La controversia de Sunderland
Sarah volvió a St. James y se instaló en sus habitaciones. Desde allí, una escalera secreta conducía a los aposentos de la reina, cosa que en los viejos tiempos había encantado a las dos amigas.
Ana se alegró de verla; siempre que aparecía Sarah, olvidaba las ideas alarmantes que la habían acosado anteriormente, pues el poder de persuasión de Sarah era tal que, cuando estaba presente, Ana todavía creía que era la única persona del mundo cuya compañía ansiaba más que cualquier otra.
—Así pues, señora Morley —dijo ahora—, voy a casar por fin a mi Mary.
—Todavía es muy joven, querida señora Freeman.
—Tiene edad suficiente para casarse. Puedo aseguraros que me ha hecho bailar de lo lindo. ¿Quién querría tener hijas?
Sarah no advirtió que su compañera se estremecía, ni pensó en los muchos abortos que habían marcado la existencia de la reina. Habían sido tantos que Ana estaba perdiendo ya toda esperanza; pero esto no significaba que le gustasen las continuas referencias a las que eran más afortunadas que ella. ¿Acaso no explicaba su dolor la triste manera de firmar sus cartas como «vuestra pobre y desgraciada Morley»? Pero a Sarah le importaban un comino los sentimientos ajenos. Carecía de tacto, un defecto al que ella llamaba sinceridad; pero lo que veía como sinceridad en sí misma lo consideraba grosería en los demás. No le importaba ninguna opinión que no fuese la suya; ni siquiera la de la reina. A su modo de ver, tenía siempre razón, y esto se aplicaba incluso a situaciones en que personas como Godolphin y aun el propio Marlborough la contradecían.
—Cuanto antes se celebre la boda, tanto mejor —siguió diciendo—. Es un excelente enlace. Tanto su padre como yo aceptaremos de buen grado como yerno a lord Monthermer. Será conde de Montague a su debido tiempo, un partido tan bueno como los de sus hermanas.
—No es más que una niña.
—Os engañáis, señora Morley. Mary no es una niña. Se había buscado un novio por su cuenta... un hombre que, no os quepa duda, no le convenía. Desde luego, puse fin a aquella necedad.
—¡Pobre Mary! Supongo que estaba enamorada.
—¡Enamorada! ¡Mi querida señora Morley! ¡Enamorarse de un hombre que sólo tiene una pequeña finca! ¡Bonita perspectiva para una hija de los Marlborough!
Ana siguió pareciendo triste. ¡Tonta sentimental!, pensó Sarah. ¿Por qué he de perder el tiempo con ella? Sólo piensa en las cartas... ¡y en la comida! Desde luego, tiene que dotar a Mary como a las otras. Marl se horrorizaría si tuviese que ponerlo todo de su bolsillo.
—Esto es muy satisfactorio y me alegraré de ver casada a la niña. Espero que vuestra majestad apruebe la boda.
—Si el señor y la señora Freeman la aprueban, a mí me parecerá bien. Debéis permitir que le ofrezca una dote.
—Sois la amiga más generosa del mundo, señora Morley.
—Mi querida señora Freeman, vos sois la mejor amiga del mundo al permitir que vuestra pobre y desgraciada Morley participe en las bodas de vuestras hijas, ya que no puede tener esta satisfacción personal.
—Sois muy buena con la señora Freeman.
¿Cuánto?, se preguntó Sarah. ¿Cinco mil, como a las demás?
Sarah tenía otra razón para estar en la corte. Su primer nieto iba a ser bautizado, y esperaba que la reina fuese la madrina.
Ana lloró de alegría ante aquella perspectiva.
—Mi querida señora Freeman, lo mejor, después de ser abuela, es ser madrina.
—Había esperado que lo creyeseis así. Godolphin y Sunderland serán los padrinos del niño.
La reina asintió con un gesto. Nunca le había gustado Sunderland, que había votado contra el aumento de la pensión de su querido Jorge, y esto era algo que nunca le perdonaría. Y desde que había establecido tan satisfactoria relación con el bueno del señor Harley, empezaba a encontrar bastante aburrido a lord Godolphin.
—Le pondremos William —explicó Sarah—. Su madre lo llama ya Willigo.
—Willigo por William. Como mi pequeño. Me gusta el nombre —dijo Ana—. Estoy ansiando ver a la criatura.
