La boda de Masham
Harley, que observaba de cerca los acontecimientos, no estaba seguro de que aquello hubiese sido una gran victoria para los Churchill; en efecto, esperaba que pudiese convertirse en derrota. Habían demostrado a Ana que no tenía libertad para escoger a sus ministros. Había sido un golpe para ella. Con el nombramiento de Sunderland, los tories habían quedado ahora fuera del Consejo Privado; los whigs estaban en el poder y los únicos tories que conservaban sus cargos eran Robert Harley y Henry St. John, dos hombres en quienes Marlborough y Godolphin habían creído poder confiar.
Sarah estaba triunfante, más orgullosa que nunca.
Pero Abigail conocía y compartía la confianza de Robert Harley.
Había dicho a la reina que Samuel Masham le había pedido que se casara con ella, y Ana estaba encantada. Bendeciría el matrimonio, lo cual significaba también una espléndida dote, y no sugirió que se informase de ello a Sarah.
Este detalle era significativo. La relación entre la señora Morley y la señora Freeman no se había fortalecido con la victoria de Sarah.
Parecía no existir razón para demorar la boda de Abigail. Samuel estaba ansioso de que se celebrase y Abigail había dado su conformidad.
El doctor Arbuthnot, médico escocés de la reina, que había aprendido a admirar y respetar a Abigail durante sus encuentros en la habitación de la enferma, se interesaba por la pareja.
—No quisiera ver a vuestra majestad privada de la señora Hill —había dicho—. Es una boda que me complace, pues el hogar de la novia seguirá siendo la cámara de vuestra majestad.
—También a mí me satisface —convino Ana—, pues no podría prescindir de Hill. Y es un gran placer para mí verla feliz. Yo tengo el mejor marido del mundo y mi matrimonio habría sido completamente feliz si hubiese... dado frutos.
—Bueno, esperemos que la señora Hill disfrute de la felicidad y de los frutos, señora.
—Rezaré para que así sea.
—¿Y cuándo se celebrará la ceremonia, señora?
—Debéis preguntarlo a Hill, doctor Arbuthnot —dijo la reina, con benevolencia.
El médico así lo hizo. Abigail le explicó que era difícil saberlo. No podía esperar casarse en las habitaciones reales y deseaba ardientemente que la boda permaneciese en secreto durante un tiempo. Samuel y ella no querían encontrar obstáculos. El doctor Arbuthnot asintió con un gesto. Como Abigail, estaba pensando en la duquesa de Marlborough. Sarah no tenía derecho a oponerse al matrimonio de Abigail, pero era incapaz de considerar el derecho antes de intervenir.
En opinión de Arbuthnot, el asunto de Sunderland no había mejorado la salud de la reina.
—Cuanto más lejos mantengamos de la corte a aquella mujer, tanto mejor será para su majestad —había comentado a su esposa.
Ahora dijo:
—La señora Arbuthnot consideraría un honor que os casarais en nuestro apartamento.
Las vulgares facciones de Abigail se iluminaron de satisfacción.
—¡Oh, doctor, qué amables sois!
—No os preocupéis —dijo el médico—. Nos alegraremos de poder haceros un favor.
Cuando Abigail volvió junto a la reina, Ana advirtió que parecía satisfecha y la joven le contó el ofrecimiento del doctor Arbuthnot.
—Es un buen hombre —asintió Ana—. Esto me complace. Siéntate, Hill. Oh, tendré que acostumbrarme a llamarte Masham. Asistiré a la boda para daros mi bendición, querida.
Abigail tomo la mano hinchada y la besó.
—¿Cómo podré dar las gracias a vuestra majestad?
—Yo tengo mucho que agradecerte, Hill. Eres un consuelo para mí..., un gran consuelo.
Se hizo un momentáneo silencio.
—Señora, Masham y yo creemos que sería mejor guardar en secreto nuestro matrimonio durante un tiempo —observó Abigail—. En primer lugar, podría haber alguien que tratase de evitarlo y, en segundo término, la misma persona podría irritarse por no haberle pedido permiso. ¿Tengo licencia de vuestra majestad para evitar este... este inconveniente?
Ana apretó los labios durante un momento. Abigail se dio cuenta de ello, sin mirarla, y supo que estaba pensando en la duquesa de Marlborough, que recientemente había logrado la victoria de Sunderland; al menos lo que ella consideraba una victoria.
—Creo que es conveniente, Hill, evitar los obstáculos siempre que sea posible.
Se había solucionado el asunto.
Abigail Hill se casaría con Samuel Masham en las habitaciones del doctor Arbuthnot. La reina estaría presente, pero no se informaría del acontecimiento a la duquesa de Marlborough.
La señora Danvers se sentía mal desde hacía mucho tiempo; una mañana se despertó y se dijo: Creo que me estoy muriendo.
Se levantó de la cama y se dirigió tambaleándose al espejo. Tenía la tez amarillenta. Desde luego, se estaba haciendo vieja. Había servido a la reina desde que Ana era una niña y había estado con ella durante los reinados de Carlos II, Jacobo II, Guillermo y María y, ahora, el de la propia Ana. No fueron reinados muy largos, pero en total representaban muchos años.
La vida había sido interesante, al poder ver de cerca los grandes acontecimientos; había tenido muchas prebendas, al menos hasta que su excelencia de Marlborough se había interesado tanto por el guardarropa.
Y hoy podía venir su excelencia a verla, a invitación de la propia señora Danvers. También era posible que no la visitase, pues la duquesa de Marlborough podía hacer caso omiso de lo que era casi un llamamiento de una persona en la posición de la señora Danvers.
—Dios mío —pensó ésta—, nunca me habría atrevido a pedírselo, de no haber sido por la niña.
La niña era su hija, aunque ya no era tan niña y sí lo bastante mayor para tener un puesto al servicio de la reina. Desde luego, habría podido pedirlo a la reina misma, en la seguridad de que la escucharía con simpatía; pero, durante los últimos años, se había adquirido la costumbre de sólo pedir favores a la reina a través de la duquesa. Pues si la reina otorgaba un favor y la duquesa pensaba que no debía otorgarse, Sarah siempre encontraba la manera de evitar que fuese concedido.
Todos los que rodeaban a la reina se habían dado cuenta tiempo atrás de que era la duquesa quien gobernaba.
Nada podía cambiar esto, se dijo la señora Danvers, nada en absoluto. Por eso seguían complaciéndola, a pesar de los modales autoritarios de la duquesa, y se daban cuenta de que era necesario servirla.
