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Sus pasos resonaron por la casa vacía.
Tan vacía como, de pronto, estaba su mente.
Libre.
Primero pensó en irse, sin más, dándole un último portazo a la mansión.
Por Merche y por Reme.
Después recordó las palabras de Patro acerca de la comida. En el sótano. Y comprendió que irse sin más hubiera sido un desatino, la peor de las inmoralidades.
Ellos, los vencedores, todavía podían tardar algunos días en dar con él.
Bajó al sótano, encontró puertas cerradas, subió de nuevo hasta la habitación en la que había matado a Pasqual Cortacans y lo registró para dar con las llaves. No las llevaba encima, pero tampoco tuvo que buscar demasiado. Estaban con las fotografías, en la mesita. Regresó al sótano con ellas y abrió la primera de las puertas.
Encontró una sala lujosa, espaciosa, con braseros a punto para calentar el ambiente, butacas, sofás, hasta cinco camas repartidas por las esquinas, alfombras, bebida, ropas de mujer con un halo de provocación, ligueros, combinaciones de seda, bragas, un auténtico paraíso secreto.
El club.
La segunda puerta daba a una serie de habitaciones privadas en las que tampoco faltaba de nada. Incluso las camas estaban hechas. Un pequeño hotel. Una cárcel vacía.
La tercera puerta era la de la despensa. Primero no halló nada en ella. Estaba vacía. Después reparó en la falta de polvo y palpó en las diversas estanterías hasta dar con la apertura secreta. Al otro lado, la misma despensa era diez veces mayor. Y no es que estuviese llena de comida, al contrario, pero había la suficiente para que Quimeta y él subsistieran meses si la espera se prolongaba por espacio de tanto tiempo.
Algo de todas formas más que improbable.
La casa sería ocupada.
Y quedaba Jaume Cortacans.
Al pensar en él frunció el ceño. Lo había olvidado. Por completo.
Regresó por segunda vez arriba y buscó algo con lo que cargar cuanto pudiera de aquel tesoro, sin olvidar que tenía que regresar a pie con él hasta su casa. En la cocina halló varios cestos. Escogió los dos más grandes, y también unos trapos con los que cubrirlos. Volvió al sótano y escogió los alimentos más esenciales, pero también los menos perecederos, aunque casi todos lo eran. Arroz, garbanzos, alubias, leche condensada, latas de conservas, almendras, nueces, azúcar, pescado seco, carne soviética…
Las dos bolsas pesaban.
Le harían jadear, tardar, llegar a casa agotado, al límite.
Pero Quimeta y él podrían encerrarse hasta…
Cerró con llave todas las puertas del sótano, subió otra vez a la planta noble y dejó los cestos en la entrada de la parte posterior. Su última vacilación tuvo que ver con su instinto.
La casa.
Un mausoleo.
¿Y Jaume Cortacans?
Abrió todas y cada una de las puertas de la planta baja sin encontrar nada, salvo una habitación con una cama, en la que debía de dormir Pasqual Cortacans. En ella también estaba el diario de Merche, con sus cubiertas azul cielo. Eso y un sinfín de retratos eróticos, mujeres desnudas, más prendas íntimas, el fetichismo de su propietario.
Se guardó el diario en el bolsillo de la foto, el izquierdo.
Ésta vez puso la carta de Roger en el derecho.
Subió al piso de arriba e hizo lo mismo con las habitaciones de allí. La mayoría ya no cumplía su función de dormitorio o sala. Quienes habían ocupado la mansión las habían convertido en despachos. Al igual que abajo, por todas partes quedaban restos de la huida, papeles por el suelo, huellas de lámparas o muebles rotos, un muestrario de la última prisa en forma de miedo y desastre.
Cuando acabó con el piso miró la escalerita de madera que llevaba a la buhardilla.
Entonces recordó a Patro Quintana diciéndole:
—Jaume vive arriba, en una buhardilla…
Subió por ella y abrió la trampilla de madera. No pudo evitar que cayera del otro lado e hiciera temblar aquellas paredes silenciosas. Por las diversas ventanitas, huecos acristalados que daban al techo inclinado de la casa, penetraba la mañana con todas sus fuerzas, con un sol espléndido amortiguado por el frío gélido y persistente.
Primero vio el camastro.
Los libros.
Lo que quedaba de la vida de Jaume Cortacans.
Después le vio a él.
Debía de llevar muerto unas horas, no demasiadas. Colgaba de una de las vigas superiores igual que un muñeco de feria, inanimado, con la cabeza doblada sobre el nudo que envolvía su garganta y los pantalones aún con restos de su excreción final. Estaba vuelto hacia él, así que pudo verle el rostro.
Parecía sonreír, a pesar de todo.
La última ilusión.
Miquel Mascarell se acercó a su lado y le tocó. Estaba ya frío. Miró a su alrededor buscando algo y localizó el sobre encima del revuelto camastro. Se sentó en él, lo tomó, lo abrió y extrajo la hoja de papel, escrita a mano, con letra clara, minuciosa. La letra de una persona paciente, inteligente, que quería ser leída.
Tal vez respetada.
Leyó:
Querido padre, espero que seas tú quien me encuentre aquí cuando me busques, porque tarde o temprano lo harás. Lo espero y lo deseo. Me gustaría ver tu cara. Me gustaría escuchar tu despedida. No confío demasiado, ni siquiera en que llores. Nunca he sido el hijo que querías, ni el que necesitabas, ni el que esperabas. No te diré que lo siento. Tú tampoco has sido el padre que quería, ni el que necesitaba, ni el que esperaba. Pese a lo cual te he querido siempre, ¿sabes? A mi modo, por encima de tu desprecio, tratando de comprender lo duro que habrá sido para el gran Pasqual Cortacans Morell haber tenido un hijo incapacitado y con ideas tan distintas a las tuyas.
Quería a Patro, padre. La quería. Y tú me la quitaste. Te bastó con chasquear un dedo. ¿Crees que no lo sé? Supongo que eso ya no importa, pero necesito que sepas que moriré pensando en ella, en lo único bueno que le ha sucedido a mi vida en estos últimos tiempos. Será mi última imagen terrena. Sin embargo no me quito la vida por amor, ¡ojalá, qué romántico! Me la quito porque no me gusta lo que viene, porque no podré soportar el hedor de tanta mierda como nos van a echar encima, porque tú y los tuyos podéis quedaros con vuestra España, pero no con nosotros. Me voy, pero me consta que otros no lo harán, y volverán, y un día descubriréis que sois como los cuatro jinetes del Apocalipsis cuando os creéis los ángeles custodios del paraíso.
Qué ciegos estáis.
Nos habéis quitado todo, pero mi vida me la quito yo.
No creo en el cielo, así que te espero en el infierno, padre.
Tu hijo, mal que te pese.
JAUME
La leyó dos veces. La primera para entenderla. La segunda para que lo atravesara. Se quedó en aquel camastro dos o tres minutos y luego guardó la hoja de papel en el sobre, lo dejó sobre la cama y se incorporó.
Pensó en bajar a Jaume de allí, por piedad.
No lo hizo.
Era su grito final.
Cuando dejó la casa, doblado por el peso de los dos cestos, comprendió que, pese a la comida del sótano, ya no iba a regresar a ella.