Desgracia y partida
La reina estaba dormitando en su sillón cuando Abigail le dijo que el abate Guiscard estaba esperando para verla.
—Lo recibiré, Masham —sonrió Ana—. Es un valiente y debemos mostrar que nos complace recibir a los que reniegan del catolicismo por nuestra fe.
Abigail hizo pasar al abate y se retiró a una antesala, desde donde podía oír toda la conversación entre la reina y su visitante; una costumbre adquirida hacía tiempo.
Ana, al contemplar con ojos miopes a su visitante, no advirtió su mirada iracunda ni el temblor de sus labios. Vio un francés valiente, obligado a abandonar su país de origen debido a su religión. Había impresionado a ciertas personas y, como resultado de ello, le otorgaron el mando de uno de los regimientos en el extranjero. Según algunos rumores, se había comportado con valor en Almansa.
Declarando que estos hombres debían ser bien acogidos en Inglaterra, Ana había dispuesto que el abate recibiese una pensión de cuatrocientas libras al año. En Londres, Guiscard se había relacionado con la alta sociedad y ofrecido escalofriantes relatos de hazañas militares en las que era siempre el personaje central. Muchas de ellas fueron referidas a Ana, que por esta razón le concedía de buen grado la entrevista.
En cuanto estuvo a solas con la reina, Guiscard le perdió el respeto.
—Me han ofrecido una pensión de cuatrocientas libras al año —dijo, con voz furiosa—. ¿Creéis que un hombre como yo puede vivir con esta miseria?
Ana, que esperaba una muestra de gratitud por su benevolencia, se quedó asombrada, pero, antes de que pudiese responder, Guiscard siguió diciendo que había creído que valía la pena ir a Inglaterra con la esperanza de recibir un trato mejor. Hubiese podido quedarse en Francia y recibir un pago más alto por sus servicios.
—La entrevista ha terminado —le dijo fríamente Ana—. Podéis retiraros.
—Pero yo no he terminado —gritó Guiscard—. Os diré una cosa: no aceptaré vuestras miserables cuatrocientas libras al año. Prestaré mis servicios a quienes están dispuestos a pagar lo que valen.
Se levantó y se irguió ante la reina, que, con los pies vendados, era incapaz de moverse.
—Llamad a la señora Masham —ordenó imperiosamente Ana.
—Tenéis que oírme —gritó Guiscard...
En este momento, Abigail llamó a la guardia.
Cuando entró ésta, Guiscard estaba gritando y agitando los brazos, como si se dispusiera a atacar a la reina en cualquier momento. Los guardias lo sujetaron y se lo llevaron.
Al día siguiente, Guiscard fue detenido como sospechoso de espiar para Francia y llevado a The Cockpit, donde se hallaba reunido el Consejo.
Harley, que lo presidía, se levantó y se acercó a Guiscard, quien levantó la mano derecha y le golpeó. Harley se tambaleó hacia atrás, manchada de sangre la casaca, y cayó desvanecido al suelo.
Toda la nación hablaba del asesinato frustrado. Guiscard, el aventurero francés, sospechoso de ser un espía, había sido detenido para que respondiera a la acusación delante del Consejo; Robert Harley hacía tiempo que sospechaba de él y había tomado medidas para reducir la pensión que recibía. Por esto, el villano decidió vengarse.
Afortunadamente, Harley no estaba solo; sus amigos del Consejo, con Henry St. John a la cabeza, habían desenvainado inmediatamente sus espadas y atacado al agresor con tanta furia que, cuando llegó a la prisión de Newgate, ya agonizaba.
Pero éste no fue el fin del dramático incidente. Robert Harley había resultado levemente herido, pues el arma de su agresor era solamente un cortaplumas que había hecho poco más que arañarle la piel. Pero Harley era demasiado astuto para tomarse el asunto a la ligera. Guardó cama, mientras la gente se agrupaba delante de su casa, prorrumpiendo en fuertes lamentaciones y declarando que Inglaterra estaba amenazada con la pérdida de su salvador. Harley se regocijaba con todo aquel jaleo. Cuando al fin se levantó y se dirigió a la Cámara de los Comunes, su carruaje fue detenido en las calles y la muchedumbre lo aclamó; las mujeres se arrodillaban en las aceras para dar gracias a Dios por su recuperación y lloraban al verlo. La Cámara de los Comunes estaba llena a rebosar; incluso sus enemigos lo abrazaron y se pronunciaron floridos discursos. Harley tenía motivos para estar agradecido al cortaplumas de Guiscard.
