20
ESOS días lentos, con sus albores brumosos, todos los campos frescos y silentes, el gran viaducto inmóvil. Todo es blanco, todo está vacío, todo menos la tierra, que parece haberse despertado. Un olor en el aire indica que Francia sigue viva. A medida que la mañana avanza, la niebla se disipa. Lentamente ahora, se revela la forma de las cosas. Surgen los tejados. Las copas de los árboles. Finalmente, el sol.
Estoy trazando una crónica extraordinaria de esta ciudad. La estoy descubriendo, sacándola a la luz. Hay fotos de la casa sola, nada más que eso, las superficies de muebles, las anchas puertas, reflejos en los espejos, que son las más imponentes que he hecho nunca. Casi parece obra de un hombre enfermo, una obra de gran paciencia y simplicidad. Posee un fulgor, un sosiego tuberculosos. Los niños que juegan al lado de las fuentes se convertirán en ancianos, pero nada de esto habrá cambiado. Hay épocas en que tengo esa certeza. Mi obra comienza a parecer enorme. Podré envolverme con ella, tener gente que me presente.
Cerca de los linderos de la ciudad hay ovejas, un gran rebaño, y dos perros negros, flacos, dan vueltas sin cesar, lo conducen. Se diría que esculpen el rebaño. Trazan una curva por detrás y lo moldean. No les oigo ladrar, pero los balidos resuenan tenues en el aire quieto. Cerca de la orilla, un carnero viejo avanza cojeando. El sol calienta ahora. Las ovejas se mueven en una corriente, como un riachuelo: los bordes se adhieren, el centro fluye incesante. La pauta cambia constantemente. Algunos segmentos parecen desgajarse y disolverse un poco más adelante.
Aparecen remolinos. Las ovejas vacilan y se atascan. Han nacido ya algunos corderos que corren a la zaga de sus madres. Entonces, misteriosamente, todo el rebaño se detiene. Poco a poco empieza a dispersarse. Los animales pastan al aire libre. Los perros se entretienen. En ese momento veo al pastor con un desastrado abrigo oscuro. Avanza sigilosamente, un viejo que ha vigilado a las ovejas desde el amanecer, cuando la niebla las ocultaba. Probablemente ha dormido vestido. Los corderos parecen muy jóvenes. Tienen las patas largas. Se apresuran a mantenerse cerca de las ovejas gordas e indiferentes.
El año es demasiado joven para que Claude baje a nadar al río antes del trabajo. Siempre va en bicicleta. No tiene coche. Quizá cuando se vuelva a casar… porque he oído decir que está a punto de prometerse con un estudiante de Bourges. Es más joven que ella. Algunos dicen que tiene veintidós años. Le imagino sentado entre la madre voluptuosa y esa niña formal y de ojos francos. Tal vez no advierta los peligros. O quizá para él tengan atractivo. En cualquier caso, todos convienen en que madame Picquet tiene mucha suerte de tener este pretendiente. Uno se encoge un poco de hombros después de esto. Es evidente cómo lo ha logrado.
Ahora veo las cosas con una luz distinta. En un sentido, me alivia haberme enterado. Hay un buen motivo por el cual no he conseguido realizar mis anhelos: ella estaba enamorada de otro durante todo este tiempo. Él venía a visitarla prácticamente cada fin de semana. Así que, en realidad, yo no habría tenido éxito de todos modos. Consuela saberlo. Y un estudiante, bueno, no importa envidiar a un estudiante. Es mucho mejor, pongamos, que un joyero, o el dueño de un bar. Finalmente averiguo su nombre: Gerard.
Estas mañanas de calma. Anne-Marie que cruza la Place du Carrouge. Es una plazuela. Hay una tienda de comestibles, un pequeño café, una pescadería. Camina hacia el trabajo, sus tacones resuenan sobre el suelo como un disparo, lleva todavía adherida una pizca del calor de la cama, la piel todavía caliente y desprevenida, la boca huraña. Dean sigue durmiendo. Su ropa está desperdigada alrededor. Los postigos están cerrados.
Nunca sueña. Es como un músico muerto, como un corredor derrengado. No tiene fuerzas para soñar o, mejor dicho, sus sueños trascurren cuando está despierto y son maravillosos, al menos en un aspecto: puede prolongarlos.
La duración lo es todo. Uno lo sabe instintivamente. Se cierne sobre ellos dos como una sentencia no pronunciada. Recubre su cama. Todo el gozo de Anne-Marie proviene de la esperanza de que solo están comenzando, de que en el horizonte está el matrimonio y el adiós a Autun, mientras que él percibe lo opuesto, como el negativo de los sueños de ella. Para Dean, cada hora es desgarradora porque se acerca al final. No estoy seguro de que sea consciente. ¿Presiente realmente su destino? Quizá: yo no sabría decirlo.
