7

MADAME Job, apasionadamente delgada, huesuda como un chico, cree que Dean se parece a un actor: Eddie Constantine. Cuando se lo digo a Dean, él dice:

—¿A quién?

Le explico que es un actor que sale en películas malas.

—No he oído hablar de él —dice.

—Ya le verás. No creo que te parezcas, pero de todos modos…

—Es absurdo —dice.

Madame Job está sonriendo. No habla nada de inglés. Sigue la conversación de una boca a otra, como un perro.

La habitación tiene un aspecto desnudo, moderno. Algo barato, también. Hay alfombras diseminadas por el suelo de madera barnizada. Hay unas cuantas revistas encima de una mesa. El mobiliario parece prestado. Ignoro si existe un motivo. Henri Job trabaja en la fábrica de guantes. Es gerente, un cargo importante. Billy le escribió una carta de presentación en mi nombre. Me recibieron amistosamente cuando los visité. Claro que esta casa no es suya, pertenece al padre de Henri. De hecho, es contigua a la del padre, lo que no es infrecuente.

Henri no es de aquí. Es de Lyon. Ah, la segunda ciudad de Francia a orillas de su ancho río. Henri ostenta su procedencia como un título. Su padre ha prosperado con el chauffage, tiene la tienda más grande de Autun, pero, a fin de cuentas, es de Lyon. Todo esto se ve en la cara de ella. Además, él es muy estricto. No le permite bailar, lo que ella adora, como me confesó. Es él quien padece del corazón, y sin embargo…

Una semana glacial y brumosa de noviembre. Recorríamos el bulevar Mazagran sin ver otro par de faros. Los limeros eran negros como el hierro en la oscuridad. Viramos hacia la calle donde viven los Job, en un barrio nuevo de la ciudad. Muros desnudos. Todo parece abandonado, hasta los coches aparcados a lo largo del bordillo. Ya le he advertido a Dean que la velada será probablemente aburrida. Muchas de las casas de aquí están recién construidas. Es como una plantación nueva de la que aún no ha salido nada. Hay espacios desconcertantes entre ellas, árboles pelados.

Los Job tienen una cerca de alambre, una cerca verde que cierro tras de mí. El sonido de nuestros pasos suena muy fuerte en el silencio del barrio.

—¿Estás seguro de que es esta noche? —pregunta Dean—. No se ven luces.

Caminamos por las losas colocadas en la gravilla, cruzamos un estanque de cemento que solo contiene unas pocas algas muertas. Toco el timbre. Se enciende una luz arriba y aparece madame Job. Nos recibe cordialmente. Le presento a Dean, en el recibidor estrecho, con un improcedente apretón de manos, y entramos en el cuarto de estar. Madame Job nos sigue, apagando luces.

Después de la cena proyectan las diapositivas de Austria que tomaron en su último viaje. Henri las sostiene como monedas antes de proyectarlas. Vistas de montañas lejanas. Hoteles que están ligeramente torcidos. Madame Job sacó esa, explica en inglés su marido. Ella oye su nombre. Sonríe.

—Es una de sus mejores —dice Henri.

Sentado en la oscuridad, Dean guarda silencio. La cena ha sido muy buena: pollo asado, endivias, mousse au chocolat. Los postres de madame son maravillosos. Tengo la sensación de que ella mira a Dean sin ser vista.

—Innsbruck —dice Henri.

Vuelvo a mirar la pantalla. Una ciudad vasta, ocre, se materializa en una secuencia de fragmentos como atisbos de una magna imagen que se ha hecho pedazos. Contemplamos las partes brillantes. Chaflanes de calles. Tranvías. Fachadas espléndidas de edificios demasiado alejados para verlos bien. Donde estoy sentado recibo efluvios esporádicos del perfume de madame Job. Su intensidad me asombra. No tiene suficiente carne para que el perfume extraiga calidez de esos brazos enjutos. Pero su piel es magnífica. Su cara parece muy limpia.

—Aaah —respira, admirando una de las filminas. Me dice—: Ca c’est jolie, c’est-ce-pas?

