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La distancia hasta el Poble Nou era considerable, pero más pensando en el regreso. Y con el estómago de nuevo vacío, porque el pedazo de pan y el queso de un par de horas antes lo único que habían hecho a la postre fue despertar la avidez de su estómago, recordarle el tiempo en que comer queso era lo habitual.

La tortura del hambre empezaba a hacerse angustiosa.

Se lo tomó con más calma que el trayecto hasta la casa de Patro Quintana. Después de todo una pista llevaba a otra, y ésta a otra más. Podía estar tan cerca de resolver el caso como de la Luna. Aquélla ni siquiera tenía mucha consistencia. Que todas las abundantes latas de la cocina fueran de la conservera de Ernest Niubó y que la nota hallada entre las cosas de la muchacha estuviera firmada con una E no era demasiado.

Pero no tenía nada más.

Salvo rendirse y regresar a casa.

Por Quimeta.

«No, haces esto por Roger, ¿verdad?».

¿Necesitaba excusas para ser un buen policía?

Caminó hacia el noreste de Barcelona, alejándose del centro, adentrándose en otro mundo, con casas bajas y extensiones todavía por habitar. Bajó por Girona hasta la Gran Via, enfiló por ella hasta el cruce con la Diagonal y buscó la Rambla del Poble Nou para orientarse definitivamente. Muy cerca de ella le pudo la sensación de desmayo, no de cansancio. Sus ojos perdieron consistencia, la noción de la estabilidad y verticalidad. Se apoyó en una pared, como había hecho la noche anterior al vomitar, y acabó dejándose caer al suelo para descansar unos minutos en el bordillo de la acera. Cada cavernoso rugido de su estómago era como una señal de alarma, un grito desesperado. Quimeta ya habría ido a por las lentejas, salvo que la ciudad estuviese desabastecida. No tenía más que regresar a casa y comer un poco, quitarse de encima aquella horrible sensación de hambre y vértigo.

«Descansa», se dijo.

Intentó no pensar en la comida. Cerró los ojos, acompasó la respiración y se relajó unos segundos. No necesitaba más. Luego hizo lo que siempre solía hacer en casos de aturdimiento: leer. No la carta de Roger. Seguramente, con el paso de las horas, se la aprendería de memoria. Ahora necesitaba la mente lúcida. Sacó La Vanguardia del bolsillo del abrigo y la desplegó. El artículo de fondo tenía un expresivo titular, muy acorde con las circunstancias: «El enemigo tiene prisa, pero España no».

No quería leer propaganda política, ni patriótica, ni nada que le sonase a burla mientras los nacionales estaban a las puertas de la ciudad, o entrando tal vez ya por la Diagonal o por el Tibidabo, pero prefirió leer, y distraerse, calmar aquella sensación que le empujaba una y otra vez al mareo.

El texto del artículo decía:

El Ejército de la República se dispone a defender Barcelona, a cerrarle el camino a los invasores. Europa contempla el espectáculo y se prepara a ver reproducida la gesta de Madrid. No seríamos sinceros si no manifestásemos la certidumbre de que la consciencia de la urbe catalana mide exactamente el momento y rebusca en su ser las viejas y fuertes esencias que le dieron fama.

Barcelona bajo el fuero militar será —tiene que serlo— como Madrid, una fortaleza inexpugnable, un venero de independencia. Su martirio ha de ser sublimado por su valor. Los invasores vienen a acabar con su gloria, con sus libertades, con su linaje civil. Cada catalán ha de mirar la tragedia de su vida de hombre libre y ha de reaccionar con fe. Nada es imposible. Pero el salvar a Barcelona sobre no ser imposible, es hacedero, y el Mando militar está tranquilo a este respecto. Su solicitación se dirige al auxilio de la ciudadanía. Al trabajo en las fortificaciones. Al aliento vivo. A la canción febril. A todo lo que constituía la lírica y la moral de Madrid en los días duros que pasó, tan duros que no pueden ser peores los de ninguna otra ciudad.

Triunfó en Madrid el deber. El amor entrañable a la libertad y al genio del pueblo. Triunfó, en definitiva, lo que no puede morir, ni morirá, aunque se constituyan masas agresoras tan eficientes como las que actualmente destrozan nuestra Patria.

El Gobierno trabaja en la preparación de los recursos que han de salirle al paso adversamente a las ilusiones y a la soberbia de los invasores. No estamos solos en el mundo, ni mucho menos. Ahora se va comprendiendo la magnitud ideal de nuestra gesta y el servicio inmenso que se ha hecho a la civilización y a la democracia con nuestra resistencia. Conforme aprieten los invasores sus medios de conquista, se insinúa más fuertemente el destino de otras naciones que figuran en la lista negra de los déspotas modernos.

