33

Se había hecho muy tarde, demasiado. Salieron de la habitación con el declinar del día camino de la oscuridad. El cadáver de Fernando presidía la sala con su charco de sangre bajo la cabeza. Parecía una alfombra. Sin cara era mucho más desagradable. Tal vez por ello Patro desvió la mirada.

Miquel Mascarell no.

Era el primer hombre que mataba en su vida policial.

Y había gastado en él una de sus dos balas.

Si llegaba lo peor, la que quedaba era para Quimeta.

Por la destrozada ventana que daba al patio de luces penetraba el frío del exterior. La muchacha tembló porque la habitación de la que salían estaba muy caldeada gracias al brasero. Los dos enfilaron el pasillo, la puerta del piso, y después la escalera, rumbo a la calle.

Le sorprendió no encontrar vecinos apostados, a la espera de noticias. Pero habían pasado mucho rato hablando después del disparo, así que probablemente se habrían cansado. La portera tampoco estaba a la vista. Vaciló con las llaves en la mano. Si se las devolvía, ella no perdería ni un segundo en subir y encontrarse con el muerto. Si se las llevaba…

Quizás pudiera hablar con Bartomeu Claret, explicarle lo sucedido.

Se guardó las llaves en el bolsillo derecho del abrigo, con la comida.

Al salir a la calle tomó a Patro del brazo, mitad por protección mitad por prevención. No subió Lluís el Piadós arriba, porque al llegar a Trafalgar ella vería el cuerpo de Ernest Niubó todavía tendido en el suelo de la esquina de la derecha. Prefirió bajar hasta la plaza de Sant Pere, caminar un trecho por la calle de Sant Pere Més Alt y subir de nuevo por el pasaje de Sert hasta alcanzar la calle Bruc. Significaba dar un rodeo absurdo, porque desde Trafalgar se cogía Girona directamente. Sin embargo Patro no dijo nada. Le seguía y punto. Probablemente ni siquiera se daba cuenta de dónde estaba o lo que hacía, todavía bajo los efectos de su shock anterior, su intento de asesinato, la noticia de que su don Ernest había muerto…

Tenían un breve camino juntos hasta el piso de la muchacha.

Tardaron un poco en hablar.

Y fue Patro la que rompió el silencio.

—Don Ernest tiene mujer. —Fue como si lo reflexionara en voz alta.

—Y un hijo escondido, ya sabes.

—Sí —admitió—. Antes le he comentado que no le vi este fin de semana pasado debido a ello. Lo han llamado para ir a pegar tiros siendo un crío.

—Jaume Cortacans quería ir a la guerra y no pudo. Un ex novio de Merche lo mismo. El de Niubó no quiere y se esconde. A veces las cosas son extrañas. Unos republicanos, el otro faccioso.

—Sólo cobarde.

—¿Te lo dijo él?

—Sí, pero no lamentándolo. Don Ernest quería mucho a su hijo pequeño. Las dos hijas están en Madrid, y del mayor no sabe nada desde hace meses. Buscaban protegerlo porque ya era todo lo que les quedaba.

—¿Hablaba mucho de su familia?

—Sí.

—¿No te molestaba?

—No. —Subió y bajó los hombros indiferente—. Decía que un día yo también tendría eso, una familia, porque era muy joven y no siempre estaría él. Hace una semana me dijo que me quería tanto que lo que más le importaba era mi felicidad, aunque fuese con otro, porque tarde o temprano estaba seguro de que me enamoraría de alguien de mi edad. Ya le he dicho que era una buena persona.

—Una buena persona que participaba en esas… fiestas con jovencitas.

—Eso no tiene nada que ver.

—Yo creo que sí.

—Todos los hombres son iguales, ¿no?

—Algunos, Patro. Algunos.

—Ya.

—Pareces una vieja experta, no una joven que empieza a vivir.

—El hambre te clarifica mucho las ideas.