Noche del martes. Un bocadillo en el Foy. Dean tiene la garganta irritada, y ella tose un poco. Está cansada. El día ha sido duro, y quiere acostarse temprano.
—Bien —asiente él.
—Pero no sola.
—Yo también estoy cansado.
—No.
—Bueno —dice él—. Ya veremos.
—¡No! —insiste ella.
Recorren el largo y melancólico callejón que arranca de la rué de la Terrasse. En la planta baja hay tiendecitas, arriba, apartamentos. Hay un tejado de cristal con ropa colgada debajo. A la luz del día se ve el cielo. Es como un palazzo en ruinas. Sus zapatos se desgastan sobre las losas. Al fondo se ven los árboles de la place.
Dean está helado y se siente débil. Se tumba en la cama cruzado de brazos y trata de calentarse mientras la observa desvestirse. Surge su pequeño ombligo, como un abalorio, y su vientre plano como una platija. Se mira en el espejo, por encima del hombro. A Annie le gusta su propio trasero. No tiene la forma de una gota de aceite, dice ella, de los que se ven continuamente, sino más bien la de dospommes. A Dean le es indiferente.
—No tengo nada —la previene él cuando se desliza a su lado.
—No necesitas.
—¿Seguro?
—Oui —dice ella—. Huit jours avant, huit jours aprés.
Él no dice nada. La fórmula es de la madre de Anne-Marie. Él cuenta para sí.
—Son más de ocho días.
—No.
—Sí —dice él.
—No.
Amor mecánico. Amor sin sentido. Ella está seca, y eso lo empeora todo. Después, le dice que sabía exactamente lo que iba a ocurrir. Entonces Dean dice que no se encuentra bien y la escucha, descontento. Luego, dice ella, él sugiere que se vayan a casa, pero no juntos. Por último, él quiere saber si es seguro o no.
—Te conozco perfectamente —dice ella.
—¿Sí?
—Perfectamente. Sí.
Él no contesta. Se reconoce a sí mismo.
—Pobre Phillip, quiero hacerte daño.
—No me haces daño.
—Sí. Quiero herirte.
Él la está mirando en la oscuridad.
—Quiero que te acuerdes —dice ella.
Él no dice nada.
—¿Te figuras que no voy a acordarme?
—Pardon?
—¿Crees que no voy a acordarme?
Ella se encoge de hombros.
Hay un interludio. Están tendidos uno junto al otro como dos niños enfermos, agotados. La última luz se ha ido. Poco después, ella se incorpora y se pone las bragas. Luego abre el cerrojo de la puerta. Se la ve claramente a la luz del pasillo.
—Eh —dice Dean—, ¿qué estás haciendo? No puedes ir así.
—No hay nadie —dice ella.
—Ponte algo encima.
Ella se mira un momento.
—Hay gente al lado —dice él.
—No me ve nadie.
Sale tal como está, descalza, con el busto desnudo.
—¡Ven aquí! —susurra él—. ¡Ponte algo!
La oye entrar en el pequeño cubículo maloliente al fondo del pasillo y después, débilmente, la oye toser. Cuando ella vuelve, se quita otra vez las bragas antes de meterse en la cama.
—Tengo frío —dice.
Tiene los pies sucios, piensa él.
—¿Es verdad que las mujeres en Estados Unidos toman algo seguro que dura todo el mes? —pregunta ella.
—Claro.
—No tenemos eso en Francia —dice. Le está acariciando.
—Tienen una serie de recursos.
—Me encanta cuando está blanda y pequeña —dice ella. Le palpa los muslos—. Me encanta tu cuerpo.
Su mano retoma a la polla, que se está hinchando de sangre.
—Alió —dice ella.
A lo lejos están cambiando de vía, ensamblando los trenes. Los vagones se unen con un gran clac metálico.
—Creo que la conozco mejor que tú —dice ella.
—¿Sí?
—La he tocado más.
—¿Has pensado alguna vez en ir a América? —pregunta Dean. Le está introduciendo el pene poco a poco.
Silencio.
—Annie…
—Sí.
—¿Lo has pensado?
—Sí —admite ella—. A veces…
Inician un acto olímpico mientras los vagones de mercancías chocan a lo lejos. Ella se abandona completamente. Se mueve y gime como una mujer de cuarenta años que está con su amante por última vez. Después yace desparramada, cruzada sobre él.
—Eres el pan y la sal —le dice él.
—Oh, Phillip —dice ella. Están perdidos en la oscuridad.
—Oui…
Ella no prosigue. Por fin, en voz baja:
—Eres bueno conmigo.
Suenan las últimas campanas. Las palomas duermen. Bajo la luz de una luna blanca como la leche, bajo las fachadas despintadas, el Delage está aparcado junto a varios Renault y un viejo Citroën con forma de caja. Sí, piensa Dean, América. Vivirán en un estudio del centro con un jardincito, quizás una terraza, y algunos buenos amigos.