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ESTA ciudad azul, indolente. Sus gatos. Su cielo pálido. El cielo vacío de la mañana, exhausto y puro. Sus calles hondas, hendidas. Sus patios angostos, el tenue olor a podredumbre dentro, peladuras de naranja tiradas en las esquinas. Los bordillos desiguales, con los bordes limados. Una ciudad de médicos, dueños todos de amplias casas. Cousson, Proby, Gilor. Hasta las calles llevan sus nombres. Pasadizos que cruzan la muralla romana. La Porte de Breuil, sus rejas de hierro hundidas en la piedra como clavos de alpinistas. Las mujeres suben la cuesta empinada sin resuello, con los pulmones silbando. Una ciudad en la que todavía abundan las bicicletas. Por las mañanas pasan silenciosas. El olor del pan llena las calles.
Me despierto antes del alba, a las 5.45, las campanas tañen tres veces a lo lejos y, un momento después, muy cerca. Los instantes más fervientes de mi vida los he pasado escuchando en la cama, de noche, esas campanas. Me inundan, me sacan de mí mismo. De pronto sé dónde estoy: soy parte de esta ciudad, y soy feliz. Me asomo por la ventana y me lava el aire frío, aire que parece que nadie ha respirado todavía. Pasan tres chicos en moto, casi cogidos de la mano. Y luego empieza el puro, melancólico, primer azul matutino. El aire en que uno se baña. El eléctrico chillido de un tren. Tacones sobre la acera, los primeros pájaros. No puedo dormir.
Hago cola en las tiendas, nadie lo advierte. Las chicas van de un lado para otro detrás de los mostradores, chicas de cara blanca, con tobillos blancos como el jabón, con zapatos gastados cuya puntera cede, con vestidos que asoman por debajo de las batas blancas. Llevan las uñas cortas. En invierno tendrán las mejillas coloradas.
—Monsieur?
Esperan a que yo hable, y por supuesto ahí se acaba todo. Saben que soy extranjero. Me incomoda un poco. Me gustaría hablar sin la menor traza de acento: me han dicho que tengo buen oído. Me gustaría, imposible, entender todo lo que dicen en la radio, las letras de las canciones. Me gustaría pasar inadvertido. La campanilla colgada en la parte interior de la puerta suena cuando salgo, y eso es todo.
Vuelvo a la casa, abro la cancela, la cierro detrás de mí. Su chasquido es agradable. La grava, pequeña como guisantes, se mueve bajo mis pies y de ella se levanta un polvo liviano, el perfume de la ciudad. Lo aspiro. Empiezo a conocerlo, y también los vecindarios. Una geografía de calles favoritas se va formando en mí mientras duermo. Esta ciudad intrincada va desplegándose detalle por detalle, pedazo a pedazo. Recorro la ribera del río entre dos puentes. Paseo por el cementerio, que brilla como una joya en la luz última, sesgada. Se diría que inspecciono una finca, pasando entre propiedades que algún día serán mías.
Estas son notas sobre fotografías de Autun. Sería mejor decir que empezaron como notas pero luego se volvieron otra cosa, una descripción de lo que considero sucesos. Las tomaba para mí solo, pero ya no puedo ocultarlas. Aquellos tiempos pasaron.
Nada de esto es cierto. He dicho Autun, pero fácilmente podría haber sido Auxerre. Estoy seguro de que lo entenderán. Me limito a anotar detalles que absorbí, fragmentos capaces de desgarrarme el cuerpo. Es la historia de cosas que nunca existieron, aunque el menor asomo de duda al respecto, la mínima posibilidad, lo sume todo en tinieblas. Solo quiero que quien lea esto esté tan resignado como yo. Ya hay suficiente pasión en el mundo. Todo se estremece de pasión. No es que yo crea que no debiera existir, no, no, pero esto es tan solo una fina esquirla reflectante que de algún modo sigue captando la luz.
Cristina Wheatland, antes Cristina Cabaniss, y de soltera Poore, tiene una cara serena, un poco huesuda, y grandes ojos claros. Su padre era embajador. Vivían a todo tren. Ella fue al colegio en todas partes, en Argentina, en Grecia, en Filipinas. No recuerdo cómo la conoció Billy, solo me acuerdo de que ella tenía veintitrés años y de que fue un flechazo para los dos. Ella estaba en trámites de divorcio. Él era el hombre con quien debería haberse casado. Sabía manejarla. Es el único hombre que sabe cómo hacer que ella se sienta una mujer.
—¿No es así, cariño? —dice ella.
—Así es, Bummy.
Él está eligiendo cubitos de hielo de un cubo plateado y habla dando la espalda. Ella está sentada en el otro extremo de la habitación, con las piernas ovilladas debajo del cuerpo. París. Son las tres de la mañana. La hija de ambos, los criados, todo el edificio está durmiendo. Ella se inclina hacia delante para que yo le encienda el cigarrillo y luego se recuesta, flota, en realidad, contra los blandos almohadones. Dice que ya no puede vivir en Norteamérica. Es lo único que la fastidia. Ha vuelto de visita. No es un lugar para ella. Para empezar, ni siquiera sabe conducir un coche. Billy le tiende la bebida. Ella se la devuelve.
—Cariño —dice—, solo quería la mitad.