Cuando visitó a la reina, ésta lo recibió con lágrimas en los ojos.
—Querido señor Harley, ¡qué gran satisfacción! Creo que la Providencia os ha salvado para mí y para el país.
—Espero que la Providencia no lamente nunca su acción, señora.
Ana sonrió.
—Siempre fuisteis ingenioso, querido señor Harley. He estado hablando con vuestros amigos y creemos que deberíamos celebrar esta ocasión. Queremos que todo el país se entere de lo agradecidos que os estamos.
Harley se puso alerta. Era el pináculo del éxito. Resultaba divertido considerar que el cortaplumas de Guiscard le había dado el empuje definitivo necesario para mantenerse allá arriba, paladeando el aire enrarecido.
—Voy a pediros que seáis mi ministro de Hacienda.
Esto estaba muy bien. Ahora era virtualmente el jefe del Gobierno, pero en el futuro lo sería de hecho.
—Y es ridículo que sigáis siendo el vulgar señor Harley. Sugiero un título de nobleza. Conde de Oxford y conde Mortimer.
Harley besó las manos de la reina, con lágrimas de triunfo en los ojos.
—Vuestra majestad es muy buena.
Abigail estaba en la antesala cuando él salió. Harley le sonrió vagamente, casi sin verla.
El conde de Oxford, ministro de Hacienda, el hombre más famoso del país, ya no necesitaba los servicios de Abigail Masham.
Robert Harley, conde de Oxford, estaba encerrado con la reina. A solas, pues no quería que nadie más se enterara de lo que iba a decirle.
Abigail, que había tenido un hijo varón después de un parto largo y difícil, no estaba de servicio, pues Ana, encantada con la criatura y preocupada por la madre, había ordenado que la señora Masham descansara hasta que se hubiese restablecido.
Oxford estaba excitado en secreto, aunque adoptaba una expresión consternada. Si había una cosa que deseaba por encima de todo era destruir a Marlborough. La duquesa había sido despedida, pero no se podía prescindir del duque con tanta facilidad. Todavía era el jefe de los Ejércitos, de los Ejércitos victoriosos; era poderoso en Europa, e Inglaterra lo necesitaba todavía. Por otra parte, Marlborough era el principal enemigo de Oxford, pues la ayuda de Abigail Masham, a quien Sarah consideraba como un genio del mal, contribuyó a su ascensión al poder. En la política inglesa no había sitio para Marlborough y Oxford y éste esperaba la oportunidad de librarse de su enemigo. Mientras hubiese guerra en Europa, Inglaterra necesitaba a los Marlborough; por esta razón estaba Oxford entusiasmado en secreto cuando visitó a la reina.
—Graves noticias, majestad. La muerte del emperador José influirá en toda la situación que tanto nos atañe.
—¡Pobre hombre! Ha sido algo terrible e inesperado. La viruela es una plaga, mi querido lord Oxford. Una verdadera plaga. Recuerdo cómo atacó a mi pobre hermana.
—Vuestra majestad tiene razón, y ahora que Carlos de Austria se ha convertido en el nuevo emperador hemos perdido nuestro candidato al trono de España, pues la unión del imperio y España es imposible. Vuestra majestad se dará cuenta de las dificultades que pueden crear estas circunstancias, pues alterarían completamente el equilibrio de poder.
—Tenéis razón, desde luego. Y el motivo principal de continuar esta espantosa guerra era evitar que el nieto de Luis conservase el trono de España e instalar en él a nuestro candidato.
—Exactamente.
El emperador Carlos sería una terrible amenaza —suspiró Ana—, si además de Austria, Italia y los Países Bajos, gobernase también España.
—El propio Luis XIV no sería más poderoso, y es imposible expulsar a su nieto del trono. Luis es ahora viejo. Ha ofrecido aceptar todas nuestras condiciones, salvo la de luchar contra su propio nieto. Tengo que recordar a vuestra majestad que se ha mostrado bastante razonable.
