En las habitaciones de la princesa
Después de casar satisfactoriamente a Henrietta, Sarah estaba buscando un novio adecuado para Anne. Había una familia a la que consideraba digna de integrarse en el triunvirato que había decidido crear: la de los Spencer.
Robert Spencer, segundo conde de Sunderland, era un político astuto y un estadista escurridizo. No gustaba a Marlborough y Sarah lo había aborrecido en el pasado. Había hablado mal de él y de su esposa y logró persuadir a la princesa Ana de que hiciera lo mismo en las cartas a su hermana María cuando ésta estaba en Holanda. Pero ahora estaba segura de que Sunderland era hombre al que no convenía tener por enemigo.
El conde tenía un hijo, Charles, que se había casado hacía algunos años con lady Arabella Cavendish; poco después de la boda de Henrietta, lady Arabella murió y Sarah decidió que Charles necesitaba otra esposa. ¿Por qué no Anne?
Los Spencer eran ricos; cierto que Charles era whig y Marlborough tory; pero Sarah se inclinaba un poco más que su marido hacia el liberalismo y no consideraba que aquello fuese un obstáculo. Charles Spencer se había hecho ya famoso por sus ideas democráticas al declarar que, cuando llegase el momento adecuado, renunciaría al título de lord y sería conocido como Charles Spencer; según Sarah era un whig pedante que censuraba a su padre, cuya conducta había sido a veces muy escandalosa. Pero Sarah se creía capaz de llevar a su yerno por el buen camino.
Tal vez le interesaba más su pintoresco padre. Robert Spencer, segundo conde de Sunderland, había seguido una carrera apasionante. Fingiendo fidelidad a Jacobo II, había llegado a manifestarse como católico para conseguir sus favores, mientras mantenía correspondencia a través de su esposa —un personaje tan fantástico como él mismo— con la corte de Orange, apoyando el plan para traer a Guillermo y a María a Inglaterra.
Sunderland había sido objeto de escándalo más de una vez en su vida. De joven, y con un pasado lleno de placeres detrás de él, decidió sentar la cabeza y casarse, para lo cual eligió a Anne Dibgy, hija del conde de Bristol, un matrimonio que parecía doblemente ventajoso ya que la joven no era solamente bella, sino también rica. Pero, antes de que pudiese celebrarse la boda, Sunderland desapareció, porque, según explicó después, no tenía valor para casarse; sin embargo, le obligaron a volver y se realizó la ceremonia. Su esposa era una intrigante que, lejos de desanimarse por la conducta del novio, la aceptó de buen grado, pues le daba la oportunidad de seguir su propia animada vida. Pronto se lió con Henry Sidney, tío de su marido y uno de los hombres más atractivos de la corte, que se había ganado a pulso el sobrenombre de Terror de los Maridos. El duque de York sospechó incluso que hacía el amor a la primera duquesa Anne Hyde, y lo excluyó de la corte durante un tiempo por este motivo.
En cambio, Sunderland no se sentía agraviado por la infidelidad de su esposa. Ambos habían convenido en que una de las maneras de conseguir favores en aquellos tiempos era agasajar a las amantes del rey, y así lo hicieron, ofreciendo fiestas suntuosas que, por ser en honor de aquéllas, atraían al rey a su mesa. Cuando Carlos se enamoró de Louise de Keroualle y ésta quiso una garantía de seguridad antes de entregarse, fue lady Sunderland quien arregló lo que dio en llamar una «boda» para el rey Carlos y la francesa, que se celebró en la casa de los Sunderland.
Pero, con el fallecimiento de Carlos y la subida al trono de Jacobo, había que decidir por quién tenían que inclinarse. Sunderland era un oportunista y, por esto, mientras fingía apoyar a Jacobo, estaba en relación con Guillermo de Orange, de manera que podía hallarse en condiciones de elegir lo que le resultase más ventajoso.
Guillermo era astuto y no confiaba en Sunderland; en realidad, nadie confiaba en él. Sin embargo, era un hombre con quien se debía contar. Cuando murió la reina María, Guillermo no estaba seguro de que sus súbditos siguieran aceptándolo como rey. Fue Sunderland quien arregló hábilmente una reconciliación entre el rey la princesa Ana, lo cual fue la mejor manera de apaciguar a los que estaban contra Guillermo, según comprendió él mismo más tarde.
Sunderland era un hombre inteligente y, si Guillermo no podía prescindir de él, Sarah pensó que los Marlborough no serían una excepción.
Sarah consideró las posibilidades de una alianza. El hijo, Charles Spencer, sería un excelente partido. Robert Spencer, el hijo mayor de Sunderland, había muerto hacía unos diez años tras llevar una vida disoluta; Charles era pues el heredero. Hubo un tercer hijo, muerto en su infancia, y cuatro hijas, dos de las cuales también habían muerto. Las considerables riquezas de los Spencer irían a parar a manos de Charles; éste era un político sagaz, y Sunderland, uno de los hombres más influyentes del país. En consecuencia, era necesaria la unión con los Spencer.
Cuando Sarah lo comunicó a su marido, éste se sintió intranquilo.
—¿Charles Spencer para nuestra pequeña Anne? —preguntó.
—¡Pequeña Anne! ¿En qué estás pensando Marl? Todavía la ves como una niña. Y no lo es, te lo aseguro. Pronto tendrá la misma edad que tenía Henrietta cuando se casó, y mira lo buena que ha sido esta boda.
—No me gusta Charles Spencer.
—¿Y por qué habría de gustarte? Tú no vas a casarte con él.
—Pero nuestra hijita...
—Gracias a la educación que le hemos dado, sabrá cuidar de sí misma. No temas por ella.
—No —replicó Marlborough—, no me gusta.
Sarah suspiró. No sólo tenía que arreglar el difícil enlace, sino lograr también que su esposo lo considerase necesario.
Puso manos a la obra de manera infatigable, como siempre.
Como Marlborough no deseaba la boda, Sarah sondeó personalmente a Sunderland, quien captó inmediatamente la importancia de lo que ella trataba de hacer.
Dios mío, pensó Sunderland, tienen ya a Godolphin. Con Marlborough y yo, los tres seríamos invencibles.
Para satisfacción de Sarah, se mostró francamente entusiasmado.
—Mi hija es una niña muy hermosa y encantadora —dijo Sarah.
—Con una madre como la suya, estoy seguro de que debe serlo —respondió Sunderland.
Sarah rechazó la lisonja con impaciencia.
—Sin embargo, lord Marlborough no es muy partidario de este enlace.
—¿Podéis decirme por qué?
—Oh, lord Spencer es whig y mi señor es tory en cuerpo y alma.
—Mi hijo seguirá mi consejo en todas las cuestiones de importancia.
¿Lo haría?, se preguntó Sarah. Recordó cómo había censurado el remilgado liberal la conducta de su padre. Pero este punto carecía de importancia. Si Sunderland no podía gobernar a su hijo, ella dominaría a su yerno. Lo principal era mantener unidas a las tres familias más poderosas.
—Contaré a lord Marlborough lo que habéis dicho —respondió—. Supongo que esto influirá en su decisión.
Estaba eufórica. Sunderland parecía tan ansioso de cerrar la alianza con los Churchill, que Sarah creyó que la ayudaría en su trabajo. Sería mucho mejor que él mismo persuadiese al sentimental Marl de las ventajas de la boda. La recomendación sería mucho más eficaz viniendo de él.
—Tal vez deberíais hablar con mi señor Marlborough —sugirió a Sunderland—. Le interesará oír vuestra opinión sobre el asunto. Ahora tengo que ir corriendo junto a la princesa, pues veo que se me ha hecho tarde.
Sunderland se despidió de ella y Sarah pensó que le habría gustado mucho estar presente cuando hablase él con su marido. Pero tenía sus deberes. Siempre sus deberes. Aquellas pequeñas tareas triviales que siempre la obligaban a volver escapada al dormitorio de la princesa.
Tendría mucho más tiempo para hacer cosas realmente útiles si pudiese delegar aquellos sencillos trabajos caseros en alguien en quien pudiese confiar. Lo que necesitaba era una persona insignificante que pasase inadvertida a la princesa; alguien que cumpliese las órdenes en silencio, con eficacia y sin llamar la atención. ¡Abigail Hill!
¿Por qué no se le había ocurrido antes? Abigail era precisamente la persona que necesitaba. ¡Y vaya un ascenso para Abigail! De jefa de las doncellas a camarera particular de la princesa. La muchacha estaría agradecida a su amable bienhechora hasta el final de sus días. Querría corresponder a tanta amabilidad de la única manera que tendría a su alcance: trabajando en interés de lady Marlborough durante el resto de su vida.
—¡Abigail Hill! —exclamó lady Marlborough, en voz alta—. Desde luego. ¡Abigail Hill!
Como jefa de las doncellas, Abigail tenía ocasiones de ver a sus hermanos. Alice estaba encantada con un empleo que le daba doscientas libras al año; una cantidad considerable y muchas diversiones.
Abigail se dio cuenta muy pronto de que Alice adoraba al duque de Gloucester, lo mismo que todo el personal de la casa. Era un muchacho extraordinario, con su cuerpo delicado y su activa mente, su gran interés por los asuntos militares, su ejército de noventa muchachos a los que instruía y pasaba revista a diario, sus dichos graciosos, su capacidad de predecir sucesos, pues, según declaraba Alice, había anunciado la muerte de su vieja niñera, señora Pack, y de esto hacía años, antes de la muerte de la reina María.
—La princesa —explicó Alice— viene a menudo a visitarlo y a veces la acompaña la prima Sarah. Es verdad, Abigail, que la princesa adora a nuestra prima; dicen que ésta la gobierna en todo.
—Es muy raro —murmuró Abigail—. Siendo ella... ¡una princesa!
—Bueno, nuestra prima es hermosa, audaz e inteligente.
—Descarada, diría yo —murmuró Abigail—. Nunca había conocido a una mujer tan fresca.
—Al menos tenemos que estarle agradecidas. Recuérdalo.
—No temas, Alice. Nunca permitirá que lo olvidemos.
—Mira, Abby, yo me enorgullezco de ser pariente suya.
Abigail asintió con un gesto y no dijo nada.
Cuando vio a su hermano John, éste habló con entusiasmo de la casa del príncipe de Dinamarca.
—Es amable —fue el veredicto de John— y siempre está a punto de quedarse dormido. Alguien dijo de él que solamente el hecho de que respira anuncia que está vivo; en todo lo demás, es como si estuviese muerto. Desde luego, habla muy poco, pero tendrías que verlo comer... y beber. Y siempre responde: «Est-il-possible?» En la casa lo llaman el Viejo Est-il-Possible. Pero raras veces se enfada y a todo el mundo le gusta trabajar para él, lo mismo que para la princesa.
—¿Está él a menudo con la princesa?