¡Qué bien!, pensó. Era como en los viejos tiempos, cuando hablaban de sus hijos, cuando vivía su pequeño y también el de Sarah. ¡Pobre señora Freeman! Había perdido un hijo amado, lo mismo que ella, y esto establecía un lazo entre ambas; pero Sarah era la más afortunada. Tenía a sus hijas y, ahora, un nieto adorado. ¡El pequeño Willigo!
De pronto se abrió la puerta y entró Abigail; estaba sonriendo, y Sarah se volvió y la miró fijamente, con asombro.
¡Qué manera tan desacostumbrada de entrar una camarera en presencia de la reina! ¡Sin llamar a la puerta, sin pedir permiso!
¡Qué raro!, pensó. Sí, era muy raro.
Abigail se detuvo en seco, al ver quién estaba con la reina.
—¿Me... me ha llamado vuestra majestad? —preguntó.
Ana miró el cordón de la campanilla, como sorprendida.
—No, Hill —respondió con una amable sonrisa—. No te he llamado.
—Pido disculpas a vuestra majestad y a vuestra excelencia.
Ana asintió afectuosamente y Sarah inclinó la cabeza con altivez, mientras Abigail cerraba la puerta.
Sarah olvidó inmediatamente el incidente. Los modales de la camarera le importaban muy poco, en unos momentos en que sólo pensaba en la boda de su hija y en el bautizo de su nieto.
Abigail se quedó de pie al otro lado de la puerta y, por una vez, permitió que sus facciones adoptasen una expresión de odio. Bastaba con que apareciese aquella mujer para que ella quedase inmediatamente relegada a la posición de humilde camarera y de pariente pobre.
¿Sería alguna vez posible destronar a la orgullosa Churchill, incluso con la ayuda de Robert Harley?
Durante las semanas que siguieron, Abigail empezó a creer que sus temores estaban justificados. Sarah sólo tenía que presentarse para que Ana pareciese dispuesta a olvidar el pasado abandono y convertirse en su esclava.
Se diría que Sarah nunca había sido tan poderosa. En el pasado, había habido discrepancias de opiniones, pues Ana era en el fondo una tory acérrima y Sarah se inclinaba fuertemente en favor de los whigs; pero ahora los whigs habían triunfado en las urnas e incluso la reina simpatizaba con ellos, y como sabían lo mucho que debían a Sarah, estaban dispuestos a adularla como ella esperaba. Tories como Robert Harley y Henry St. John buscaban su favor —aparentemente—, y no se le ocurría pensar que pudiesen sentir algo, que no fuese el mayor respeto por ella y que, como muchos otros, esperasen granjearse su amistad.
Sarah era más poderosa que nunca.
Harley observaba con ansiedad. Cuanto más poderosa fuese, más descuidada se volvería. Ni una sola vez, durante aquellos días en que su dominio pareció total, desesperó él de hundirla en el fracaso. Esperaba que continuase con su ceguera arrogante, pues se daba cuenta de que su mayor aliada era la propia Sarah.
Aquella mujer era vital, brillante y... necia.
Algún día, alguien comunicaría sus despectivas observaciones a la reina. De momento, nadie se atrevía a hacerlo, pero ya llegaría la hora adecuada.
Mientras tanto, sus amigos, los chistosos y bromistas de los cafés, representaban el papel que se esperaba de ellos y se reían de la situación; la virreina Sarah era ahora la reina Sarah, y a veces sus sátiras llegaban hasta la reina.
«Y Ana llevará la corona, pero Sarah reinará», escribieron.
Churchill ascenderá al caer fácilmente Estuardo
y la torre de Blenheim triunfará sobre Whitehall.
Y entonces se presentó una oportunidad de desconcertar a Sarah.
Era de esperar que la duquesa creyese que podría elegir al miembro del Parlamento por St. Albans, y seleccionó como candidato whig a Henry Killigrew. Estaba segura de que sería elegido, con un poco de persuasión por su parte sobre el electorado.
El candidato tory era un tal señor Gape y Sarah lo atacó pero, a pesar de sus esfuerzos, salió elegido. Henry Killigrew, creyendo que no podía fracasar al contar con el apoyo de la duquesa de Marlborough, supuso que Gape sólo podía haber ganado mediante el soborno y lo acusó de ello.
Gape llevó el asunto a los tribunales, donde su abogado volvió las tornas haciendo una declaración pública de que la duquesa de Marlborough había apoyado a Killigrew con malas artes. La duquesa rechazó la acusación con su desdén acostumbrado, pero cuando citaron a los testigos, los enemigos de Sarah empezaron a regocijarse.