—Formidable —digo.

Dean, en su asiento, parece un niño arrogante. No dice nada. Por supuesto, le resulta increíble la monotonía de la velada, que realmente pueda existir una pareja así. (Henri tiene, quizás unos cuarenta años. Juliette, unos veintinueve. Pero Dean ha leído a Radiguet. A los veintinueve años no se es viejo.) Su silencio, su retraimiento son casi visibles. Enciende un cigarro. En esta habitación cerrada, con su rayo central de luz, el humo adquiere, al salir de su boca, un brillo denso. Da una profunda calada, más azul que el hielo. Henri acerca a la luz otra filmina. Ahora nos desplazamos hacia el este. Se diría que paraban cada diez kilómetros para sacar fotos.

Estoy seguro de que Dean nunca haría un viaje parecido. Estoy un poco celoso del viaje que tal vez haga, presiento que por ahora se limita a bordear la costa. Le imagino viajando por el sur de Francia esta primavera. No sé seguro con quién está. Sé que no está solo. Viajan barato, con ese toque de indolencia y lujuria esporádica que solo procede de poseer recursos económicos. Viven en vaqueros y a la luz del sol. A veces se cepillan los dientes en arroyos. Quizás ella sea la joven prostituta a quien conoció en París y con la que tan fácil le resulta entenderse. No, esta idea es banal. La he tenido yo mismo: enseñarla a vestirse, a peinarse, a comportarse y a hablar, y mientras tanto insultarla como un recluso mañana y noche, ya que parte de la instrucción se imparte al alimón, como si dijéramos. Sí, a ella le divierte. Se desviste con una sonrisa. Tienen una relación como la del comienzo de Manon Lescaut. Vagabundean por las ciudades. Se pierden en habitaciones de hotel; uno no puede seguirles. Hay largos silencios colmados de cosas que ansío conocer…

Después, sentados en el coche, sobre el cuero glacial, las ventanillas opacas por la fina e interminable lluvia, él quiere ir a algún sitio.

—¿Adónde?

—Vamos a Dijon —dice.

—¿Lo dices en serio?

—No está tan lejos.

Me siento un poco culpable, como si de algún modo intuyeran nuestro alivio por estar al fin en la calle. Son más de las once, pero Dean está completamente despierto. Devora mi cansancio.

—Vamos —dice.

Regresamos despacio a la calle principal, los limpiaparabrisas se mueven discordantes, gruñen cuando cruzan el cristal. A esta hora, la ciudad está absolutamente oscura y desierta, hay solo unos pocos cafés abiertos. Por lo demás, todos los edificios están a oscuras.

—Se porta mal con ella —dice Dean.

—¿Qué quieres decir?

—La tiene a su merced —dice— y no hace más que tocarle las narices.

—No creo que sea tan terrible.

—Me da lástima ella —dice.

—¿Por qué? Está bien. Es un buen matrimonio. Tienen hijos, a su marido le va bien. Todo eso es importante. Me refiero a que debes comprenderlo. Tienen sus propios placeres.

—Se muere de ganas —dice Dean.

—Un poco, probablemente. Es por tu presencia esta noche.

—Quizá —sonríe.

—Escucha, cuando alguien piensa que te pareces a un actor de cine es porque hay algo.

—Sí.

—Sobre todo cuando no te pareces en nada.

Dean se ríe.

Dijon está suspendido en la niebla. Recorremos calles vacías. Dean conoce perfectamente el camino. Aparece delante el neón azul de la Rotonde. Aparcamos y nos encaminamos hacia la puerta. Ahora se oye música, discordante en la niebla, en el silencio. Cuando entramos, la oscuridad estalla como cristal. Una orquesta toca en un pequeño estrado orillado de luces. Hay parejas bailando, mucho ruido.

El camarero quiere que pidamos champán. Dean mueve la cabeza: no, no. Conoce el percal. Nos sentamos a observarlo todo.

—Qué música —dice.

—¿Te parece buena?

—Dios, no —dice.