¿Qué podía decirle? Llegaban tiempo peores, aunque para ella y todas las Patro Quintana, el fin de la guerra era la esperanza del futuro. Ya se lo había dicho: le importaba poco quién mandase. Lo único que pedía era paz, dignidad como persona. María y Raquel pesaban.

—¿Qué será ahora de la esposa y el hijo de don Ernest?

—Caerán de pie. Les devolverán la fábrica. Saldrán adelante.

Y muerto el esposo y padre, lo harían con una nueva dosis de odio sobre el pasado, porque ellos nunca sabrían nada de lo sucedido. Lo interpretarían como una venganza.

Salvo que él lo contara todo.

¿A quién?

No quería pensar en Pasqual Cortacans. Todavía no.

Ni siquiera sabía qué podía hacer, aunque le había dicho a Patro que sí.

Estaba solo.

—¿Está usted casado?

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Tenía.

—Lo siento.

—Yo también. Tú le habrías gustado.

—Ojalá mi padre hubiera sido como usted.

—No digas eso.

—¿Qué piensa de mí? —Hundió los ojos en el suelo, mirándose las puntas de sus zapatos al andar.

—Nada.

—¿Por qué miente?

—Hemos vivido tres años oscuros, Patro. No se puede juzgar a las personas en una guerra. Todos cambiamos a la fuerza.

—Usted no parece haber cambiado. ¿Por qué sigue haciendo de policía?

—Es mi trabajo.

—Pero ya no queda nadie en Barcelona. Don Ernest me lo dijo.

—Yo sigo aquí.

—¿Por qué?

—Por Merche, por su madre…

—No puede ser sólo por ellas. Es absurdo.

—Tampoco puedo marcharme. Mi esposa se está muriendo de cáncer.

—¿Y se ha sacrificado por ella? —Levantó los ojos del suelo de golpe.

—Es toda mi vida.

Percibió su relajación, o abandono. La forma en que suspiraba, la manera en que su cuerpo temblaba. Se había peinado un poco, pero aun así resultaba salvaje, exuberante. Algunos hombres se volvían para mirarla, y él la llevaba del brazo con cautela. Parecían un padre y su hija. Pero algunas miradas eran de otro signo. Nunca faltarían los suspicaces. Y el amor en tiempos de guerra era muy extraño.

Subían ya por Bruc. Por allí había más gente, vagando como espectros por las sombras, hablando entre sí o formando corrillos expectantes. El tema era monocorde:

—¿Cuándo entrarán?

—¿Cómo?

—¿Habrá resistencia?

Personas hartas, agotadas, indiferentes.

Ya tanto les daba la República como la nueva España que se avecinaba.

¿Dónde estaban las masas de obreros que tenían que defender Barcelona a sangre y fuego?

El sentimiento de vacío los alcanzó a los dos. Algunas personas todavía salían de sus casas llevando sus enseres, colchones, mantas, maletas, dispuestos a marcharse a pie de la ciudad. Los que se movían rápido contrastaban con los que sólo miraban, sin hablar. Y en medio estaban ellos dos, caminando, caminando.

Patro parecía ajena a cuanto la rodeaba.

—Antes me ha dicho que hablara con Jaume, porque estaba enamorado de mí, o que esperase a Lluís por si volvía.

—Sí.

—Sabe que no sería feliz con ninguno de los dos, ¿verdad?

—Eso nunca puede darse por seguro.

—Jaume es el dolor, señor inspector. Y el Lluís que pueda volver de la guerra… Dios sabe cómo lo hará. Pero en ambos casos yo he estado con esa gente, en sus fiestas, y uno y otro me acabarían recordando el pasado aun sin saberlo.

Una vida nueva.

Quiso abrazarla, darle un beso en la mejilla para infundirle ánimos, pero no lo hizo. No necesitaba un padre, y su amante protector estaba muerto. Además seguía recordándola desnuda, pese a todo. Una imagen turbia, de inquietante y provocadora belleza incluso para sus años. No supo si se sentía humano o idiota, tan derrotado como todos o al límite de su resistencia. Fuera como fuese, Patro representaba el futuro.