Últimamente se había producido un cambio en el círculo real inmediato. La reina se estaba volviendo claramente más incapaz cada día, pero no parecía anhelar la compañía de la duquesa tanto como antes. Siempre decía: «¡Hill! ¡Hill! ¿Dónde está Hill?»
Hubiérase dicho que era la camarera quien había estado a su servicio desde la infancia, por la confianza que depositaba en aquella joven.
A Danvers no le gustaba Hill. La joven era tranquila, no perdía nunca los estribos, nunca replicaba; pero la señora Danvers estaba convencida de que era «reservada». Cuando la duquesa se enfadaba, toda la corte lo sabía; era franca, abierta y le gustaba hablar. Con Hill, era harina de otro costal.
Había que tener cuidado con Hill. Todo el mundo debía tener cuidado con ella. Tal vez incluso la duquesa.
La señora Danvers había estado dando vueltas al asunto desde hacía algún tiempo, pensando cómo explicar por qué ella, la humilde Danvers, se había atrevido a pedir a la poderosa duquesa que la visitase. No podía decirle: «Quiero que cuidéis de mi hija cuando yo me haya ido.» Pero sí que podía decir: «Creo que debo advertir a vuestra excelencia de que algo extraño está ocurriendo entre la reina y Abigail Hill.»
Se vistió despacio y descansó, pues la reina le había dado permiso, tumbándose de nuevo en la cama para ensayar lo que diría cuando llegase la duquesa.
Sarah llegó al castillo desde el pabellón. Quería ver a la reina para hablarle de una tal señora Vain, para quien deseaba un puesto de camarera.
La reina estaba enfadada desde el asunto de Sunderland, pero Sarah había resuelto no permitir que persistiese aquella tontería. Ana no tenía ninguna razón para enfurruñarse, sólo porque Sarah y sus ministros le hubiesen hecho ver que su deber para con el país debía prevalecer sobre sus prejuicios personales.
Si se había negado a dar el puesto a la señora Vain era sin duda por esta razón. Godolphin se lo había pedido y Marl la había recomendado. Aquella mujer sería una amiga para ellos, y Godolphin y Marlborough creían que necesitaban más amigos en la cámara de la reina.
—He instalado a Hill allí —les había dicho Sarah—. Hill nunca olvidará lo que he hecho por ella.
—Hill es demasiado torpe y servil. Apenas se da cuenta de nada —fue la respuesta de Godolphin.
—No, pero está a menudo con la reina y me imagino que nadie se atrevería a hablar contra mí en presencia de Hill, sabiendo que está a mis órdenes y sin duda me lo diría.
—De todas maneras, convendría tener allí a la señora Vain.
—Hablaré con ella hoy mismo —prometió Sarah.
Apenas se entretuvo en saludar a la reina antes de suscitar el tema de la señora Vain.
—Una mujer excelente, señora Morley. Respondo de ella. Sé que os prestaría un buen servicio.
—Estoy segura de que cualquier persona recomendada por la señora Freeman sería excelente.
—Entonces os la enviaré sin tardanza.
—Pero no quiero otra camarera —objetó Ana.
—La señora Vain es una mujer muy agradable.
—Estoy segura de ello, si lo dice la señora Freeman.
—Danvers no tiene buen aspecto últimamente.
—Pobre Danvers; me temo que se está haciendo vieja.
—Habría que darle unas vacaciones. Con la señora Vain a vuestro servicio, no la echaríais de menos.
—Podríamos arreglarnos muy bien sin Danvers durante un tiempo.
—No haría falta arreglaros. Con la señora Vain...
—Pero no quiero una camarera —repitió Ana—. Y cuando tome una, no será una mujer casada.
—Mi querida señora Morley debe tener mucho cuidado con su salud.
—Estoy muy bien atendida y la señora Freeman no debe temer nada a este respecto.
—Pero si falla la salud de Danvers...
—Hill y las otras me cuidan muy bien.
—Os enviaré a la señora Vain y vuestra majestad decidirá.
Ana se llevó el abanico a los labios.
—No quiero una camarera —dijo—. Y cuando la quiera, elegiré una mujer soltera.
Realmente, pensó Sarah, sería demasiado fatigoso tener que luchar por el nombramiento de una nueva camarera. Pero era inútil hablar con Ana cuando estaba de este talante.
Sarah se despidió y fue a su cita con la señora Danvers.
En efecto, la mujer parecía enferma.
—Vuestra excelencia ha sido muy amable al venir —dijo, haciendo una respetuosa reverencia.
—¿De qué se trata, Danvers?
—Me estoy haciendo vieja, excelencia, y me imagino que ya no estaré mucho tiempo en este mundo. Hay un asunto que me preocupa... y consideré que era mi deber exponerlo a vuestra excelencia.
—Bueno, ¿qué es ello?
—No es fácil decirlo, pero estoy preocupada por mi hija. Si me muero, quisiera saber que vuestra excelencia... no la perdería de vista.
—¡Ah! —dijo la duquesa.
—Sí, excelencia. Es una buena chica y os estaría muy agradecida, y espero que comprendáis la ansiedad de una madre.
—Lo comprendo —asintió la duquesa— y, si se presenta una oportunidad, cuidaré de que vuestra hija no sea olvidada.
—Os serviría bien y no sería como alguna que... Por eso he pedido a vuestra excelencia que me visitase.
La duquesa abrió más los brillantes ojos azules y exclamó:
—¿De qué se trata?
—Bueno, excelencia —repuso—, estaba pensando en Abigail Hill.
—¿Qué pasa con Abigail Hill?
—Vuestra excelencia lo hizo todo por ella, pero la joven no os ha correspondido bien. Pensé que mi hija podría...
—¡No me ha correspondido bien! ¿Qué significa esto?
—¿Sabe vuestra excelencia que su mayor empeño es ocupar vuestro puesto cerca de su majestad?
—¡Ocupar mi puesto! ¿Estáis loca Danvers? ¡Ese insecto!
—Es muy taimada, señora.
—¡Taimada! Es... insignificante.
—La reina no opina lo mismo.
—La reina dice que hace buenas cataplasmas. Éste es el límite de la capacidad de la señora Abigail.
—No, excelencia...
La duquesa se quedó sin habla. ¡Que una camarera tuviese la desfachatez de contradecirla! ¡Era increíble!
—Danvers, yo sé de esto más que vos.
—Desde luego, excelencia.
—Estáis desvariando, Danvers.
—Creo... que la mente no me falla, excelencia, y mi única intención era deciros lo que creí que debíais saber.
—Bueno, adelante. No os andéis con rodeos.
