9

ME veo como un agent provocateur o un agente doble, primero por un lado (el de la verdad) y luego por el otro, pero entre los dos, en los reveses, en las deserciones súbitas, es fácil olvidar totalmente la lealtad y sentir solo la alegría honda de estar más allá de todos los códigos, de ser completamente independiente, criminal es la palabra. Como cualquier agente, por supuesto, no puedo divulgar mis fuentes. Solo puedo decir que algunas cosas las vi yo mismo y otras las descubrí, pues, en definitiva, la mutilación, la dilación de algo tan pequeño como una simple palabra puede revelar la existencia de algo digno de ocultarse, y llegué a obsesionarme con los descubrimientos, como los grandes detectives. Leía cada pedazo de papel. Anotaba cada detalle.

Algunas cosas, como he dicho, las vi, otras las descubrí y otras las soñé, y ya no diferencio unas de otras. Pero mis sueños son tan importantes como todo lo que adquirí furtivamente. Más importantes, porque son lo intuitivo en su estado más puro. Sin ellos, los hechos no son más que una especie de despojos, como cuentas sueltas de un collar. Los sueños son tan veraces y manifiestos como las verjas de hierro de Francia, que centellean negras en la lluvia. Más veraces, quizá. Son el esqueleto de toda realidad.

Soy el perseguidor. La esencia de lo cual consiste en que soy el que sabe, mientras que Dean ignora, pero aún así distamos de estar al mismo nivel. Para empezar, haga lo que haga, nunca lo descubro todo. Esto basta para que él gane. Nunca puedo anticiparme; él se mueve primero. Yo soy solo el criado de la vida. Él es su habitante. Y, ante todo, no puedo hacerle frente, ni siquiera imaginar algo así. La razón es simple: le tengo miedo, como a todos los hombres que tienen éxito en el amor. Esa es la fuente de su poder.

Ella le esperaba a las seis. Ya había oscurecido y circulaban por el hormigueo de las calles, rebasando tiendas que permanecían abiertas hasta tarde, con los escaparates iluminados. Ella sube a recoger sus cosas, incluida su pequeña radio, y van a St. Leger, una pequeña ciudad fabril, la suya. Su casa está junto al canal. Aparcan allí y Dean la espera en el coche. Llovizna. Por la calle oscura hay todavía hombres que vuelven a casa del trabajo, silbando. No los ve. Sus voces le llegan inesperadamente, como las de una iglesia. Guarda silencio. Les escucha toser, pasar, y luego se apea para recorrer la orilla del canal. Pasan bicicletas. Chicas o mujeres, no las distingue, se paran a mirar el coche. Intentan ver el interior (él discierne la escena a la luz de una farola), sujetando las bicis con una mano, en cuyo manillar metálico relucen gotas de lluvia. El resto, su línea larga y elegante, se pierde en las sombras. De pronto se giran hacia la casa, cuya puerta acaba de abrirse. Surgen luces fluorescentes y el murmullo de voces. Corre a reunirse con él en el coche.

Se lo ha dicho todo a su madre, anuncia ella cuando arrancan.

—¿Todo? —dice él.

—Oui.

Viajan un rato en silencio, salen a la carretera general.

—Y, ¿qué ha dicho tu madre? —pregunta.

—Est-il prudent?

—¿Qué?

Ella se encoge de hombros. No sabe cómo explicarlo.

Prudent —repite.

En Troyes paran en su antiguo hotel para preguntar si ella tiene correo. Dean la observa a través de las puertas de cristal. Le entregan algo, una sola carta que, al salir, guarda en el bolso sin leerla.

Cenan en la Brasserie Lorraine. Hay un viejo perro tejonero, con las patas ya blancas, sentado junto al mostrador. A veces merodea por las mesas o va hasta la puerta y ladra para que se la abran. Un camarero lo hace. Cuando vuelve a entrar, el perro se tiende gimoteando. Vacilaciones. Al final, un suspiro. Se le oye respirar.

Una cena magnífica, en todos los sentidos. Ella está locuaz y feliz. La comida parece desplegada a su alrededor como verduras en torno a un asado. Ella es simplemente la parte viva de la comida, y sonríe al ver el apetito de Dean, que la abarca a ella con sus miradas.