—Mi querido lord Oxford, no tenéis que recordármelo. Nada me complacería más que poner fin a esta espantosa guerra. He llorado amargamente al examinar la lista de bajas. Demasiados súbditos míos están perdiendo la vida en esta contienda.
—Es una suerte que tengamos una soberana tan humana.., tan razonable.
—Mi querido lord Oxford, la afortunada soy yo, por tener tan buenos ministros.
Oxford le besó la mano. Comprendió que iba a obtener lo que deseaba con la máxima facilidad.
—Creo que deberíamos tantear a los franceses sobre las condiciones de paz, majestad. Pero, de momento, no deberíamos compartir este secreto. Y menos con lord Marlborough... Su mayor deseo es continuar la guerra y obtener más gloria. Es un soldado brillante, majestad, pero no podemos permitir que pague su gloria con tanta sangre inglesa.
—Estoy totalmente de acuerdo con vos, mi querido señor —suspiró fervientemente Ana.
—Entonces, trabajaremos en secreto durante un tiempo, y creo que puedo prometer la paz a vuestra majestad en un plazo muy breve.
—Nada me haría más dichosa que ver el fin de este derramamiento de sangre.
Oxford inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Acabar con el derramamiento de sangre, pensó, y acabar con Marlborough.
Abigail volvió a la corte después de su breve convalecencia. La reina estuvo encantada de tenerla.
—Querida Masham, ahora tienes un niño y una niña. ¡Qué afortunada eres!
Abigail se sentó a los pies de la reina, mientras hablaban de los hijos. Ana consideró tristemente una vez más la infancia de su pequeño, lo precoz, lo encantador que había sido. Abigail lo había oído ya otras veces y, mientras escuchaba, se preguntaba cuándo recompensaría la reina sus servicios y le daría el título que necesitaba para poder transmitirlo a su hijo.
Ojalá fuese Samuel un poco más audaz. Era un buen soldado, ahora general de brigada, y miembro del Parlamento por Ilchester. Pero carecía de todas las cualidades de un líder. En cuanto a milord Oxford, se estaba apartando progresivamente de ella; pero, a medida que se alejaba él, se acercaba más Henry St. John.
St. John era diferente de Oxford; menos complicado. Todavía un poco calavera, había tenido fama de pródigo y libertino en su juventud. Había sido discípulo de Oxford, pero, ¿estaba quizás un poco molesto por la enorme e inesperada fama de Oxford debida al caso Guiscard? ¿Creía que Oxford olvidaba a sus viejos amigos, ahora que se encontraba seguro en su posición?
Abigail pretendía descubrirlo, muy discretamente. Tal vez Henry St. John y ella podrían trabajar al unísono, como lo había hecho antaño con Robert Harley.
Fue St. John quien le dijo que Marlborough estaba sondeando a Hanover. La reina ya no era joven y estaba constantemente enferma. Cada año se incapacitaba un poco más. Si moría y había un sucesor hanoveriano con la ayuda de los Marlborough, los enemigos de éstos lo pasarían mal.
St. John sonrió maliciosamente a Abigail.
—Y todos sabemos a quién consideran los Marlborough como su peor enemigo: vos, mi querida señora.
Abigail estaba inquieta. Pensar en la muerte de la reina se le antojaba una pesadilla. Todos sus beneficios procedían de la inválida real, y hasta ahora no tenía nada que pudiese transmitir a su familia.
—Es inútil que miremos hacia Hanover —dijo St. John.
—En ese caso, debemos dirigir los pies en dirección contraria —replicó Abigail.
—Hacia St. Germain —murmuró St. John.
La reina estaba llorando. Había recibido la noticia de la muerte de su tío lord Rochester. Envió a buscar a Masham para que la consolase.
—No estábamos en buena relación, Masham, y esto hace que sea aún mucho más trágico. ¡Cuánto lamento las discusiones y discordias en el seno de mi familia!
—Vuestra majestad ha obrado siempre con la mayor bondad —replicó Abigail.
—¡Oh, pero los disgustos, Masham... los disgustos! Cuando pienso en mi pobre padre y en lo que le hicimos, a veces creo que voy a morirme de vergüenza.
—Vuestra majestad hizo lo que creía justo. Él era católico y el pueblo de Inglaterra no toleraría a un católico en el trono.