—Pasa horas a solas con la reina en el gabinete verde, tocando el clavicordio y cantando.
—Bueno, no veo ningún mal en ello.
—Divierte a la reina con sus imitaciones. Su insolencia os sorprendería. La he oído imitar al señor ministro de Hacienda, al duque y... a vuestra excelencia.
—Si eso fuera cierto, daría un buen tirón de orejas a la muy desvergonzada.
—Os aseguro que es verdad. ¿Creéis que yo, una moribunda, la acusaría en falso?
—Todas las camareras sois iguales. Tenéis celos las unas de las otras. No hace mucho tiempo que creí necesario reprenderos, Danvers, por tomar vestidos de la reina.
—Tenía derecho a tomarlos, excelencia.
—Confío en que no volveréis a coger aquello a lo que consideráis tener derecho.
—Desde que lo ordenasteis, excelencia, no he tocado nada..., aunque...
La duquesa la miró con altivez. Había algo turbio en todo aquel asunto. Danvers quería meter a su hija en la cámara real, de esto no cabía duda. Tal vez por esta razón quería echar a Abigail Hill. Abigail tocando el clavicordio, preparando cataplasmas, vaciando orinales... ¿qué importaba todo esto? Sarah no tenía el menor deseo de ocuparse de tales menesteres. Pero las imitaciones eran una cuestión diferente. ¡La tímida y suplicante Hill! Le parecía imposible. No; Danvers estaba celosa por alguna razón.
—Me alegro de saber que no habéis hurtado nada —dijo la duquesa—. Mientras yo siga aquí, examinaré el guardarropa para asegurarme de que todo esté en orden.
—Excelencia, oí que la señora Hill hablaba de la señora Vain a la reina —dijo la señora Danvers, ya desesperada.
—¿Qué?
—La señora Hill no desea que la señora Vain sea destinada a la cámara de la reina.
—No desea... Pero ¿qué más le da esto a ella?
—Ésta es una pregunta que me gustaría formularle a ella, excelencia, pero juro que la oí hablar con la reina y decir a su majestad que no la necesitaba.
Esto ya tenía más sentido. Hill no quería a Vain. Hill había hablado a la reina de este asunto y persuadido a Ana. Y por esta razón Ana no había querido emplear a Vain en su cámara.
¡Imposible! Ana nunca escucharía a Hill después de que Sarah expresara un deseo. Pero era extraño. Ana se había mostrado muy... obstinada, y por un asunto de tan poca importancia. Se podía comprender la cuestión de Sunderland. Pero una camarera era muy diferente de un secretario de Estado.
La señora Danvers comprendió que había logrado inquietar a la duquesa; al menos la visita no habría sido en vano. Sarah haría lo que pudiese por la hija de la señora Danvers y, al mismo tiempo, empezaría a preocuparse acerca de Hill.
La duquesa se levantó para marcharse.
—No os inquietéis por vuestra hija —dijo—. No la perderé de vista.
—Doy las gracias a vuestra excelencia de todo corazón y confío en que no tomaréis a mal lo que he dicho de Abigail Hill. Sé que es parienta de vuestra excelencia.
—Habéis hecho bien en decírmelo —asintió la duquesa.
Su primer impulso fue ir a ver a la reina y pedirle que confirmase lo que le había dicho Danvers. Pero, después de vacilar un momento, cosa rara en ella, decidió aplazar el asunto y tal vez, mientras tanto, sondearía a Abigail.
—Es una satisfacción, Jorge —dijo la reina, que yacía junto a su marido en la enorme cama de matrimonio—, saber que Hill y Masham nos son tan fieles. Estoy segura de que serán felices.
—Has sido muy amable con ellos, ángel mío.
—Jorge, querido, yaces demasiado plano. Esto te causará ahogos.
Jorge se incorporó un poco.
—El pescado estaba muy bueno —le dijo—, pero repite.
—Deberías controlar la bebida, Jorge. El doctor Arbuthnot siempre te lo dice.
—Lo mismo da, ángel mío.
—Querido Jorge, esos amores me hacen recordar... ¿te acuerdas de nuestros primeros años? ¡Qué felices éramos!
—Lo recuerdo, amor mío. Soy el hombre más feliz...
—Sí, nos enamoramos a primera vista y esto es muy raro en las bodas reales. Ahora Hill se ha convertido en Masham. Nunca me acostumbraré a llamarla Masham, pero esto no importa por ahora, ya que el matrimonio debe permanecer en secreto. Esto me satisface. Y es delicioso ver cómo la adora Masham. Estoy segura de que él se da cuenta de sus buenas cualidades y se considera el hombre más afortunado del mundo..., que es lo que debería ser. Le he dicho a Hill que espero que pronto me traiga su primogénito. Tendré un interés muy especial por el hijo de Hill, Jorge, y espero que tú lo tengas también. ¿No sabes, Jorge?, creo que tú fuiste el primero en advertir lo enamorado que estaba Masham de Hill. Me lo hiciste observar. Es delicioso ver a unos jóvenes enamorados, y cuando los matrimonios son tan convenientes... Creo que aprecias bastante a Masham, Jorge..., lo mismo que yo a Hill, ¿y no es una satisfacción pensar que están juntos en su habitación y que pueden oírnos si los necesitamos? ¿Eh, Jorge?
Pero Jorge dormía ya profundamente. Al cabo de unos momentos empezaría a roncar.
Ana le sonrió; no veía su cara desagradable, con la boca entreabierta, ni oía la fuerte respiración que en cualquier momento podía hacerse dolorosa. Pensó en él como había sido de joven. El querido Jorge, tan apuesto, tan presto a enamorarse.
Era muy agradable pensar en Masham y Hill, su querida Hill, en el apartamento contiguo... y juntos.
Abigail estaba desvelada. Samuel yacía a su lado, agradablemente cansado, satisfecho. ¡El matrimonio!, pensaba. Le daba a uno cierta categoría. Incluso la actitud de su hermana con respecto a ella había cambiado. Alice había asistido a la ceremonia en el aposento del doctor Arbuthnot y se había mostrado francamente envidiosa. Alice estaba engordando; demasiadas comodidades, le faltaba un objetivo en la vida. Se consideraba afortunada por tener una pensión después de un servicio tan corto en la casa del joven duque de Gloucester y, además, un puesto en la casa de la reina que le exigía muy poco. Pero tal vez Alice empezaba a respetar a su hermana por más razones que el hecho de que se hubiese casado.
Era imposible que una mujer estuviese tan a menudo con la reina y no despertase cierta curiosidad. ¡Y qué curiosas eran todas! ¿Por qué había elegido la reina a una joven vulgar e insignificante como Abigail como favorita?