Ningún pueblo, que ame verdaderamente la paz, puede ya asistir impasible a la destrucción de España. Pero antes de que fructifique netamente esta solidaridad, es preciso que realicemos un esfuerzo supremo. Hay que parar a los invasores. Hay que establecer una línea de hierro. Así haremos honor a todos los que han caído por el mismo designio y adelantaremos el ritmo de la ayuda internacional.

Nuestras palabras no afectan al cálculo del Gobierno sobre el resultado final de la guerra. Ése cálculo se mantiene invariable. No podemos perder la guerra, porque eso sería perder las democracias su mejor bastión, su aliento más ardiente. Ésta idea está relacionada directamente con la prisa del enemigo. El enemigo quiere acabar antes de que maduren las ayudas. Eso es todo. Nuestros muertos nos mandan resistir. Pararle los pies a los invasores. Gritar nuevamente: ¡No pasarán! El Gobierno hizo promesas que después cumplió. Prometió recursos que llegaron en parte. La etapa de sus promesas no está agotada. Pero depende, más que del Gobierno, de la bravura de los combatientes y de la colaboración ciudadana, que las cosas ocurran como están previstas. No es desafiar a los hados, que a veces las cambian, porque, en el caso de la independencia de España, los hados no pueden ser distintos a como siempre fueron, por amor a nuestro pueblo invicto a sus honradas cualidades. El enemigo tiene prisa, pero el destino suele no tenerla.

No leyó los restantes artículos. No hizo falta. Guardó el periódico de nuevo en el bolsillo derecho de su abrigo y antes de incorporarse extrajo la fotografía de Mercedes Expósito del izquierdo. Sólo la foto. Le echó una enésima ojeada. Siempre imaginó que un día Roger les llevaría a casa una chica como ella, y la llamarían «hija», la querrían, sería la madre de sus nietos. Una familia feliz.

«A este país le han robado la felicidad, le han matado a sus hijos, y los de los que queden, bajo una dictadura fascista, no serán ya hijos, sino marionetas…».

Lo malo era que ahora la fotografía de Merche ya no podía anular la visión de su imagen en el depósito del Clínic.

Tan pura y blanca…

Pero muerta.

Se levantó decidido a continuar y reemprendió la marcha.

Comenzó a ver gente, más de la normal en aquellas circunstancias, dos esquinas después. Primero iban solas, después en grupos más y más numerosos. No eran paseantes. Ni siquiera podían llamarse ya personas. Era una masa furiosa, desencajada, que se animaba entre sí con gritos estentóreos. Primero pensó que las tropas invasoras ya estaban en la ciudad. Después, al escuchar sus voces, comprendió que lo único que les empujaba eran el hambre y la rabia. La desesperación final.

—¡No hay derecho!

—¡A por ellos!

—¿Qué hace toda esa comida ahí? ¡Ya está bien!

Se apartaba de su camino, pero fue magnético. La palabra «comida» lo hizo cambiar de rumbo, como una rata más en la cloaca del reino de Hamelin. La muchedumbre ya superaba el centenar, y por las calles adyacentes se sumaban más hombres y mujeres, sobre todo mujeres, llevando a sus hijos de la mano en muchos casos. Salían de las casas con sus puños en alto y sus voces airadas. Las puertas vomitaban cuerpos y la marcha se hizo más furiosa.

—¡Al almacén!

—¡O nos la dan por las buenas o entraremos por las malas!

—¡Vamos, vamos!

No tuvo que andar demasiado. El almacén de suministros se encontraba una calle más allá. Cuando la masa humana se detuvo los gritos se multiplicaron, se hicieron corales. A veces, en el fútbol, se daba cuenta de lo que significaba la masa en concepto de fuerza y poder. El cerebro no existía. ¿Quién dijo: «Voy a ver a dónde va la gente, luego me pondré al frente y los lideraré»? La sensación era la misma. No había líderes, ni jefes, sólo un enorme cuerpo general integrado por decenas de cuerpos menores cuyo único norte, su objetivo, era el almacén, la comida.

En la puerta del almacén había un soldado.

Nadie más.

—¡Quietos! —les ordenó.

Un rifle contra todos ellos.

—¡Apártate!

—¡No queremos hacerte daño!

—¿Por qué defiendes esa comida? ¡Tenemos hambre! ¿Dónde están ellos?

Ellos.

—¡Atrás! —Les barrió con su arma, retrocediendo hasta aplastar su espalda contra la puerta metálica del almacén.

—¡Entraremos igual!

—¿A cuántos crees que vas a matar? ¡Apártate y no seas tonto, hijo!

El soldado vaciló por última vez. Vio aquellos rostros famélicos, los puños cerrados, las manos que sostenían piedras recogidas por el camino. Alguien le acababa de llamar «hijo». Tendría unos veintitrés o veinticuatro años. Sus ojos se llenaron de humedad.

No quería disparar contra civiles.

Y menos de su propio pueblo.