Un extraño pensamiento.

—¿Por qué la mataría? —suspiró ella.

No tuvo que preguntarle de quién hablaba.

—Me has dicho que le gustaban jóvenes.

—Sí.

—No siempre resulta fácil, ni aun con hambre o desesperación. Puede que Merche se asustara en el último minuto y que eso lo enloqueciera y le hiciera perder el control. El poder somete a los débiles. Hay hombres que no admiten un no. Pudo transformarse en una bestia.

—Ya era una bestia. Alguna chica también me había comentado lo distinto que era hacerlo con el señor Cortacans. La forma casi cruel y salvaje…

—Entiendo.

—No, no creo que lo entienda —negó con la cabeza.

—¿Cuántas veces estuviste con Pasqual Cortacans?

—¿Quiere decir…?

—Sí.

Le dolió recordarlo.

—Dos.

—¿Qué pasó?

—Por favor…

—Necesito cerrar el cuadro y estar seguro de que mató a Merche. No es por morbosidad, te lo juro.

—¿Quién más pudo haberlo hecho?

Pensó en Jaume Cortacans una vez más, y en el hijo de la carbonera, Oriol, sin saber muy bien por qué.

No había más nombres.

—¿Te hizo daño?

—Hay muchas formas de hacer daño —consideró casi como si lo hiciera en voz alta para sí misma—. A mí exactamente… No sé, no puedo decir que fuera delicado ni amable, pero daño… Depende de lo que entienda por eso.

—¿Te pegó? ¿Te obligó a hacer cosas que tú no… querías hacer?

—Una se come el asco primero, señor. Después se lo quita en parte con la comida de verdad. Para hacerlo con Pasqual Cortacans tragué mucho asco. Quería que riera, que pareciera siempre feliz y contenta, deseosa y complaciente tanto como complacida. Me puso disfraces, ropas extrañas, se dejó llevar por fantasías, le gustaban las posturas raras, que yo maullara como una gata, que gritara de placer… —Se estremeció con repugnancia—. Don Ernest no era así, se lo aseguro. A él le gustaba mimarme, acariciarme… Pero con Cortacans…

—¿De haberte negado a satisfacerle…?

—Se habría enfadado mucho, eso seguro. Y puede que entonces sí me hubiese pegado, porque no admitía negativas. Mire… —Hizo un gesto de impotencia con la mano libre—. No había amor, ¿sabe? Sólo posesión, dominio… Le gustaban todas las formas del placer y a veces el placer incluye un poco de dolor, infringirlo, sentir su fuerza, el poder absoluto, sí, como acaba de decir. Los demás no eran como él; querían divertirse y punto, algo así como un grupo de niños grandes.

Niños grandes.

—¿Tenía favoritas?

—A veces.

—¿Le duraban mucho?

—Poco. Nunca se acostaba con la misma más allá de tres veces, eso como mucho. Actuaba casi como un rey, como si de hecho todas le pertenecieran. Los demás hacían lo que mandaba. Su voluntad era ley. A fin de cuentas, era su club. Las nuevas las probaba o estrenaba si le apetecía, y cambiaba como de camisa. Era el primero, siempre. Y, por supuesto, cuanto más jóvenes mejor. Ya le he dicho que Merche era virgen, o al menos eso me dijo ella, y yo la creí. No tenía por qué engañarme.

—Puede que no lo fuera y eso le molestara.

—Merche era muy especial, se lo juro.

—Sí, pura ambrosía —rezongó abatido.

—¿Qué es eso? —preguntó Patro.

—¿Sabes cuándo iba a tener lugar la próxima reunión? —obvió la respuesta.

—No, yo ya estaba fuera de eso, con don Ernest. Se lo he dicho antes.

Unos pocos pasos más, en silencio. La mano con la que ella se aferraba a su brazo a veces le hacía daño, por la crispación. Era más que un apoyo. Era un punto de contacto con el presente, a espaldas del pasado y lejos del futuro que volvía a ser incierto para ella.