Robert Harley llamó a Abigail y ambos dieron un corto paseo por los jardines del palacio para discutir este interesante asunto.
—He visto al abogado de Gape —dijo Harley a Abigail—. Ha sido muy ilustrador. La duquesa de Marlborough ordenó a miembros del electorado de Holywell House que pronunciasen pequeños discursos sobre cómo había que votar. Ya podéis imaginaros que, más que discursos, parecían amenazas. «Si no votáis como os digo, ¡será peor para vosotros!» ¿Qué os parece? —preguntó.
—Desde luego, es una mala práctica.
—Sin duda alguna. Haremos que madame Sarah sea acusada de soborno y corrupción.
—Se pondrá furiosa.
Harley apoyó una mano en el brazo de Abigail y ésta levantó la cara para mirarlo. A veces pensaba que su primo se daba perfecta cuenta del efecto que producía sobre ella. Estaba fascinada y, sin embargo, también la repelía en cierto modo; pero la fascinación era la emoción predominante.
—Dejáis que ella os intimide, prima.
—Es una persona que intimida.
—No olvidéis que cada día os ponéis más y más lejos de su alcance.
—Creo que todavía tendría poder para despacharme... si decidiese hacerlo.
—Entonces debemos asegurarnos de que pierda este poder lo antes posible. Este asunto podría contribuir a reducirlo un poco. Ha estado diciendo a la gente de St. Albans que el señor Gape y los de su calaña desquiciarían el Gobierno; además, pagó veinte guineas a un hombre; por desgracia, no se mencionó por escrito que la dádiva era a cambio de su ayuda en la elección.
—Es la mujer más indiscreta del mundo, pero parece que todos le tienen miedo.
—No siempre será así, primita. Esto me satisface. Esperemos que haya sido todavía más indiscreta que de costumbre y puesto por escrito algo que podamos esgrimir contra ella.
A pesar de las indiscreciones de Sarah, nada pudo probarse contra ella en aquella ocasión; pero sus enemigos, y en particular los tories, redoblaron las críticas.
Sarah continuaba mostrándose tan audaz como siempre. Se decía que había hecho mucho para lograr el apoyo whig que necesitaba Marlborough para prolongar la guerra. Escribió al duque pidiéndole más noticias de lo que estaba haciendo y asegurándole que podía confiar en ella para cuidar de sus intereses en el país.
Estaba realmente en el cenit de su triunfo; había tratado de inclinar a la reina hacia los whigs y lo había conseguido, tal vez porque los propios tories contribuyeron a despertar la animosidad de Ana. No habían tenido en cuenta el hecho de que la reina, que debía empezar a pensar seriamente en su sucesor, se inclinaba más en favor de la casa de Estuardo que de la de Hanover. Ana, que en el fondo era una sentimental, nunca había olvidado el trato infligido a su padre; su hermanastro estaba ahora en St. Germain, ¿y qué mejor manera de tranquilizar su conciencia que nombrándolo su heredero, si juraba defender la Iglesia anglicana, que era todo lo que se le pediría? Era jacobita por motivos de conciencia. Pero los tories, que declaraban que la Iglesia anglicana estaría en peligro si volvía un Estuardo, querían hacer insinuaciones a la princesa Sofía de Hanover e incluso sugerían que debía ser invitada a visitar Inglaterra.
La idea de recibirla en Inglaterra repelía a Ana, y cuando Nottingham sugirió en la Cámara de los Lores que esto debía hacerse por miedo de que la reina alcanzase una edad en la que no fuese responsable de sus actos, como una niña en manos de otros, Ana sintió una cólera poco frecuente en ella. Sugerir que podía ser víctima de demencia senil, y hacerlo en una de las Cámaras de su Parlamento, era demasiado.
¿No la había avisado la señora Freeman contra Nottingham y los tories?
Aunque estaba irritada con Nottingham, era un placer estar de acuerdo con Sarah en una cuestión política.
Le escribió, pues se alegraba mucho de volver a estar en los viejos términos de amistad, cuando se intercambiaban con frecuencia cartas:
Creo, mi querida señora Freeman, que no discreparé de vos como hice antes; pues aprecio los servicios que me han prestado esas personas a quienes tenéis en alta opinión y los aprobaré, y estoy completamente convencida de la malicia y la insolencia de aquellos contra los que siempre habéis hablado.
Sarah volvía pues a gozar del más alto favor, y parecía evidente que, si permanecía lejos de la corte y hablaba con desdén de la reina, lo único que tenía que hacer era volver y Ana se sentiría encantada de verla.
