22
UN festín de amor está comenzando. Todo lo anterior es solo una especie de prólogo. Ahora son amantes. Los primeros y locos escarceos han terminado. Han consolidado su dominio. Sigue una dicha satánica.
Van a Besançon el fin de semana, llenos de júbilo, vibrantes de pura alegría. La carretera primaveral vuela debajo. A ella le gusta hablar de eso. Dime lo que quieres, dice. Quiero complacerte.
—Me gusta cuando a ti te gusta —dice él.
—No —insiste ella—, dime.
Pasean por el parque, sumergidos en una frescura como de paredes viejas. Los bancos están vacíos. Están solos. A esta hora de la tarde ya no da el sol. El cielo, como si reuniera sus últimas fuerzas, es de un azul cortante y pálido, tan claro que asusta. Es como si hubieran cesado todos los sonidos.
Caminan sin hablar, cadera contra cadera. Dean siente una felicidad completa, absoluta. Los envuelve la oscura fragancia de los árboles. Tienen los zapatos polvorientos. La última luz se apaga.
En el comedor se sientan a la mesa uno enfrente del otro. El hotel es espacioso y necesita pequeños arreglos. A Dean le embarga un sentimiento de certeza. Todo le es familiar. Siente como si hubiese estado aquí muchas veces. Es un regreso. Si él le pidiera que subieran después de la sopa, ella, sin dudar un segundo, dejaría la servilleta encima de la mesa. Dean pasea la mirada por su cara. Ella sonríe.
Los dueños del hotel, señala ella, probablemente son pieds-noirs, argelinos. Dean mira alrededor. Los dos jóvenes que hay detrás de la mesa del cajero son muy morenos. Quizá juifs, añade ella.
—No lo parecen.
—Se les ve —dice ella.
En la habitación parece pensativa. Se desviste lentamente.
—¿Cómo es que no estás casado? —pregunta.
Dean es proteico. Es consciente de sus músculos, sus dientes. La vida parece haberle saturado, y sin embargo se siente bastante tranquilo.
—Despacio —dice ella.
—Oui.
La devoción de Dean es absoluta; empieza a intuir la confusión resultante de los primeros miedos de imaginar cómo sería la vida sin ella. Sabe que eso es posible, pero no se imagina la solución, como si se tratara de un problema difícil.
Ahora hay muchos días en que está plenamente dispuesto a aceptar la vida que ella encarna, a abandonar lo demás. Días sencillos, errantes. Su ropa necesita un planchado. Tiene picaduras de pulga en los tobillos.
—No —dice ella—. No son pulgas.
—Oye, yo sé lo que son.
—No hay pulgas en los hoteles franceses —dice ella.
—Por supuesto que no.
Vagan por las calles, se paran a mirar zapaterías. Él la deja seguir andando un trecho sola. Ella se para y se vuelve. Les separa una distancia de seis metros. Luego, poco a poco, él se le acerca. Caminan de la mano. La madre de Annie les ha invitado a almorzar el primero de abril. Dean accede. No se alarma.
—¿Podemos ir? —pregunta ella.
—Pues claro.
—Quiere conocerte.
—Estupendo.
A él le gusta a veces penetrarla mientras ella está hablando. Se queda callada, las palabras brotan como pedazos de papel. Es capaz de silenciarla, de dirigir su respiración. En las grandes y secretas provincias donde ella existe entonces, caen estrellas como confeti, los cielos se tornan blancos. Los veo en la penumbra. Sus rostros muy juntos. La boca de ella es pálida y tierna, los labios sin carmín. Su cuerpo abierto irradia un calor que hay que estar muy cerca para percibir. Hablan de una visita a St. Léger. Ella lo describe. Es muy agradable organizar el día, la hora a la que irán, a quién es probable que se encuentren. Ella habla de sus padres, de la casa, de la vecina que siempre pregunta por ella, de los chicos con los que salía. Uno tiene un Peugeot ahora, no está mal, ¿eh? Otro tiene un Citroën. Su madre le cuenta todos los accidentes: eso es lo que más le preocupa. Dean escucha como si ella estuviese relatando un cuento maravilloso, lleno de inventiva, un cuento que, si se cansa, puede interrumpir con el más sencillo de los gestos.