—Sí. Pero cuando la visita, se queda dormido. Entonces, ella habla con nuestra prima, que siempre la atiende.
Resultaba curioso que la conversación volviera siempre sobre Sarah.
—¿Qué piensa él de nuestra prima Sarah? Debe de irritarle su influencia sobre la princesa.
—Él no se irrita nunca. Tiene el carácter más dulce del mundo. Además, la princesa adora a nuestra prima y, por esta razón, él la aprecia también.
Abigail reflexionó sobre este punto y pensó que nunca comprendería que una persona tan altiva y que no se esforzaba en absoluto en hacerse agradable pudiese ser tan admirada.
Pero cuando estaba frente a su prima, se daba cuenta del poder de Sarah. Así ocurrió un día en que un mensajero le llevó recado de que lady Marlborough deseaba hablar con ella inmediatamente.
Abigail fue enseguida al aposento de Sarah, que se comunicaba por una escalera con las habitaciones de la princesa, y se encontró con que su prima la estaba esperando con impaciencia.
—¡Ah, Abigail Hill!
Sí, estaba magnífica; su belleza, su vitalidad, su voz enérgica, su risa súbita y ronca, su actitud autoritaria.
—¿Me habéis mandado llamar, lady Marlborough?
Sarah asintió con un gesto.
—Tengo buenas noticias para ti. Te has portado bien en tu trabajo y haré que te recompensen por ello.
—Vuestra señoría es muy buena conmigo.
Abigail no dio muestras de su aprensión. ¿Cuál sería su recompensa? ¡Ojalá no fuese volver a St. Albans!
—Sé que puedo confiar en ti. Voy a ponerte más cerca de la princesa.
—¿De... veras?
Se había ruborizado ligeramente. Se dio cuenta de que esto debía manifestarse en su nariz, con lo que parecería todavía menos atractiva que de costumbre.
—Sí —prosiguió Sarah—, sé que sabes ser discreta. Serás camarera de la princesa y harás pequeños trabajos para ella..., ir a buscar y traer cosas cuando lo pida. Es un puesto muy agradable, en cierto modo parecido al mío. No sólo estarás cerca de la princesa, sino también cerca de mí.
—No sé cómo daros las gracias, lady Marlborough.
—Me las darás trabajando bien. La princesa necesita que le traigan lo que quiere sin pedirlo. Tienes que prever sus necesidades. Cuidar de que su plato de dulces esté siempre lleno, de que tenga siempre las cartas al alcance de la mano, sin que falte ninguna, y sustituirlas en caso necesario; también debes asegurarte de que su ropa esté siempre preparada y tener los guantes a punto cuando los necesite. Al mismo tiempo, debes comportarte como si no estuvieses allí. A su alteza no le gustan las intromisiones. ¿Comprendes?
—Sí, lady Marlborough.
—Me alegro. Me relevarás en las tareas que antes hacía yo y para las cuales ya no tengo tiempo. En realidad, tendrás que hacer que parezca que yo estoy allí cuando no esté. Sólo hablarás con la princesa cuando ella te dirija la palabra, aunque dudo de que lo haga. Con el tiempo descubrirás lo que se exige de ti. Ahora voy a llevarte a presencia de su alteza y le explicaré que harás las tareas más sencillas de sus aposentos. No hables a menos que ella te pregunte. No lo olvides. Tendrás que recordar que estás en presencia de una persona de sangre real. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, creo que sí.
—Muy bien. Entonces, ven conmigo.
Sarah entró imperiosamente en las habitaciones de la princesa, donde Ana estaba sentada a su mesa escribiendo una carta.
—Mi querida señora Freeman —dijo, levantando la cabeza y sonriendo. Miró más allá de Abigail, como si la joven no estuviese allí—. ¡Cuánto me alegro de veros! ¿Podéis sellar esta carta por mí?
—Lo hará Abigail Hill, señora Morley. La he hecho venir para que os sea útil.
—Abigail Hill —murmuró la princesa.
—La parienta pobre de quien os hablé. Desempeñará el cargo de camarera. Ya veréis que es un una criatura buena y modesta.
—Me alegro mucho, querida señora Freeman.
—La he instruido a fondo para que no tengáis ninguna dificultad en esto. Ella sellará vuestras cartas. Os servirá sin molestaros en absoluto. Es lo que le he enseñado a hacer.
—Sois muy buena, querida.
—La señora Morley sabe que puede confiar siempre en la señora Freeman para que cuide de su bienestar.
—Lo sé, lo sé.
Sarah hizo una seña a Abigail para que sellase la carta. Abigail sintió que tenía entumecidos los dedos; entonces se dio cuenta de que ni Sarah ni la princesa se fijaban en ella. ¡Qué extraño!, pensó; la carta iba dirigida al rey. Ella, la insignificante Abigail Hill, estaba sellando una carta de la princesa al rey, y lo que se decía en ella podía tener un peso decisivo en la historia. Nunca se había sentido tan importante en su vida como en aquel momento. Sarah estaba hablando a la princesa de su hija recién casada, Henrietta, y de que Anne estaría pronto en edad de casarse también. La princesa asentía con la cabeza, arrullaba y, de vez en cuando, hablaba de «mi chico» en un tono tan afectuoso que a Abigail le pareció que era muy humana y mucho menos de temer que lady Marlborough. Hubiérase dicho que Sarah era la reina y Ana la súbdita.
Cuando hubo sellado la carta, la dejó sobre la mesa.
—Ve a tu trabajo —le ordenó Sarah—. La señora Danvers te explicará todo lo necesario. Hace años que sirve a la princesa. Pero si hay algo que creas que pueda necesitar, debes preguntarme a mí si puedes dárselo. Lo más importante es que te acuerdes de no molestar a la princesa. Ella no quiere verte ni oírte.
—Querida señora Freeman —murmuró Ana—, ¿qué haría yo sin vos?
Sarah se congratuló de su astuta maniobra, al poner a Abigail al servicio de la princesa. Abigail sería reconocida como una mujer a las órdenes de Sarah, que tendría que velar por los intereses de su bienhechora. Además, Abigail era eficaz, ya lo había demostrado en St. Albans. Y más importante aún, no era ambiciosa. Se mantendría en su lugar y no trataría, como hacían otras, de obtener favores de la princesa. Era tan vulgar (aparte de la nariz, pensó Sarah, divertida) y tan silenciosa que la gente apenas se daba cuenta de su presencia.
Sarah lo había comprobado, preguntando a la princesa qué pensaba de la nueva camarera.
—¡Oh! —había respondido Ana—, ¿hay una nueva camarera?
—Mi querida señora Morley, ¿no os acordáis de que os la presenté?
—Me habéis hecho tantos favores, señora Freeman, que no podéis esperar que los recuerde todos.
—Lo único que espero es que no os moleste como algunas de esas atrevidas malas piezas.
—Estoy segura de que no, pues ni siquiera me he enterado de que estaba aquí.
—¿Y os ha faltado algo? ¿Habéis tenido todo lo necesario?
—Mi queridísima señora Freeman, estoy muy bien atendida... gracias a vos. Oh, sí, sé que tengo que estaros agradecida por lo bien que cuidáis de mi casa.
Nada podía haber complacido más a Sarah.
Abigail también estaba contenta. Recibía instrucciones de la señora Danvers, realizaba su trabajo sin ruido y con eficacia, y sabía que, aunque a menudo estuviese en presencia de la princesa, ésta, tal vez porque era corta de vista o quizá porque Abigail era simplemente una mujer más para ella, no la tenía en cuenta como individuo, aunque siempre recompensaba con una amable sonrisa cualquier servicio a su persona.
Era una vida agradable. El hecho de estar cerca de la corte atraía en gran manera a Abigail. Escuchaba todo lo que se decía; le gustaba oír historias de la corte del rey Carlos II y del drama que siguió a su muerte. Había muchos que recordaban muy bien cómo Monmouth había reclutado un ejército y, haciéndose llamar rey Monmouth —¿o eran otros los que lo habían llamado así?—, había intentado quitarle la corona a Jacobo. Decían que Guillermo había viajado a Inglaterra desde Holanda porque le invitaron a ceñirse la corona, y que su esposa María lo había seguido, y que ella y su hermana Ana habían roto el corazón de su padre.
La princesa a quien servía era la misma mujer que desafió a su padre y ayudó a enviarlo al exilio, difundiendo historias según las cuales su propio hermanastro no era hijo de su padre, sino una criatura espuria metida en la cama de su madrastra mediante un calentador.
Abigail tenía la impresión de estar viviendo cerca de la historia, pues podía decirse que personas como la mujer rolliza y de aspecto perezoso a quien servía hacían historia.
Tal vez su propia prima, Sarah Churchill, la hacía también, pues sería ella quien diría a Ana lo que tendría que hacer si, como era probable, llegaba a ser reina. Entonces, ¿por qué no había de participar Abigail Hill en los acontecimientos?
La vida se había hecho de pronto más excitante de lo que jamás creyó posible. Incluso tenía la impresión de que no era tan poco atractiva como siempre le dieron a entender.
Alice le envió un mensaje diciéndole que el joven duque de Gloucester haría desfilar su ejército por los jardines del palacio de Kensington y que, como el rey iba a pasarles revista, sería una ocasión especial y se celebraría una pequeña fiesta. ¿Por qué no iba a verla Abigail? John estaría allí, y también un amigo de Alice. Sería una oportunidad única de ver de cerca al rey.
Por consiguiente, Abigail pidió permiso a la señora Danvers, la cual se lo concedió de buen grado. Era raro, había comentado la señora Danvers, encontrar una camarera como Abigail Hill, que se movía de un lado a otro tan silenciosamente que nadie se daba cuenta de que estaba allí y, sin embargo, cumplía con su cometido perfectamente. Un poco de diversión no le vendría mal, pensó la señora Danvers, pues, aunque la muchacha era bajita y vulgar, también era joven.
Abigail, limpia y discretamente ataviada con su vestido gris y su corta capa negra, encontró a Alice, quien lucía un traje de seda rojo, que permitía ver la enagua de satén negro con una cenefa de calicó blanco; también llevaba un pañuelo negro de seda y una capucha negra con lunares rojos.
Abigail la reconoció a duras penas y sospechó que gastaba buena parte de su salario en ropa, en vez de ahorrar. John mostraba también su afición a las galas en su chaqueta parda frisada, los pantalones del mismo color y el chaleco más claro. Llevaba una peluca recién rizada y tenía muy buen aspecto. Abigail habría parecido incongruente entre una gente tan elegante, de no haber sido por el hecho de que John había traído a un amigo que vestía tan sencillamente como la propia Abigail.
—Te presento a Samuel Masham —dijo John—. No sé si ya habrás conocido a mi hermana, Sam, pues ahora está al servicio de la princesa.
Samuel Masham se inclinó sobre la mano de Abigail. Por lo visto, conocía ya a Alice.
