25

La sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar al vestíbulo de la casa, se encontró con él, parado delante de la garita acristalada de la portera, como si la buscase o la esperase, porque el lugar continuaba vacío.

Jaume Cortacans.

Alcanzó el último tramo en el momento en que el hijo de Pasqual Cortacans, alertado por el roce de sus zapatos, volvía la cabeza en su dirección.

En su caso, nada alteró sus facciones.

Miquel Mascarell se detuvo al llegar frente al aparecido.

—¿Es una casualidad? —le preguntó.

—No —dijo el muchacho.

Vestía con corrección. Muchos burgueses, al estallar la contienda civil, habían renunciado a sus ropas habituales, para no despertar sospechas, asemejándose a un descamisado más. La búsqueda de la integración pasaba por desprenderse de los hábitos. Jaume Cortacans no era de ellos. Tal vez porque la guerra no comenzaba, sino que terminaba, o tal vez porque con su minusvalía le daban igual las apariencias, y se amparaba en ella, o provocaba a través de ella.

Claro que también podía haberse arreglado porque pretendía ver a Patro Quintana.

Después de la conversación de la tarde anterior, parecía distinto, más sereno y entero. Su mirada era firme, aunque la notó revestida de cansancio y un ligero tono de hastío que la hacía tan dura como tenaz.

—¿Qué está haciendo aquí?

—¿Y usted?

—Las preguntas las hago yo.

—Ayer me dejó inquieto. Quería saber si Patro está bien.

—Corazón de amigo.

—Por supuesto.

—Pero usted nunca había subido al piso.

—Patro no dejaba subir a nadie, por sus hermanas. Esto es diferente.

—Pues siento decirle que no ha dormido en su casa esta noche. Arriba sólo hay dos niñas asustadas y solas.

—Entiendo. —Chasqueó la lengua y bajó los ojos al suelo.

—¿Qué es lo que entiende?

—Nada. —Suspiró con la misma resignación que el soldado que se rinde al enemigo.

—¿Nada?

—Patro no es una niña.

—¿Eso es todo? ¿Así de fácil?

—¿Qué quiere que le diga?

—¿Qué ha pasado de ayer a hoy?

—¿Qué quiere decir?

—Ayer tenía miedo. Hoy parece estar de vuelta de todo.

—Ayer me pilló de improviso.

—Es más que eso.

—¿No ve lo que está sucediendo? ¿O es que es usted ciego?

—¿Se refiere a Patro?

—¡Me refiero a la guerra!

—La guerra acaba.

—¿Lo llama «acabarse»? —Hizo hincapié en la última palabra.

—Usted es joven. Podrá seguir luchando, aunque sea de otra manera.

—Dígame cómo vamos a luchar, señor inspector. —El tono se hizo tan agrio que rezumó desesperación—. ¿Quién va a quedar? ¿A quién van a dejar con vida? Aunque sobrevivamos, ¿qué? Usted es mayor, y yo… ¿O no se ha dado cuenta de que tengo una pierna inútil?

—Lo importante es lo que tenga aquí dentro. —Apuntó con el dedo índice de su mano derecha a su frente.

—Es un iluso —comentó con agria sorna.

—Si abomina de lo que se avecina, ¿por qué no se ha ido a Francia, como la mayoría?

—¿A pie?

—Su padre…

El bufido de sarcasmo le cortó la frase. Jaume Cortacans se movió de un lado a otro, como un péndulo, al cambiar los apoyos de sus pies. A Miquel Mascarell su gesto se le hizo más revelador que cualquier otra respuesta.

Le confirmó lo que ya sabía.

Un padre y un hijo enfrentados al abismo personal.

—No se lleva bien con él, ¿verdad? La guerra civil en casa.

No hubo respuesta.

Sólo aquella mirada.

—¿Qué edad tiene? —Cambió de tono y hasta de intención.

—Diecinueve, ¿por qué?

—¿No pudo combatir?

—¿A usted qué le parece? —Se tocó la pierna más corta.

—Hay muchas maneras de hacerlo.

—Mi padre me metió en un saco y lo ató con un hermoso lazo, señor inspector. —Sacó sus dientes a tomar el sol en una falsa sonrisa.

—¿Y ahora, o en estas últimas semanas?

Otra respuesta silenciada.

Otra mirada, ésta incierta, desabrida, surcada de luces brillantes.

—Escuche, hijo —se rindió Miquel Mascarell—. Si sabe algo debería decírmelo.

—¿Por qué?

—Porque anoche vi el cadáver de Mercedes Expósito, la amiga de Patro, en el depósito del Clínic.

La palidez del anochecer del día anterior volvió a él. Lo atacó igual que una lepra súbita y lo invadió hasta convertirle en una máscara de porcelana.

—¿Cómo…?

—Alguien la forzó y le provocó daños irreversibles. Murió desangrada.

—¿Que la forzó?

—Violada, sí.