—Pero me obsesiona, Masham. Todavía me obsesiona, como sé que obsesionó a mi pobre hermana María. Cuando ésta murió, no estábamos en buenas relaciones.
—Creo que lady Marlborough provocó graves diferencias entre vos y ella.
—En efecto. Y mi querida hermana me imploró que me librase de Sarah. ¡Ojalá la hubiese escuchado! Pero entonces estaba ciega, Masham, completamente ciega.
—Vuestra majestad se ha librado ahora de ella.
—Sí, y doy gracias a Dios por ello. Pero pienso en el pasado, Masham. Ahora que me estoy haciendo vieja y me siento con frecuencia enferma e inválida, pienso todavía más.
—Lo comprendo, majestad. A fin de cuentas, aquel joven de St. Germain es vuestro hermanastro.
—Con frecuencia pienso en él, Masham, y quisiera ponerlo todo en orden.
—¿Quiere decir vuestra majestad nombrándolo vuestro sucesor?
La reina contuvo el aliento.
—No iría tan lejos.
—Pero está en vuestra mente y os sentiríais más tranquila si consideraseis esta cuestión.., si la examinaseis...
—No quisiera que lo trajesen a Inglaterra mientras yo viva.
—No, no, majestad. Pensé que tal vez queríais decir que preferís que os suceda él a que lo hagan los alemanes, aunque confío en que esto ocurrirá dentro de muchos años y yo no estaré ya aquí para verlo.
—No me gustan los alemanes, Masham. Además, él es mi hermano.
—Vuestra majestad debería hablar de esto con ministros de su confianza.
—¡El querido lord Oxford! Pero el muchacho debería cambiar de religión. No podemos tener papistas en Inglaterra, Masham. El pueblo no lo aceptaría, ni yo lo deseo. Deberíamos establecer comunicación con mi hermano. Deberíamos hacerle comprender la necesidad de que cambie de religión. Mi padre no quiso hacerlo... aunque veía próximo el desastre. Me pregunto si su hijo será tan obstinado como él.
—Tal vez vuestra majestad desee averiguarlo.
La reina estaba pensativa, casi tanto como Abigail. Había que evitar la sucesión hanoveriana si deseaba permanecer en la corte después de la muerte de la reina, pues parecía que los Marlborough se ponían de parte de los alemanes.
Era imposible vivir perpetuamente de la gloria de una herida de cortaplumas, y lord Oxford se enfrentaba con dificultades en el partido.
Entre los tories había muchos jacobitas y, como el hermanastro de la reina declaró que prefería su religión al trono de Inglaterra, la intriga para colocarlo en primer lugar en el orden sucesorio había fracasado. Marlborough era todavía poderoso y se oponía enérgicamente a la paz; tenía sus partidarios.
El partido tory no tenía la mayoría en la Cámara de los Lores y la única manera de remediarlo era creando nuevos pares. Aquí era donde podía ser útil Abigail para persuadir a la reina. Oxford sabía que lo haría por una recompensa adecuada. Ya era hora de que dejase de ser una señora vulgar.
Samuel Masham figuraba entre los doce pares creados para hinchar la mayoría tory en la Cámara de los Lores. Abigail estaba encantada en secreto.
Ahora era lady Masham, a pesar de proceder de las dependencias de la servidumbre en la casa de lady Rivers. ¡Le gustaría ver ahora a cualquiera de los Churchill mirándola de arriba abajo como a la parienta pobre!
Durante un breve tiempo, sostuvo una amistosa relación con Oxford; pero esto pasó. A él sólo le interesaban sus propios asuntos; Abigail advirtió que, desde su elevación a la posición más alta, se mostraba cada vez más descuidado en su atuendo y sus modales.
Había que dejarlo. Ella no pensaba avisarlo. Mientras tanto estaba creciendo rápidamente su amistad con Henry St. John. Criticaban ligeramente al que fue su amigo, pero había un brillo de comprensión en sus ojos. Oxford estaba haciendo el tonto. Se volvía descuidado.
Oxford charlaba a menudo con la reina. A ella le encantaban esos tête—à—tête con su nuevo ministro, como los que había celebrado antaño con el querido señor Montgomery y el señor Freeman.