Sarah se deleitaba en su posición. Atajaba a la reina cuando ésta divagaba.
—Sí, sí, sí, señora. ¡Debe ser así! —y bostezaba descaradamente.
—¡Cómo me aburre esa mujer! —dijo en alta voz a lord Godolphin, sin preocuparse de que la oyese la servidumbre—. Me daría lo mismo estar encerrada en una mazmorra que pasar el tiempo escuchando cómo habla a trompicones.
Godolphin hubiese querido avisarla, pero, desde luego, no se atrevió a hacerlo. Le tenía pavor y cumplía sus instrucciones sin replicar.
Abigail observaba sorprendida desde la sombra. ¿Cómo podía la reina olvidar la dignidad debida a su rango y aceptar semejante conducta? Sarah realizaba ahora las tareas que Abigail había estado haciendo para la reina, aunque los trabajos más bajos del dormitorio se los dejaba todavía a ella. Ver a Sarah tender los guantes a la reina era una revelación. La antipatía que sentía por Ana parecía evidente para todos menos para la interesada. Ana sufría mucho con la gota y la hidropesía, y Sarah, que estaba rebosante de salud, parecía encontrar repugnantes las dolencias de la reina. Cuando ésta hablaba de sus síntomas, cosa que le encantaba, Sarah se volvía disgustada y, a veces, cuando le daba algo que su amiga le pedía, volvía la cabeza cuando la reina le tocaba la mano, como si la soberana oliese mal, según decían quienes lo observaban.
La relación entre la reina y la duquesa era la comidilla de las habitaciones de las mujeres. La señora Abrahal decía que le sorprendía que su majestad no enviase a alguien con viento fresco. En cambio, la señora Danvers era de la opinión que nadie, ni siquiera Dios ni el diablo, se atrevería a enviar con viento fresco a la duquesa de Marlborough.
Viendo entrar a Abigail, la señora Abrahal comentó:
—Juraría que esto hace que Hill frunza la nariz.
La señora Danvers se rió disimuladamente, porque tal como sabía Abigail, la nariz a que se había hecho referencia era demasiado grande para la carita que adornaba —aunque adornar era un término muy poco adecuado— y tenía ahora, como muchas otras veces, la punta colorada. Estaba convencida de que, cuando advirtieron su creciente favor con la reina, habían tenido celos y comentado que se metía donde no la llamaban.
—¿Por qué motivo? —le preguntó ligeramente Abigail.
—Bueno, ¡se acabaron las pequeñas conversaciones íntimas mientras tomabais el té! ¡Se acabaron las charlas confidenciales con su majestad ahora que su excelencia ha vuelto! Ya no tiene tiempo para vos, señora Hill.
—Es natural que cuando su excelencia de Marlborough está en la corte, realice las funciones de las que yo me encargaba durante su ausencia. Mi nariz no sufre en absoluto a causa de este procedimiento perfectamente normal.
Abigail tomó el perrito que había estado buscando y salió tranquilamente de la estancia. La señora Danvers, que se consideraba al servicio de la duquesa, dirigió un guiño a la señora Abrahal.
—De todos modos —insistió—, es un cambio que no le gusta. —Reflexionó un momento—. Hubo un tiempo —prosiguió— en que pensé que debía mencionar a su excelencia la naciente amistad entre su majestad y esa mujer. A veces creía que Abigail Hill se consideraba la favorita de la reina. Bueno, ahora está claro, ¿no? Basta con que su excelencia asome su graciosa nariz en palacio para que Hill vuelva apresuradamente a su rincón. No había razón para preocuparme.
Ambas convinieron en que no hubiese debido preocuparse.
Con Sarah de vuelta en la corte, se acabaron las agradables intimidades del pasado. Ahora, vestir a la reina era una formalidad. Cada vez que Ana cambiaba de vestido, debía estar rodeada de mujeres encargadas de realizar las tareas que les fueron asignadas por orden de prelación. Cada prenda pasaba de mano en mano, hasta que llegaba a la de la duquesa, quien la entregaba a la reina o se la ponía. Era en estas ocasiones cuando Sarah manifestaba más claramente su disgusto, volviéndose o levantando la nariz cuando la prenda pasaba de sus manos a las de la reina. Cada vez que Ana se lavaba las manos, el paje de servicio debía traer el aguamanil; entonces, una de las camareras debía colocarlo al lado de la reina y arrodillarse junto a la mesa, y otra servidora vertía el agua sobre las manos de la reina.