—Yo estoy al servicio del príncipe de Dinamarca —explicó.
Abigail le preguntó si estaba contento con su trabajo y él respondió que mucho.
—Es una suerte entrar al servicio de la realeza —dijo—. Sobre todo en mi caso, pues soy el menor de ocho hermanos.
—Y creo —intervino Abigail— que su alteza es un señor muy indulgente.
—El mejor del mundo.
—La princesa es también muy amable.
—Oh, sí; desde luego, hemos tenido suerte.
—A mí no me gustaría estar al servicio del rey —observó John.
—¡Ni a mí! —exclamó Alice—. Me han dicho que, cuando se despierta de malhumor, la emprende a garrotazos con los que tienen la desgracia de servirlo.
Los cuatro se echaron a reír y John añadió:
—Los más listos se apartan de él hasta que se acaba el día; entonces se vuelve más blando.
—Esto se debe a la ginebra holandesa que bebe en la Hampton Banqueting House —explicó Alice—. ¡Es un hombre muy raro! Dicen que le remuerde la conciencia porque fue infiel a la reina María y ésta dejó una carta censurándole por ello. ¡Quién hubiese creído que podía tener una amante!
—¿Has visto alguna vez a la condesa de Orkney? —preguntó John.
—Sí —respondió Alice—. Es muy rara. Tiene unos ojos muy peculiares. La llaman Betty la Bizca. Sin embargo, dicen que es la única amante que ha tenido, y algunos aseguran que todavía se ven, pero sólo cuando él viaja a Holanda.
Abigail y Samuel Masham no decían nada, se limitaban a escuchar en silencio la conversación de los otros dos. Parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo, y Abigail tenía la impresión de que Samuel lo estaba absorbiendo todo, al igual que ella, pero no deseaba que sus hermanos supiesen lo que estaba pensando.
—Deberíamos ocupar nuestros puestos —sugirió Samuel—. La función está a punto de empezar.
No tocó a Abigail, pero estaba cerca de ella. La muchacha percibió su interés y le pareció extraño que un joven se interesase más por ella que por Alice. Era algo que nunca le había sucedido.
El rey había llegado y se había sentado en una tribuna levantada con este fin. Desde luego, el joven duque de Gloucester no perdonaba esfuerzos.
Abigail no podía apartar la mirada del rey Guillermo de Orange, aquel hombre marcado por el destino, sobre cuya cabeza se decía que habían sido vistos, el día de su nacimiento, tres círculos de luz, en representación de las coronas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, que estaba destinado a heredar. No tenía aspecto de héroe. Era cargado de espaldas y la espina dorsal estaba visiblemente encorvada; era de baja estatura y delgado, sus piernas parecían las de un pájaro, tenía grande y aguileña la nariz, pequeños los ojos, seria la boca y pálido el semblante, y la peluca parecía demasiado grande para un personaje tan menudo. No era de extrañar que la gente lo recibiese con un silencio que resultaba casi hosco. No era hombre capaz de inspirar aclamaciones, a pesar de toda su inteligencia.
—He oído decir que con frecuencia escupe sangre —murmuró Alice—. Parece un cadáver. No puede durar mucho en este mundo.
—Despidió al doctor Radcliffe por decir que no querría tener sus dos piernas a cambio de sus tres reinos —añadió John.
—A mí me parece que el rey Guillermo no nos gobernará mucho tiempo más —prosiguió Alice.
Pronto no habrá un rey Guillermo, pensó Abigail. Bueno, entonces vendrá la reina Ana. Es extraño pensar que esa mujer gorda y apacible pueda gobernar un gran país. Aunque, en realidad no lo gobernaría ella; sería Sarah Churchill quien dominase a la reina... la prima de Abigail. Se sintió casi mareada de estar tan cerca de personas con semejante poder.
—Aquí viene el joven duque con su ejército —anunció Samuel en voz baja.
Y allí estaba el ejército más estrafalario que jamás hubiese desfilado por el parque. Noventa muchachos de diferentes tallas, con mosquetes de madera sobre el hombro y espadas pendientes del cinto, y todos con brillantes uniformes.
Hubo exclamaciones y risas de los espectadores cuando el duque de Gloucester gritó las órdenes a su compañía.
—¡Alto! ¡Presenten armas!
Allí estaba, un personaje tan raro como el rey con su brillante uniforme, su frágil cuerpecito y su enorme cabeza, realzada por la blanca y rizada peluca. Debajo de ésta, la cara estaba animada y alerta los ojos, pues, aunque padecía de agua en el cerebro, el muchacho era inteligente y sus dichos se citaban no solamente en la corte de la princesa, sino también en la del rey.
Su afición a los soldados había empezado en los días en que lo llevaban por el parque en un cochecito fabricado especialmente para él, y nunca la había abandonado; y como lo mimaban no sólo sus padres sino también por el propio rey, se le permitía reclutar su pequeño ejército y proveerlo de uniformes y de imitaciones de armas de guerra.
Se disparó un pequeño cañón en honor al rey y Guillermo, portándose para la ocasión con una tolerancia que mostraba raras veces, caminó delante de las filas con el pequeño Gloucester a su lado, para inspeccionar la tropa.
—No me habría perdido esto por la corona del rey —murmuró Alice.
Abigail no respondió; estaba pensando en el débil rey y en el débil muchacho y maravillándose de la extrañeza de los acontecimientos.
¡Qué raro sería si ella se convertía en servidora de la reina de Inglaterra!
La función había terminado; el duque de Gloucester había dispersado su ejército y el rey conducía al joven al palacio de Kensington. Hablaban gravemente mientras caminaban y los espectadores lanzaron incluso pequeñas aclamaciones al rey, entre otras más entusiastas dedicadas al joven Gloucester. Éste correspondió gravemente a los vítores, cosa que no hizo el rey; todos los ojos estaban fijos en el pequeño personaje de brillante uniforme y con la cinta azul de la Jarretera sobre el pecho. Era evidente que lo aceptarían de buen grado como príncipe de Gales cuando llegase su hora, y esto sucedería cuando muriese Guillermo.
Los grupos se estaban dispersando y Abigail advirtió que Samuel Masham estaba a su lado. Alice y John se habían reunido con algunos amigos de la servidumbre real y estaban charlando y riendo con ellos.
—Estás muy seria —comentó Samuel.
—Estaba pensando en lo enfermo que parece el rey.
—Se está muriendo desde hace muchos años —le dijo Samuel.
—No puedo creer que viva muchos más.
—Tiene un gran temple detrás de su aspecto enfermizo.
—Sí, pero esto no puede mantenerle vivo mucho tiempo más.
—¿Estás contenta con tu puesto? —preguntó él.
—He tenido mucha suerte al conseguirlo. ¿Sabías que lady Marlborough es prima mía?
Él asintió con la cabeza y sonrió.
—Bueno, decidió colocarnos a todos... y lo hizo.
—Siempre consigue todo lo que se propone.
—Necesitaba colocarnos. Lo descubrí hace pocos días. Alguien oyó decir que tenía unos parientes pobres, y a ella no le interesaba que la gente lo supiese; por consiguiente, cuidó de todos nosotros. Un hermano en la Aduana, otro al servicio del príncipe, Alice en la casa del duque de Gloucester, y yo, ahora en la de la princesa.
—Tu puesto es el más interesante.
—Opino lo mismo que tú.
—Seguramente nos veremos de vez en cuando, pues el príncipe y su esposa están en muy buenas relaciones y con frecuencia les llevo mensajes.
—Espero que así sea —dijo Abigail, y se sorprendió de la sinceridad de su deseo.
Samuel Masham no era guapo ni gallardo; pero era un poco como ella... Tranquilo, modesto, deseoso de complacer, contento con su trabajo, resuelto a conservarlo gracias a su humildad más que a su desfachatez, y un poco asombrado de que un cargo tan importante hubiese caído en sus humildes manos.
Le interesaba Abigail y empezó a hacerle preguntas personales; ella le contó francamente la bancarrota de su padre y el estado desesperado de la familia hasta que la prima Sarah acudió en su auxilio.
—Fue demasiado tarde para mis padres —dijo, con voz tranquila. Él buscó en sus palabras un deje de amargura, pero no lo encontró.
Entonces decidió que Abigail Hill era una mujer extraordinaria. Nunca se estaba del todo seguro de lo que estaba pensando y sin duda sería absolutamente discreta.
Ella le contó los meses pasados en St. Albans y, aunque no refirió las humillaciones que padeció, él comprendió la situación. Abigail tenía los labios apretados y no le cupo duda de que se resistiría a volver allí.
Abigail no le preguntó nada, pero él le contó algo de su infancia.
—Cuando eres el más joven de ocho hermanos, no tienes perspectivas muy brillantes —dijo—. Creo que tuve mucha suerte al conseguir un puesto en la corte.
—¿Y cómo lo encontraste?
—Mi padre tiene una relación lejana con la princesa Ana, porque Margaret, condesa de Salisbury, es parienta nuestra. Por esto tuve una oportunidad. Fue buena cosa marcharme de casa.
—¿Eras desgraciado allí?
—Casi. Mi madre murió cuando yo era pequeño y mi padre se casó de nuevo. Lady Damaris Masham es muy inteligente. Escribe sobre teología. Todos nos enorgullecemos de ella, pero la convivencia era difícil. Entonces tuvo un hijo y, naturalmente, le prestó casi toda su atención.
—Comprendo —asintió Abigail—. Conque aquí estamos los dos... llegados al mismo lugar por diferentes caminos.
Habían estado paseando tranquilamente por el parque en dirección al palacio, donde Abigail debía incorporarse al servicio de la princesa y Samuel al del príncipe George.
Pero antes de despedirse acordaron verse de nuevo.
Abigail se encontró a solas con la princesa Ana, lo cual no le sucedía con frecuencia. La joven estaba dejando el plato de dulces junto al sofá, cuando se dio cuenta de que el cobertor de seda se había deslizado un poco y lo arregló.
Durante unos segundos, los suaves ojos miopes se fijaron en ella, mientras las bellas manos blancas, rollizas, suaves y de dedos ahusados, sujetaban el borde del cobertor.
—Gracias —dijo la princesa.
—Vuestra alteza está hoy un poco cansada —se atrevió a decir Abigail.
—He estado en el desfile. Mi niño estuvo espléndido.
—Alteza, yo... he tenido el honor de verlo. Estuve allí.
Los ojos apagados se iluminaron.
—¿Viste a mi chico? ¿No te pareció magnífico?
—Alteza, nunca había visto a nadie como él. ¡Tan joven y con esas dotes de mando! No me lo hubiese perdido por nada.
—No creo que haya otro chico como él.
—Estoy segura de que vuestra alteza tiene razón.