Fuera, en la pequeña place, hay coches estacionados en un triángulo situado en el centro. Una lluvia finísima riega la noche. Aguardan la cuenta, sentados en silencio. Por fin llega y queda eliminado el último obstáculo. A partir de aquí el camino es recto, un largo recorrido por la carretera hacia París, los faros que iluminan, el motor que repica. Dean conduce con fría excitación, con el eléctrico susurro de los neumáticos. Va empalmado la mitad del tiempo y se pregunta si habrá problemas para inscribirse en el hotel. De haber sido yo, y a veces estoy tan empapado de imágenes que pienso que era yo, no habría tenido aplomo, ni la menor confianza. Habría estado exhausto, embargado de incredulidad, habría proseguido tan solo por una especie de curiosidad, hasta descubrir exactamente dónde se desvanecía todo. Habría pensado: Dios no lo consentirá.

Escampa. Hay nubes dispersas, con la luna detrás. El cielo brilla más que la tierra. Annie está dormida, ovillada en el asiento de cuero. Él la despierta cuando entran en París. Bordean el río con tráfico escaso y recorren la rué de Rivoli, la favorita de ella. Observa desfilar los largos e inmaculados soportales como una turista. Luego saca un espejo y se inspecciona la cara.

No hay problemas. Un mozo los conduce arriba y a lo largo de los pasillos; la alfombra cruje bajo sus pies. El tiene la llave en la mano. Llegan a la puerta. Introduce la llave. Esperan detrás de él. La cerradura hace ruido. Por fin, la habitación se revela. Es espaciosa y clásica. Los objetos que contiene, su disposición, todos los colores parecen haber estado juntos largo tiempo, conjuntados por el uso. No hay nada reciente o frívolo. Una cama enorme a la que Dean echa un rápido vistazo. Ventanas que admiten la luz de las farolas. Espejos. Sillas. Un cuarto de baño amplio, donde la calefacción parece encendida.

Él va a aparcar el coche. Es difícil encontrar un sitio. Ronda por las calles estrechas. No quiere dejarlo en un vado. Cuando vuelve, ella se está peinando. Está desnuda, salvo por unas bragas negras y baratas que venden en los mostradores de Monoprix. Le sonríe, con cierta rigidez, con alguna incertidumbre.

El grifo está abierto. En el cuarto de baño, él la rodea, admirativo. Ella, totalmente desvestida, se muestra muy sumisa. Avanza de buena gana hacia el tacto de Dean. Es muy hermosa. Esbelta. Una porción de vello oscuro entre las piernas. Se duchan juntos. Él se aprieta contra la confluencia de sus nalgas. Una douche atroz. Él no consigue moverse, pero empieza a enjabonarle los pechos, que relucen como focas bajo el chorro de agua. Le frota la espalda. Entre los omoplatos, puntitos rojos salpican la piel. Pasa la esponja sobre ellos. Les sienta bien, dice él. El techo refleja una luz áurea. Tiene una erección que le parece eterna.

La ha envuelto en una toalla enorme, suave como una bata, y la ha llevado a la cama. Yacen tendidos en diagonal, y él empieza a abrir con cuidado la toalla, a retirarla como si fuera una venda. Surge su cuerpo, todavía oliendo un poco a jabón. Las manos de Dean flotan sobre ella. La suma de pequeños actos comienza a unirles, los puros cálculos del amor. Él nota que penetra. Ella exhala la última respiración, que es casi un suspiro. Surge su garganta blanca.

Cuando han terminado, se queda dormida sin decir una palabra. Dean yace a su lado. La Francia verdadera, piensa. La Francia verdadera. Está perdido en ella, en el olor de las mismas sábanas. A la mañana siguiente volverán a hacerlo. Luz gris, es muy temprano. A ella le huele mal el aliento.

No puedo seguirles por toda la ciudad ese día, a través de las calles de diciembre, avenidas tan heladas como estepas. Tienen poco dinero. Lo sé. Pasan toda la tarde de compras y no compran nada. Luego, cansados de caminar, vuelven al hotel. Dean tiene que hacer un recado; necesita una pieza para el coche, explica. En realidad va a visitar a su padre, que se hospeda en el Vendóme. Necesita dinero.

—¿Dinero? Hijo mío, exceptuando a unos cuantos bancos, eso es lo que todos necesitamos.