Tal vez fuera un buen actor. Tal vez fuera sincero. Aun inmóvil, se notó que por dentro la conmoción le desarbolaba. Un bombardeo sistemático que iba de los pies a la cabeza. Los ojos atravesaron un enorme campo de emociones, rabia, miedo, ira, estupor, furia, desconcierto, dolor, sorpresa, vértigo…

—Ayer me dijo que sólo vio a Mercedes una vez, que se la presentó Patro.

—Sí —logró articular.

—¿Es cierto?

—Claro que lo es, por Dios —suspiró.

—¿Qué le dijo Patro de ella?

—Que la conocía hacía poco.

—¿Eso es todo?

—¡Sí, y que era una buena chica, que se habían hecho amigas, aunque era muy joven, porque tenía una mentalidad muy adulta! ¡Sólo eso!

—¿Y luego?

—Luego nada.

—Haga memoria.

—¡Nada! ¿Para qué iba a hablar de ella con Patro? ¡A mí no me interesaba esa niña!

—Pero si se habían hecho buenas amigas…

—¿Y qué?

—Se lo pregunté ayer, y se lo vuelvo a preguntar ahora: ¿por qué Patro echaría a correr al verme y decirle yo que era policía?

—Se lo dije ayer y se lo vuelvo a decir ahora: no lo sé.

—¿Por qué no le creo?

—Déjeme en paz, ¿quiere?

Dio media vuelta para salir a la calle, pero Miquel Mascarell lo detuvo.

—Jaume, si ha venido hasta aquí desde su casa, a pie, con esa pierna, es porque le preocupa Patro.

Se encontró con sus ojos llameantes.

Creyó que iba a llorar, pero lo que centelleó en ellos fue algo mucho más denso. Sin ocultar su miedo y su rabia, en su mirada descubrió el ramalazo intenso y fuerte del amor.

Amor.

Jaume Cortacans estaba enamorado de Patro.

Tal vez por esa razón en las últimas semanas ya no había deseado combatir, sino vivir.

—Ayúdeme a encontrarla —le pidió el policía.

—¿Estaría yo aquí si supiera dónde buscarla?

—Ayer le pregunté si le daba comida y no me respondió.

—Sí, le daba comida —se rindió.

—¿Qué clase de comida?

—Lo que podía, sobre todo al principio, cuando nos veíamos más.

—¿Latas de conserva?

—He dicho lo que podía, lo que encontraba, lo que conseguía con dinero o amistades y también en mi casa. —Puso cara de no entender la pregunta—. ¿Latas de conserva? ¿Por qué tenían que ser latas? Éstas últimas semanas apenas si… —Apretó las mandíbulas con impotencia.

—¿Le dice algo el nombre de Ernest Niubó?

—Sí, claro. Un amigo de mi padre.

—¿Muy amigo?

—Bastante.

—¿También ha vuelto a Barcelona recientemente?

—Me parece que él se quedó aquí, no estoy muy seguro. Se lo oí comentar a mi padre hace poco cuando decidió regresar al saber que nuestra casa estaba abandonada. De todas formas no debió dejarse ver demasiado, o quizás estuviera escondido aunque lo puso todo al leal servicio de la República, como mi padre. —El tono rozó una vez más la ironía—. ¿Por qué me pregunta por él?

—Es un nombre que sale en la investigación.

—Pues siga investigando, inspector.

Hizo ademán de reemprender la marcha.

—¿Conocía Patro a Ernest Niubó?

—Nunca hablamos de ello, diría que no. —Alzó las cejas sin comprender la pregunta.

—¿Tenía algún amigo cuyo nombre empezara por E?

—¿Y yo qué sé?

—¿Llevó a Patro alguna vez a su casa? Si no se veían aquí es lógico pensar que…

Jaume Cortacans se convirtió en una estatua de sal.

O de mármol.

—Sí, ¿por qué? —preguntó con dureza.

—¿Muchas veces?

—Siempre que podía.

—¿Cuántas?

—Nunca las suficientes. —Lo desafió con la mirada un segundo antes de que, ahora sí, reemprendiera la marcha.

—Jaume, no me haga esto ni se lo haga a sí mismo —le dijo Miquel Mascarell mientras el hijo de Pasqual Cortacans salía a la calle con sus extraños movimientos a derecha e izquierda.

Un largo camino de regreso a casa para él.

—¡Jaume!

No logró detenerle.

Cuando reaccionó y fue tras sus pasos, no trató de alcanzarlo. Se detuvo a los tres metros. El muchacho caminaba ya a unos diez o doce metros de distancia, cruzando la calle València en dirección a Girona, en sentido montaña. Con su grotesco andar las escasas personas que se cruzaban con él volvían la cabeza sin el menor pudor para mirarlo. Y él, ajeno, mantenía su curso furioso, o desesperado, y por supuesto lleno de la rabia que empezaba a ser su primera señal de identidad.