«Hill hace buenas cataplasmas.» «Hill mantiene la boca cerrada.» «Hill escucha y asiente y apacigua.» «Hill es callada. Astuta. Reservada.»
Todas estas cosas decían de ella. Era inevitable.
Y ahora tenía a Samuel.
Samuel era un marido devoto, y ella tenía la suerte de no anhelar un amor romántico. Pero tal vez en momentos tontos lo buscaban todas las mujeres. No importaba que tuviesen ralos y rojizos los cabellos o tupidas ondas del color del trigo, o que fuesen hermosas o vulgares. Todas buscaban el amor romántico.
La duquesa lo había encontrado, sin duda alguna. El duque era el hombre que había elegido: apuesto, cortés y, en aquel momento, el héroe nacional. Sin embargo, la duquesa no estaba satisfecha. No le bastaba con ser una mujer profundamente amada; también debía gobernar el país.
Es parienta mía, pensaba Abigail, y aunque no soy tan guapa como ella, mi ambición corre pareja con la suya.
Supongamos que Harley hubiese sido un hombre libre... supongamos que se hubiese casado con él. ¡Qué unión habría sido la suya! Habría podido compararse con la de los Marlborough. Juntos, habrían ido muy lejos. Algún día, Harley habría sido conde, tal vez duque. Y ella, duquesa; la camarera de la reina se habría echado a temblar, y todas las mujeres le habrían hecho temerosas reverencias, como las que dedicaban a Sarah Churchill.
¿Por qué no? ¿Por qué no?
Porque el destino no había sido tan amable con ella, porque no había nacido hermosa; el hombre al que había conquistado era Samuel Masham, de aspecto y temperamento tan parecidos a los de ella. Robert Harley no sentía nada por Abigail, salvo tal vez regocijo, porque comprendía lo que sentía ella por su primo, y un deseo de cultivar su amistad por las ventajas que esto podía proporcionarle.
Pero la reina la quería. Sí, en los rincones más escondidos de la mente de Ana, Abigail Masham era más importante que Sarah Churchill.
Ésta era su fuerza. La reina la necesitaba de una manera palpable, mientras que su necesidad de Sarah era un mito, una fantasía, un sueño que persistía desde la infancia.
—Sam —murmuró.
—Querida... —fue la cansada respuesta.
—La duquesa ha venido hoy a ver a la reina. He oído decir que preguntó por mí. Quería hablar conmigo.
—Estará enfadada...
—Entonces tendrá que serenarse. Ahora estamos casados, nadie puede alterar esto.
Él le estrechó la mano y gruñó con satisfacción.
Abigail se impacientaba con él porque nunca sería un líder. No tenía verdadera ambición. Tal vez esto era una ventaja, pues le dejaba a ella las manos libres.
Pero Abigail yacía allí pensando en Robert Harley, en sus ingeniosos comentarios, sus divertidos modales, su don de gentes, su ambición.
Él habría sido jefe del Gobierno y ella habría dominado a la reina.
Ahora trabajarían todavía juntos, pero sólo les unía la ambición. Abigail se sentía desolada, defraudada y derrotada.
Había querido a Harley y le habían dado a Masham.
Recordaba los días en que había servido en Holywell House y las ocasiones en que los duques habían residido allí. Eran como amantes; resultaba imposible estar en la casa y no advertirlo. Recordaba cómo reía disimuladamente la servidumbre cuando el duque regresaba a casa después de una ausencia. Solían decir que no perdía tiempo en quitarse las botas para acostarse con Sarah; tal era su impaciencia.
Se amaban tanto que cuantos vivían en la casa lo sabían. Unos amores como aquéllos eran poco frecuentes y duraderos. Y cuando una se daba cuenta, soñaba con sentir aquella emoción y la ansiaba con ardor.
Sarah había sido singularmente afortunada. Tenía una belleza y una vitalidad extraordinarias y contaba con la devoción del hombre al que adoraba. Habría podido ser la mujer más dichosa del mundo si hubiese querido, pues había recibido los dones más preciosos de la vida. Pero no se los merecía.
¡Si yo hubiese tenido su suerte!, murmuró Abigail, y se vio en una gran mansión, y Harley entrando a caballo en el patio, resplandeciente el semblante de amor por ella, como había visto resplandecer el de John Churchill por Sarah.
La campanilla estaba sonando.
—Despierta, Sam; nos necesitan. Es de nuevo el asma del príncipe.
Él gruñó, pero Abigail saltaba ya de la cama.
—No seas tonto, Sam —dijo—. Tienes que alegrarte. No pueden prescindir de nosotros, ¿sabes?, y debes preguntarte esto: ¿Qué seríamos sin ellos?
—Hill —dijo la reina—, pareces un poco cansada.
—Vuestra majestad es muy amable...
—Como Danvers pasa tanto tiempo en la cama, tienes mucho que hacer.
¡Se está ablandando!, pensó Abigail. A fin de cuentas, va a complacer a la duquesa y aceptará a la señora Vain. Si esto sucede, Sarah habrá alanzado otra victoria. Debo impedirlo.
—La señora Danvers tiene una hija a la que quiere colocar —dijo Abigail—. ¡Pobre señora Danvers! Creo que se preocupa muchísimo ahora que está enferma. Se sentiría feliz si pudieseis tomar a la chica a vuestro servicio.
—¡Mi pobre Danvers! Dile que venga a verme cuando se haya recobrado un poco y hablaré con ella.
—Y vuestra majestad, que tiene tan buen corazón, ¿tranquilizaría a Danvers ofreciendo un puesto de camarera a su hija?
—Has sido tú quien me ha informado de este asunto; sin embargo, creo que Danvers no siempre ha sido amable contigo.
—Yo tenía mucho que aprender cuando entré al servicio de vuestra majestad.
Los blancos dedos de Ana acariciaron los mechones de cabellos rojizos de Abigail, que estaba sentada en el taburete a sus pies, como la reina deseaba.
—Eres una buena chica, Hill..., quiero decir Masham. Creo que nunca me acostumbraré a llamarte así. Eso mismo le comenté al príncipe ayer noche, cuando estábamos acostados.
Era imposible mantener en secreto el hecho de que Masham y Abigail Hill compartían unas habitaciones contiguas a las reales. Dormían en la misma cama. Esto sólo podía significar una cosa, pues la reina y el príncipe debían de estar enterados de ello y, si la pareja no hubiese estado casada, Ana no habría consentido nunca aquella situación.