—Es muy inteligente. A veces pienso que debe ser mayor de lo que siempre he creído. —La princesa sonrió—. Tal vez me equivoqué en la fecha de su nacimiento.
Abigail sonrió con la princesa.
—Sí, es muy inteligente... Te contaré lo que dijo el otro día...
Abigail lo había oído otras veces, cuando lo había contado a la prima Sarah y a la señora Danvers, así como a varias de sus servidoras; pero Abigail estaba encantada de que la princesa le prestase toda su atención y escuchó como si oyese el relato por primera vez.
—¡Parece imposible, alteza!
—¡Oh, sí! Te aseguro que te asombrarían las travesuras de mi chico. Ojalá hubieses podido verlo con su nuevo traje de lana y seda y resplandeciente de joyas. Le dejé llevar mis joyas para la ocasión. ¡Qué espectáculo! ¡Y la cinta de la Jarretera! Nos bendijo a los dos..., al príncipe, su padre, y a mí... y después nos dijo que había sido sincero en todo lo que había dicho y que no era el saludo formal que un príncipe podía dirigir en público a sus padres.
—¡Qué orgullosa debe de estar vuestra alteza!
—Ya lo creo..., hum...
—Hill —dijo Abigail—. Abigail Hill.
—No, no puedo expresarlo. Pero es motivo constante de angustia para los dos..., para su padre y para mí. No lo perdemos de vista. Mira, yo he sido tantas veces desgraciada y lo quiero tanto... Con frecuencia ha estado enfermo y puedo asegurarte...
—Hill, alteza.
—Puedo asegurarte, Hill, que casi me morí de angustia. Y también el príncipe. Si le ocurriese algo al muchacho...
—No le pasará nada malo —dijo pausadamente Abigail.
La princesa tenía lágrimas en los ojos y Abigail le tendió un pañuelo.
—Gracias. Eres muy atenta —murmuró Ana.
Pero Abigail sabía que apenas se daba cuenta de ella; su mente estaba junto a la cama de su hijo durante una de sus enfermedades, cuando su marido y ella habían experimentado toda la desolación que les embargaría si perdiesen al precioso muchacho.
—Está rodeado de cuidados —la tranquilizó Abigail—, es muy inteligente y ama la vida.
—Sí, tienes razón.
La princesa guardó silencio esbozando una sonrisa, Abigail no tuvo ya excusa para permanecer allí más tiempo.
—Si necesitáis algo, alteza... —dijo a media voz.
Ana sacudió la cabeza; quería quedarse a solas para soñar con su maravilloso muchacho.
Abigail salió tan silenciosamente que Ana no se dio cuenta de su partida. Poco tiempo después, despertó de su ensueño y miró a su alrededor, buscando a aquella mujer.
Se había retirado discretamente, pero sin olvidarse de dejar a su alcance cuanto podía necesitar la princesa.
Una simpática criatura, pensó Ana. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Abigail estaba descubriendo una vida llena de interés. Después de aquella conversación con la princesa, Ana la tenía en cuenta. No siempre recordaba su nombre, pero saltaba a la vista que no le disgustaba la personalidad de Abigail. Sus doncellas eran muy vocingleras. Se mostraban ostentosamente serviles, pero a veces eran descuidadas. Con frecuencia olvidaban realizar algún pequeño encargo que parecía importante a la princesa, la cual tenía que pedir lo que quería. En cambio, había empezado a advertir que, cuando Hill estaba de servicio, encontraba a su alcance todo lo que necesitaba sin necesidad de pedirlo.
Una vez, después de divertirla y hacerla reír con sus imitaciones de algunos de los ministros, Sarah había hecho alguna referencia al marido de Ana, el príncipe de Dinamarca, que no gustó del todo a la princesa, aunque sonrió. Pero Sarah era así. No perdonaba a nadie.
Sin embargo, Ana se sintió un poco dolida y, cuando Sarah se hubo marchado, la princesa disfrutó comentando con la tranquila Hill las virtudes del príncipe.
Hill dijo que tenía un amigo que era paje del príncipe y estaba enterada por él de la maravillosa amabilidad y las extraordinarias buenas cualidades del príncipe.
Esto complació a Ana. ¿Quién era él? Diría al príncipe que tenía un servidor bueno y fiel.
—Se llama Samuel Masham, alteza.
—¿Ah, sí? Tienes que recordarme esto, Hill; pues yo lo olvidaría.
Ana empezó a tener sueño, como le ocurría siempre que hablaba con Abigail Hill. La joven era tan callada y apacible... Precisamente la clase de mujer con quien le gustaba estar después de una de las tormentosas visitas de Sarah. Desde luego, apreciaba a la señora Freeman como no querría nunca a otra mujer; incluso más que a su querido George, que era el mejor de los maridos. Sólo a su adorado hijo amaba más que a Sarah; pero resultaba agradable dejar que la plácida Hill la tranquilizase de vez en cuando.
Se quedó dormida mientras Abigail le hablaba.
Ésta la miró, se levantó y salió de puntillas de la habitación.
Contó a Samuel Masham esta relación con la princesa. Él se sintió muy interesado; en realidad, le interesaba todo lo concerniente a Abigail, de la misma manera que Abigail se interesaba por él; los dos se parecían mucho. Estaban al corriente de lo que pasaba, y nadie lo habría sospechado.
Con frecuencia paseaban juntos por el parque o por la orilla del río. Abigail se alegraba de que pasasen inadvertidos con sus sencillos trajes y sus personas insignificantes, porque esto les daba la oportunidad de hacer lo que otros más llamativos no podrían hacer nunca. Incluso podían caminar por las calles de la ciudad sin llamar mucho la atención, como pocos de los relacionados con la corte podían esperar. Una vez estaban entre una muchedumbre y vieron a un ratero al que habían pillado con las manos en la masa y arrastrado hasta un albañal próximo para sumergirlo allí. Ésta era una acción bastante frecuente. Las prostitutas eran echadas al albañal si vivían en una calle respetable y molestaban a sus vecinos, las esposas regañonas eran chapuzadas, los maridos complacientes se veían obsequiados con una serenata de ollas y cacerolas y viejas cafeteras, si pillaban desprevenidos a los alguaciles, enemigos de todos, los llevaban a un abrevadero y les obligaban a beber contra su voluntad hasta que quedaban reducidos a un estado lamentable. La ley de la chusma imperaba en las calles y era asombroso lo farisaica que era la gente al juzgar los pecados de los demás. Este estilo de vida, que Abigail y Samuel podían presenciar, era desconocido por personas tales como Sarah Churchill, cuyas vidas se desarrollaban solamente en la corte y en sus casas de campo.
Samuel y Abigail habían sido testigos de la suerte de un curandero cuyas píldoras no habían producido el efecto prometido; fue desnudado y arrojado a una zanja, donde echaron también su ropa, y mientras ellos se alejaban, Samuel observó la gran afición de la naturaleza humana a gobernar.
—¿Has visto qué caras? —preguntó—. Todas aquellas personas disfrutaban juzgando al curandero. Hay muy poca diferencia entre esa gente y los que ocupan cargos importantes.
Abigail asintió. Samuel y ella estaban tan de acuerdo en todo que con frecuencia no necesitaban las palabras para entenderse.
—He oído decir —prosiguió Samuel— que la hija de los Marlborough, Anne, se ha casado en secreto con Charles Spencer, hijo del conde de Sunderland.
—Así es —dijo Abigail—. Yo sabía que lady Marlborough era partidaria de esta boda, pero no creía que el conde estuviese de acuerdo.
—Lady Marlborough decide lo que hay que hacer en aquella casa... y no solamente allí.
—Me pregunto si Anne se casó de buen grado. Es más amable que sus hermanas, pero tiene genio y no creo que pudiesen obligarla fácilmente a hacer algo contra su voluntad.
—El matrimonio es todavía secreto, pero me han dicho que el conde de Sunderland deseaba mucho una alianza entre su familia y los Churchill, y que prometió a éstos que guiaría en todo a su hijo.
—Sin embargo, Charles Spencer denunció una vez el estilo de vida de su padre. Por consiguiente, no parece que el conde vaya a tener mucho éxito en guiarlo.
—Yo juraría que lady Marlborough triunfará donde fracase el conde de Sunderland. Pero Spencer es whig y Marlborough es tory. Me pregunto cómo funcionará esto. Pero tú comprendes su intención, Abigail. Están esperando a que muera Guillermo y Ana se ciña la corona. Entonces los Marlborough, los Spencer y los Godolphin gobernarán el país.
—Es muy emocionante observar los acontecimientos..., como si estuvieses sentado en la butaca de un teatro.
—En cierto modo, Abigail, representamos un papel; porque, a fin de cuentas, estamos en el escenario.
—Pero son papeles insignificantes..., papeles que no influyen en la comedia —sonrió Abigail—. Ni siquiera estoy segura de lo que significa todo ese jaleo sobre los whigs y los tories.
—Deberías saberlo, Abigail, pues son las personas que nos gobiernan.
—Creo que lady Marlborough simpatiza con los whigs, aunque su marido es un tory empedernido.
—Y Charles Spencer es un whig que se ha unido a la familia Marlborough. Habrá fuegos artificiales, ya verás.
—No comprendo por qué tiene que existir este conflicto entre los dos partidos.
—Es normal, ya que ambos sostienen opiniones opuestas. Los whigs están a favor de Guillermo porque lo consideran un monarca constitucional; los tories defienden el viejo régimen, el de los reyes Estuardo que creían en el derecho divino de los reyes. Sabemos adónde condujo esto a Carlos I. Carlos II pensaba como él pero fue mucho más listo. Hizo exactamente lo que quería a espaldas de sus ministros, aunque seguía creyendo en el derecho divino. Entonces vino Jacobo; estaba resuelto a imponer el catolicismo a una nación que no lo quería, y ya sabes lo que le sucedió.
—Eres muy inteligente, Samuel.
—Pero estos hechos son del dominio público.
—Y Guillermo y María fueron soberanos whigs; con frecuencia he oído que los llamaban así.
—Sí, y Guillermo no lo olvida. Por esto se siente tan inseguro.
—Y cuando la princesa Ana sea reina, ¿crees que será como su tío y su abuelo?
—No lo sé. Por esto es necesario observar a los whigs y a los tories. Creo que muchas cosas dependerán del partido que salga elegido.
—Es extraño que el conde de Marlborough apoye a los tories.
—Sí, pero su esposa simpatiza con los whigs. Ella no quiere un monarca absoluto. Es partidaria de una soberana que sea gobernada, no por el Parlamento, sino por los Churchill. Tendremos que observar muy de cerca para averiguar cuál es su juego.
¡Tendremos que observar de cerca! ¡Qué situación tan intrigante! Un pequeño complot entre ella y Samuel. Eran espectadores entre bastidores, mientras los actores actuaban. En el fondo de la mente de Abigail se había forjado la idea de que un día ella y Samuel podrían representar en aquel escenario. Pero serían papeles que el público no advertiría; se afanarían en las sombras pero tal vez no serían por ello menos poderosos.
