19
Ya no bombardeaban. ¿Para qué? Las calles, aún más vacías de noche, eran las de una ciudad muerta. Sin luces, sin tráfico, sin nada que permitiera intuir un poco de vida ni tan sólo al otro lado de las ventanas de las casas. Sus pasos rebotaban en la propia estela del miedo, solidificada. Y de noche el frío se acentuaba, así que caminaba encorvado, encogido, buscando ofrecer menos volumen corporal frente a la gelidez ambiental.
Más allá de Barcelona, de Catalunya, de España, la vida seguía, el mundo se movía. Pero allí la vida se había detenido.
Sin esperanza.
«¿Qué dirá la historia dentro de cincuenta o cien años?».
Al diablo la historia.
Le dolía el estómago. Los garbanzos daban vueltas sin parar, arriba y abajo. La noche tenía una extraña serenidad, era grave. Sin el rumor de los aviones uno podía levantar la cabeza y mirar al cielo sin recelo. De haber sido verano, tal vez todo habría sido un poco distinto. Sólo un poco. Pero la derrota en invierno era más cruel. Habían sido tres veranos de infierno y tres inviernos de dolor.
Se preguntó cómo sería el próximo verano.
El próximo invierno.
«Quimeta ya no estará».
Los garbanzos se le dispararon, pero hacia arriba. Subieron como un magma caliente por su garganta hasta estallarle en la boca. La arcada y el vómito fueron parejos. Lo único que pudo hacer fue inclinarse hacia adelante y soltar la papilla mientras su mano derecha buscaba un punto de apoyo en la pared más cercana. Vaciló hasta encontrarlo y entonces soltó el resto.
Su cena.
Con la última energía lo único que expulsó de sus entrañas fue bilis.
Se quedó apoyado en la pared unos segundos, con los ojos cerrados, mareado, exhausto. Le dolía tanto el pecho que temió que se tratara de un infarto.
Ésa idea se le rebeló en la mente.
«¡No!».
Recordó lo que acababa de hablar con Quimeta, el momento de decirle que había sido un buen policía y nada más, sin significarse en nada pese a su lealtad a la Generalitat y la República. La voz de su mujer regresó de algún lugar de su memoria:
«Diles lo que quieran oír. Harán falta personas como tú, aunque sea a base de tragar por un lado y engañarles por otro».
Tragar y engañar.
Por ella lo haría todo, mentir, decir lo que fuera, pero después…
¿Qué? ¿Sobrevivir, solo?
Se llevó una mano al pecho y lo presionó. La respiración fue acompasándosele poco a poco. Luego bajó la misma mano hasta el lugar en que llevaba su pistola, su arma reglamentaria, y la palpó, como si necesitara de su contacto para estar seguro de algo.
Dos balas.
Nunca había utilizado su arma contra nadie.
Dos balas.
Guardadas desde hacía algunas semanas, para Quimeta y para él, ahora lo veía claro.
«No os conformaréis con ganar —musitó rabioso—. Vais a arrasar Barcelona, Catalunya entera, a matar a todo aquel que no comulgue con vuestras ideas, a reprimirnos hasta que derramemos la última gota de sangre, como en 1714.»
La rabia le hizo endurecerse.
Rebelarse ante la depresión.
No quería morir solo, en la calle, para que luego su cuerpo fuera dejado a un lado un día, dos, tres, pudriéndose, olfateado por los perros hambrientos antes de que pudieran llevárselo.
No quería escapar con tanta facilidad, dejando a Quimeta a su suerte.
Se enderezó al sentirse mejor y se apartó de su vómito. Tenía los zapatos y la parte más baja de los pantalones manchados de papilla. No se limpió. No valía la pena. Reanudó su paso, de manera más vacilante, y se abrigó un poco más, porque ahora se sentía empapado de sudor.
Cubrió la distancia final con el hospital apartando cualquiera de sus pensamientos negativos, hasta lograr concentrarse en lo que iba a hacer.
Si el cadáver de que le había hablado Bartomeu era el de Mercedes Expósito…
¿Qué?
Dentro del Hospital Clínic el ambiente no era muy distinto del conocido durante el día, aunque sí apreció una mayor lasitud, como si las horas nocturnas ralentizaran los movimientos, las acciones y los gestos. Hasta un parpadeo parecía hecho a cámara más lenta.
No tuvo que preguntar por el médico. Le estaba esperando. Caminaron el uno hacia el otro y se dieron la mano, siguiendo el ritual más habitual. Bartomeu Claret apreció su aspecto.
—¿Te encuentras bien?
—Sí.
—Pues estás pálido.
—Me ha sentado mal la cena, ya sabes, paella, el bistec, la crema catalana… ¡Ah, y el Penedès!
—¿A que te saco a patadas? —El médico forzó una sonrisa—. ¿Cómo se te ocurre mentar esas palabras prohibidas aquí?
—Creía que los doctores comíais bien.
—Como los policías, no te fastidia.
Le pasó una mano por los hombros y lo guió hasta la zona del depósito de cadáveres. Miquel Mascarell se dejó llevar. Todavía sentía debilidad en las piernas a causa del vómito, dolor en el pecho a causa de la regurgitación violenta y el mal sabor de boca derivado de los ácidos y su mal aliento. No quería ver un cadáver. No quería descubrir que la muchacha con la que iba a encontrarse era la hija de Reme. No quería y, sin embargo, sabía la verdad de antemano. Como policía atendía a lo más elemental en cada caso: la lógica.
Por lo menos ya no vomitaría.
—¿Ésa chica…? —musitó.
—Unos quince o dieciséis años, más o menos. Cabello negro, muy guapa…
—Mierda, Bartomeu.