Cuando la duquesa estaba fuera, la ceremonia era más sencilla y Abigail Hill realizaba encantada todos los servicios que deseaba la reina, por muy vulgares que fuesen; ponía cariñosamente los guantes a la reina, pues las manos de Ana estaban demasiado gotosas para que lo hiciese ella misma. También calzaba a la reina los zapatos con la misma delicadeza y, cuando era necesario poner cataplasmas a los hinchados pies, nunca permitía que fuesen demasiado calientes para ser aplicados y siempre estaba dispuesta a sugerir que podían enfriarse un minuto antes de que se diese cuenta la reina.
Era Abigail quien llevaba el chocolate a la reina antes de que Ana se acostara, y era muy reconfortante sorber la cálida y dulce bebida que tanto le gustaba y contarle a Abigail todas las cosas agradables o desagradables del día.
Desde luego, resultaba estimulante tener a la querida señora Freeman en la corte. Siempre le ocurría algo y, la mayoría de las veces, algo capaz de despertar su indignación. Con la señora Freeman no se aburría nunca y le encantaba descubrir que, políticamente, no discrepaban tanto como antaño.
Sarah entró un día en las habitaciones reales con semblante resuelto. Recibió fríamente el abrazo de la reina y se sentó el lado de la soberana con los labios apretados.
—He estado pensando que ya es hora de hacer un cambio en la Secretaría de Estado —soltó.
Ana se quedó boquiabierta.
—Pero yo aprecio mucho a sir Charles Hedges. Es muy buen hombre.
Sarah chascó la lengua con impaciencia.
—Dios mío, señora —exclamó—, un hombre debe ser más que bueno para desempeñar un alto cargo en el Gobierno.
—Pero sir Charles ha actuado siempre satisfactoriamente.
Sarah miró con disgusto la gorda figura retrepada en el sillón. Iba a mostrarse terca y Sarah había contado con resolver este asunto lo más rápidamente posible. ¿Se imaginaba esa tonta que perdería el tiempo allí si no fuese para arreglar los asuntos a su gusto? Marl la había avisado, pero ella ya sabía lo precavido que era el viejo Marl. Godolphin lo era todavía más; aunque Sarah lo llamaba cobardía. Menuda situación, con Marlborough en el extranjero, Godolphin atemorizado y una vieja y obstinada reina que le haría perder mucho tiempo.
—La señora Morley sabe que me preocupo constantemente de sus asuntos —dijo agriamente Sarah—. Os aseguro que ha llegado la hora de que Hedges se vaya.
—¿Por qué motivo? —preguntó la reina.
—Es un viejo estúpido.
—Siempre me ha demostrado que es muy competente en su cargo.
—La señora Morley está siempre presta a contraer amistades y su amabilidad la ciega y le impide ver las verdades.
Era otra insinuación de demencia senil. Ana apoyó firmemente los doloridos pies en el escabel y su voz adquirió un tono frío.
—¿Y en quién habéis pensado para el cargo?
—Sunderland es el más adecuado.
¡Sunderland! El yerno de Sarah, un hombre que nunca había gustado a Ana, ¡un hombre que se había opuesto a la pensión vitalicia para el querido Jorge! No, se dijo Ana y deseó tener suficiente energía para decírselo francamente a Sarah. No, no, ¡no!
—Un joven brillante —siguió diciendo Sarah, casi con irritación—. Oh, ya sé que tiene algunas ideas extrañas. Pero ¿qué joven valioso no las tiene? Es un hombre brillante. ¡Aventurero!
—No creo que me gustase —objetó Ana—. Su temperamento no me atrae. Me parece que no seríamos amigos.
—¡Tonterías! La señora Morley empezaría pronto a comprenderlo.
—Ahora comprendo todo lo que él quiere, señora Freeman.
—No lo conocéis. Os diré una cosa: el señor Freeman no lo ha apreciado siempre, pero ahora está de acuerdo conmigo en que tiene un toque de genialidad.
No, pensó Sarah, Marl no lo había apreciado nunca. Hacía poco tiempo, antes de Blenheim, tuvo ganas de asesinarlo. Era Sunderland quien había insinuado la infidelidad de Marl que tanta angustia causó a los dos ¿Por qué hablaba ahora en su favor? Porque la necesidad de un poder total debía prevalecer sobre una pequeña irritación personal. Porque Sunderland era whig y Hedges tory; porque era su yerno y Sarah deseaba que su familia fuese lo bastante poderosa para vencer a todos sus enemigos. Marlborough, jefe supremo del Ejército, Godolphin, jefe del Gobierno, Sunderland, secretario de Estado. Y Sarah, la reina. ¿Quién podía prevalecer contra esta combinación? Si podía lograrla, todo el país y toda Europa sabrían quién gobernaba Inglaterra.