¡Extraordinarias ideas, para una doncella! Pero Abigail empezaba a creer que no era una doncella corriente.
Quería saber más de los whigs y de los tories, para poder comprender todo lo que tuviese que decirle Samuel.
—¿Los tories? —dijo él—. Desde luego, es un nombre extraño. Procede de Irlanda. Fue empleado por primera vez en tiempos de Cromwell y designa a los irlandeses que permanecieron proscritos en sus propias tierras, en vez de inmigrar a Connaught como se les había ordenado. Desde luego, los tories actuales nada tienen que ver con esto. Es simplemente el nombre del partido que se opone a la actitud whig frente a la Iglesia y el Estado. Defienden el viejo orden, y muchos de ellos son naturalmente jacobitas.
—¿Y los whigs? —preguntó Abigail.
—Fue el nombre que se dio a los que firmaron el convenio del sudoeste de Escocia y lucharon contra la Restauración. Después se aplicó a los que defendieron la Ley de Exclusión que había de privar a Jacobo II del trono e impedir el riesgo del papado. Es el partido del campo, el partido comercial, el de los que tienen opiniones más liberales, mientras que los tories defienden el viejo estilo de vida.
—Sabes mucho, Samuel.
Se sonrieron. Samuel encontraba sumamente atractivas la atención callada de Abigail, su modestia, su voluntad de aprender. Su personalidad tranquila se avenía con la suya. Les gustaba encontrarse y su amistad crecía.
La tragedia se cernió sobre el palacio de St. James.
El joven duque de Gloucester había celebrado su undécimo cumpleaños y se organizaron fiestas con tal ocasión.
La princesa Ana estaba de buen talante y casi animada. Sarah se había impacientado un poco con ella, como solía hacer cuando la princesa mostraba una devoción excesiva por su hijo; Ana se había dado cuenta y envió a buscar a Abigail Hill.
La joven camarera tenía unos modales tranquilizadores, siempre estaba de acuerdo con la princesa, escuchaba sus monólogos sobre las perfecciones del muchacho y sólo hablaba para expresar incredulidad y asombro por sus hazañas. Esto era precisamente lo que necesitaba ahora la princesa, aunque lo que más la divertía era escuchar las brillantes y a menudo crueles conversaciones de Sarah Churchill. Con Sarah, tenía que escuchar; con Abigail, hablaba. Generalmente, Ana prefería escuchar; pero en ocasiones deseaba hablar, y entonces gozaba con la compañía de la dócil y pequeña camarera.
—Mi hijo ha pasado revista a sus tropas esta mañana. ¿Lo has visto? Mi pobre Hill, debo cuidar de que salgas más a menudo. Recuérdamelo. Él estaba entusiasmado con su cañón. Un cañón nuevo, Hill, que el rey le había regalado. Me encanta que el rey y mi pequeño sean tan buenos amigos. Desde luego, ni siquiera Guillermo puede escapar de su encanto. Sé que esto asombra a todo el mundo. ¿Sabías, Hill, que mi hijo ofreció al rey sus tropas y se ofreció él mismo para luchar en Flandes?
—Realmente, señora. ¡Qué muchacho!
—¡Desde luego, Hill! «Estaría orgulloso de morir al servicio de vuestra majestad.» Esto fue lo que escribió al rey. ¡Oh, Dios mío...!
—¿Tiene frío vuestra alteza?
Abigail le había echado un chal sobre los hombros.
—Gracias, Hill. Siempre tiemblo cuando oigo la palabra muerte en relación con mi pequeño. Si lo perdiese, Hill, creo que no podría soportarlo.
—Cuando lo vi por última vez, me pareció que estaba rebosante de salud, alteza.
—¿De verdad, Hill? Desde luego, tú eres una muchacha observadora. Sí, creo que con los años va cobrando fortaleza. ¡Pero he perdido tantos! A veces desespero de poder tener otro hijo. Por esto...
—Vuestra alteza es una madre muy abnegada.
—¿Y quién no lo sería, Hill, con un hijo como éste?
—En efecto, señora.
Unas conversaciones muy agradables. ¡Y consoladoras!
Pero al día siguiente, el pequeño duque de Gloucester cayó enfermo y la princesa estaba desesperada. Lo sangraron, pero esto no sirvió de nada. Ana sacudió su letargia; estaba día y noche junto a su cama; su dolor era terrible, pero le daba una dignidad que antes no había mostrado.
Abigail recordaba el día de la muerte del pequeño duque, pues había sido un momento crucial en su vida.
La princesa Ana entró en sus habitaciones acompañada del príncipe Jorge, y se asieron las manos como dos niños perdidos, para quienes se hubiera acabado toda la alegría de vivir.
Después, el príncipe Jorge se retiró a sus aposentos y la princesa se quedó sola.
No quería ver a nadie, ni siquiera a lady Marlborough. Se mecía en su sillón, cubriéndose la cara con las manos, para no ver el mundo tan lleno de recuerdos de su amado hijo.
—No puedo creerlo —murmuraba para sí—. No puede ser verdad.
Permaneció todo el día sentada a solas, rechazando la comida como nunca lo había hecho, y cuando llegó la hora de retirarse a descansar, sacudió la cabeza y pidió a sus doncellas que se marchasen.
Entonces vio a Abigail y dijo:
—Que se quede Hill. Ella puede darme toda la ayuda que necesito.
Entonces Abigail la ayudó a acostarse y ella habló de su pequeño, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Esto era lo que yo temía, Hill. Lo temía más que nada en el mundo... y ahora ha pasado. ¿Qué puedo decir, Hill? ¿Qué puedo hacer ahora?
—Hablad de él, señora. Tal vez esto os consuele.
Ana habló y, para su sorpresa, se sintió aliviada, y miró la cara joven de su camarera, también mojada de lágrimas, y dijo:
—Eres una buena chica, Hill.
Cuando la princesa se hubo acostado, Abigail se volvió para salir, pero la princesa dijo:
—Quédate, Hill.
Abigail se quedó y se arrodilló junto a la cama, mientras la princesa yacía y lloraba en silencio.
Ana parecía haberse olvidado de que la camarera estaba arrodillada allí, pero entonces miró a la pequeña criatura y repitió:
—Gracias, Hill. Eres una buena chica.
Y Abigail permaneció allí hasta que la princesa se hubo dormido.
Sabía que la princesa no se olvidaría pronto de que, en lo peor de su sufrimiento, había encontrado consuelo en Abigail Hill.
La princesa Ana estaba apática. Cada día soñaba con su hijo perdido. Confesó a Abigail Hill que la vida nunca volvería a ser la misma para ella.
Sarah entró en tromba en la habitación.
—Vamos, querida señora Morley, tenéis que animaros —ordenó—. Debéis recordar que, aunque seáis una madre afligida, sois también la heredera del trono.
—No creo que podáis comprender lo que siento, señora Freeman.
—¿Yo? ¿No comprenderos? ¿Acaso no perdí también un hijo..., un varón? ¿Os habéis olvidado de mi querido Charles?
—No, no lo he olvidado, y sufrí la pérdida de mi querida señora Freeman como propia; pero éste era mi pequeño... mi amado hijo.
—Pronto vendrán otros bebés, Morley.
—Ojalá pudiese estar segura de ello.
—Sin duda, no sois estéril. Habéis dado buenas pruebas de ello.
A veces había casi un deje de burla en la voz de Sarah Churchill, lo cual hería a Ana, cuyos sentimientos se habían agudizado con la reciente pérdida, y aunque perezca extraño, recordó la amable compasión de la camarera.
Dijo que estaba cansada y que deseaba dormir un poco. Sarah, que ahora parecía estar buscando siempre la oportunidad de rehuir su compañía, dijo al punto que era una excelente idea.
—Decid que venga la camarera Hill —indicó Ana—. Ella me ayudará a acostarme.
—Y yo vendré a veros cuando hayáis descansado —replicó Sarah—. Estoy segura, señora Morley, de que entonces veréis que tengo razón cuando os suplico que dejéis de mostrar vuestro dolor. Sé lo que es. Yo lo siento todavía por mi querido Charles, pero tenemos que ser valientes, señora Morley. Tenemos que ocultar al mundo nuestros sentimientos.
Cuando se hubo marchado Sarah y Ana se quedó a solas con Abigail Hill, la princesa dijo:
—Desde luego, no todas podemos ser tan fuertes como mi querida lady Marlborough.
—No, señora.
—Aunque a veces pienso que mi queridísima amiga, aunque es tan admirable, tiene poca paciencia con las que somos más débiles.
—Vuestra alteza no es débil —apuntó Abigail, con más energía que de costumbre—. Si puedo expresar mi humilde opinión, vuestra alteza ha dado muestra de una gran fortaleza...
—Lo he intentado, Hill. Pero a veces pienso que la pérdida de mi querido...
Ana empezó a llorar y Abigail le ofreció atentamente un pañuelo. Ana pareció no verlo y Abigail, con súbito atrevimiento, enjugó las lágrimas de sus mejillas.
—Gracias, Hill —sollozó Ana—. Eres muy diferente de... tu prima.
—Me temo que sí, señora.
—No lo sientas, Hill. Tu placidez me gusta.
—Mi prima es una mujer brillante y yo no soy más que la camarera de vuestra alteza.
—No te inquietes por tu posición, Hill. Hay ocasiones en que tu presencia me resulta de gran consuelo.., ciertamente, de gran consuelo. —La cara de Ana se endureció de pronto—. Y hay otras veces que lady Marlborough me parece muy... muy... desagradable.
Se hizo un silencio que horrorizó a Ana. Por fin había expresado en voz alta una idea que desde hacía algún tiempo se agitaba en el fondo de su mente, y lo había oído Abigail Hill, la prima de Sarah, que debía a ésta todo lo que tenía y por tanto le debía lealtad.
Ahora habría disgustos, pensó.
Se sentía tan cansada que cerró los ojos y rechazó el ofrecimiento de Abigail de aliviarle la frente con ungüentos. Estaba muy afligida. Su hijo había muerto y ella había hablado mal de una mujer a la que había considerado durante años como su mejor amiga. Y lo había oído Abigail Hill, que sin duda se creería obligada a repetir a su prima todo lo que oía.
—Déjame sola —dijo débilmente Ana.
Y cuando Abigail se hubo marchado, la princesa empezó a llorar en silencio, en parte por la muerte de su hijo y en parte por la pérdida de una ilusión.
La siguiente vez que vio Ana a Sarah, esperó una referencia a su deslealtad. No se produjo. En realidad, Sarah se comportó como si nada hubiese ocurrido.
