34

VOLVERÁ a buscarla. Silencio. Ella le mira. Luego una simple palabra:

Non.

—Sí.

Non —dice ella, tajante.

Pues entonces, dice él, no puede explicárselo. Si ella insiste en que sabe… Está sentada, mirándole, con la boca fruncida, los ojos suspicaces. Mandará a buscarla, dice él.

—¿Cuándo?

—No sé exactamente. Tengo que reunirlo.

—¿El qué?

—El dinero. El dinero del billete.

Un rápido, amargo gesto de indiferencia.

—¿Quieres escucharme? —dice él.

Ella no dice nada.

—Ahora no lo tengo —explica.

En la cara de Anne-Marie, ahora más plácida, no hay comprensión, o por lo menos no hay conformidad. Mira al suelo.

—Escucha, te lo juro —dice él. Levanta la mano.

Ella alza la vista.

—De verdad —dice él.

—¿Por tu madre?

—Sí.

Ella hace un gesto con la barbilla.

—¿Qué?

—Dilo —dice ella.

—Por mi madre.

Ella suspira. Él está a su lado, sentado en la cama. Se tumba y empieza a hablar de cómo será. Al principio ella se resiste, pero luego él sabe, por el modo en que el sonido de su propia voz se desvanece, por la misma inmovilidad de Annie, que esta le escucha. Explorarán toda la ciudad, Dean le enseñará cada recodo. Recorrerán las grandes avenidas, mirarán todas las tiendas. Los sábados por la noche saldrán muy tarde e irán a bailar. Ella solo tiene dos tipos de prendas que ponerse: pantalones (de pana, como le gustan a él) y una chaqueta, y un vestido maravilloso para salir. Dos vestidos, corrige él, uno para la tarde y otro para la noche. Y él tiene un único traje, elegante, muy oscuro, gris, quizá negro. Una cama. Una mesa. Algunas sillas. Sus ventanas dan a un puente.

Tendidos en la cama, respiran suavemente, con la cabeza sobre el largo cabezal todavía envuelto en su funda estampada. Los postigos están cerrados. Es mediodía. Hay un débil repiqueteo de platos y, más allá, un silencio ritual. Una radio, quizá. Algún que otro coche. Se duermen.

Despiertan en un mundo distinto. La mirada de Dean vaga por el cuarto y por fin se posa en el reloj. Ha pasado una hora. Se sienta y, pausadamente, empieza a quitarse la ropa, primero los zapatos, después los calcetines. El suelo está fresco y agradable bajo sus pies.

Posan desnudos delante del espejo. Dean es más alto. Su cuerpo es moreno. Está un poco apartado, como si fuera la sombra de ella. La luz entra en franjas finas y uniformes, en láminas que rayan el suelo. Él le mete por detrás la polla y ella la aprieta un poco entre las piernas. Extiende la mano hacia atrás para acariciarle los testículos con la yema de los dedos. Él parece un socorrista. Tiene un michelín, un pasamanos de mármol, encima de la cadera.

Hacen el amor despacio. Él la sujeta contra las flores oscuras y se la introduce como quien calza una cuña. Luego la obliga a sentarse a horcajadas sobre él. La voz de Annie es invisible, un susurro de la calle.

—Es como si me tocara el corazón —dice.

Se yergue ligeramente, con las manos en la cintura de Dean.

—Creo que me lo toca —dice ella.

Dean sonríe. La fuerza hacia abajo un poco. Ella se debate suavemente. Entonces él la gira y la sondea. Es como una lluvia de amor. Dirija donde dirija Dean el pensamiento, el amor le empapa. Como si estuvieran en habitaciones separadas, como si ejecutaran acciones distintas, se afanan hasta el último instante y después se derrumban, con la ropa de cama esparcida alrededor. Hablan en voz baja, incoherente.

Fuera de la ventana, sobre las tejas, trastabillan palomas.

Van a St. Léger, y el sol salpica las profundidades del coche, les hiere las rodillas. Las calles se desvanecen a su espalda. La última curva. Inician el descenso de la larga pendiente, atraviesan los túneles breves y frescos, continúan bajando las cámaras vacías, azules de aire, que hay debajo del viaducto, rebasan las señales viarias, ya se han ido. Los árboles van quedando atrás. El coche acelera, los grandes ejes chasquean, la carretera vuela por debajo.

La madre de Anne-Marie se alegra de verles. Hablan sentados a la mesa de la cocina, el gato pasa rítmicamente entre los pies de Dean, vuelve atrás, se recuesta en sus tobillos. Reina un extraño silencio, incluso mientras hablan. Es como el pasillo de un hospital o un pabellón vacío. Dean percibe las miradas de la madre. Ella le mira casi tímidamente. Cuando sus miradas se cruzan, ella sonríe. Su marido está trabajando. La silla en la que él suele sentarse cerca de la pared está desocupada, es una silla de madera con una almohadilla delgada y sucia. Anne-Marie no le dice a su madre que Dean se va. Hablan de los vecinos, de accidentes de tráfico, de ropas. La tarde transcurre en cotilleo doméstico. Nada induce a creer que él está mirando esta habitación por última vez.

Regresan tarde. Hay coches aparcados en la plaza; los pájaros trazan sus últimos vuelos antes de que oscurezca. Cenan en el hotel. El comedor está concurrido. Ella se muestra sumamente afectuosa. El cariño inspira sus gestos más nimios, sus sonrisas. La cena se transforma, por sí misma, en un acontecimiento, una larga mezcla de sentimientos interrumpidos por la llegada de los platos. Hablan del pasado, rememoran lugares, dificultades, alegrías. Ella toma un segundo vaso de vino. Fuera, la noche es azul. He comido aquí muchas veces, conozco el rumor de las voces circundantes en esta sala amplia iluminada por la blancura de los manteles, las charlas parsimoniosas, alguna risa esporádica. A través de esos ruidos, cuando todo ha acabado, oigo el sonido de los tacones de Annie, lentos, finos, cuando finalmente se encamina hacia la puerta, se detiene. Las miradas la siguen como arcos. Ella aguarda. Él llega después de pagar la cuenta y salen juntos a la calle. Solo en mi mesa (siempre imagino esta escena), observo cómo se vuelven, cruzan la sala abovedada y por fin se marchan. Amantes desconocidos. Se pierden en la ciudad. No volveré a verles nunca. Estoy aquí sentado. Tardarán por lo menos diez minutos en servirme el postre. El camarero tendrá que venir, retirar el plato principal, tomar nota de mi pedido.

Suben la escalera. La llave gira en la puerta. Los simples mecanismos del delito. Él se tumba desnudo en la cama mientras ella se quita el maquillaje de los ojos. Se oye el sonido del agua que corre. Su cara está cerca del espejo. Ve el reflejo de Dean, extendido, con una mano descansando en la cara interior del muslo.

—Eres como un rey muerto —dice ella.

Abre de par en par los postigos. El raudal de luz procedente de la iglesia parece llevar consigo un barrote de oscuridad, un núcleo de hierro, hacia el cielo misterioso. Dean le hace el amor con gran ternura, le besa los hombros, la escucha respirar. Es como si no lo hubiese hecho nunca. Intenta memorizarla. Sus manos la tocan cuidadosamente. Sus labios forman frases reverentes.

Después descansan largo tiempo en silencio. No queda nada. El poema de su amor está desperdigado a su alrededor. Los días se han desplomado por doquier, se han desmoronado como naipes. El aire es frío. Dean se sube las mantas. Ella está tan inmóvil que parece dormida. Él le toca la cara. Está bañada en lágrimas.