—No me gusta su temperamento —insistió Ana— y nunca tendría una relación amistosa con él.
—Os lo enviaré para que hable con vos.
—Por favor, no lo hagáis, señora Freeman. No deseo hablar con él.
—Os aseguro que cometéis un error.
—No me gusta su temperamento y nunca tendría una relación amistosa con él.
¡Ya estamos!, pensó Sarah, con irritación. El loro se ha adueñado de mi gorda amiga.
—¿Me creeríais si el duque de Marlborough os escribiese y os dijese que cree que Sunderland sería un excelente secretario de Estado?
—Me duele no estar de acuerdo con mi querida señora Freeman, pero puedo decir que sé todo lo necesario acerca de mi señor Sunderland.
—Las simpatías personales no pueden influir en un asunto de esta índole —gritó Sarah.
—Siempre me ha resultado útil estar en términos amistosos con mis ministros.
—Si la señora Morley quisiera escucharme...
—La señora Freeman sabe que nada me causa mayor placer que escucharla.
—En esta ocasión, os habéis puesto contra mí.
—Es porque no me gusta el temperamento de ese hombre y nunca establecería una relación amistosa con él.
La reina, que había estado jugando con su abanico, se lo llevó a los labios y lo sostuvo allí. Era un ademán que Sarah conocía muy bien y la desesperaba. Significaba que Ana había tomado una decisión sobre determinado punto y que, a su obstinada manera, no iba a cambiarla.
—Ya veo, señora, que es inútil que siga hablando... al menos hoy —dijo Sarah en un tono glacial.
Ana no respondió, pero mantuvo el abanico sobre la boca.
—Ya es hora de que vuelva a Woodstock, para ver cómo progresan los trabajos —dijo Sarah—. Debo decir que no estoy muy contenta con los retrasos. Vuestra majestad sabe cuánto tiempo ha pasado desde que el señor Freeman triunfó para vos en la mayor batalla de la historia. Y casi no han hecho nada todavía.
Ana continuó apretando el abanico contra los labios. Sarah pensó: Juraría que está repitiendo mentalmente su frase de loro. Pero ya rectificará. Yo me ocuparé de que lo haga. Mientras tanto, era un alivio escapar de la corte y de unos gimoteos tan sentimentales y seniles.
Ana se sintió aliviada cuando Sarah se marchó. ¡Sunderland!, pensó. Aquel hombre. Nunca.
Tiró del cordón de la campanilla.
—Hill —ordenó—. Enviadme a Hill.
Abigail entró, ansiosos los ojos verdes.
—¿Se encuentra mal vuestra majestad?
—Muy cansada, Hill. Muy cansada.
—¿Tenéis jaqueca, señora? —dijo—. ¿Queréis que os refresque la frente? Hay esa nueva loción que encontré el otro día.
—Sí, Hill. Por favor.
Con qué sigilo se movía Hill en el aposento.
—Hill, ¡me duelen tanto los pies!
—Tal vez le convendría una cataplasma caliente, señora.
—Quizá sí. Pero báñalos primero.
—¿Después de refrescaros la cabeza, señora?
—Sí, Hill; después.
Qué consuelo era sentir aquellas manos suaves; qué tranquilizador observar aquella amable criatura. Era tan diferente... tan apaciguadora.
Creo, pensó la reina, que me alegro de que la señora Freeman se haya ido.
Esto era imposible, desde luego. Quería a la señora Freeman más que a nadie... incluso más que a Jorge, su marido. La señora Freeman era muy vital y hermosa. Daba gozo observar el brillo de sus ojos y los reflejos del sol sobre sus magníficos cabellos. ¡Pero aquel hombre! ¡Después de haberse atrevido a votar contra la pensión de Jorge! Sin duda era un chiflado. En una ocasión había hablado de renunciar a su título y ser simplemente Charles Spencer. Pero no había dado señales de querer hacerlo cuando murió su padre. Ahora era el conde de Sunderland.
—No me gusta el temperamento de ese hombre y nunca tendría una relación amistosa con él —declaró en voz alta.
—¿Decíais algo, señora?