La señora Danvers, que se sentía mejor y se aferraba todavía a la creencia de que su verdadera dueña era la duquesa, pidió a ésta que la visitase otra vez, y ahora Sarah no vaciló. Desde su última entrevista, había decidido hablar con Abigail cuando se encontrasen, pero, para su asombro, descubrió que no se encontraba nunca con ella. Hasta que recibió esta invitación de la señora Danvers no se le ocurrió pensar que Abigail podía evitarla deliberadamente.
—¿Y bien? —preguntó a la señora Danvers.
—Hay rumores acerca de la señora Hill, excelencia... Sobre la señora Hill y Masham.
—¿Qué rumores?
—Que están casados.
—Tonterías. Hill no se habría casado sin informarme de ello.
—Se dice que comparten una habitación cerca de los aposentos de la reina, excelencia..., por si el príncipe los necesita por la noche.
—Jamás había oído una tontería semejante. Hill y Masham no compartirían una habitación a menos que estuviesen casados, y si lo estuviesen, yo lo sabría. Si Hill fuese tan falsa que me ocultase esta situación, la reina me lo diría, y si ocupasen una habitación contigua a la suya y estuviesen juntos en servicio nocturno, su majestad conocería el secreto. Menuda sarta de tonterías.
—Sólo pensé que vuestra excelencia no querría que dejase de comunicarle un rumor tan insistente.
—No os censuro por decírmelo, Danvers, sino por creer esa estupidez. Tengo entendido que vuestra hija está ahora el servicio de la reina.
—Sí, excelencia; la señora Hill la recomendó a la reina.
—¡La señora Hill la recomendó a la reina!
—Sí, excelencia, y su majestad le otorgó bondadosamente el puesto.
Después de ver a la señora Danvers, Sarah se acordó de Alice Hill. Era otra de las indigentes a quienes había tratado bien. Si había algo de verdad en aquella absurda historia, y ahora empezaba a tener sus dudas, lo más probable era que Alice lo supiese.
Hubo un movimiento de nerviosismo entre las doncellas al ver llegar a la duquesa. Una visita semejante debía significar disgustos para alguien, pues dondequiera que fuese la duquesa, menudeaban las quejas.
—Quiero hablar con Alice Hill —ordenó—. Y sin tardanza.
Alice, colorada, alarmada y gorda, se acercó corriendo a la duquesa.
¡Lamentable!, pensó Sarah. He hecho demasiado por los Hill. Me gustaría saber qué está haciendo ésa para ganarse cómodamente la vida.
—Has engordado —observó.
—Lo siento, excelencia —respondió Alice, haciendo una torpe reverencia.
—Demasiada buena comida. —Sarah tomó nota de echar un vistazo a las cuentas para ver cuánto se gastaba en comida para la servidumbre—. Quiero hablar contigo acerca de tu hermana.
—Oh, sí, excelencia.
Alice se ruborizó. ¡Culpable!, pensó la duquesa. Sí, algo se está tramando.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Oh..., excelencia, no estoy segura. Tal vez fue ayer. Está muy delgada, excelencia. Desde luego, ella no os parecería gorda.
—Quiero hacerte una pregunta muy sencilla, Alice Hill. ¿Sabes si tu hermana se ha casado con Samuel Masham?
Alice lanzó un grito ahogado y se llevó una mano a los labios.
—Oh... excelencia...
—¿Se ha casado?
Sarah se adelantó, agarró a la chica por los hombros y la sacudió.
—Sí, excelencia.
Sarah la soltó.
—¿Por qué no se me comunicó la noticia?
—Yo... yo creo que mi hermana pensó que era un asunto de muy poca importancia para una gran señora como vuestra excelencia.
—Ya veo —dijo Sarah—. Pero tendrían que haberme informado de ello.
Abigail no podía evitar a la duquesa indefinidamente, y Sarah, resuelta ahora a hablar con ella, preparó muy pronto un encuentro. Cuando Abigail salía de las habitaciones de la reina, se encontró con que la duquesa la estaba esperando en una de las antecámaras.
—¡Excelencia! —exclamó Abigail, ruborizándose y bajando los ojos.
—He tenido noticias tuyas. Sé que te has casado.
—Sí, excelencia.
—Con Samuel Masham.
—¿Lo conoce vuestra excelencia?
—Sé que es un joven que está haciendo siempre reverencias a todo el mundo y brincando para abrir la puerta a alguien.
—Comprende su humilde posición, excelencia, y desea complacer; sus modales le impulsan a abrir las puertas a las damas.
—Hum —le dijo Sarah—. Un asunto extraño, ¿no? ¿Por qué no había de celebrarse públicamente la boda? ¿Por qué este secreto?
Abigail abrió mucho los ojos.
—No había necesidad de secreto, excelencia. No os lo dije porque creí que estabais demasiado ocupada con asuntos más importantes.
—Olvidaste que yo te traje a la corte, que soy tu bienhechora.
—Es un hecho que nunca olvidaré, excelencia.
—Es tu obligación. Cuando te saqué de la casa de lady Rivers no eras más que una sirvienta. Creo que habría sido de una cortesía elemental decirme que pensabas casarte y pedir mi consentimiento.
—Excelencia, os pido humildemente perdón.
—No estoy contra este matrimonio. En realidad creo que es conveniente. Tú sigues sirviendo a la reina y Masham conserva su trabajo con el príncipe. No habría puesto ningún inconveniente. Desde luego, no fuiste bien educada, o no habrías cometido el error de comportarte de esta manera.
—¿Me perdona vuestra excelencia?
—Olvidaré tu falta, pero procura comportarte mejor en el futuro. Bueno..., ahora eres una mujer casada Esto no gustará a la reina. Le molestará todo este secreto, pero no dudo de que podré explicárselo. Le pediré que os dé mejores habitaciones. Ahora que estáis casados, vuestra condición debe mejorar. Y si vienen hijos, tendréis que pensar en ellos. Pero, a pesar de tu locura y de tu desconsideración para conmigo, informaré a la reina.
—Es que... —empezó a decir Abigail.
—¿Qué? —gritó la duquesa, horrorizada ante la idea de que Abigail, después de cometer la descortesía de mantener en secreto su matrimonio, pudiese ser culpable de otro descarado atrevimiento al interrumpir a la duquesa.
—Yo... yo creo que su majestad ha sido ya informada.
—¡Tonterías! ¿Crees que su majestad no me lo habría dicho?
¿Qué podía Abigail replicar a esto? Bajó los ojos y pareció confusa, pero interiormente se reía. Su excelencia se llevaría una sorpresa.
