Vino para una lavandera
Abigail yacía en la cama esperando el nacimiento de su hijo. Se sentía al margen de toda aquella intriga que, durante tanto tiempo, había formado parte de su vida. Este sentimiento se había impuesto durante las últimas semanas, al avecinarse el momento del parto. Un hijo de ella, de ella y de Samuel.
Los dolores habían empezado y Abigail oía que las mujeres murmuraban en la cámara. Temían que el parto fuese largo, pues ella era pequeña, delgada y, según decían, su complexión no favorecía el alumbramiento.
Pero se sentía fuerte y capaz de todo, y le asombraba la dulzura de sus sentimientos.
La reina había sido muy amable; Abigail sabía que Ana estaba esperando ansiosamente noticias. Las últimas semanas habían sido muy agradables: ella se sentaba a los pies de la reina, apoyándose en ella, hablando del «pequeño» de Ana, riendo y llorando juntas. Nunca habían sido unas... amigas tan íntimas, no como una soberana y su súbdita.
—Debes dejar que comparta tu alegría, mi querida Abigail —dijo Ana.
Los dolores se agudizaban. La señora Abrahal se inclinó sobre ella.
—Tomadlo con calma —la tranquilizó—. Ahora ya no durará mucho.
La señora Danvers estaba allí, con la señora Abrahal y las demás, y la reina había enviado a su propio médico, pues nada era demasiado para la señora Masham. La señora Danvers debía informar a la duquesa de Marlborough de aquella asistencia real. Pero ¿lo haría? Había empezado a preguntarse si era necesario informar de todo a la duquesa, pues, ¿qué necesidad tenía ahora de buscar su favor? Tal vez era mejor atender la comodidad de la señora Masham con el mismo asiduo cuidado que había prestado anteriormente a la duquesa de Marlborough.
La señora Abrahal parecía haber llegado a la misma conclusión.
La señora Abrahal hizo una reverencia a la reina, quien exclamó:
—¿Qué noticias hay?
—Una niña, majestad.
—¿Y está bien la señora Masham?
—Todo lo bien que cabe esperar, señora. El parto ha sido largo y difícil.
—¡Pobre Masham! ¿Está ahora con ella el doctor Arbuthnot?
—Sí, majestad.
—Ayudadme a levantarme. Quiero ir a verla.
Ana sonrió a Abigail, que parecía muy pálida y sin embargo triunfal. La afortunada Abigail tenía una criatura en sus brazos.
Ana rezó en silencio para que su querida Masham tuviese más suerte que ella. Ojalá viviese la criatura y fuese un consuelo para todas, se dijo.
—¿Estás muy contenta? —le preguntó, cariñosamente.
—Sí, y lo estaré todavía más si vuestra majestad consiente que ponga su nombre a esta pequeña.
—Será para mí un placer —asintió la reina, con lágrimas en los ojos.
Ana estaba encantada con la pequeña.
—Mi querida Masham me hace recordar claramente los viejos tiempos —dijo la reina—. Pienso en mis propios pequeños...
Y la niña tenía afición a la reina. «Es como su madre —se burlaban los enemigos de Abigail—. Sabe la manera de complacer.»
Ana disfrutaba sentándose con Abigail y hablando del largo parto de ésta y de las gracias de la niña. Esto contribuía a hacerle olvidar todas las inoportunas tensiones suscitadas alrededor del trono por la alarmante petición del duque de Marlborough. El señor Harley estaba resuelto a impedir que el duque causara problemas y, en cuanto a Godolphin, la reina se estaba cansando de él; Sunderland nunca le había gustado, aunque se había visto obligada a permitir que asumiese su cargo. ¡Qué agradable era hablar de niños con Abigail! Nunca había hecho unas confidencias tan íntimas a Sarah, aunque ésta tenía una familia numerosa. Sarah era anormal. Nunca le interesaron los encantadores detalles de la vida familiar.
—La señora Abrahal me sirvió de mucho —dijo Abigail—. Me gustaría recompensarla. Y aprecia mucho a la pequeña Ana.
—Debemos hacerle saber lo mucho que apreciamos su bondad —respondió la reina—. Le subiré la paga. Esto le gustará.
—¿Puedo enviarla más tarde a vuestra majestad?
—Hazlo, por favor. Mira, esa encantadora criatura me está sonriendo.
—Conoce ya a su reina. Juraría que será tan buena servidora de vuestra majestad como su madre ha tratado siempre de ser.
¡Qué horas tan agradables! Lejos de las exigencias y las intrigas de hombres ambiciosos.
La señora Abrahal hizo una reverencia a la reina.
—Ah, Abrahal, la señora Masham me ha contado lo buena que fuisteis con ella durante su difícil parto.
—Majestad, era mi deber y debo decir que la señora Masham se comportó con mucho valor en lo que no fue un parto fácil.