Primero fueron las lágrimas, después la congestión de su rostro ante la derrota, finalmente sus manos cayendo y desviando el rifle de su objetivo, apuntando al suelo en lugar de hacerlo a sus cuerpos. Los gritos de los asaltantes dispararon sus energías.

Fue el inicio de la locura.

—¡Ya!

Sólo había una puerta, y la masa la integraban muchos, demasiados. Los primeros se abalanzaron contra la persiana metálica, la destrozaron, abrieron el hueco por el que introducir sus manos y la arrancaron. Los de atrás empujaron, en su fiebre por entrar los primeros, temerosos de que, después de todo, hubiera menos comida de la imaginada y ellos se quedaran sin nada. El tapón en la puerta se convirtió en la primera angustia.

—¡Cuidado!

—¡No empujéis!

Nadie hizo caso. La puerta engulló a los primeros. Los más pequeños se colaban entre las piernas de los mayores, lejos de la protección de sus madres, aunque algunas los enviaban al matadero creyendo que ellos conseguirían pasar mejor. Miquel Mascarell no podía moverse. Lo miraba todo desde la acera de enfrente. El primer niño pisoteado tendría unos seis o siete años. Quiso echar a correr, hacer algo, pero sabía que era imposible. Ni con veinte o treinta años menos habría conseguido nada. Una mujer se precipitó para rescatar al pequeño y también cayó bajo las piernas del resto. Los gritos de ánimo se fueron convirtiendo en gritos de dolor.

Pero nadie hacía caso de ellos.

Con los rostros desencajados, los asaltantes inundaron el almacén y la calle acabó convertida en un pandemonium. Los primeros que salieron del interior no podían ni siquiera con el peso de lo que cargaban: sacos de legumbres, patatas, bidoncitos de aceite, latas, cajas… Tropezaban, caían, trataban de retener lo robado. Si alguien del exterior se aprovechaba, el caído o la caída se levantaba dispuesta a matar por su tesoro. Y llegaban más gentes por todas las calles, dispuestas a lo que fuera. Mujeres en delantal, con bata, algunas con los pies desnudos, ancianos enarbolando sus bastones como guadañas, niños y niñas que habían perdido su condición de tales. Todos aquellos ojos gritaban lo que sus voces no podían ya exhalar. Gritaban «¡Basta!».

Ahora, del almacén salían ya más personas de las que entraban.

Todas cargadas hasta los topes.

Corrían en múltiples direcciones, como hormigas a la desbandada, temerosos de que llegaran más soldados. Del que vigilaba la puerta ya no había ni rastro. Quizás estuviese dentro, o yendo a informar de lo que sucedía. El primer niño aplastado continuaba en el suelo, con su madre llorando al lado. No era el único. Otros tres o cuatro cuerpos, un anciano, otro niño, algunas mujeres, yacían como una alfombra rota en torno a la puerta. En el interior, el griterío era absoluto. A veces se escuchaba un derrumbe, como si una montaña de cajas se viniera abajo, sepultando a los desesperados. La puerta los iba vomitando, incesantes, tropezando, ciegos, llevándose lo que habían podido.

Miquel Mascarell se encontró con una mujer casi encima. Corría de una forma tan enloquecida en su dirección que ni reparó en su inmovilidad. Al verle se asustó, perdió la concentración, tropezó con el bordillo y se cayó. La reacción del policía no tuvo nada que ver con su hambre. Sólo fue la reacción de una persona civilizada ante otra en apuros. Quiso agacharse para ayudarla. Puro instinto. Se encontró con una cara atenazada por una expresión de odio brutal y su alarido:

—¡Quieto o le mato!

Tendría unos cuarenta y tantos. Estaba sola. Y aun así hablaba de matarle.

Miquel Mascarell se quedó quieto.

La mujer recogió lo que había robado, sin perderlo de vista, crispada y temblorosa. Sus movimientos eran irregulares. Para su desgracia la comida se había diseminado en un par de metros a la redonda tras su tropiezo. No se dio cuenta de lo que había ido a parar más lejos, al amparo del bordillo. Cuando creyó tenerlo todo se incorporó y echó a correr de nuevo, llevándose con ella su expresión de enloquecido desvarío.

Como una bestia.

Miquel Mascarell vio entonces las dos latas de conservas, el pedazo de jamón curado y también el paquete de galletas.

Estaba solo. La película se desarrollaba en la otra acera, en el almacén, en sus entrañas de vida y muerte.

Se agachó, recogió las dos latas, una de sardinas en escabeche y otra de atún, el pedazo de jamón curado y el paquete de galletas. Se lo guardó en su abrigo mientras miraba a derecha e izquierda sin que nadie reparara en él.

Después se apartó del tumulto.

No lloró hasta sentirse a salvo, sin testigos cercanos, calle abajo.

No comió algo hasta que la última de sus lágrimas se hubo secado en su rostro, bastante después.