Sarah estaba revisando las cuentas. Aquella muchacha estaba demasiado gorda. Probablemente ella y sus compañeras de servicio seguían la costumbre de la reina de tomar chocolate por la noche.
El consumo de chocolate no había sido excesivo... Miró la cuenta de la reina. ¿Qué eran estas tres mil libras?
La reina las había pedido para un asunto particular. Como encargada de los gastos personales de la soberana, recordaba muy bien la ocasión.
«Un asunto particular», había dicho la reina, y Sarah estaba demasiado preocupada por la cuestión de la Vain para tratar de descubrir la razón. Debió de ser aproximadamente en los días de la boda de Masham.
Sarah se horrorizó. ¿Sería posible? ¿Había Ana dotado a la joven?
Sería muy propio de Ana. Era generosa. En realidad, la dote no era importante y, naturalmente había querido ofrecerla a una parienta de Sarah. Pero era una cantidad bastante elevada para una camarera. ¿Y por qué lo había mantenido la reina en secreto? ¿Por qué no lo comunicó a Sarah?
Cuanto más pensaba en ello, más segura estaba de que las tres mil libras habían ido a parar a Abigail... y mayor era su inquietud.
Sarah entró rápidamente en las habitaciones de la reina y, con un ademán, despidió a las dos mujeres que estaban de servicio. Abigail debía de haberse enterado de su llegada, pues no se la veía en parte alguna.
Ana, retrepada en su sillón, tomó su abanico y sonrió a Sarah.
—Mi querida señora Freeman.
—Acabo de enterarme de la boda de Hill con Samuel Masham.
—Oh, sí —dijo la reina—. Hill es ahora Masham. Me cuesta recordar que debo llamarla Masham. Así se lo dije al señor Morley ayer noche.
—No comprendo por qué no tuvo vuestra majestad la amabilidad de informarme de la boda.
—Oh, dije a Masham que os informase, pero ella no lo hizo.
—Yo la traje a esta corte. La saqué de la servidumbre. De no haber sido por mí, ¿dónde estaría ella ahora? Sin embargo, se casa y parece que toda la corte lo sabe, menos yo.
Ana se abanicó despreocupadamente. ¿Qué le había pasado? ¿No le importaba haber molestado a la señora Freeman?
—Me parece extraordinario. En el pasado, la señora Morley nunca tenía secretos para la señora Freeman.
—Siempre me gustó compartir los secretos —dijo Ana— sobre todo con vos. Recuerdo que me decía: «Debo contarle esto a Sarah.» Fue antes de que nos convirtiésemos en la señora Freeman y la señora Morley.
—Sin embargo, no me hablasteis de la boda.
—Dije a Masham que os informase... pero ella no lo hizo.
¿Cómo era posible no perder los estribos con semejante mujer?
Sarah aprovechó la primera oportunidad para despedirse de la reina y fue inmediatamente a ver a la señora Danvers.
—Será mejor que me digáis todo lo que sepáis sobre este asunto —gritó.
—¿Está ahora convencida vuestra excelencia de que se celebró la boda?
—Lo he confirmado, y también que el hecho se me ocultó. Ahora, Danvers, debéis decirme todo lo que sepáis.
—Sé que Abigail Hill pasa todos los días un par de horas en el gabinete verde de la reina. El príncipe está también allí, pero duerme la mayor parte del tiempo y, a menudo, Hill está a solas con la reina.
—¿Hablando con la reina?
—Sí, excelencia.
¡Hablando con la reina! Aconsejándole que no aceptase a la señora Vain, sino a una mujer de su elección, a la hija de Danvers en este caso. Y no porque a Hill le interesase la joven Danvers. Su único objetivo era frustrar la elección de Sarah.
—Toca el clavicordio para su majestad, le aplica cataplasmas y le da masajes. Con frecuencia la he visto sentada en el taburete a los pies de su majestad. Si no está allí, su majestad envía a buscarla. Las he oído reír con... las imitaciones.
Sarah frunció los párpados. ¡Ridiculizarla a ella!, ¡Ridiculizar al duque! Oh, era ciertamente una enemiga. Pero la aplastaría.
Pronto nadie de la corte se atrevería a mencionar el nombre de Masham.
—Y desde luego, excelencia, está su primo. Ella lo aprecia mucho y él le hace muchas carantoñas.
—¿Su primo?
—El señor Harley, excelencia.
El corazón de Sarah empezó a latir más deprisa. Con unas pocas palabras, Danvers había cambiado todo el asunto.
—Son muy amigos. Él la llama su primita y muchas tardes ella lo introduce en el gabinete verde y permanecen todos juntos allí: la reina, el señor Harley, Abigail Hill... y el príncipe, pero éste se pasa casi todo el rato durmiendo.
—¿Por qué no me contasteis esto antes?
—Traté de decirlo a vuestra excelencia..., pero vuestra excelencia no parecía querer escucharme.
—Harley con la reina en el gabinete verde, ¿y creéis que no quería enterarme? Estáis loca, Danvers. Chocheáis. ¿Qué más?
—A veces viene el señor St. John con el señor Harley, excelencia. Todos se muestran muy amistosos con Hill.
—¿Cuánto tiempo hace que dura esto?
—No lo sé, excelencia..., pero creo que mucho.
La duquesa se levantó y se marchó. Pocas veces en su vida se había impresionado tanto. Lo que había considerado una metedura de pata social de una camarera maleducada resultaba ser una intriga importante en la corte.
Sarah estaba perpleja. Por primera vez en su vida, no sabía qué hacer. John estaba en el extranjero. Godolphin era un inútil; Sunderland se quedaba siempre al margen. Debía descubrir hasta qué punto la había suplantado Abigail Hill en el afecto de la reina.
Sabía que Ana dependía de su amistad con las mujeres. Siempre había sido así desde su infancia, y María, su hermana, había sido igual hasta que se había casado con Guillermo.
Ana había escogido a Sarah como su preferida, pero a Sarah no le había gustado el afecto empalagoso que le había prodigado; lo había rechazado, disgustada, y sabía que en ocasiones la reina había advertido sus sentimientos. De no haber sido porque Ana era reina, nunca habría establecido una relación como aquélla. Iba contra su naturaleza, y cuantos más años pasaban, más repulsiva le resultaba Ana. Pero necesitaba el favor de ésta; necesitaba gobernar a aquella mujer, si quería que su familia adquiriese la fama y la fortuna que tanto anhelaba.