¿Esperaba Sarah el momento oportuno para expresarle sus reproches? ¡No! De una cosa podía estar segura con Sarah: como ella misma había dicho, era de carácter franco y abierto. Era incapaz de dominar sus sentimientos y, en particular, su cólera.
Si Sarah no la reñía por las palabras que había pronunciado en presencia de Abigail, sólo podía haber una razón: Abigail no se lo había contado.
¡Qué raro! No lo comprendía, y su interés por la discreta camarera fue en aumento.
—Hill —dijo unos días más tarde—, debes de estar muy agradecida a lady Marlborough.
—Oh, sí, señora.
—Tengo entendido que encontró a tu familia muy apurada y ha colocado bien a tu hermana y tus hermanos.
—Es verdad, señora.
—Entonces, supongo que piensas que tienes que pagárselo de alguna manera.
—No tengo con qué pagarle, señora. Sólo puedo expresarle mi gratitud.
—¿No tienes la impresión de que, en cierto sentido, es como tu dueña?
Los ojos de Abigail se llenaron de franco temor y respeto.
—Oh, señora —dijo—. Yo sólo tengo una dueña. No creo que me fuese posible servir a dos al mismo tiempo.
Ana asintió con un gesto. Sus labios formaron unas palabras que había dedicado otras veces a Abigail:
—Eres una buena chica.
Pero esta vez las dijo con una nueva sinceridad, y después empezó a buscar a Abigail entre sus damas y se alegró de que estuviese a su servicio inmediato.
Ahora que sus dos hijas mayores se habían casado ventajosamente, Sarah empezó a interesarse mucho en política. Su marido y ella estaban a menudo en compañía de los Godolphin, y ella trataba de ganarse la amistad de su difícil yerno, Charles Spencer. Estaba segura de que se acercaba rápidamente el tiempo en que Ana sería reina de Inglaterra. Sencillamente, Guillermo no podía vivir mucho tiempo más; su cuerpo era una masa de dolencias y todo el mundo comentaba que era un milagro que hubiese vivido tanto. Pero parecía que había encontrado una nueva razón para vivir desde que Luis XIV, su mayor enemigo, había iniciado su plan para gobernar toda Europa. Esto se había hecho posible gracias a la designación de su nieto, Felipe de Anjou, para el trono de España. Si Felipe hubiese podido gobernar independientemente, esto no habría constituido un problema importante, pero ¿era el Rey Sol capaz de dejar que esto ocurriese? No; él quería gobernar España, a través de su nieto, lo mismo que Francia, y esto significaba que el equilibrio de poder en Europa se inclinaría a favor de los franceses. Era algo que Guillermo no podía tolerar y se estaba preparando, con la ayuda de Austria, a combatirlo junto con Holanda.
Guillermo se sentía más a gusto con sus tropas que en las cámaras del Consejo, y lo propio le ocurría a Marlborough. Esta guerra debería ser una fuente de inspiración y de provecho para John Churchill, y Sarah quería ver cómo se manifestaba su talento.
Si Guillermo moría —y cualquier hombre normal en su estado físico habría muerto ya hacía años—, Ana sería gobernada por los Marlborough, pues Sarah cuidaría de ello, y con sus dos influyentes yernos, serían capaces de mantenerse firmes contra sus enemigos políticos.
Con una perspectiva tan deslumbrante ante ella, era difícil que Sarah escuchase con paciencia los chismes de la conversación de Ana.
—Te aseguro —dijo a su marido— que empiezo a aborrecer a esa mujer.
—Por el amor de Dios, Sarah, ten cuidado con lo que dices.
—Mi querido Marl, no es necesario que me digas cómo tengo que comportarme. Si estamos donde estamos, ¿no se debe en gran parte a mi previsión?
Marlborough tuvo que reconocer que era verdad.
—Pero, Sarah —añadió—, cuando pienso en tu franqueza, no sé por qué no nos han derribado hace tiempo nuestros enemigos.
—La vieja Morley me conoce y me acepta como soy. Siempre me he mostrado franca con ella y no ha puesto reparos. No voy a cambiar ahora. Pero, como iba diciendo, a veces me pone enferma y tengo ganas de gritar si me toca. Fue un acierto de mi parte poner a su servicio a Abigail Hill. Esta criatura tiene que hacer ahora todas las tareas repelentes. Tengo entendido que, además, las desempeña bien y que Ana no tiene ninguna queja de ella. Dice que es una buena chica. «Buena pero sosa», le dije, y ella replicó: «La sosería es a veces un consuelo.» Pero te aseguro que Ana es una lata, sobre todo desde la muerte de Gloucester.
—Bueno, supongo que ya sabrás que debes tener cuidado. Sabes muy bien lo que haces.
—¿Acaso te he fallado alguna vez?
—¡Nunca! —declaró Marlborough.
Sarah no mostraba solamente su creciente desagrado por Ana a su marido, sino también a Abigail. Sarah creía que la muchacha estaba tan supeditada a ella que podía hablar libremente en su presencia.
En varias ocasiones criticó a la princesa, y Abigail no hizo comentarios. Se limitó a escuchar en silencio, como de costumbre, sin dar muestras de la menor sorpresa.
Sarah se comportaba como si fuese ya la soberana.
Abigail seguía sorprendiéndose y sobresaltándose por el descaro de su parienta, y con frecuencia se preguntaba qué pensaría Ana si supiese hasta dónde llegaba Sarah en sus censuras. Ésta tendía a ser lo que llamaba franca en presencia de Ana, pero, desde luego, se guardaba los verdaderos insultos para pronunciarlos a sus espaldas.
Abigail no hablaba de los improperios de Sarah a la princesa, ni siquiera a Samuel Masham. Era discreta por naturaleza y no estaba segura de cuál sería su posición si Sarah cayese en desgracia. Cosa que sin duda ocurriría si Ana se enteraba de algunos de los comentarios realmente hirientes que Sarah hacía de ella.
Al propio tiempo, deseaba ardientemente averiguar lo que haría Ana si supiese lo desleal que Sarah podía ser.
Un día estaba ayudando a la princesa a vestirse y hallábanse solas las dos. Desde su pelea con su hermana, que ahora llevaba más de seis años muerta, Ana se había mostrado poco aficionada a la etiqueta. Durante un tiempo había vivido muy humildemente en The Cockpit y Berkeley House y había pasado incluso un mes en el campo, en Twickenham, llevando la vida sencilla de una dama noble. Ahora Guillermo se dio cuenta de que, si quería conservar el trono, debía tratar a Ana como heredera, y ésta se había trasladado al palacio de St. James y pasaba los veranos en el castillo de Windsor, pero sin vivir según el estilo correspondiente a su rango. Por consiguiente, había muchas ocasiones en que sólo permitía que una de sus doncellas la ayudase en su atavío.
Abigail estaba buscando los guantes de la princesa cuando Ana le dijo:
—Recuerdo, Hill, que los dejé en la habitación de al lado. Ten la bondad de ir a buscarlos.
Abigail obedeció al instante y, al abrir la puerta entre las dos habitaciones, descubrió que lady Marlborough estaba sentada a una mesa leyendo una carta, mientras se ponía distraídamente unos guantes que Abigail reconoció como los de la princesa Ana.
Por un instante, no supo qué hacer. Podía cerrar la puerta, de manera que la princesa no oyera lo que Sarah fuese a decir, o podía dejarla abierta.
Una repentina tentación. Sarah no sabría que Ana podía oírla, y Ana ignoraba que Sarah estaba en la habitación contigua.
Abigail dejó la puerta abierta un momento: después se decidió. Sin cerrarla, se acercó a la mesa donde estaba lady Marlborough.
Guardó silencio durante un par de segundos, después tosió discretamente.
Sarah levantó la cabeza.
—Oh, eres tú, Abigail. Andas sin hacer ruido. Me has asustado.
—Lo siento, lady Marlborough.
—¿Qué quieres?
—Los guantes de la princesa. Creo que los habéis confundido con los vuestros.
—¿Qué? —chilló Sarah, contemplando los guantes que tenía en las manos.
—Creo que éstos son los de la princesa.
Sarah frunció el ceño. Se daba cuenta de que Abigail la miraba con asombro y no pudo resistir la tentación de mostrar a la dócil criatura que a ella le importaba muy poco la realeza, pues se consideraba igual, si no superior a ella. Desde luego, se creía superior a la tonta princesa Ana.
—¡Los guantes de esa mujer! —exclamó.
Abigail retrocedió un paso y si Sarah hubiese sido más observadora, habría advertido que revelaba una emoción desacostumbrada en ella; pero Sarah creyó que la muchacha admiraba a la persona que podía hablar con tanta ligereza de una princesa. Bueno, ahora lo vería.
—Os los habéis puesto por error, lady Marlborough —insistió tímidamente Abigail.
—¡Conque llevo los guantes que han tocado las manos odiosas de esa desagradable mujer! —chilló Sarah.
Abigail permaneció inmóvil, esforzándose por no mirar por encima del hombro hacia la puerta abierta. Cualquiera que estuviese en la habitación contigua no podía dejar de oír aquella voz aguda, estridente.
—Llévatelos. Llévatelos enseguida. ¡Uy! ¡Qué desagradable!
Abigail recogió los guantes que Sarah había arrojado al suelo, salió rápidamente de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido detrás de ella.
Ana estaba sentada donde la había dejado Abigail y una mirada a su expresión bastó para que la doncella comprendiera que la princesa había oído todo lo que había dicho Sarah.
Cuando Abigail dejó los guantes sobre la mesa, Ana no dijo nada, pero sus miradas se encontraron y, en aquel momento, las dos mujeres se comprendieron. Sarah Churchill era una amiga infiel de la princesa y ambas lo sabían; el tema era demasiado doloroso para comentarlo, pero ninguna de las dos olvidaría lo ocurrido. Gracias a esta circunstancia, su propia relación había dado un paso adelante.
El rey estaba muy enfermo. Lo acosaban inquietudes agravadas por su débil estado físico y por su conciencia. Nunca olvidaría la carta que había recibido su esposa en la mañana de su coronación, carta que le había enviado su padre, Jacobo, desde el exilio de St. Germain bajo la protección de Luis XIV. Jacobo había dicho que María sólo podía esperar la maldición de un padre a quien ella permitió que despojasen de la corona.
Ahora se estaba acercando a la muerte y le preocupaba constantemente el problema de su sucesión.
Había una persona a quien podía hablar con absoluta confianza. Era Elizabeth Villiers, a quien había nombrado condesa de Orkney. Elizabeth era la mujer más inteligente que había conocido; aunque no era una belleza, para el rey era la mujer más fascinante del mundo. Siempre lo había sido, desde el momento en que la vio por primera vez. Su viva inteligencia y sus ojos extraordinarios, con el ligero estrabismo que le valieron el apodo de Betty la Bizca, lo atraían más que nunca. Ella le había mostrado, en los primeros tiempos del matrimonio de Guillermo, que a fin de cuentas era humano, al vencer sus principios calvinistas y convertirla en su amante. No había tenido otra. María, su esposa, parecía una niña tonta en comparación con ella, y él lamentó muchas veces que Elizabeth no hubiese sido la princesa elegible y María su doncella de honor.
