillas. No se las enjuga.

Y es aquí, en el Foy, donde nos despedimos, y luego vamos juntos hacia la puerta. Fuera, la calle está llena de gente que hace compras. Los coches apenas pueden pasar. La observo cruzar; camina entre la gente, sin tocarla, a un paso bastante vivo.

Quizá (sé que es capaz de hacerlo) se presente de noche, de todos modos, en la gare, quizá descienda sola la ancha calle, como si diera un paseo. Porque en la vida de Dean, si alguna vez existió tal cosa, ella hubiera ido dondequiera que él le pidiese, por lejos que fuera. Sin dudar un instante. Iría a su encuentro, sé exactamente lo que haría, lo generosa, lo natural que sería. Y lo dulces que eran sus primeras charlas en el idioma que ella le enseñó.