Había estado ocupada fuera de la corte; era verdad que había evitado a la reina, e insidiosamente, mientras ella descuidaba a Ana, aquella criatura, aquel insecto, poco más que una criada, se había estado introduciendo con sus lociones y sus cataplasmas, su Purcell y sus imitaciones, sus halagos y su solicitud.
—¡Me da asco! —gritó Sarah.
Pero sabía que debía hacer todo lo que estuviese en su mano para poner fin a semejante situación. Ojalá hubiese estado en casa su querido Marl. Con su frío razonamiento, habría sabido cómo actuar. Había veces en que lo había reprendido por su cautela. Pero ahora era precisamente cautela lo que se necesitaba.
¿Qué tenía que hacer? Era inútil ir a ver al viejo loro, que repetiría su «Le dije a Masham que os lo comunicase y no lo hizo». Ésta sería su respuesta a todo.
Tendría que ver de nuevo a Abigail y, si fuese necesario, sacarle la verdad a la fuerza.
Sarah se dirigió a Woodstock. Al menos allí estaba la prueba del respeto que se tenía a los Marlborough. Blenheim iba a ser uno de los mayores palacios del país y se construía para los Marlborough, en honor de la gran victoria del duque.
Era como un bálsamo; pero no podía soportar a Vanbrugh y lamentaba haber aprobado sus planos. Era un hombre arrogante. Hubiérase dicho que la casa estaba destinada a él. Hasta cierto punto, resultaba tranquilizador hostigar a Vanbrugh; pero servía de poco en la actual situación.
Sarah no podía nunca resistir la pluma. Siempre la apaciguaba verter su cólera en palabras, y escribirlas era casi tan consolador como pronunciarlas.
Escribió a la reina, reprochándole su duplicidad. ¿Por qué, por qué, por qué le había ocultado la boda de Masham? ¿Cuál había sido su intención? La señora Freeman, que siempre se había preocupado tanto de la señora Morley, estaba asombrada de que la señora Morley la hubiese tratado de esta manera.
Ana le respondió:
En vuestra última carta, os complacéis acusándome muy injustamente, sobre todo en lo concerniente a Masham. Decís que eludo dar una respuesta directa a lo que debo saber que os causa la mayor inquietud, dándole un giro como si fuese el único asunto del día que causa vuestras sospechas. Lo que os dije es la verdad y no importa cómo queráis llamarlo...
El tono de esta carta, tan diferente de las que Sarah estaba acostumbrada a recibir de su «desgraciada y fiel Morley», hubiese debido poner a Sarah sobre aviso, pero ésta nunca había hecho caso de las advertencias.
Como decía, quería respuestas claras a preguntas directas para saber lo profunda que era la amistad entre Abigail y Ana, si Abigail la había reemplazado en el afecto de la reina y lo que había sucedido en aquellas reuniones en el gabinete verde, entre la reina, Harley, St. John y Abigail Hill.
Escribió a Abigail, exigiendo una entrevista con ella en cuanto volviese de Woodstock a Londres; pero Abigail se mantuvo apartada y la furia de Sarah fue en aumento.
Se imaginó que la «camarera», como la llamaba, se mostraba deliberadamente insolente, sobre todo cuando Abigail fue a visitarla en una hora en que debía saber que no estaría en casa.
—Si esa camarera vuelve por aquí —gritó—, decidle que no estoy.
Pero sabía que, si hablaba con Abigail, sería más probable que averiguase la verdad de la situación, y cuando Abigail le envió una humilde notita pidiendo una entrevista, se la concedió.
La nota estaba redactada con tanto cuidado que Sarah estuvo segura de que Harley la había dictado. Toda la situación se estaba desvelando por fin. Harley y St. John eran enemigos de los Churchill. Siempre lo habían sido, a pesar de la circunspecta y aduladora admiración de Harley por el duque. Estos dos habían unido sus fuerzas para destruir la facción Churchill. Nunca le habían gustado. Lo había dicho cien veces a John. Su marido, al igual que Godolphin, había confiado en Harley. Ella era la única que sabía percibir los caracteres, y había intuido que aquellos dos no eran de fiar.
Y durante todo el tiempo habían conferenciado en secreto con la reina, introducidos por aquella serpiente de Abigail Hill que la traicionaba a pesar de los favores que Sarah le otorgó.
Se enfrentaron en el apartamento de Abigail.
Ah, sí, pensó Sarah; ha cambiado. Ya no es la criatura modesta de antes. Es taimada. Harley la ha instruido bien. Parece muy segura de sí misma.
Permanecía digna, serena y exteriormente cortés, consciente de cuál era su puesto; ahora era Masham en vez de Hill. La favorita de la reina, pero todavía su camarera, en presencia de la gran duquesa de Marlborough.
—¡Al fin te veo! —exclamó Sarah—. Te diré que me asombra tu conducta.
—Lo lamento —respondió gravemente Abigail— y me extraña no poco que vuestra excelencia considerase tan importante mi humilde matrimonio.
—No tu matrimonio, sino el secreto en que lo envolviste. Pero sepamos la verdad. La reina ha cambiado con respecto a mí.
—Vuestra excelencia ha estado mucho tiempo ausente. Habéis tenido muchas ocupaciones; y por si fueran pocas, debíais atender también la construcción de Woodstock.
—No necesito que me digas lo que estoy haciendo. Lo sé mucho mejor que tú. Y digo que por tu culpa la reina ha cambiado en lo que a mí respecta, Masham.
Los ojos verdes de Abigail eran ligeramente insolentes.
—Esto es imposible, excelencia. Una humilde camarera no podría influir en la amistad entre su majestad y la duquesa de Marlborough.
—Sí, con maniobras astutas y secretas.
—Vuestra excelencia me atribuye una diplomacia que, desde luego, está muy lejos de mi alcance.
—Precisamente estoy descubriendo cuál es tu alcance. Has estado con frecuencia en privado con su majestad...
—Como su camarera.
—No eludas la verdad. Has estado con su majestad como... una amiga. No lo niegues. ¿Crees que no la conozco? Te has deslizado como la serpiente en el Edén.
Abigail sonrió.
—Borra esa sonrisa de tu semblante, mujer. Te has ganado con astucia el favor de la reina, y mientras desplegabas tus ardides, tomabas todas las medidas posibles para ocultarlo. Para ocultármelo a mí. Yo he sido amiga tuya durante años... y tú has cambiado la situación.
—Yo no tengo poder para orientar el afecto de la reina.
—Tú..., ¡serpiente! Cualquiera que pueda comportarse como tú lo has hecho demuestra tener, en el fondo, un mal propósito.
—Creo que vuestra excelencia se alarma en vano.