María había sido una esposa admirable; ahora que estaba muerta, él lo comprendía más que nunca; pero, la ultima noche de su vida, le escribió una carta donde le imploraba, por el bien de su alma, que renunciase a su amante. Algo bastante desconcertante, sobre todo porque María había entregado el documento al arzobispo de Canterbury, con una carta explicativa de su contenido. De este modo se sabía que la última voluntad de la esposa era que pusiese fin a aquella relación, y este deseo no podía ser olvidado. Durante los meses que siguieron a la muerte de María, Guillermo se abstuvo de ver a Elizabeth; la casó con George Hamilton, a quien nombró conde de Orkney, y muchos creyeron que esto significaba el fin de una relación, con agradecimiento por los servicios prestados. Pero no había podido romper tan fácilmente con Elizabeth y, aunque ésta dejó de ser su amante en Inglaterra, se reunía con él cuando Guillermo estaba en Holanda. En la última carta de María no se expresaba que no pudiese seguir discutiendo sus problemas con Elizabeth, y como hacía muchos años que venía practicando esta costumbre, continuó haciéndolo. Su ingenio y su inteligencia eran inestimables para él.
Guillermo se retiró a su gabinete y, a través de una escalera secreta que había hecho construir, subió a las habitaciones de la condesa de Orkney.
Elizabeth recibió a su amante con gran satisfacción. Cierto que ahora no podía llamarlo su amante, pero no le disgustaba el cambio experimentado en su destino. Tenía tanta influencia como antes y mucho más prestigio; era feliz en su matrimonio y pretendía hacer cuanto estuviera en su mano para fomentar la carrera de su marido, lo cual estaba efectuando de manera muy satisfactoria.
Lo invitó a sentarse y contarle sus problemas.
—Me estoy haciendo viejo, Elizabeth —suspiró él, con una de sus torcidas sonrisas—. Creo que mis días están contados.
—Esto lo has dicho muchas veces, y sigues estando aquí.
—Me preocupa la sucesión. ¡Cuánto daría por tener un hijo que me sucediese!
Elizabeth asintió tristemente con un gesto.
—Pensar —siguió diciendo él— que la tonta de mi cuñada será reina de Inglaterra cuando yo muera me llena de espanto. Cuando vivía el niño, existía una esperanza. Era un chiquillo muy inteligente. Fue una tragedia horrible que lo perdiésemos.
—La princesa está completamente embaucada por la Marlborough —observó Elizabeth—. Cuando sea reina, será Sarah Churchill quien gobierne.
—Me gustaría evitarlo. —Miró fijamente a Elizabeth y ésta comprendió que estaba llegando al objeto de su visita—. Pienso escribir a Jacobo a St. Germain —dijo.
Ella esperó que continuase, pero Guillermo guardó silencio durante unos segundos, y estuvo claro que no había tomado aún una decisión.
—Estoy pensando en adoptar al hijo de Jacobo.
—Jacobo no lo permitiría nunca.
—¿Ni considerando lo que está en juego? Si viniese aquí como hijo mío y fuese educado como buen protestante, sería el heredero natural del trono.
—Es una idea brillante —asintió Elizabeth—, pero no creo que te permitan ponerla en práctica. En primer lugar, Jacobo no te confiará nunca su hijo, y en segundo lugar los partidarios de Ana provocarían otra revolución para asegurar su sucesión.
—Creo que podría vencer esa revolución.
—Marlborough y Godolphin se mantendrían unidos. Además, Sunderland y su hijo Spencer estarían con ellos. No olvides que la diabólica Sarah los ha unido y que permanecerán juntos, sobre todo cuando los nietos de los Marlborough lo sean también de los Sunderland y los Godolphin.
—Ya me he enfrentado a Marlborough y volvería a hacerlo. Pienso abordar a Jacobo.
—Bueno, sería una buena maniobra —convino Elizabeth—. Aunque Jacobo se niegue, cosa que seguramente hará, los jacobitas estarán satisfechos.
—Si me envían el chico, será buena cosa; si deciden lo contrario, al menos habré hecho todo lo posible. Aunque tal vez no guste a los jacobitas cuando sepan ni intención de educar al chico como protestante.
—Incluso ellos se darán cuenta de que los ingleses sólo lo aceptarán en estas circunstancias.
—Creo que es mi deber hacer que lo acepten, Elizabeth.
Ella comprendió y se sintió inquieta. La conciencia de Guillermo estaba muy atribulada y él tenía todo el aspecto del hombre que quiere poner orden en su casa antes de marcharse de este mundo.
Sarah no podía dominar su furor.
—¿Sabéis lo que proyecta ahora el Aborto Holandés? —preguntó a Ana—. ¡Quiere robaros vuestra herencia! Va a traer a aquel mocoso a Inglaterra y endosarlo al pueblo con subterfugios. No permitiré que esto ocurra, señora Morley. Si vos os quedáis tumbada en vuestro sofá y aceptáis tales abominaciones, yo no las aceptaré.
Ana sacudió la cabeza. Apenas si podía mirar a Sarah a la cara desde el incidente de los guantes. Siempre que Sarah se acercaba a ella, la princesa se sentía fría de espanto. No podía olvidar el sonido de aquella voz estridente llamándola mujer desagradable. Y Sarah había dicho que sus manos eran odiosas. Sus hermosas manos, que ella sabía que eran encantadoras. Ellas, y la voz tan cuidadosamente educada por la señora Betterton cuando ella y María estaban en la habitación de las niñas eran las únicas cosas bellas que poseía. Sus hermosas y odiosas manos. ¿Cómo podía olvidarlo? ¿Y cómo podía sentir lo mismo que antes por la señora Freeman? Sin embargo, no podía decidirse a acusar a su amiga por lo que había oído. Se alegraba de que sólo ella y Abigail Hill lo supiesen; el secreto estaba seguro con aquella buena y callada criatura.
Sarah prosiguió:
—Desde luego, nunca permitiremos que eso suceda. He hablado de ello al señor Freeman. Está de acuerdo conmigo en que es absurdo. ¡Traer ese bastardo a Inglaterra! Si es en verdad el heredero del trono, ¿qué está haciendo Guillermo en él? No. Esto no sucederá. Nunca, nunca, ¡nunca!
—Mi querida señora Freeman es muy vehemente.
—Siempre, ¡por el bien de la señora Morley!
—Resulta consolador saber que me tenéis siempre en tan alta estima...
Sarah estaba más que irritada; estaba alarmada. Podía burlarse de Guillermo, llamarlo Aborto Holandés, Calibán y el Monstruo, pero tenía que confesar que era un líder muy sagaz. Cuando creía en algo, lo perseguía con tanto entusiasmo que inevitablemente triunfaba; esta vitalidad no era natural en un ser tan frágil y Sarah estaba desde luego muy preocupada.
En un intento de hacer que el pueblo aceptase lo que estaba haciendo, Guillermo había encargado al ingenioso escritor Thomas d’Urfey que compusiese unas cuantas baladas basadas en la llegada del muchacho a quien muchos llamaban príncipe de Gales. Guillermo no había olvidado nunca el papel que representaba la vieja canción irlandesa de Lillibullero en las batallas de Irlanda. Muchos creían que se le debió la victoria tanto como la táctica de Guillermo. Era una época que se estaba volviendo muy susceptible a la palabra escrita. La pluma estaba resultando más poderosa que la espada. Había que querer y mimar a los que eran capaces de producir palabras eficaces; tenían que estar de parte de uno.
En las calles, la gente cantaba:
¡Gran noticia! Los Jacks de la ciudad
triunfaron —gritó Joan—. No son patrañas
que nuestro rey, llevado de piedad,
deja la corona al príncipe de Gales.
Para la paz será el mayor esfuerzo.
Brindemos por nuestro señor Guillermo.
No era de extrañar que Sarah chirriase los dientes angustiada. Si venía ese muchacho, la posición de Ana seguiría siendo la misma de siempre. Y si el chico era educado como protestante, ¿quién iba a oponerse?
Pero el miedo de Sarah se extinguió de forma milagrosa.
Jacobo declaró que se negaba rotundamente a poner a su amado hijo bajo el cuidado de Guillermo.
Guillermo parecía cada día más apagado; Sarah estaba jubilosa.
—¡Un bebé procedente de un calentador! ¿Se había oído alguna vez semejante disparate? —gritó alegremente Sarah—. Ese hombre chochea y, si he visto alguna vez a alguien con un pie en la tumba, este alguien es el holandés Guillermo.
Todo el mundo se maravillaba de que Sarah Churchill no diese con sus huesos en la Torre. Veinte veces al día formulaba declaraciones que podían considerarse como de alta traición. El rey la aborrecía, pero temía ofender el pueblo si trataba de privar de libertad a Ana; por consiguiente, no ocurría nada.
Se advirtió que la actitud de Sarah para con Ana se hacía cada día más imperiosa; pero, como la princesa no oponía reparos, se presumía que aceptaba a su amiga tal como era. Pero Ana estaba pensativa. Le gustaba hablar a Abigail Hill cuando estaban a solas; había descubierto la satisfacción de hablar en vez de escuchar, que era lo que tenía que hacer cuando estaba con Sarah. Abigail raras veces manifestaba una opinión, a menos que se viera apremiada a hacerlo, y en tales casos no era desdeñable. Pero lo mejor era poder hablar como si pensara en voz alta y recibir murmullos de asentimiento, nunca de contradicción.
Ana se aficionaba más a estos monólogos y esperaba los momentos en que estarían solas las dos y podría recitarlos.
Cuando recibió la noticia de la muerte de su padre, se alegró de poder hablar de ello con Abigail. Sarah se impacientaba si se lo mencionaba y era algo que pesaba tanto sobre la conciencia de la princesa que la mujer tenía que confiarlo a alguien. Se vistió de luto y lloró un poco. Sabía que Jacobo había querido apartarla a un lado en beneficio de su hermanastro. Esto la afligía y, aunque no tenía intención de confiar sus verdaderos sentimientos a una camarera, le gustaba hablar con Abigail, que nunca quería investigar sus más íntimos pensamientos, ni trataba de atraparla en alguna confesión que pudiese lamentar más tarde.
—Desde luego, Hill —murmuró—, el rey invitó a aquel muchacho a venir aquí, y su padre no se lo permitió. No lo censuro... después de lo que le hizo Guillermo.
—No, señora; nadie puede censurarlo.
—Por consiguiente, ahora que el muchacho no vendrá, es indudable que sucederé a Guillermo en el trono. Y tal vez será pronto, pues el rey parece gravemente enfermo... Su asma es terrible, Hill... o lo sería para quien lo apreciase, lo cual es... completamente imposible. ¿Lo comprendes?