—Antes no me has dicho para qué la buscabas, sólo que era un caso en el que trabajabas.
—Y así es.
—Me parece que es algo más, Miquel.
Se encogió de hombros sin mucha convicción.
—Su madre me pidió que la buscara, me dijo que había desaparecido, y yo no le hice mucho caso, dadas las circunstancias. En el fondo me la quité de encima. No era más que una vieja ex prostituta a la que había detenido un par de veces hace años. Eso fue ayer. Ésta mañana la mujer ha muerto, estrellada contra el suelo, y no pienso que haya sido un suicidio, porque no tiene sentido que se haya tirado de su balcón, máxime con su hija desaparecida. Eso sin olvidar otros indicios.
—La guerra está perdida —dijo el médico—. Aún hay venganzas de última hora, como en el verano del 36.
—¿Quién iba a vengarse de una cría de quince años o de una mujer que no tenía nada?
—La madre no sé, pero ellas… Ya no son tan crías. Ésta no me lo ha parecido, pese a la edad.
No quiso mostrarle la fotografía que llevaba en el bolsillo izquierdo del abrigo. La mantuvo oculta. Era como si quisiera preservarla. Tampoco quería dar más explicaciones.
—¿Cuándo la han traído?
—A primera hora de la tarde, sin ningún papel encima.
Iba a preguntar de qué había muerto pero ya no tuvo tiempo. Bartomeu Claret le franqueó la puerta del depósito y entraron en el reino del silencio final. La cámara estaba mucho más fría que el resto de las dependencias hospitalarias. En ella contó media docena de cuerpos, todos cubiertos con sábanas. El médico se acercó al del extremo de la izquierda y, sin mediar ninguna otra palabra, retiró el embozo, liberando el rostro del cadáver de su encierro para que su compañero pudiera verlo.
Miquel Mascarell soltó el aire que había retenido sin darse cuenta en sus pulmones.
Mercedes Expósito era todavía más hermosa que en la foto. Ni siquiera la muerte le había podido arrebatar, todavía, aquella luz juvenil y la frescura que exhalaba su rostro. Con los ojos cerrados, los labios bellamente dibujados y el cabello desparramado en torno a su cabeza, parecía estar durmiendo. La piel rezumaba blancura. Un mármol en vías de extinción, porque con el paso de las horas todo aquello desaparecería, se convertiría en un recuerdo borroso.
La muerte alienta, construye y mima aquello que después ha de llevarse.
—¿Es ella? —preguntó Bartomeu Claret ante su silencio.
—Sí.
—Lo siento.
—Yo más. —No podía apartar sus ojos de aquella cerámica única.
—¿Quieres ver el resto?
—No. Dímelo tú.
—No te gustará.
—Adelante.
El médico le cubrió la cara de nuevo y se quedaron solos. Ya lo estaban, pero ahora era como si lo estuvieran más.
—La golpearon. Tiene varios hematomas por el cuerpo, sobre todo en el pecho, el abdomen y las piernas. También se aprecian marcas en las muñecas, como si la hubieran atado. Pero no murió a consecuencia de eso, sino de la pérdida de sangre que le ocasionó el desgarro vaginal.
—¿Violación?
—Parece. Y en cualquier caso, múltiple. Fue algo muy sádico.
Miquel Mascarell se apoyó en la mesa sobre la que reposaba el cuerpo de Merche.
Ya no tenía nada que vomitar, pero su estómago volvió a agitarse.
—¿Tienes idea de cuándo…?
—Por el estado del cuerpo diría que hace dos o tres días.
—La noche que desapareció, o el día siguiente como mucho.
—El hecho de que haya estado haciendo tanto frío ha ayudado a conservar el cadáver todavía en buen estado. Lo dejaron a la intemperie, en un descampado.
—¿Dónde?
—Por la avenida del Tibidabo.
—Eso no está muy lejos del paseo de la Bonanova.
—¿Y?
—No, nada. ¿Quién la ha encontrado?
—Unos niños, jugando. Estaba relativamente oculta, entre unas matas y medio tapada por unos cascotes.
—¿Iba vestida?
—Sí, pero sin la ropa interior.
—Ya.
—¿Crees que la golpearon antes de forzarla o durante el acto?
—Pienso que durante el acto, pero sin hacerle una autopsia… Y no me pidas que se la haga porque sabes que ahora mismo es más importante ocuparse de los vivos que de los muertos. Bastante insólito es que hayamos podido traerla hasta aquí, pero en eso sí ha habido suerte. Lo ha hecho una pequeña camioneta que hoy se ha dedicado a recoger muertos.
Siguió mirando el cuerpo oculto bajo la sábana. El blanco lienzo silueteaba sus formas, el pecho aplastado, la masa púbica formando un leve promontorio central, la dimensión de las piernas hasta la elevación de los pies. Pensó que tal vez fuera la última víctima inocente de una guerra absurda.
—¿Estás bien?
—Sí —mintió el policía.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—Ésa otra mujer de la que hablabas antes, la madre de la chica. Has dicho que ha muerto esta mañana.
—Sí.
—¿Dónde?
—En Gràcia.
Bartomeu Claret dio un solo paso. Se detuvo junto a otro de los cadáveres del depósito, el que estaba situado al lado del de Mercedes. Sin decir nada retiró también de él la parte superior de la sábana que lo cubría.
Reme.
—Es ella —suspiró Miquel Mascarell.
—Después de todo, se han reunido, ¿no te parece?
No era un comentario sarcástico, únicamente una realidad.
Pero se le antojó de lo más triste.
Era hora de volver a casa.