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En el Hospital Clínic la desbandada era general. Todos los soldados más o menos útiles estaban siendo sacados del lugar con urgencia, tal vez para llevarles a combatir, tal vez para trasladarlos a la última resistencia, Valencia, tal vez para conducirlos a Francia. Los muy malheridos tenían dos opciones: quedarse y afrontar lo que pudiera pasar tras su apresamiento o ser metidos como sardinas en lata en los transportes que todavía pudieran quedar para marcharse de Barcelona con dirección a la frontera formando largas colas de resignación. Ninguna opción era buena. Las dos eran tan malas como morirse por el hambre, el frío o el agravamiento de sus heridas. Algunos eran casi niños. La Quinta del Biberón. La vida se les caía encima y ellos miraban todo con ojos de no entender por qué.
Su mundo se desvanecía.
No tuvo que sacar su credencial para entrar ni para dirigirse a los quirófanos. Las personas iban y venían envueltas en sus propios pensamientos, ajenas a lo demás. Lo peor que podía sucederle era que alguien le reconociese y le preguntase. Como si él supiera algo nuevo.
«La gente cree que los policías estamos en todas partes», se decía a menudo.
El centro médico formaba un recinto aislado dentro de la enorme vorágine bélica. Los médicos que no estaban en el frente se encontraban allí, o en Sant Pau, y poco importaba que más de uno, y de dos, tuvieran simpatías más o menos secretas o públicas por el bando rebelde y alzado en armas contra la República. Se les necesitaba y punto. Las vidas civiles no llevaban el color de ningún uniforme. Los médicos tenían bula.
No tenía pensado entrar; lo único que deseaba era regresar a casa, con Quimeta. No tenía pensado ponerse a buscar a una chica que, lo más seguro, estaba encamada con alguien, por amor o por calor, por necesidad urgente ante la separación o por ansiedad física ante lo que pudiera avecinarse. Pero aun así, no costaba demasiado hacer un par de preguntas, para estar seguro, tranquilizar su conciencia, sentir que cumplía con su deber hasta el final.
Y de paso hablaría con alguien más o menos cuerdo.
Bartomeu Claret era un médico de los de toda la vida, profesional, consciente, regio. El trabajo de ambos los había unido en no pocos casos, así que, por encima de lo habitual, entre ellos mediaban ya la amistad y la sinceridad que no precisaban de otras componendas. A veces, antes de la guerra, solían hablar en algún bar cercano, frente a una taza de café. La última vez lo hicieron en otoño, y en lugar de café bebieron achicoria. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, de cierta envergadura, escaso cabello y bigote cargado de tonos amarillentos debido al tabaco. Lo encontró inusualmente quieto, apoyado en el quicio de una de las ventanas que daba a la calle Villarroel.
El médico no se sorprendió al verle.
—Hola, Miquel. —Le tendió la mano.
—¿Cómo va todo?
—Ya no queda mucho por evacuar, pero cada hora cuenta. Los últimos trenes saldrán pronto de la Estación de Francia rumbo a la frontera. Y siguen trayendo heridos, famélicos y muertos de frío. Eso sin contar a los refugiados que llegan de toda Catalunya. ¿Se sabe algo?
—No.
—¿Y tu mujer?
—Igual.
—Si está igual es una buena noticia.
—Bueno, ya. —Hizo un gesto ambiguo, para no entrar en detalles.
Las últimas medicinas para calmarle el dolor a Quimeta se las había dado él.
—Tú te quedas, ¿verdad? —preguntó Bartomeu.
—Ya sabes que sí.
—¿Ella…?
—No lo resistiría.
No hizo falta que le recordara que, puestos a morir, al menos él se salvaría. El médico no siguió por ese camino. Se enfrentó a sus ojos huyendo del cansancio. Miquel Mascarell dedujo que su amigo debía de llevar no menos de cuarenta y ocho horas en pie.
—He ido a la comisaría.
—¿Para qué?
—Para nada.
—¿La rutina de tantos años?
—Un despido simbólico.
—¿Sabes en qué nos diferenciamos los médicos de los policías? —No esperó su respuesta—. Vosotros volvéis siempre al lugar del delito, por si se os ha escapado una pista, para echar un vistazo final, por morbo. Nosotros en cambio operamos, cerramos la herida y no queremos volver a ver al sujeto. Señal de que hemos hecho bien el trabajo.
—Tú curas lo que provocan los que yo atrapo.