—No. Creo que no lo fue. Y sé muy bien que esas horas pueden ser de prueba. —La reina parecía triste, pero se alegró al recordar a la niña de Masham, que parecía rebosante de salud, a diferencia de los hijos que había tenido ella—. El señor Masham debe de estar encantado —añadió, y entonces advirtió que la señora Abrahal estaba muy pálida—. Vos no tenéis muy buen aspecto, Abrahal.
—Vuestra majestad es muy amable al advertirlo, señora. Pero me estoy haciendo vieja.
—Sé que lleváis mucho tiempo a mi servicio.
—Sí, majestad; hace veinte años que empecé a lavar vuestras cofias de encaje de Bruselas.
—¿Es posible? —suspiró la reina, y se entristeció de nuevo al recordar a Jorge, que había empleado tan a menudo aquella frase—. Bueno, Abrahal. La señora Masham me ha dicho lo amable que fuisteis con ella y, como resultado, tendré que subiros la paga.
—Vuestra majestad es muy buena —dijo la señora Abrahal, con lágrimas en los ojos.
—Me gusta recompensar los buenos servicios —explicó amablemente Ana—. En cambio, no me gusta veros tan pálida. Deberíais beber un poco de vino todos los días. Recuerdo que mi querido príncipe decía que un poco de vino, tomado con regularidad, era muy bueno para la salud.
—Majestad...
Ana levantó una mano.
—Ordenaré que os lleven una botella de vino todos los días. Quiero que sigáis lavando mis cofias de encaje durante muchos años.
La señora Abrahal dio las gracias y la señora Masham la acompañó fuera de los aposentos. Cuando se hubo recobrado un poco de la sorpresa y la satisfacción, comentó a la señora Danvers que no cabía duda sobre la persona a quien debían complacer ahora si deseaban prosperar en la corte. La duquesa de Marlborough estaba en decadencia, mientras que Abigail Masham subía en la estima real.
Aunque la reina no tenía deseos de ver a Sarah, ésta se aferraba tenazmente a sus funciones. Siempre alentaba en el fondo de su mente la idea de que, inevitablemente, al fin recuperaría su antigua posición en la corte.
Un día, revisando las cuentas, vio que se entregaba una botella de vino a una lavandera.
—¡Una botella de vino al día! —exclamó—. Yo no he ordenado esto. ¿Y por qué ha de querer una lavandera una botella de vino diaria?
Llamó a la señora Abrahal, destinataria del vino, y le preguntó qué significaba aquello.
—Lo ordenó su majestad —se justificó la señora Abrahal.
—Lo ordenó su majestad... ¡y no se me comunicó! Pero vos sabíais, Abrahal, que yo debo autorizar este tipo de gastos.
—No, excelencia, cuando la orden es de su majestad.
—Entonces será mejor que aprendáis rápidamente lo contrario.
—Excelencia, después de que ayudé a la señora Masham en el parto...
—No me habléis de esa camarera, pues nada tiene que ver con este caso.
—Disculpadme, excelencia, la reina me subió la paga y ordenó que me diesen una botella de vino todos los días porque yo había cuidado a la señora Masham.
Sarah palideció de furor.
Esto era demasiado. Masham no sólo usurpaba su puesto en el afecto de la reina, sino que asumía sus funciones cuando todavía le pertenecían.
Era inaguantable. Marl se veía tratado como si fuese un aventurero cualquiera. ¡Y todos se comportaban como si ella ya no contase para nada!
No podía tolerarlo.
Se dirigió furiosa al gabinete verde.
—Su majestad no quiere que la molesten —le advirtió alguien.
—¡Apartaos de mi camino! —gritó la duquesa—. Tanto si quiere como si no, tendré que molestarla.
Abigail estaba sentada a los pies de la reina y las dos sonreían. Sarah dirigió una mirada de odio a Abigail y después se volvió a la reina.
—No he oído que os anunciasen —dijo fríamente Ana.
—No me anunciaron —replicó Sarah—. Tengo que hablar con vos a solas.
Abigail se levantó y miró a la reina esperando órdenes. Ana inclinó ligeramente la cabeza, indicándole que saliese. Abigail obedeció y se quedó en la antecámara, desde no podía ver pero sí oír, lo cual, pensó después, no era difícil, pues incluso los pajes que estaban en la escalera debieron de oír las voces de Sarah.
—¿Qué tenéis que decir? —preguntó fríamente Ana.
—Algo muy sencillo: yo cuido de los gastos personales de vuestra majestad y espero que al menos se me consulten los dispendios.
La reina suspiró y miró su abanico.
Sarah prosiguió:
—Ahora me he enterado de que se ha subido la paga a una lavandera, ¡y se le entrega una botella de vino todos los días!
—Así lo he resuelto —asintió Ana.
—Una botella de vino... ¡para una lavandera! Y sin pedirme la opinión.
—Ella necesita el vino —objetó Ana.
