17

El hijo de Pasqual Cortacans parecía una marioneta articulada por hilos invisibles, como si una mano celestial lo animara a moverse pero lo hiciera sin mucho tino, convirtiéndolo en una suerte de espantajo ridículo y grotesco. Una de sus piernas, la derecha, no sólo era más corta que la otra, sino que bajo el pantalón apenas si presentaba un volumen, la presencia de músculos o carne por encima de los huesos. Víctima de cualquier enfermedad o accidente, o tal vez incluso de una deformación de nacimiento, el muchacho caminaba haciendo oscilar todo el cuerpo. Afianzaba la pierna izquierda, la buena, y después lanzaba la derecha hasta que el pie se posaba en el suelo, con la suficiente confianza para dar el siguiente paso. Haberse movido así durante toda su vida o parte de ella no le restaba dificultad, a pesar de que él parecía hacerlo fácil. Mientras las piernas funcionaban por un lado, la parte superior del cuerpo lo hacía por otro. El resultado era que en ningún momento se mostraba perpendicular al suelo, sino en constantes diagonales que iban de un lado a otro.

El único hijo varón de Pasqual Cortacans no era el orgullo que su padre habría querido que fuera.

La sorpresa lo paralizó unos segundos, mientras le observaba. No reaccionó hasta que el joven llegó a su altura. Entonces sí salió de las sombras para interceptarle.

—¿Jaume Cortacans?

Se detuvo muy, muy asustado. La única luz, difusa, provenía de las estrellas. Sus ojos se dilataron por algo más que el espanto. Tal vez fuera el signo de los tiempos, o quizás el miedo. Tal vez fuera cobardía, o la reacción natural de una persona lisiada frente a lo desconocido. El policía recordó la expresión de su padre un par de horas antes, cuando le preguntó si tenía hijos y le dijo: «Son una bendición, y también una maldición». Aquélla frialdad, aquella falta de amor y compasión. Ahora cobraba forma. Un hijo imposibilitado era la burla de su vida triunfante.

La sombra perpetua de un fracaso personal.

Todo aquello y más lo interpretó en apenas dos segundos.

Suficientes.

—¿Qué… quiere?

—Tranquilo. —Levantó las dos manos para que se las viera—. Acabo de estar en su casa, soy policía.

—¿Policía? —Su palidez contrastó con la de la luna.

—Inspector Mascarell, Miquel Mascarell. Siento haberle asustado —le habló de usted a pesar de que era apenas un jovencito: dieciocho, diecinueve años, veinte años a lo sumo.

—No entiendo…

—Será tan sólo un momento, unas pocas preguntas.

—¿Aquí?

—Prefiero no regresar a su casa —dijo con un gesto de indiferencia.

Jaume Cortacans miró a su alrededor. No tenía escapatoria.

Tampoco podía echar a correr.

—¿De qué preguntas se trata?

—Patro —pronunció con intención.

El semblante del muchacho no cambió.

—¿Patro Quintana?

—Sí.

—No entiendo.

—Sale con ella, ¿no?

—Somos amigos —aclaró, como si no quisiera comprometerse, a medida que recuperaba el pulso y la confianza—. ¿Por qué quiere hacerme preguntas sobre Patro?

—Es una investigación.

—¿Una investigación… estos días? —Le mostró su desconcierto.

—Por favor, hábleme de ella.

—¿Le ha sucedido algo?

—De momento, no.

—Pues tampoco hay mucho que contar. Es una chica normal y corriente.

—¿Y a Mercedes Expósito, la conoce?

La respuesta se demoró un segundo que pareció mucho más largo de lo normal.

—¿Quién?

—Mercedes Expósito —se lo repitió—. Merche.

—No me suena.

—Una amiga de Patro, muy guapa. —Sacó la fotografía del bolsillo del abrigo y se la enseñó.

Jaume Cortacans escrutó aquel rostro en la oscuridad.

—¿Quiere que se lo ilumine con una cerilla? —se ofreció él.

—No, no es necesario. —Se la devolvió—. La vi una vez, sí, hará cosa de unos días, dos o tres semanas, por Navidad o Año Nuevo. Me la presentó Patro, pero no recordaba su nombre. ¿Por qué?

El tono era distinto, más cortante, más en guardia, con un suave acento de calma.

—Ha desaparecido.

La mirada se hizo ingrávida.

—No entiendo.

—Mercedes Expósito lleva tres días sin ir a su casa.

—Bueno, no sé…

—¿Sabe dónde está Patro?

—En su casa, digo yo.

—¿Cuánto hace que no la ve?

—Bastante. Con lo que está pasando… Y para mí, sin medios de transporte, vive lejos.

—¿Por qué Patro echaría a correr cuando he ido a verla hoy?

—¿Eso ha hecho? —Abrió los ojos.

—Sí.

—Pues no tengo ni idea.

Supo que mentía. Lo supo en ese momento, cuando él plegó los labios hacia abajo, trató de sostener su mirada y, al no conseguirlo, la apartó una fracción de segundo. Sin embargo, al recuperarse no mostró otra cosa sino la vuelta del miedo.