Él le hablaba con franqueza e inteligencia y como era lo que ella llamaba bienpensante en cuestiones de la Iglesia y del Estado, la reina se sentía muy a gusto con su ministro.
Cuando Oxford comentó que nunca habría una paz efectiva mientras el duque de Marlborough tuviese tanto poder en el país y en el continente, la reina lo creyó, pues, como el duque era un soldado tan brillante, naturalmente deseaba la guerra.
Un día Oxford acudió ante la reina en un estado de gran excitación que disimuló con una expresión de gravedad.
Traía malas noticias —dijo—. Sabía de fuentes fidedignas que el duque de Marlborough había acumulado una gran fortuna con malas artes.
—¿Qué malas artes? —preguntó Ana, alarmada.
—Desfalco, señora. Hizo una fortuna de sesenta mil libras solamente por contratos sobre el pan durante su servicio en el Ejército. He interrogado a sir Solomon Medina, que controla el suministro de pan al Ejército, y ha confesado de mala gana que pagaba seis mil libras al año al duque como soborno para obtener los contratos. Esto no es solamente un pecado, señora. En realidad, el duque de Marlborough debe de ser uno de los hombres más ricos del reino. Podríamos preguntarnos cómo lo ha conseguido. Tanto él como la duquesa tenían medios para llenar los cofres familiares, y estos medios, aunque sumamente eficaces, podríamos designarlos con el desagradable nombre de desfalco.
—No quiero acusar a la duquesa —dijo rápidamente Ana, recordando la amenaza de Sarah de publicar sus cartas.
—El caso de la duquesa está acabado —la tranquilizó Oxford—, pero no el del duque.
En Windsor Lodge, lord Godolphin se estaba muriendo. Sarah lo cuidaba, mandando en la habitación del enfermo tan imperiosamente como había mandado antaño en la corte de la reina.
Los tiempos habían cambiado. Tenían demasiados enemigos y ella sabía que un Gobierno empeñado en firmar la paz estaría resuelto a desprestigiar a quien se opusiese a ella.
¡Pobre Godolphin! Pero tal vez había que considerarlo afortunado, pues no tendría que luchar por su vuelta al poder. Ahora yacía en su lecho, indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor; era un anciano y, sin embargo, no parecía muy lejano el tiempo en que habían trazados planes juntos.
Sarah salió del dormitorio, pues oyó que llegaba alguien. John había acudido a Windsor.
Ella se dejó abrazar, pero, antes de que él hablase, supo que había ocurrido lo peor. John había perdido. Lo habían destituido. Estaba desacreditado.
Guardaron silencio mientras permanecían abrazados. Ella pensaba amargamente en su propia naturaleza violenta, que los había arrastrado a esta situación; él se culpaba de avaricia. Amaba el dinero por el dinero; lo amaba casi tanto como a la fama y al poder, casi tanto como a Sarah.
Había acumulado una gran riqueza, no siempre por medios legítimos. El fundamento de su fortuna había sido un regalo de cinco mil libras de una mujer entrada en años de la que fue amante. Nunca tuvo reparos en la manera de encontrar dinero. Lo único que le importaba era tenerlo en abundancia.
Ahora estaba al descubierto. ¡Era el hombre que se valió de la guerra para enriquecerse! Todos los convenios con los abastecedores, todos los sobornos y recompensas en oro. Nada podía borrar la gloria de Blenheim y todo lo demás, pero, a pesar de ello, la reina lo había despedido; estaba arruinado.
—No tenemos nada que hacer en Inglaterra mientras viva esta reina, Sarah —dijo.
Ella lo miró, atemorizada.
—¿Vas a marcharte, John?
El duque asintió, pero ella sacudió violentamente la cabeza.
—Tú estarás conmigo —le aseguró él. Entonces se iluminaron sus ojos—. Mientras viva esta reina, estaremos en el exilio, pero no será para siempre.
—¿Y entonces?
—Jorge de Hanover será Jorge I de Inglaterra. Me imagino que nuestros servicios le serán útiles.
—Luego, es un juego de paciencia —observó ella.
—Que nunca ha sido tu mayor virtud, querida.
—Pero estaremos juntos.
—Juntos —asintió él—, jugando a esperar.
Lord Godolphin murió poco después y Marlborough hizo inmediatamente planes para abandonar el país. Sarah se unió a él.