30

Miró hacia arriba al salir del vestíbulo del edificio. La mitad del desnudo cuerpo de Patro continuaba asomado al precipicio, cuatro pisos más arriba. Cruzó al otro lado, aunque la calle era estrecha, para que ella lo viera.

Necesitaría echar la puerta abajo si quería volver a hablar con la muchacha.

Sus ojos se encontraron.

Pareció transcurrir una eternidad antes de que la amiga de Merche retrocediera y abandonara su posición, a caballo del vacío y de la protección del piso en el cual se ocultaba del mundo. Cuando hubo desaparecido de su vista la ventana se cerró.

Una nube ocultó el sol en ese mismo instante.

Miquel Mascarell sintió una oleada de frío. Se subió las solapas del abrigo e introdujo ambas manos en los bolsillos. En uno tocó la fotografía de la hija de Reme junto a la carta inacabada de Roger y el mapa de su tumba. En otro la comida que le llevaría a Quimeta: la lata de atún, la mitad del jamón curado, la mitad del paquete de galletas.

Podían matarle para robarle aquello.

Vaciló, sin saber si volver a subir o no. Podía gastar una bala en la cerradura, pero nunca conseguiría detenerla. Y no quería verla morir, ni que su cuerpo sirviera de morbosa curiosidad a nadie. Otra posibilidad era que la portera tuviera una copia de sus llaves. Subir, abrir la puerta despacio, sorprenderla…

Pero no ahora.

Ella debía de estar observándolo desde la ventana.

Enfiló calle arriba, hacia Trafalgar, envuelto en sus pensamientos. Las últimas pistas quedaban circunscritas a Pasqual Cortacans y a Ernest Niubó. Ellos y «sus amigos».

Patro Quintana lo había dicho.

Los amigos.

Ni Cortacans ni Niubó hablarían. Para ellos volvían los tiempos de bonanza. Fin de la guerra. Caretas fuera. No era necesario ser muy listo para deducirlo.

Y a Patro…

Dobló la esquina de Trafalgar hacia la izquierda pero el susurro de unas voces procedentes del otro lado, un poco más allá de la esquina derecha, lo hicieron detenerse.

Un grupo de personas rodeaba un cuerpo tumbado en el suelo.

Instintivamente recordó a Reme.

Desde la breve distancia, por entre los cuerpos y las piernas de los curiosos, que hablaban en voz baja sin atreverse a romper el aire que los envolvía, vio aquella forma derrotada.

Su abrigo negro.

El sombrero caído a un lado.

Le costó entenderlo, reaccionar y moverse hacia allí. Le costó porque no lo esperaba, porque andaba inmerso en sus pensamientos, lleno del patetismo y la figura de Patro Quintana. Imaginaba a Ernest Niubó camino de su casa, de su mentira, soñando con el final de la guerra y el comienzo de su paz con la muchacha, su otra verdad.

Ernest Niubó.

Estaba boca abajo, con las manos extendidas hacia arriba y la cabeza vuelta sobre el lado izquierdo. Había muerto con los ojos abiertos, y su expresión era de total incomprensión, como si en el segundo final, percibiendo su fin, se hubiera quedado estupefacto. La mancha roja de su espalda, allá donde el cuchillo le acababa de atravesar el corazón, era visible desde cualquier distancia próxima al cadáver. La sangre manaba despacio.

—Pobre señor —susurraba una voz.

—¿Cuándo acabará esto, tanta venganza, tanta…? —se quedó a media protesta otra.

Un hombre se acercó por el otro lado, miró el sombrero con ojos ávidos, luego a los presentes en torno al muerto. Calculó cuánto le costaría agacharse, cogerlo y echar a correr. Decidió esperar.

—¿Alguien ha visto algo? —preguntó Miquel Mascarell.

Primero no hubo ninguna respuesta.

Después se agitaron al mostrarles su acreditación como agente de la ley.

Nadie dijo nada.

—¿Quién ha sido el primero o la primera en llegar?

—Yo —anunció una mujer—, aunque de eso hace ya unos minutos.

—¿Qué puede decirme?

—Nada. —Fue tajante—. Salía de mi casa, allí —señaló un portal, a unos cinco metros—, y lo he visto en el suelo, ya inmóvil. Entonces han aparecido estos dos señores —apuntó a una pareja de ancianos de rostro ceniciento.

Ya nadie gritaba al ver a un muerto en las calles.

—Quien lo haya matado, ha esperado a que no hubiera ninguna persona a la vista, está claro —manifestó otra mujer.

