26

—¿NO te cansas de pasar allí meses seguidos? —dice Cristina—. ¡Dios!

No sé qué decir. Todos me miran. No estoy nada seguro. No se trata de estar o no cansado. No se puede comparar.

—¿Qué demonios haces allí? —pregunta Alix.

—Bueno, trabajo un poco. —Una pausa—. Leo mucho… Ya sé que suena raro.

—Debe de ser fascinante —dice ella—. Lo que estés leyendo.

Se ríen.

—¿Qué hace, de verdad? —pregunta ella—. Es todo tan secreto. Debe de ser algo maravilloso.

No sé si habla en serio o no. La han invitado a cenar por mí. Pero no sé muy bien cómo tratarla. Lleva un hermoso traje de seda azul, y parece completamente natural en mi presencia. Al principio, de hecho, no me ha prestado atención; pero que me la preste es peor. Billy me pregunta si quiero otra copa.

—¿Cuánto tiempo te quedas? —pregunta Alix.

—Unos cuantos días. ¿En Francia, quieres decir? ¿En total?

—Sí, en Francia.

—No lo sé —le digo—. Me he quedado ya más tiempo del que pensaba.

—Hum… —dice ella—. Entonces te gusta.

No puedo responder a eso. Asiento, finalmente. Digo:

—Sí.

Ella se dirige a Cristina.

—Es bastante simpático —dice, y después se pone a hablar con ellos y me abandona.

Cuando vamos a cenar, nerviosamente trato de jugar a este juego con ella. Su compañía es excitante, pero siempre tengo un poco de miedo de lo que va a decir a continuación, y ese temor me paraliza. Es tan alta como yo y tiene una tez muy bella, nada pálida. No sé la edad que tiene. Veintiséis, quizá. No me atrevo a preguntar. Cuando Billy y yo bajamos a coger el coche, me dice que ha estado casada. Saberlo, por alguna razón, me tranquiliza.

—Estuvo casada con Teddy Leighter —dice él.

—¿Quién?

—Teddy Leighter. ¿No le conoces?

—No estoy seguro. ¿Quién es?

—Oh, le conoces —dice Billy.

—¿Sí?

—Seguro —dice él—. Jugaba al hockey.

Luego dice algo que no consigo oír. Pero hemos llegado al garaje.

Cenamos en el Calvados, en un comedor lleno de velas. Advierto que Alix lee el menú con cuidado, incluso con interés, pero prácticamente se olvida de la comida cuando la tiene delante. En mitad de la cena me dice que quiere agua mineral Evian. Sigue hablando con Cristina mientras yo trato de buscar a un camarero. Está empezando una noche, una larga noche en la que me siento cautivo. Terminará con una búsqueda resuelta de la negra que vimos la última vez en el club cerca de Champs. Billy decide que Alix y yo tenemos que verla.

—Ya la he visto.

—Pero Alix no —dice él.

Billy parece un torero, dice Alix. Está celosa de él. Será siempre guapo. Le mira muy directamente, con la barbilla apoyada en la mano. No, dice él, y pide más vino. Incluso se mueve como un torero, dice ella. Cristina parece creer que es divertido.

No hay manera de encontrar a la negra. Mientras, vamos de un sitio a otro, el olor fresco de los árboles llena París. No la encontramos, pero al final hay otra con un vestido hecho con flores. La sala está concurrida. Alix baila muy pegada a mí.

—¿De verdad has pasado allí todo el invierno? —dice.

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada. He estado pensando en eso.

—Me estás incomodando —digo—. No es un tema tan interesante.

—Pero a ti te gusta.

—Sí.

—Debes de haberte enamorado —dice.

—No.

Hay, quizás, una ligera pausa.

—Aaah —dice ella—. Eso es. Tienes una chica.

Me sonríe por primera vez. Al fin nos hemos encontrado.

—Es eso, ¿no? —dice ella.

—No.

—Oh, estás mintiendo.

—No miento.

—Tienes una francesita.

—Para mi vergüenza, no.

—Pueden ser encantadoras —dice.

—No lo dudo.

Al volver a la mesa les dice que he confesado. Tiene un ligue apasionado, dice.

—¿No es aquella mujer que vive enfrente? —dice Cristina.

—¿Madame Picquet?

—¿Es ella? —dice Billy, alegremente.

—No, no. Se va a casar.

—Creí que estaba casada —dice Cristina.

—Está divorciada.

—La puta de la ciudad —explica Cristina.

—¿Con quién se casa? —pregunta Billy.

—Oh, con un estudiante. No lo sé. No le he visto nunca.

—¿Y qué me dices de ti? —pregunta él.

—Nada. Alix se lo ha inventado todo.

—Anda ya.

—No. En serio.

Me siento como un idiota.

Alix está sonriendo. El espectáculo comienza de nuevo.

—Esta cantante no me gusta tanto como la otra —dice Cristina.

Cuando salimos por fin, el cielo está todavía oscuro, pero ha perdido su autoridad. La noche ha pasado. Volvemos a casa de Billy y Cristina. Billy enciende todas las luces. Se empeña en preparar el desayuno. Anda por la cocina con una sartén enorme en la mano. Casca doce huevos dentro.

—¿Quieres hacer unas tostadas? —dice.

Ni siquiera tengo hambre. Me da un plato con un gran cuadrado de mantequilla recién sacada de la nevera. Está demasiado dura. Cuando trato de untarla, rompo la tostada. Billy vierte leche sobre los huevos y luego salsa Worcestershire.