—Irá a por Pasqual Cortacans, ¿verdad? —le preguntó de pronto.

—Sí —quiso sonar convincente pese a que no tenía ni idea de cómo hacerlo.

—Merche, don Ernest… —vaciló.

La vio apretar las mandíbulas, mirando al suelo, colgada de su brazo como si fueran una pareja regresando a casa en un día de paz después de haber ido al cine.

Una imagen cruel por fantástica.

—Sólo una pregunta más. —Le dolía exprimirla—. ¿Cómo se convocaban las fiestas?

—Ése hombre, el que usted ha matado, se encargaba de avisarnos y decirnos el lugar. Si una traía amigas nuevas esa noche, se llevaba un premio mayor, más comida o dinero o ropa o promesas para cuando la guerra acabase… Si se trataba de alguien especial, como lo era Merche, por ser tan joven y porque era virgen, había que avisar primero y el señor Cortacans siempre quería verla antes, en privado. Así que… —Ladeó la cabeza y lo cubrió con una mirada agotada—. Me parece que… en el fondo quien la mató fui yo, ¿verdad? La llevé allí y es como si…

—No pienses más en ello.

—¿Cómo quiere que no lo haga? —Volvió a llorar.

Habían muerto cuatro personas: una vieja ex prostituta, su hija adolescente, un hombre aferrado a su último sueño y el asesino de dos de ellas, aunque el inductor fuese su jefe y también el responsable de tanta locura. Un balance trágico. Y todo en los días en que la barbarie sustituía a la civilización en una ciudad sin ley.

—Las cosas suceden como suceden, Patro. Y no siempre somos responsables, y menos de los actos de los demás.

Su bajón anímico aumentó, y con él arreciaron sus nuevas lágrimas.

—No llores, por favor.

—No sé qué será de mí… —gimió.

—Has de encontrar un trabajo.

—Maldita guerra…

—Sí, maldita guerra —suspiró él.

Llegaron a casa de Patro no mucho después, apenas dos minutos más, envueltos finalmente en el silencio y cuando ya había oscurecido, llevando el día a las puertas de la noche. El suave desnivel de la ciudad entre el mar y las faldas del Tibidabo no era excesivo, pero sí para él, máxime después de haber pasado todo un día caminando de un lado a otro, subiendo escaleras a la carrera, dominando la rabia por lo que había descubierto y sometiendo sus miedos y sus últimas energías a una calma ficticia, falsa, porque todo lo que deseaba era ir a la mansión Cortacans y…

¿Y qué?

La guerra civil la tenía más y más en sí mismo.

Le dolía tanto el pecho desde su esfuerzo final, al subir la escalera para salvar a Patro.

—Por favor, suba conmigo —le pidió la muchacha.

La acompañó hasta su piso. Más escaleras. Ella extrajo las llaves y abrió la puerta con cautela. Ningún sonido provino del interior. Eso la hizo vacilar.

—¿María? —pronunció a media voz.

Miquel Mascarell rozó su arma con la mano. No fue necesario que la sacara. Patro le precedió por el lugar hasta la habitación en la que dormían las tres hermanas, juntas en la cama de matrimonio para darse calor. María y Raquel lo hacían hechas un ovillo, abrazadas, vestidas, con sus caritas de niña envueltas en una hermosa placidez.

Sus respiraciones eran acompasadas.

Patro Quintana se llevó una mano a los labios y se deshizo en lágrimas por última vez.

Ahora sí, el policía la abrazó.

Y ella se refugió bajo su corpachón, el tiempo suficiente como para conseguir algo más que serenarse.

La paz fue igual para ambos.

—Cuida de ellas —le dijo Miquel Mascarell.

—Cuídese usted también.

—Vendré a verte si puedo, para contarte cómo acaba esto.

—Gracias.

Ya no había más que decir.

Salvo separarse y regresar a casa.

Patro Quintana le dio un beso en la mejilla antes de cerrar la puerta.