—Estaba pensando en voz alta, Hill.
—¿Ha ocurrido algo que inquiete a vuestra majestad?
—La duquesa sugiere que nombre secretario de Estado a Sunderland. ¡Sunderland! Nunca me ha gustado ese hombre.
—No, majestad, y es comprensible.
—Nunca ha sido amigo del príncipe y, como sabes, Hill, quien no sea amigo del príncipe no puede serlo mío.
—Vuestra majestad y el príncipe son un ejemplo para todas las parejas casadas de este reino.
—He tenido la suerte, Hill, de casarme con el hombre más amable del mundo.
—Sólo hay que ver cómo cuida el príncipe de vuestra majestad para darse cuenta de ello.
—¡Es muy bueno, Hill! Sunderland votó contra su pensión y ahora quisiera ser mi secretario de Estado en vez del querido sir Charles Hedges, un hombre encantador que siempre me ha gustado.
—Es una suerte que vuestra majestad pueda elegir sus ministros.
—Desde luego, Hill.
Ana se sentía ya mejor. La querida Hill, ¡siempre tan dulce!
—Aborrezco contrariar a la duquesa, Hill.
—Pero, señora, la duquesa también debería aborrecer contrariaros a vos.
La reina guardó silencio al recordar la cara enrojecida e irritada de Sarah.
—La duquesa se marchó apresuradamente —prosiguió Hill, hablando con más audacia de lo que solía, pues era raro que ofreciese una opinión o una observación—. Parecía furiosa. Debería estarlo... consigo misma, por haber ofendido a vuestra majestad.
Ana estrechó la manita pecosa de su asistenta. ¡Querida Hill! ¡Tan discreta! ¡Tan diferente!
—No me gusta el temperamento de aquel hombre, Hill —declaró con firmeza—, y nunca tendría una relación amistosa con él.
Abigail Hill se puso una capa que la cubría de la cabeza a los pies y, después de salir del palacio, cruzó rápidamente el parque.
Se detuvo delante de una mansión de Albemarle Street, llamó a la puerta y, cuando le franquearon la entrada, pidió que anunciasen al señor Harley que la señora Abigail Hill deseaba hablarle sin demora.
No tuvo que esperar mucho. La condujeron a un salón y, a los pocos minutos, Harley se reunió con ella.
Como siempre, se sintió inquieta por su presencia. Era como una persona diferente en su propia casa, menos formal, y ella no podía dejar de imaginarse como la dueña de aquella casa.
Harley tenía los ojos un poco vidriosos y, cuando entró en la estancia, Abigail percibió el olor a vino en su aliento incluso antes de que se acercara a ella. Pero no estaba en absoluto embriagado. La joven se dio cuenta de que el olor a vino o a alcohol lo acompañaba siempre; sin embargo, no parecía en absoluto afectado por él.
—Mi querida prima —saludó acercándose a ella y asiéndole las manos.
Al hacerlo, la capucha se desprendió hacia atrás de la cabeza de ella y él le sonrió, mirándola a los ojos. En aquel momento sólo manifestó la satisfacción de verla, disimulando completamente el urgente deseo de saber por qué había dado un paso tan desacostumbrado.
Abigail no lo mantuvo en vilo.
—La reina está agitada y sospecho que incluso enojada con la duquesa, quien ha sugerido que Sunderland sustituya a Hedges.
Él se puso inmediatamente alerta.
—¡Sunderland! —exclamó—. ¡Menuda situación! No debemos permitir que esto suceda, prima.
—Es lo que pensé.
—Y la reina... ¿está al menos enfadada?
Abigail asintió con un gesto.
—Repite constantemente que no le gusta aquel hombre y nunca será amiga suya. Sarah se marchó hecha una furia.
—¡Qué tonta! ¡Gracias a Dios! ¿Se ha ido de la corte?
—Creo que sí.
—Aseguraos de ello. No debe sospechar que nosotros disfrutamos de esas pequeñas sesiones amistosas en el gabinete verde. Si lo averiguase, sería el final de nuestras reuniones, pues no es tan estúpida como para permitir que continuasen.
—No lo sospecha.
—Debemos mantenerla en la ignorancia, pero yo debería ver a la reina sin demora. Querida y lista primita, encontrad la manera de enviarme un mensaje cuando estéis segura de que Sarah se ha marchado, y tratad de que la reina esté sola en el gabinete.
Abigail asintió.
—El príncipe...