—¿Cómo te gustan? —me pregunta—. ¿Poco hechos?

—Me da igual.

Mira el color.

—Necesitan más leche —dice.

Las mujeres están sentadas en el sofá del salón, largo y suntuosamente amueblado. Casi es de día afuera. El resplandor blanco en la habitación y las ventanas hace que parezca el final de una larga crisis. Mueven las manos. Oigo las palmas contra las muñecas. Me siento a su lado.

—¿Qué estáis haciendo?

—Echar a cara o cruz —dice Cristina.

Comparan las monedas. Prestan al juego una atención solemne, irreal.

—Las tiramos por ti —dice. Una pausa—. Gano por una.

Ninguna de las dos me mira. Las comparan otra vez y mantienen cerca las muñecas. Cristina suelta una risa nerviosa.

—¿Quién ha ganado? —pregunto.

No responden.

—Tres de cinco —dice de repente Alix.

—Vale.

Las monedas brillan en el aire. A Cristina se le cae la suya. No parece correcto que yo la ayude a encontrarla. Busca por la oscura alfombra oriental sobre la cual ha desaparecido.

—Está al lado de la mesita —dice Alix.

—¿Dónde?

—Justo dentro de la pata.

Cristina se ha puesto a gatas.

—Ha salido cara —dice.

Billy entra para anunciar que ya está todo preparado.

—¿Qué se te ha caído? —dice.

—¿Eh?

—¿Dónde estabas? —le pregunta Alix.

Estamos sentados en el comedor a las cinco de la mañana de París. Hay un gigantesco aparador de caoba contra la pared. Espejos que reflejan el alba. La mesa tiene cabida para doce comensales. Billy trae la bandeja rebosante de huevos que huelen alarmantemente fuerte.

—¿Qué es esto? —dice Alix, sirviéndose una porción pequeña—. ¿Huevos?

Billy ocupa una cabecera de la mesa. Mira a Alix fijamente. Se pone serio cuando bebe. Cristina se echa a reír. No puede parar. Se ríe mientras trata de servirse, y contagia a Alix la risa. Se ríen como locas; lloran de risa, imparables. De la cuchara de servir han caído huevos sobre la mesa, y Cristina intenta recogerlos. Para entonces ya ni siquiera puede controlar la mano. No puede mirar a Alix. Poco a poco se van quedando calladas, pero el menor sonido emitido por una de las dos desata de nuevo la hilaridad.

—¿Qué es tan gracioso? —dice Billy. Ni siquiera ha sonreído.

—Nada —la última sílaba explota. Se ríen tanto que les duele.

—¿No vas a comer huevos? —dice él, finalmente.

—¿Qué?

Cristina forma la palabra cautelosamente.

—He dicho que si no vas a comer huevos.

Ella mueve la cabeza lentamente, no y, a continuación, sí.

—Son muy interesantes —dice.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Nunca he probado huevos como estos —dice ella. Trata de recobrar la seriedad. Alix se está riendo.

—¿Lo son? —dice él.

—¿Los has hecho tú, querido?

—Eres muy graciosa —dice él.

Ella se levanta y empieza a abrir cajones del aparador en busca de servilletas. Billy me tiende la bandeja. Los huevos son muy oscuros, casi marrones. Parecen cuajados.

—No creo que estén malos —dice él.

Detrás de él, Cristina ejecuta de pronto un gesto obsceno, con una mano en la curva de su brazo blanco. Es tan intencionado que no puedo creerlo. Billy está encorvado sobre el plato.

—Tú sigue así —la amonesta.

—¿Cómo dices, cariño? —dice ella.

—Que no me provoques —dice él.

Cuando ella vuelve a la mesa empieza a cantar. En cierto modo me asusta. Estoy derrengado. No me sale la sonrisa.

—¿Ni siquiera vas a probarlos? —dice él.

—Desde luego —dice ella—. Me encantan.

—No están nada malos —dice él, contundente. Come metódicamente, observándola. Toma un sorbo de café.

Pruebo los huevos. Saben a sal. Cristina rodea la mesa tarareando mientras entrega una servilleta a cada uno.

—¿Alix? —dice, dulcemente—. ¿Más huevos?

—Siéntate, ¿quieres, Cristina? —dice él—. ¿No vas a comer?

—Eres guapísimo —dice ella—. Te quiero.

—Tú sigue así.

—Me encantan los huevos. ¿Quieres más? —me pregunta.

Todo se queda en la mesa, los platos con sus raciones intactas, las tazas de café, la tostada. Los sirvientes se ocuparán de ello cuando se levanten.

Llevo a Alix en taxi a su casa, a la brillante luz de la mañana. No vive muy lejos. El alba parece fresca y pura cuando cruzamos la acera. Ella tiene mucho sueño. Me despide con un par de palabras y una sonrisa cansada. La puerta se cierra. El cerrojo suena como una vida bien organizada.

Regreso andando. En las calles reina un silencio absoluto, no se mueven coches ni personas. En el cielo pálido no hay pájaros. Es como entrar en el pasado. Nada ha cambiado. Nada hace ruido. En la esquina, en la ventana de un café al que ellos suelen ir, hay un gato durmiendo, un gato enorme, suave como un sueño. Hago un alto allí, despierto ante la ciudad. Pienso en rodear andando el río, pero mi cuerpo entero es como madera seca. Recorro la calle donde viven, una calle ancha, azul y desierta, de aceras vacías, hasta donde me alcanza la vista.