35
LLEGA, tan corriente como cualquier otra, la mañana en que él parte, la última mañana. Han pasado la noche juntos. Mientras ella se viste, Dean la ve moverse por el cuarto. Hay muy poco que decir. Reina un silencio irremediable, irreal. Las cosas parecen artificiales, son acciones necesarias pero totalmente áridas. Él la lleva al trabajo (la ciudad empieza a removerse) y se quedan unos minutos aparcados fuera. La calle está sombreada y muy fresca. Pasan algunas personas. Por fin se despiden. Dean arranca el coche. Ella se queda esperando. Él se aleja lentamente, cruza bancos de sol esparcidos a lo largo del camino. Gira la cabeza. Un gesto final de despedida. La calle da un giro. Dean se ha ido.
De repente conduce más aprisa, acelera como si saliera de un sendero. El aire es luminoso y dulce. Las fachadas grises de Autun reviven. Obedeciendo a un impulso, para a comprar una naranja.
Oigo la puerta que se abre, y Dean entra.
—Bueno… —dice finalmente.
Se sienta. Despide resignación. Luego se levanta.
—¿A qué hora te vas?
—Dentro de unas dos horas —dice—. Voy a dejar aquí algunas cosas. ¿Te parece bien?
—No sé. ¿Qué quieres que haga con ellas? No voy a quedarme aquí mucho tiempo, unos días a lo sumo.
—Nada. Pero no quiero llevármelas —dice—. Quizá las meta en el coche.
—Eso sería mejor.
—Es lo que haré.
Me ofrece algunos gajos de naranja. Nos sentamos a comerlos. El zumo fresco nos llena la boca. Las pepitas son gruesas y muy blancas. Las escupimos en la palma de la mano.
—¿Por qué no vamos a tomar algo a la estación? —dice.
—De acuerdo.
—Solo tengo que terminar el equipaje —dice.
—¿Quieres que te ayude?
—No. Es poca cosa.
Le observo mientras recoge las últimas cosas. Vamos en coche a la estación y nos sentamos fuera del hotel, bajo los primeros rayos del sol calientes. Unos turistas cargan sus coches.
—¿Cómo te sientes?
—No lo sé —dice—. Un poco nervioso. —Luego se encoge de hombros. Tras una pausa, añade—: Excitado, supongo.
—Me lo figuro.
—Ha pasado mucho tiempo —dice—. ¿Te acuerdas del día en que llegué?
El día en que llegó…
—Pensaba quedarme un par de semanas —se ríe—. Un par de semanas. Es como si fuese toda mi vida.
Sí. Es cierto. Y la mía. Estos largos meses. Es como si yo los hubiera pasado en la cárcel. Se me ven las costillas. Tengo la piel blanca, tan blanca que me da vergüenza quitarme la ropa.
Y además, esta amargura que cala como salmuera.
El tren parte a las once cuarenta. En la estación, pesamos sus maletas. Veintidós kilos. Multiplicamos, y hay unas pocas libras de sobrepeso. Cuando llegue al aeropuerto podrá sacar algunas cosas y meterlas en los bolsillos.
—Solo que no llevo nada muy pesado —dice, pensativo.
—Zapatos.
—Sí —dice—, una gran idea.
Estamos en el quai desierto, solitarios como gaviotas. La estación es desoladora. Las agujas del reloj, rectas y negras, se mueven a saltos. De pronto me abruma la sencillez de todo esto: Dean parte. Estamos esperando el tren. Es la hora final.