—¡Tú lo crees!
—Sé que la reina os ha querido en el pasado y que siempre será amable con vos.
Sarah casi no podía creer lo que oía. Esta insolente era intolerable. Esa camarera, esa parásita, esa ex criada a quien había sacado de la servidumbre, ¡le prometía ahora la amabilidad de la reina! Por unos instantes, se quedó sin habla. Era increíble. Además, le parecía muy alarmante, pues Abigail sería incapaz de hablar de aquella manera si no tuviera autoridad para respaldar sus palabras.
Sarah se sintió enferma de rabia y de miedo. ¿Qué había sucedido? ¿Era realmente posible que hubiese perdido el favor de la reina... por una camarera?
—¡Tú..., malvada criatura! —gritó, al recobrar el habla y fluir atropelladamente las palabras—. Tú..., eres una culebra, un reptil, un insecto. ¿Cómo te atreves a sonreír?
—Es que un insecto y un reptil son muy diferentes, excelencia.
—¡Oh, qué insolencia! ¡Qué ingratitud! Ojalá no te hubiese sacado de fregar suelos.
—Nunca tuve que fregar el suelo, excelencia.
—¡No me repliques, guarra! Te saqué de la servidumbre. Te traje a mi casa, donde te alimenté y te vestí...
—Como sirvienta sin sueldo, excelencia.
—¡Maldita ingratitud! Te traje a la corte.
—Para que pudiese prestar servicios que vos encontrabais desagradables.
—¡Y te atreves..., tratas de usurpar mi puesto!
Abigail estaba un poco alarmada. La reina no se había librado en modo alguno del hechizo de aquella mujer. No se podía descartar una reconciliación. No debía permitir que el breve triunfo de este momento la indujese a actuar alocadamente. Si lo hacía, el señor Harley no se lo perdonaría nunca.
Volvió a mostrarse sumisa.
—Excelencia, yo nunca intentaría lo imposible.
—Trataste de inclinar a la reina contra el gran duque, contra mí y contra lord Godolphin. Su actitud ha cambiado para con nosotros, y tú tienes la culpa.
—Excelencia, yo no hablo de política con su majestad. Sólo le presto los servicios que vuestra excelencia encuentra demasiado molestos.
Sarah tuvo ganas de gritar: «¿Y Harley? ¿Y St. John? ¿Qué me dices de ellos?» Pero recordó las constantes recomendaciones de cautela de John. En aquel momento, sería imprudente sacar a colación los nombres de aquellos hombres. No; debía trabajar en secreto hasta descubrir lo profunda que era la raíz.
Cuando pensó en Ana, casi se echó a reír. Desde luego, encontraría la manera de recobrar el afecto de la vieja estúpida. ¿No había ansiado siempre que fuesen amigas? Y estaba el asunto de Sunderland, y la cuestión de Vain. Unos indicios que hubiesen debido advertirla. Harley había dicho a Abigail Hill que debían socavar el terreno a los Marlborough, y éste era el resultado.
Gracias a Dios, ahora sabía la verdad. Pero tenía que andarse con cautela. Debía recordar que la criatura que tenía delante, con los verdes ojos bajos y la cara pálida y astuta, no era la persona insignificante y dependiente de ella que había imaginado. Era una mujer taimada e intrigante que se había ganado la consideración de la reina.
Sarah guardó un silencio desacostumbrado y Abigail se levantó al fin, alegando que había abusado ya demasiado del tiempo valioso de su excelencia y no debía molestarla más.
Hizo una respetuosa reverencia y, con los ojos bajos, añadió:
—Confío en que vuestra excelencia me permitirá interesarme de vez en cuando por su salud.
Sarah movió la cabeza, en señal de asentimiento, y Abigail se marchó.
Sarah permaneció sentada.
Después empezó a reír.
—No es posible —dijo en voz alta—. Sencillamente, no es posible.
Pero Sarah fue descubriendo que era posible. Ana había cambiado con respecto a ella y, aunque la reina le escribió que siempre se alegraría de ver a la señora Freeman, se mostraba fría durante sus entrevistas, y, cuando recibía a Sarah, permanecía de pie, de manera que ésta no podía sentarse, lo cual era indicio de que la audiencia debía ser de corta duración.
Sarah no sabía cómo enfrentarse a semejante situación. El tacto no había sido nunca una de sus cualidades. A veces creía que, con un poco de esfuerzo, podría recuperar el afecto de la reina; pero nunca había tratado de ganarse la amistad de nadie, sino que lo había tomado simplemente como algo a lo que tenía derecho.
Incluso cuando escribía a la reina, su falta de tacto se manifestaba en cada línea. Sólo podía dirigirse a ella en tono irritado y de reproche. Atacaba continuamente a Abigail, mientras que Ana la defendía.
Vuestra majestad asegura que esa dama es todo lo contrario de lo que creo yo que es. A lo cual sólo puedo responder que es todo lo contrario de lo que creí que era, y no me cabe la menor duda de que, cuando su amo Harley la haya enseñado un poco más, vuestra majestad y yo —si no me muero muy pronto— llegaremos a estar de acuerdo en nuestra opinión acerca de ella.
comprendía que la manera de recuperar el favor de Ana no era atacando a Abigail.
Entonces acusó a la reina de no ser franca con ella. Ella lo fue siempre y ¿acaso no había admirado siempre la señora Morley esta cualidad en la señora Freeman?
Pero esto era más que una ruptura entre la reina y la duquesa. La corte observaba con interés; el Gobierno, con alarma; y el hombre del momento era Harley, que había indispuesto a la reina con Marlborough y Godolphin.
Harley era tory y la reina siempre había sido tory en el fondo de su corazón. Un ministerio whig sólo podía hacer una cosa, y era librarse de Harley.
Harley había contratado a varios de los grandes escritores de la época a fin de que trabajasen para él. Se distribuían octavillas en toda la ciudad; pero sus enemigos se daban cuenta del valor del arma literaria y había empezado la era de las sátiras.
Los whigs creían que la historia de la amistad de Abigail Hill con la reina podía ser empleada en su beneficio. Creían que era muy diferente de su afecto por la duquesa.
En las calles, se había empezado a cantar la canción whig:
Y cuando la reina Ana de gran renombre
blandió el cetro de Gran Bretaña,
además de a la Iglesia apreciaba mucho
a una sucia camarera.
Abigail escuchaba en silencio; Harley estaba ligeramente molesto, y cuando el duque volvió de sus actividades en el continente para el invierno, captó el peligro de la situación y fue a consultar a Godolphin para decidir lo que se debía hacer.