—Le seguía, seguro, aguardando su oportunidad —se animó otra.

Miquel Mascarell se estremeció.

«Le seguía, seguro».

Si el responsable de aquello había seguido a Ernest Niubó desde su casa hasta el escondite de Patro, también le había seguido a él. Una doble persecución.

Se estremeció por segunda vez.

Porque eso significaba que el objetivo inicial no era Niubó, sino…

—¡Patro! —exhaló.

Lo habían matado al salir de su piso secreto, el nido de amor que compartía con la chica, mientras él hablaba con ella sin éxito y se retiraba bajo la amenaza de saltar por la ventana. Por lo tanto el asesino…

Seguía allí.

Su objetivo era ella.

Y después probablemente él, porque el asesino ignoraba lo que la muchacha hubiera podido contarle.

Miquel Mascarell echó a correr, de regreso a la casa de la calle Lluís el Piadós.

Y corrió como hacía años que no corría.

Con el corazón saliéndosele por la boca.

Cubrió la distancia en un tiempo que se le antojó excesivo, porque durante el trayecto lo imaginó todo, al asesino apostado en el mismo tramo de la escalera en el que había esperado la marcha del conservero, al asesino en la calle esperando verle salir, al asesino…

¿Quién?

En cualquiera de los casos sabía que podía ser demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde.

Cuando se precipitó sobre la boca oscura del portal ya sudaba, de miedo, y el frío insistía en agarrotarle los músculos. Se encontró con la portera barriendo el suelo, exactamente igual que unos momentos antes, al abandonarlo. Apenas se detuvo.

—¿Ha entrado alguien después de salir yo, un desconocido…?

—Sí —dijo la mujer—. Un hombre…

Dejó de correr. Tenía que pensar rápido, y no era sencillo.

—¿Tiene llaves de los pisos?

—De algunos. Los vecinos que…

—¿Tiene las del segundo primera?

—Sí, pero…

Volvió a interrumpirla.

—Démela, es una emergencia.

—Pero yo no puedo…

La credencial fue menos efectiva que la pistola, que empuñó ya con su mano derecha.

—¡Ay, Dios mío! —La mujer pareció a punto de desmayarse.

—¡Por favor, señora, hay una vida en juego! —la apremió.

La portera no dejó la escoba. Echó a correr hacia su vivienda, se introdujo por la puerta abierta y no tuvo que hacer mucho más. Las llaves de la escalera, los terrados y los pisos que depositaban su confianza en ella para lo que fuera menester se hallaban en un pequeño estante, a la izquierda. Descolgó un manojito formado por tres llaves y se lo entregó con un último apremio.

—El señor Niubó es muy buena persona, yo le limpio el piso y no me meto en…

Miquel Mascarell ya no estaba allí.

Eran cuatro tramos de escaleras. La carrera de la calle Trafalgar hasta allí había sido frenética. Pero la ascensión lo era más. Jadeaba en el entresuelo, resollaba en el principal, apenas si podía respirar en el primero y coronó el segundo piso sin alma y con una fuerte presión en el pecho, aunque era más debido al vértigo de la situación que al riesgo de un infarto.

Llevaba las llaves del piso en la mano izquierda y la pistola en la derecha.

No llegó a alcanzar la puerta.

Los vio por la ventana del rellano que daba al patio, la misma que él había dejado entreabierta. A poco más de tres metros, visibles a través de la otra ventana, en la sala del piso de Niubó en el que se refugiaba Patro Quintana, ella y un hombre forcejeaban yendo de un lado a otro.

Miquel Mascarell comprendió que nunca conseguiría abrir la puerta, llegar hasta ellos e impedir que la matara, porque el hombre ya tenía sus manos en la garganta de la muchacha, y no la soltaba a pesar de los desesperados esfuerzos de ella por liberarse, al límite de sus fuerzas.

Abrió un poco más la ventana del rellano y levantó su arma.

Dos balas.

Dos cuerpos moviéndose a unos metros y él agotado, aturdido, jadeando y llevando la imprecisión a su pulso.

Contuvo la respiración como pudo.

Hasta que, de pronto, ellos dejaron de moverse y Patro se rindió.

Entonces, una fracción de segundo antes de disparar, el asesino levantó la cabeza y pareció mirarle.

Fernando.

El perro de presa de Pasqual Cortacans.

El disparo de Miquel Mascarell hizo que el cristal del ventanal que daba al patio de luces saltara en pedazos y la cabeza del asesino estallara parcialmente, llenándose de una nube roja que flotó otra fracción de segundo en el aire antes de que él y Patro cayeran al suelo.