Es crítico de teatro. Tiene una hermosa barba azabache, escrupulosamente recortada. Su ropa es siempre bonita. Lleva una camisa azul de batista que solo parece tocarle en el cuello y las muñecas que está abotonándose, una camisa que le envuelve en una delgadez elegante.

—Dinero —dice—. Por supuesto. Comparto esa necesidad. Oye, ¿vas a cenar con nosotros?

Se está vistiendo para salir con amigos. Todos son muy inteligentes. Largas, amenas historias, normalmente irreverentes. Las mujeres son tan ocurrentes como los hombres. Noche de sábado. Rellenan las tacitas con café. El humo de Gauloise asciende.

Sobre la silla hay discos de fonógrafo. Sobre el escritorio, libros recientes. Sobre la cómoda, tres correas de reloj de cuero compradas hoy en Hermés. Su padre se remanga los puños con un gesto habitual y ligero y se vuelve hacia el espejo. Llena la habitación el aroma de su loción, Zizanie, envasada en frescas botellas de aluminio. Solo su equipaje parece raído.

—Estará Jacquette, no le conoces. Y Yeli Ezoum.

Desenrolla nombres como una alfombra espléndida.

—Esta noche no puedo —dice Dean.

—¿Qué pasa, una chica? Deja que te vea. Estás algo demacrado.

—No hay ninguna chica.

—Vamos al Vert Bocage.

Dean no dice nada. La desesperación le deja sin fuerzas.

—Bueno, Phillip —dice su padre—, veamos. Esto es como subir una escalera. Vamos a subirla peldaño a peldaño. Primero, ¿por qué no puedes cenar con nosotros?

—Por favor, no puedo.

—Ya veo.

—Necesito urgentemente que me prestes dinero.

Suena demasiado brusco.

—Oh, eso es como cuatro o cinco peldaños más arriba.

—En serio…

—Llámame mañana —dice su padre—, y comemos juntos.

—Mañana…

—¿De acuerdo?

—Pero lo necesito ahora —alega Dean. Lo implora.

—Hablamos de eso mañana.

—Demasiado tarde —dice él, con terquedad.

—Oh, venga ya. —Su padre trata el asunto como si fuera absurdo. Se está cepillando las mangas de la chaqueta—. Te pones pesadísimo. Toma —dice, y saca de su cartera trescientos francos.

—Ahora dime, ¿por qué no puedes venir a cenar?

Por un momento, Dean piensa en la locura de llevarla a ella. Pero su ropa es muy vulgar. La piel de sus zapatos tiene grietas. Sería espantoso. La recibirían con sonrisas de indulgencia, le harían preguntitas.

—No puedo, en serio —dice.

Cuando vuelve al hotel, finalmente, encuentra a Annie dormida. Levanta el borde de las mantas. Está desnuda. Se descalza y se desviste. Se tumba a su lado y ella rueda hacia sus brazos. Siete de la tarde. El ruido de las calles se eleva hasta el cuarto. Las horas plácidas del atardecer. Extiende la mano en busca del paquete de préservatifs que hay en la mesilla del teléfono, pero ella le agarra por la muñeca.

—No necesitas —dice.

—¿Estás segura?

—Sí.

Se siente abrumado. Cuando su polla la penetra, descubre el mundo. Conoce el origen de los números, el camino de las estrellas. Los invade música de alguna parte, ah, de su radio blanca de plástico. Ella ha puesto debajo de su cuerpo una toalla de mano que se mancha de sangre. Él la encuentra más tarde. La empaca secretamente cuando se marchan.

El domingo recorren los puentes y, a primera hora del atardecer, dejan la ciudad.

Esa noche, él me cuenta esto, pero no todo, por supuesto. Me alegra tanto verle, inducirle a confidencias, que me pierdo gran parte. Está agotado del viaje. El coche está aparcado en la calle, oscura como el casco de un barco. El motor todavía está caliente. Bajo la carrocería helada hay un débil crujido, como de juntas. Dentro de la casa tiritamos. Las paredes son como de acero. Bajamos al Foy en busca de té caliente y coñac. Para entonces él me está hablando de otras cosas (dónde se come barato) que no recuerdo. Apenas le escucho. Oigo solo lo suficiente para no perder el hilo de lo que está diciendo mientras mis pensamientos de verdad giran a nuestro alrededor como perros hambrientos.