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Al cruzar la Diagonal, al límite de sus fuerzas por el peso de los cestos y a muy pocos pasos de su casa, los vio.

El desfile de la victoria.

La entrada de las tropas franquistas en la ciudad.

Miquel Mascarell se detuvo, para descansar, para no renunciar al dolor, para no escapar de la realidad como había hecho Jaume Cortacans, para ser testigo de la historia, aunque la historia pronto comenzara a no dejar testigos.

Todavía llevaba la pistola encima. Sin balas.

Tenía que arrojarla a una cloaca.

Y su credencial.

Tenía…

Miró a los que saludaban a los vencedores, felices, no supo si por el fin de la guerra o por su éxito bélico. Allí, desfilando como héroes, estaban los que habían subvertido el orden constitucional y la democracia, traicionando a la República y al pueblo de España. Allí, con su arrogancia, el fascismo volvía a dominar por la fuerza. Y ese mismo pueblo los vitoreaba. Hombres, mujeres, niños… Rostros famélicos y rostros iluminados, rostros que cantaban y rostros que gritaban. Se sorprendió de las muchas chicas, como Patro, como Merche, que se abrazaban a los soldados. Se sorprendió de que después de dos años y medio años de incertidumbres, bombardeos y sangre derramada, alguien pretendiera hacer borrón y cuenta nueva.

Incluso Roger volvió a su mente.

«Vete a casa, papá», le dijo.

Miquel Mascarell no se movió.

Probablemente si hubieran aterrizado seres de otro planeta la recepción habría sido igual, entusiasta.

—Los primeros han sido fuerzas de la 5.ª Brigada de Navarra, apoyados por carros de combate de la 4.ª Compañía que han entrado por Vallvidrera —oyó decir a un enterado—. Luego han bajado hasta Pedralbes. También han entrado por Esplugues de Llobregat, Collblanc, La Torrassa y La Bordeta hacia Sants y Hostafrancs. La única resistencia ha corrido a cargo de unas secciones de máquinas del 125 batallón de ametralladoras y de cuatro carros de combate rusos y dos blindados en la Bonanova. En cuanto lleguen al Tibidabo y bajen por la Rabassada y suban a Montjuïc para alzar la bandera, esto habrá terminado.

—Estás tú muy informado —dijo otro hombre a su lado.

—Claro —se jactó el primero—. Si yo te contara…

Había banderas españolas.

¿Dónde las escondieron durante aquel tiempo?

Eran como los Cortacans, los Niubó y otros. El enemigo interior. Ni todas las purgas, ni toda la locura desatada en julio del 36 había podido con ellos. Los Cortacans ponían velas a Dios y al diablo. Nunca perdían.

Aunque siempre quedara una última bala para ellos.

«Ven», escuchó ahora la voz de Quimeta.

Las vanguardias de los cuerpos de ejército de Navarra y Marroquí seguían caminando por la Diagonal.

Miquel Mascarell contuvo las lágrimas cuanto pudo. Se agachó, recogió los dos cestos, tiró de ellos hacia arriba y le dio la espalda a los soldados, a la locura, al delirio de una Barcelona desconocida que se entregaba en cuerpo y alma a los vencedores.

Al llegar a la calle Còrsega no pudo contenerlas.

Siguió caminando.

Vio su casa, su mundo, y a Quimeta en el balconcito, esperándolo pese al frío.

Tenían comida para unos buenos días, y por la noche…

No sabía si era el último instante de su mundo o el primero de otro, para el que ellos dejaban de contar, pero acabó decidiendo que eso lo pensaría más adelante.

Después de todo ya no tenía ninguna prisa.