Por fin aparece. Al principio silencioso, incluso al acercarse, como si no redujese la marcha. Luego nos envuelve su resuello. Las ventanillas pasan, justo por encima de nuestros ojos. Se van separando, reducen velocidad, se detienen. Caminamos hacia la puerta. Subo tras él y encontramos un compartimento vacío, en cuya rejilla colocamos las maletas. Me siento increíblemente torpe, pero la espera no es larga, un minuto o dos hasta que suene el silbato. Me despido y bajo al andén. El tren empieza a moverse. Cobra velocidad muy rápidamente. Le veo haciendo señas. Retrocedo. Respondo con la mano. En ese instante pienso en ella, solitaria, con la cabeza agachada sobre el trabajo de la mañana. Su cara parece ordinaria. Tiene el mentón pequeño. El señor Hoquetis le pregunta si se encuentra bien. Oui, monsieur, dice ella. ¿Está segura?; parece enferma. Ella se esfuerza en sonreír. Non, monsieur. No me imagino lo que ella siente. Tan solo lo presiento, a juzgar por el silencio absoluto y completo que ella guarda cuando el tren toma una curva y cruza el alto viaducto en el aire matutino.
El Delage está al sol, aparcado en batería contra el bordillo. Lo rodeo. El polvo de Francia, negro de aceite, se adhiere a los tambores del freno. Una película de insectos muertos tapiza los faros. Lo conduzco hacia casa. Es como un camión. Supongo que la gente en los cafés me está observando. Estoy un poco nervioso. Naturalmente, se cala en la esquina. Trato de arrancarlo. Un motorista pasa por mi lado y mira.
A media tarde llaman desde París. Es Dean. Se oye mal; su voz suena estridente.
—¿Qué tal está París?
—Dios, lleno de gente —dice—. Hay un millón de turistas aquí.
—¿En serio?
—Deberías ver los coches.
—¿Has hecho la reserva sin problemas?
—Sí —dice—, todo en orden. Salgo a las siete y media. Me han tomado por francés, qué maravilla. Creo que es porque llevo mi camisa negra. Bueno, quizá sea porque está algo sucia…
—Es por tu corte de pelo.
—Tienes razón. Escucha, gracias por todo. Ya echo de menos todo aquello. Te escribiré una larga carta.
—Estupendo.
El atardecer es apacible y claro. Me han invitado a cenar los Job. Salgo de casa hacia las siete. Tengo mucho tiempo. Las calles parecen extrañamente calladas, tal vez ya no escucho. Place du Carrouge. Al cruzar por la esquina del fondo, miro hacia arriba. Los postigos de Anne-Marie están cerrados. No sé si ella está ahí. Sé que ahora volverá a su casa los fines de semana, caminando al anochecer desde la estación, las bicicletas zigzagueando al adelantarla, voces bajas. Cambia de mano la maleta, el peso descompone un poco sus andares, su paso es casi torpe. Lleva tacones altos. Tarda casi media hora, recorre el último trecho por la orilla. El agua del canal está remansada. La luz mengua. Golondrinas sobrevuelan los campos en la oscuridad. Madame Job, con la cara ladeada, me recibe en la puerta.
Antes de que Dean embarcara, el sol se ponía ya en Orly. No había casi viento. Una calma vasta, malévola. A lo lejos, azul como el invierno, los tejados borrosos de la ciudad. Humo. El este oscureciendo. A bordo del avión todo es brillante. Dean ocupa un asiento de ventanilla cuando el avión avanza, en la quietud de la noche, hacia la pista, y las grandes ruedas botan sobre las junturas de cemento. La señal de abrochar los cinturones está encendida. También la de NO FUMAR. Súbitamente, mi imaginación, presa del pánico, pasa velozmente de una cosa a otra. He seguido a Dean durante tanto tiempo que soy sensible a los peligros. Viran ágilmente en dirección a la pista de despegue. Se pone en marcha toda la perfecta maquinaria de vuelo. Tiemblan las alas gigantescas, gráciles. Los motores rugen. Y ahora, en el último momento, el avión empieza a moverse, lentamente, con una majestuosidad que no soporto, y durante un largo rato parece que no acelera, hasta que de pronto corre por la pista, se eleva, abandona el suelo. Asciende en vertical. Lo acoge la suave oscuridad del cielo veraniego. Las luces se atenúan, y también el sonido, y por fin toda Francia, ahora invisible, silenciosa, la Francia de todas las estaciones, profundamente sumida en el silencio de la noche, queda atrás.