Él va de nuevo hasta el otro extremo de la larga habitación. Le veo coger otro vaso. Hay una lentitud misteriosa en todos sus movimientos, como si los estuviese pensando. Aun así, son gráciles como en un sueño. Billy Wheatland estaba en el equipo de hockey, decían que era de los mejores jugadores que habían tenido, y siempre estaba rodeado de amigos. No se le veía nunca solo. Estaba delante de un espejo, peinándose hacia atrás el pelo todavía húmedo de la ducha. Una pequeña cicatriz heroica relucía en su labio cuando sonreía.
Vuelve con la segunda copa y se la da a Cristina sin decir palabra.
—Te adoro —dice ella.
Él se sienta y cruza las piernas. Calza zapatos caros. Cristina pasea los dedos por la cara interior del collar de perlas sueltas que le ciñen el cuello. Billy me dice:
—Bueno, ya sabes que aquello es muy tranquilo. Me refiero a que es una ciudad muy pequeña. Estuviste antes, pero no creo que te dieses cuenta.
Empiezan a hablar de a quién podría Billy enviarle una carta de recomendación para mí. Yo escucho sentado y ligeramente emocionado, como un niño en cuya presencia se habla de mandarle un año a un internado.
—El agua está cortada —dice Billy—. Ni siquiera sé dónde está la llave. Hay un agente que se ocupa de esas cosas. Nunca hemos estado en invierno.
Pero una carta arreglará eso, también, o bien una llamada. Está solucionado. Iré cuando quiera. Cristina empieza a hablar con Billy. Yo apenas escucho. Me embargaba un gozo del que no podía hablar, como el del brillo de la luz del sol. Eran las diez mil fotos famosas que Atget había hecho de un París ya fenecido, aquellas magnas imágenes calladas, bañadas en el color pardo del cloruro de oro; pensaba en ellas y en su autor, todas las mañanas antes del alba, robando lentamente la ciudad a quienes la habitaban, un árbol aquí, un escaparate, una fuente inmortal.
Veía ante mí la calma, el refugio de muchas horas diligentes mientras esta ciudad mía se me revelaba a mí, su único forastero, día tras día. Claro que todo eso era impulsivo. No se lo dije a nadie, esas ideas pueden esfumarse. No fui más allá de imaginar el momento de mostrarlas todas por primera vez. Por la mañana en la galería. Están volteando las copias, una por una. Caen, suavemente, cenizas sobre la mesa. Una mano distraída las barre. ¿Le gustan? Estoy allí, con el aura de Europa todavía reciente. Hasta mis ropas las compré allá. Aguardo una respuesta. Pueden hacerle famoso, dice finalmente. Me siento aturdido. Por un instante me permito creerlo.
—¿Cuántos habitantes tiene ahora?
Billy no lo sabe. Se dirige a Cristina.
—Es muy pequeña —dice ella.
—Quince mil —calcula él.
—No es tan pequeña —digo—. Tiene más.
—Es pequeña —me advierte él—. Créeme.
Ciudad amada. La veo en todos los climas, la luz del sol cayendo sobre las callejas como fragmentos de loza, los atardeceres silenciosos, el viaducto azulado de lluvia. Y, al regresar —eso es mucho después—, hay largas, claras extensiones de campo a ambos lados, y rebasamos una nave de árboles, con los troncos blanqueados de cal. Carreteras de Francia. Restaurantes y cementerios. Árboles negros y lluvia suspendida. La aguja indica ciento cuarenta. Los ejes crujen como leña.
El Grand Hotel Saint-Louis. El pequeño patio con sus mesas y sillas de metal. Los postigos de habitaciones interiores, abiertos a través de un muro de hiedra espesa. Hay en él rejas sepultadas, balcones olvidados. Arriba, un pedazo del cielo de Autun, frío, nublado. Es el atardecer: el verde tiembla, los zarcillos diminutos se inclinan y se columpian. Ha llegado ese frío penetrante de Francia, ese frío que lo toca todo, que llega demasiado pronto. Dentro, debajo de la coupole, veo las mesas que están preparando para la cena. Las luces están ya encendidas sobre las maravillosas consolas de cristal cuyo interior despliega la riqueza de esta ciudad antigua: relojes en estuches de cuero, soperas, fulares. Paseo la mirada. Perfumes. Libros sobre escultura medieval. Collares. Lencería. El cristal tiene, como un barco, finas tiras de latón que recorren los bordes y se curvan en la parte superior: un domo de fragmentos teñidos, hexágonos, colmenas de color. Por detrás de todo esto, los camareros desfilan con chaquetilla blanca.
Una ciudad pequeña, sin alegría, con sus cafés y su vasta plaza. En las afueras se alzan apartamentos nuevos. Calles que nunca he visto. Hay dos cines, el Rex y el Vox. Brota agua de las fuentes. Unas ancianas pasean a sus perros. Por la mañana. Leo An Illustrated History of France. Una niebla densa ha blanqueado el jardín, donde todo queda oculto. Un silencio absoluto. Apenas percibo el paso del tiempo. Cuando salgo, el sol empieza a asomar. La aguja eclesial parece negra. Las palomas rezongan. No puedo evitar el deseo de hablar con alguien sobre este momento. Echo a andar bajo el flanco largo y ceñudo de la catedral, y luego desciendo. Conozco todas las calles. Place d’Hallencourt. Rué St. Pancrace, que se curva como una mujer. Conozco las casas bellas. Y, por supuesto, conozco a algunas personas. A los Job: creo que ella es la mujer más flaca que he visto en mi vida. A la camarera del Café Foy. A Madame Picquet. Precisamente, tengo que preguntarles a los Wheatland por ella.