—Oh, sí, señora.
—Y además tiene almorranas..., una dolencia muy molesta, Hill. Por eso le resulta tan doloroso cabalgar, aunque esta actividad le conviene para el asma. Escupe sangre y no he sabido de nadie que viviese mucho con este mal. ¿Y tú, Hill?
—Nunca, señora.
—Sin embargo, hace años que él la escupe y sigue viviendo. Además, se le hinchan las piernas. A causa de la hidropesía, diría yo. Y despidió al doctor Radcliffe, por ser demasiado franco acerca de esta dolencia. Pero sigue viviendo. Sin embargo, sé una cosa, Hill: no vivirá eternamente, y cuando muera, Hill, y aquel chico no esté aquí, sino en Francia y siendo católico..., habrá llegado mi turno. Tu ama será reina de Inglaterra. Con frecuencia pienso en esto y, a veces, tengo miedo de no ser una buena reina, porque me temo que no soy muy inteligente, Hill. Ojalá lo fuese. Ansiaba tener hijos. Creo que nací para ser madre. No puedo explicártelo, Hill, aunque sé que me comprendes como pocos, pero ni tú puedes saber lo que significó para mí la pérdida de mi pequeño. Habría sido feliz si todos mis hijos hubiesen vivido. Habría tenido una familia numerosa, Hill, y el príncipe dice que no hay motivo para que no tengamos muchos más. Una familia numerosa... todavía. Mira, él sería un padre magnífico para ellos. El príncipe es amable e indulgente, Hill. No permitas nunca que nadie te diga lo contrario. Pero a veces pienso que, si Dios sigue negándome los hijos de mi cuerpo, lo hace por alguna razón. Se me ocurrió anoche, Hill: he de ser la Madre de mi pueblo. Cuando veo la muchedumbre y ésta me aclama, creo que me quieren... más que a Guillermo, aunque, desde luego, a él no lo quieren en absoluto. Creo que me quieren más de lo que quisieron a mi padre. Me ven como una Madre. Si llego a ser reina de Inglaterra, Hill, quiero ser una buena reina.
—Vuestra alteza será una gran reina.
—Pero me temo que soy un poco ignorante. Nunca estudié las lecciones tan bien como mi hermana María. Siempre encontraba alguna excusa. Siempre tuve los ojos delicados, ¿sabes?, y esto me servía de pretexto para no estudiar. Creo que nos mimaron demasiado de pequeñas. Tal vez hubiesen debido obligarnos a aprender. Aunque quizás aún no sea demasiado tarde.
—Dicen que nunca es demasiado tarde, señora.
—Tienes razón, Hill. Ahora empezaré a prepararme. Estudiaré historia, pues es la materia que mejor deben conocer los gobernantes. Mañana, Hill, me traerás libros de historia y empezaré mis estudios.
Abigail cumplió la orden y, cuando llegó Sarah y vio lo que ocurría, expresó resoplando su disgusto. No hacía falta que la señora Morley se molestase. Marlborough le daría todos los conocimientos y consejos que necesitase.
Pero Ana siguió esforzándose; estudió durante una semana, más o menos, y confesó a Abigail que le resultaba muy aburrido y que, en realidad, le daba dolor de cabeza.
Los dedos calmantes de Abigail, frotándole la frente, mitigaban la jaqueca, y esto era mucho más agradable que la lectura.
—A veces pienso —dijo Ana— que es poco aconsejable vivir en el pasado. Los problemas modernos requieren soluciones modernas. ¿No opinas lo mismo Hill?
—Estoy segura de que tenéis razón, señora.
Entonces llévate estos libros y tráeme los naipes. Llama a alguna de las demás. Tengo ganas de jugar una partida.
Guillermo estaba pensativo mientras cabalgaba por Bushey Park, montando su caballo favorito, Sorrel. Casi nunca estaba en Londres en aquella época; aunque en ocasiones se trasladaba de Hampton al palacio de Kensington para asistir a una reunión del Consejo, siempre se alegraba de volver a su hogar. A veces tenía la impresión de que sólo la necesidad de proseguir la guerra en Europa lo mantenía en pie. Sentía que la muerte estaba muy cerca. Sin embargo, se encontraba cómodo sobre la silla de montar, como le había sucedido durante toda su vida; sólo cuando estaba en el campo podía respirar con facilidad, pero ahora incluso montar le resultaba fatigoso.
Cabalgando sobre Sorrel, se preguntaba si el caballo daría cuenta del cambio de dueño. ¿Recordaba alguna vez al hombre que solía montarlo? Sorrel había pertenecido a sir John Fenwick, cuyos bienes habían sido confiscados por Guillermo cuando Fenwick había sido ejecutado por alta traición. Lo más preciado había sido Sorrel, que se había convertido en el compañero predilecto de Guillermo. Los caballos solían conocer a sus amos. ¿Qué pensaba Sorrel del cambio? Raras veces se le ocurrían a Guillermo ideas caprichosas, pues era un hombre de sólido sentido común; sin embargo, aquel día estaba pensativo.
Fenwick había sido jacobita y conspirador, un hombre resuelto a armar jaleo, cosa que había conseguido. El nombre de Marlborough había sido mencionado en relación con Fenwick, y Guillermo se preguntaba hasta qué punto se había comprometido el conde. Con Marlborough, nunca se podía estar seguro; era un hombre en quien nunca confiaría, pero al que no se atrevía a desterrar.
¡Qué inseguro había sido su reinado! A veces pensaba que le habría resultado mucho más cómodo quedarse en Holanda. Recordaba allí días felices, cuando había dominado a María y consultado sus problemas con Elizabeth Villiers, al tiempo que proyectaba la construcción de sus hermosos palacios holandeses. El pueblo de Holanda había querido mucho a su estatúder; lo aclamaba cuando cruzaba sus pueblos a caballo y lo comparaba con su gran antepasado, Guillermo el Taciturno, que los había librado de la crueldad de los españoles.
—Bueno, Sorrel, ¿no estaba yo contento en mi país? —murmuró.
Con frecuencia hablaba a Sorrel, imaginándose que el caballo simpatizaba con él. Nunca lo habría hecho donde pudiesen oírlo, pero creía que había una buena relación entre Sorrel y él.
—¿Por qué tenía que venir a este país y gobernarlo? Era un deseo que llevaba dentro, Sorrel, y no podía dominarlo. Fue porque la comadrona vio aquellas tres coronas cuando nací. Si eso no hubiera sucedido, ¿habría yo intrigado y conspirado y arrebatado la corona a Jacobo? María no quería que lo hiciese. ¡Vino contra su voluntad! ¡Cómo intentó defender a su padre en aquellos días y cómo me enfureció! Si yo no hubiese creído que estaba destinado a poseer tres coronas, ¿estaría ahora en Holanda y sería más feliz de lo que he sido?
No estaba seguro. ¿Qué era la felicidad? Nunca había creído que los seres humanos tuviesen derecho a poseerla. Semejante creencia hubiese contradicho sus ideas puritanas.
—No, Sorrel —suspiró—. Yo estaba predestinado. Tenía que ser así. Pero ¿es ésta la doctrina más consoladora? Lo que tiene que ser, será. Entonces, el individuo no es culpable de nada.
La felicidad, pensó. ¿Cuándo he sido feliz? ¿Con Elizabeth? Con ella lo asaltaba siempre un sentimiento de culpa. ¿Con aquellos buenos amigos, Bentick y Keppel? ¿Con María?
—No, nunca pude ser feliz, Sorrel. Creo que tal vez estoy más contento en mis paseos solitarios contigo que en cualquier otra ocasión.
Se volvió hacia el palacio. Ahora divisó las paredes magníficas que le daban un aspecto holandés. Hampton parecía más holandés cada día.
—Vamos, Sorrel —dijo.
El caballo emprendió el galope y Guillermo ya no recordó nada más de lo sucedido hasta algún tiempo más tarde.
Luego se enteró de que Sorrel había tropezado con una topera.
Padecía fuertes dolores y, cuando llegó su médico, éste descubrió que el rey se había fracturado la clavícula derecha.
El rey agonizaba. El rey se estaba recobrando. Estaba en Hampton. Estaba en Kensington.
Los jacobitas se regocijaban y bebían a la salud del topo que había construido el montículo donde tropezó el caballo de Guillermo: un brindis por el Caballero de Terciopelo Negro.
—Montaba a Sorrel —murmuraba la gente—. El caballo de sir John Fenwick.
Y recordaban el día en que sir John había sido decapitado en la Torre.
Guillermo había condenado a muerte a sir John y el caballo favorito del caballero no lo había olvidado. Parecía significativo.
Muchas personas visitaban a la princesa Ana. Algunos que recientemente la habían desdeñado iban ahora a presentarle su respeto. Sarah Churchill estaba con ella; no podía separarse de su querida amiga. Esto significaba que Abigail Hill estaba casi completamente apartada, pues, como cabía esperar, Sarah no quería compartir su dueña con una camarera.
Pero Guillermo se estaba recobrando. Declaraba que sólo se había roto una clavícula y no permanecería en Hampton, sino que partiría hacia Kensington, pues era imperativo, según él, que asistiese a la reunión de su Consejo.
El secreto de interdicción civil de Jacobo Estuardo, el llamado príncipe de Gales, que se había acordado cuando Jacobo se negó a que fuese a Inglaterra como hijo adoptivo de Guillermo, no había sido firmado, y esto era algo que debía hacer, ya que en otro caso, el muchacho sería proclamado rey cuando él muriese; en realidad, el rey de Francia, que lo había reconocido ya como príncipe de Gales, le daría ciertamente el título de Jacobo III.
Pero cuando Guillermo llegó a Kensington, estaba muy enfermo, pues los huesos que habían sido ajustados en Hampton necesitaban un arreglo. Y esto no era todo. La conmoción provocada por la caída además de sus dolencias habituales, era demasiado para su delicada constitución.
Sin embargo, estaba resuelto a firmar la interdicción civil y ordenó que le llevasen el decreto. Desgraciadamente, en el mismo instante en que colocaron el documento delante de él, sufrió un espasmo que le impidió poner la pluma sobre el papel. Los jacobitas declararon que esto era una señal de que Dios le prohibía firmar el documento contra el verdadero príncipe de Gales.
Pero muchos no deseaban tener al muchacho como su rey; habían decidido que Ana subiese al trono. No cabía la menor duda de que era hija de Jacobo II y, además, era una protestante acérrima.
Guillermo se estaba muriendo. Esto era indudable. Serían muy pocos los que llevasen luto por él; todo el mundo miraba hacia el palacio de St. James, donde la princesa Ana, acompañada de su amiga Sarah Churchill, esperaba que le diesen la noticia de que era reina de Inglaterra.