Y eso podía percibirlo.

En otras circunstancias se lo habría llevado a la comisaría, para apretarle un poco las tuercas. En otras circunstancias. Ahora, por no haber, no había ya ni comisaría.

Sintió el peso de la soledad.

—¿Cómo conoció a Patro? —Intentó darle cuerda.

—Esto es algo personal, ¿no cree?

—Vamos, hijo. —Exhaló con cansancio—. Es tarde y quiero irme a casa. ¿No desea cooperar? Su padre lo ha hecho.

—¿De verdad ha hablado con él?

—Sí. —Señaló hacia atrás—. Con Fernando y todo, en el saloncito.

Eso le convenció.

—¿Y qué le ha dicho? —espetó con la misma frialdad que lo había hecho su padre.

—Se ha sorprendido de que un policía trabajara en un caso en estos días.

—A mí también me sorprende, ya se lo he dicho.

—Pues ya ve usted.

Jaume Cortacans bajó los ojos al suelo. Dejó de parecer anclado en él cuando se movió, para cambiar de posición. Sólo con eso se desarboló de nuevo. Su cuerpo se deslizó hacia la derecha y después hacia la izquierda. Permanecer de pie y quieto no debía de ser la mejor de sus posiciones.

—Le he preguntado cuándo conoció a Patro —le recordó.

—Hace unas semanas, al acabar el verano, a comienzos de otoño.

—¿Dónde?

—En la playa de la Barceloneta.

—Curioso lugar.

—¿Por qué lo dice?

—Por los bombardeos, porque la playa al terminar el verano es triste…

—Hacía bastante que no veía el mar.

—¿Así que fue cuando su padre y usted regresaron a Barcelona?

—Yo vine antes que él. La situación ya no era la misma y… —Se dio cuenta de lo que acababa de decir y se calló de golpe.

—Entiendo que estaban fuera de Barcelona, no se preocupe —quiso calmarle.

Se encontró de nuevo con sus ojos doloridos.

Porque Jaume Cortacans iba del dolor al miedo, de la frialdad a la rabia, de la cautela a la incomodidad. Todo ello contenido y dominado.

—¿Intimó con ella tras conocerla?

—Un poco.

—¿Qué pasó después entre Patro y usted?

—Nada.

—Ella tenía novio. Según la madre del muchacho, lo dejó por su relación.

—Éramos amigos. —Fue taxativo.

—¿Amigo de una muchacha guapa?

—¿Qué trata de decirme? —Suspiró hastiado.

—Se vieron a menudo, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Le daba dinero?

—No.

—¿Comida?

—¿Piensa que por llamarme Cortacans tengo un almacén o algo así?

—¿Le daba comida? —repitió la pregunta con mayor contundencia.

El silencio fue mucho más largo. A su término el joven reaccionó de forma inesperada, recuperándose de todas sus angustias o recelos.

—He de irme.

Miquel Mascarell le interceptó el paso.

—Escuche, hijo. —Buscó la manera de parecer paternal y al mismo tiempo no renunciar a su papel de hombre duro—. Si sabe algo debería decírmelo. Ahora, ¿entiende?

—Yo no sé nada de esa chica, ni de Patro.

—La madre de Mercedes Expósito ha muerto esta mañana.

Un puñetazo no le habría causado mayor conmoción.

Pero lo resistió.

—Déjeme pasar, ¿quiere?

—Puede que Patro esté en peligro. Amigos o algo más, si ha estado relacionado con ella tiene un compromiso moral.

—¿Me habla de compromisos morales? —Cinceló una sonrisa hueca, exenta de alegría—. ¡Hoy no hay compromisos morales, señor! ¡Eso se acabó! —Vaciló levemente al darse cuenta de qué estaba diciendo y, por encima de todo, de cómo lo estaba diciendo—. Dígame, ¿es usted leal a la República, a la Generalitat…?

—Sí.

Eso le hizo sentirse más seguro.

—¿Y con los nacionales a punto de entrar en Barcelona, de vuelta a la oscuridad, me habla de eso?

—Todos tenemos una conciencia.

—La conciencia murió cuando ellos cruzaron el Ebro, inspector.

—La conciencia está por encima de todo.

—Por Dios… —bufó.

—Aun en tiempos de cólera, ha de haber justicia.

Lo atravesó por última vez con los ojos. Temblaba. De rabia e inquietud. Su cuerpo permanecía rígido pero en su mirada había naufragios y en su mente terremotos. La escena de todas formas ya no se prolongó mucho más.

Jaume Cortacans se movió de nuevo.

Como un péndulo, oscilando de un lado a otro, siguiendo el compás de sus extraños gestos, paso a paso.

Miquel Mascarell le vio alejarse por el paseo de la Bonanova, camino de su recién recuperada mansión familiar.

Por asociación pensó que la oscuridad en la que se adentraba sí era un presagio del futuro de la nueva España.