—Yo digo que tendrían que haberme consultado a mí antes. ¿Quién ha oído decir jamás que se regalasen botellas de vino todos los días a las lavanderas? Pronto las veremos a todas alegres en los lavaderos.
—Ella necesita el vino —insistió Ana, llevándose el abanico a los labios.
—Señora, no permitiré que esto suceda. Acudiré a lord Godolphin. Es vuestro ministro de Hacienda. Ya veremos lo que dice.
¡Dios mío!, pensó Ana. ¡Cuánta razón tenía el señor Harley! Estos Churchill nos gobernarían si pudiesen. ¡Una familia peligrosa! Pero el señor Harley y el señor St. John pueden estar tranquilos. Haré todo lo necesario para que no caiga más poder en sus manos.
La reina se levantó y se dirigió a la puerta. Sarah, echando chispas por los ojos, hizo una cosa sin precedentes: se colocó entre la reina y la puerta.
Era difícil, pensó Ana después, saber cómo actuar en una situación inédita e impensable. Una súbdita la estaba hostigando, la estaba manteniendo cautiva en una habitación. Algo extraordinario, salvo si se recordaba que se trataba de la tosca, dominante y vulgar duquesa de Marlborough.
—Apartaos —dijo autoritariamente Ana—. Quiero salir.
Sarah entornó los ojos.
—Me oiréis —gritó—. Es el último favor que podéis hacerme por haber puesto la corona sobre vuestra cabeza y haberla mantenido allí.
Ana estaba demasiado asombrada para hablar.
—Queréis olvidar todo lo que he hecho por vos, simplemente porque una taimada camarera se ha interpuesto entre nosotras. No creáis que esto me importa. No quiero vuestro empalagoso afecto. Pero no soportaré que me insulte una camarera a la que saqué de fregona y tuve como servidora en mi propia casa. No, no permitiré que me insulte esa zorra, ni que sea insultado el gran duque, que tanta gloria ha conquistado para vos en el extranjero. Me da igual si no vuelvo a veros, pero quiero que se respeten mis derechos.
—Estoy de acuerdo con vos —asintió tranquilamente Ana—. Cuanto menos nos veamos, tanto mejor será.
—No creáis —gritó Sarah— que con esto he dicho mi última palabra.
Ana tocó a Sarah con su abanico y, en aquel momento, fue una soberana Estuardo, hija de reyes. Sarah se quedó aturdida y se apartó a un lado, mientras Ana salía de la habitación lo mejor que le permitían sus hinchados pies.
—¡Masham! —llamó—. ¡Enviadme a Masham!
A lord Godolphin no le gustaba su misión, pero lo cierto era que temía a Sarah Churchill. La admiraba en cierto modo; estaba convencido de que, si se hubiese comportado de distinto modo, se habrían realizado todas las esperanzas de la camarilla a la que él pertenecía. Creía en secreto que una personalidad tan poderosa conseguiría recobrar un día su posición. Por consiguiente, cuando ella le dijo que debía ir a ver a la reina y decirle que no podía regalar a la señora Abrahal una botella de vino cada día, accedió de mala gana a hacerlo. Estaba muy bien cumplir los deseos de Sarah, pero, cuando pensaba en la trivialidad de su misión, se sentía ridículo.
Ana lo recibió en el gabinete verde, acompañada de la señora Masham. La espía, la serpiente oculta entre la hierba, de quien todo el mundo sabía que traía a Harley para conferenciar en secreto con la reina. Así había empezado la decadencia, y ahora parecía que, con Sarah a la cabeza, se precipitaban todos cuesta abajo hacia un fracaso rotundo y total.
Besó la mano a la reina. Los modales de Ana eran fríos. Ahora no podía recibirlo sin recordar la arrogante petición del duque y los ataques de cólera de Sarah.
Él habló de cuestiones políticas durante un rato, pero la reina tenía la impresión de que iba a abordar algún punto que era la razón de su visita.
Y así fue, al fin.
—He retrasado la aprobación del aumento de la paga de la señora Abrahal y de la botella de vino que debían entregarle todos los días.
—¿Por qué razón? —preguntó Ana.
Godolphin pareció incómodo.
—Es algo un poco irregular, majestad.
—¿Irregular? ¿En qué sentido, por favor? Yo lo ordené. ¿Me estáis diciendo, milord, que la reina no puede aumentar la paga de una servidora ni ordenar que se le entregue una botella de vino sin la aprobación del Parlamento?
—Oh, no, majestad.
—Entonces —suspiró Ana—, ¿sin el consentimiento de la duquesa de Marlborough?
—N... no, majestad; pero...
—No hay peros que valgan —le dijo firmemente Ana—. Tened la bondad de firmar la orden sin demora y no volváis a hablarme de este ridículo asunto.
—Sí, majestad.
Godolphin se sentía tan estúpido que sólo podía desear que la entrevista terminase de una vez; aunque después tendría que enfrentarse con la cólera de Sarah.