Por la calle Villarroel ascendía una columna de camiones de distintas marcas y tamaños, con las lonas echadas. Y también algún coche. Escasas personas, todavía arracimadas en las aceras ante cualquier novedad, como si salieran de las mismas alcantarillas de golpe, los contemplaron con aprensión. Una mujer gritó algo. Un niño alzó una mano. Se decía que algunos economatos ya estaban siendo asaltados. La desesperación del hambre.
Prácticamente cercada y hundida, Barcelona era la ciudad más aislada del mundo.
—Coño, Miquel, menuda mierda —dijo Bartomeu Claret—. Para llegar a esto no era necesario que murieran tantos.
No hizo falta que mencionara a su hermano, ni a Roger.
El policía no quiso ceder a su abatimiento.
—¿Han traído a una chica herida o muerta en las últimas cuarenta y ocho horas?
—¿Estás trabajando? —se sorprendió el médico.
—No. —Se quedó sin saber a ciencia cierta si mentía—. Es por hacerle un favor a una amiga.
—¿Una chica?
—Quince años, casi dieciséis, Mercedes Expósito.
—No que yo recuerde, pero puedo preguntar.
—Te lo agradecería.
Dejaron la ventana al unísono y caminaron por uno de los largos pasillos del hospital, en los que sus pasos resonaban entre las frías baldosas blancas que cubrían las paredes. Miquel se acababa de dar cuenta de que conocía el apellido de la hija de Reme. Expósito. Como muchos hijos de padre desconocido.
Aquélla niña morena que le había mirado con tanto odio la última vez que recordaba haberla visto, mientras se llevaba a su madre.
—¿Crees que haya podido sucederle algo malo? —se interesó Bartomeu Claret.
—No, pero dos días sin aparecer por casa dan que pensar.
—¿Y si se ha ido con los demás, a la frontera?
—Es posible, aunque improbable.
—Un novio soldado, y ella que decide acompañarlo, sin decir nada en casa, sabiendo que no van a dejarla marchar sola.
Era una posibilidad como cualquier otra. La Reme no había sido la mejor madre del mundo, aunque tampoco la peor. Primero había sido puta por oficio, después para mantener a su hija, finalmente…
Sacaban a un soldado sin piernas, en una silla de ruedas muy precaria, que podía romperse en cualquier momento. La medalla prendida en su uniforme parecía muy nueva. Brillaba como una luna llena sobre la noche oscura de su cuerpo enteco. Piel apretada sobre los huesos que la soportaban. Ni les miró. Se lo llevaron a toda prisa. Ellos tampoco hablaron. Para el médico era lo habitual. Para el policía, un sentimiento que se unía a otros a la altura de la garganta, donde le era imposible devorarlos. Cuando llegaron a un pequeño puesto de control no hizo falta que Claret preguntara nada. Tomó una tablilla con varias hojas sujetas a ella por la parte de arriba y le dio una rápida ojeada.
—Ninguna Mercedes Expósito.
—¿Alguien sin identificar?
—Un hombre, mayor. Se le cayó una pared encima aquí cerca; por eso lo trajeron rápido.
—¿Qué quieres decir?
—Nada que no sepas, Miquel —dijo taxativo—. Estamos en cuadro, y hay que preocuparse más de los vivos que de los muertos. Si alguien se muere hoy en mitad de la calle, lo más probable es que se quede ahí mismo, o que lo aparten a un portal o donde no moleste, pero nada más. Ya no hay casi vehículos que puedan recogerlos. Las ambulancias son para la guerra o para los heridos, no para los muertos.
—Así que si esta chica está muerta, puede encontrarse en cualquier parte, y si no llevaba documentación…
—Es más o menos igual.
—¿Y en Sant Pau?
—Lo mismo. ¿Dónde vivía?
—Por Gràcia.
—A mitad de camino entre Sant Pau y el Clínic.
—Ya.
No quedaba mucho por decir, salvo que hablaran de la guerra, de Barcelona, de la espera, y ninguno de los dos parecía mostrar mucho interés en ello. Claret se debía a sus pacientes, y él…
—Me voy a casa.
—Un beso a Quimeta.
—De tu parte.
Se dieron la mano. Entonces comprendieron que tal vez no volvieran a verse nunca.
El abrazo fue espontáneo, y las palmadas en los hombros y las espaldas también. Un pequeño estallido emocional que los envolvió, los atrapó y los serenó hasta conducirlos al relajamiento.
Ya no hubo más.
Miquel Mascarell enfiló la salida del hospital con el mismo paso cansino, aunque vivo, que solía acompañarlo siempre desde que la edad se había impuesto a su físico.