En medio del gentío hay una chica con un africano (seguro que es un estudiante) enfundado en un traje gris barato. Bailan abrazados. Verles bailar es como una sucesión de naipes barajados. La sota de picas se desvanece lentamente y surge la reina de diamantes. Sus bocas se unen en la oscuridad.

Enfrente de nosotros hay más negros, pero son norteamericanos. Soldados. Se les nota de inmediato en la cara, en la ropa. Tienen la boca gruesa, cierta tosquedad. Y son grandes. Tienen las manos grandes, los hombros anchos. Su ropa parece a punto de reventar. Hay botellas de Coca-Cola en su mesa: para sus chicas francesas, por supuesto. Una de ellas, alcanzo a discernir, lleva un minúsculo vestido verde a cuadros. De manga corta, aunque la noche es fría. Gira la cabeza un poco. Es muy joven. Facciones puras, inexpresivas. De repente me asalta la angustia, no sé por qué (es evidente que a ella le importa un rábano), pero en cierto modo a causa del aprieto en que se encuentra. Aparenta dieciséis años. Sus brazos jóvenes destellan suavemente en la penumbra.

Ahora uno de los soldados empieza a hablar con ella en ese denso y melodioso sublenguaje. Ella no le entiende, quizá por culpa del ruido de la orquesta. Él se inclina más hacia ella. La boca se mueve pegada a su oreja. Ella entonces asiente. Le mira con calma y asiente. Los otros están sentados con los antebrazos enormes sobre la mesa, escuchando la música, y de vez en cuando dicen algo. No veo muy bien a la otra chica.

Tiene el pelo muy largo. La música retumba alrededor. El batería tiene la cara mojada.

Hemos viajado desde Innsbruck hasta este desmadre. Ya no es posible hablar. Tengo mucho sueño y de pronto me siento un poco abatido. Sigo mirando hacia la mesa de los soldados. Cuando se marchan, sé con certeza lo que van a hacer. Irán hasta un Pontiac grande y verde, de unos cinco años, como poco, o quizás un Ford. El silenciador está roto. El sonido del motor es potente y salvaje. Ella se sienta detrás, entre dos de ellos. Eso significa… No sé realmente lo que significa, qué frases gratas y en voz baja se dicen en la oscuridad. Como dice Rilke, los principiantes no reciben lecciones, a uno se le piden de golpe las cosas más difíciles. Pero no son tan malos estos negros. He oído decir que son muy dulces, muy tiernos. Se gastan hasta el último centavo en una chica, absolutamente todo. Son insensatamente generosos. Los envidio por eso.

Circulamos en silencio a través de una niebla densa que se traga los faros. Los rayos amarillos humean delante. No se ve nada. La Rotonde está muy lejos. Las puertas se han cerrado a nuestra espalda, la música ha desaparecido. Reptamos sobre calzadas invisibles, un poco más deprisa que andando. El trayecto de regreso durará horas, las últimas de una noche que queda atrás. Se la hemos cedido a los soldados. No poseen nada. No conservan nada. Cuando les traen la cuenta se meten las manos en los bolsillos y se piden monedas entre ellos.

Tengo la ventanilla parcialmente abierta. El aire húmedo me gotea en la cara.

—Tengo que aprender más francés —dice Dean.

—Bueno, ya llegará. Te he visto apuntar palabras todo el tiempo.

—Lo malo es que son todas de comida —dice—. Es de lo único de lo que sé hablar. Pero no se puede hablar todo el tiempo de comida.

—Tienes razón. Deberías leer los periódicos.

—Voy a empezar.

Cruzamos furtivamente las afueras de Dijon, solo a ratos divisando algo reconocible, una intersección, un letrero concreto.

—Te diré algo estupendo de este país —dice de pronto—. El aire. Todo huele bien.

»Es la Francia verdadera —dice—. Tenías razón. Nunca la hubiera descubierto de no ser por ti.

—Oh, claro que sí.

—No, habría estado callejeando por París, como todo el mundo. Es lo más fácil. Pero ¿quién va a Dijon?

—No demasiada gente.

—¿Y a Autun?

—Menos todavía.

—Nadie —dice—. Ahí está la cosa.