—No cuenta, querida prima, si está durmiendo, y es casi seguro que lo estará. El chocolate caliente es muy apaciguador. Ofrecédselo y dormirá a gusto. Es propenso a favorecer a los Marlborough y podría tener algo que decir en su favor.
—Se imagina que es un gran soldado y, por consiguiente, admira al duque.
—Ahora es el momento, prima, de trabajar rápidamente y en secreto. Sunderland no debe conseguir el cargo. Tenemos que impedirlo.
—Os lo comunicaré cuando esté segura de que Sarah ha abandonado la corte. Entonces... se podrá celebrar la reunión en el gabinete verde.
—Mi dulce prima, ¿no es estupendo que podamos trabajar juntos de esta manera?
—Me produce una gran satisfacción cumplir vuestros deseos —respondió Abigail.
Él le sonrió y, levantando la capucha, le cubrió la cabeza.
—Ahora marchaos —aconsejó—. No conviene que se sepa que habéis venido aquí.
Abigail asintió con la cabeza, excitada como siempre por la conspiración que urdían, por la fascinación secreta de aquel hombre.
Él la guió hacia abajo por la elegante escalinata curva. Abigail vio una puerta abierta y, en aquella habitación, una mujer sentada a una mesa.
Sabía quién era aquella mujer. ¡La esposa!
Acabó de bajar apresuradamente la escalera y salió al aire libre.
¡Qué ridículo era soñar! ¿Y en qué estaba soñando?
Debería estar contenta con lo que tenía, pues era mucho. Ella, que había vivido en la pobreza en aquella ciudad que se extendía ante sus ojos, que había sido doncella en la casa de lady Rivers, ahora era amiga de la reina de Inglaterra... sí, era su amiga; nadie iba a decir lo contrario. Ana la apreciaba. Tal vez más de lo que ella misma imaginaba. Sólo que ahora estaba hechizada por Sarah Churchill, tal vez de la misma manera en que Abigail Hill lo estaba por Robert Harley. Pero estos encantamientos no daban satisfacción. Había placer en la realidad. Ana encontraba más tranquilidad y comodidad con la vulgar y callada Abigail Hill de las que encontraría con la brillante Sarah Churchill, y Abigail Hill nunca encontraría una felicidad duradera si la buscaba en Robert Harley.
Abigail tomó una decisión mientras cruzaba rápidamente el parque.
Cuando Samuel Masham le pidiese de nuevo que se casara con él, aceptaría.
La reina estaba sentada en su sillón, sorbiendo chocolate caliente. Era muy agradable y Hill lo preparaba delicioso. El príncipe, a pesar de la copiosa comida de las tres, en la que había consumido demasiado lechón, estaba preparado para el chocolate, y como Hill lo había sugerido, Ana tomó también un poco.
Hill tocaba el clavicordio y hacía tiempo que la reina no estaba tan contenta.
¡Unos golpecitos en la puerta! ¡Con qué ligereza y rapidez cruzó Hill la estancia!
Volvió junto al sillón de la reina.
—Es el señor Harley, majestad. Suplica humildemente que lo recibáis.
—El querido señor Harley. ¡Siempre me alegro de verlo!
Harley entró; hizo una reverencia; tomó la mano blanca, un poco hinchada en aquel momento pero todavía bella, y la besó.
—Vuestra majestad es muy amable al recibirme.
—Mi querido señor Harley, precisamente estaba pensando en los buenos ratos que hemos pasado aquí.
—La bondad de vuestra majestad me abruma.
—Tal vez al señor Harley le apetecería tomar un poco de chocolate, Hill.
El señor Harley aseguró a la reina que acababa de comer y no tomaría chocolate.
Harley felicitó a la reina por su aspecto. Estaba seguro de que parecía más rebosante de salud que la última vez que la visitó.
—La querida y buena Hill cuida de mí —sonrió la reina.
—Y el príncipe también parece estar mejor.
—El asma le molesta mucho. La noche pasada le costaba respirar. Empeora después de la comida y de la cena. Le he dicho que si tuviese menos apetito, su asma tal vez mejoraría. Pero Hill prepara unos vahos que él inhala y esto le produce algún alivio. Hill, debes explicar estos vahos al señor Harley.
—Sí, majestad.
—Me interesará muchísimo.
—La salud del príncipe me preocupa mucho —siguió diciendo la reina.
—Vuestra majestad es una esposa muy abnegada. Él es el príncipe más afortunado del mundo.
—Y yo soy muy afortunada por tenerlo.
El príncipe murmuró algo en sueños.
—Está bien, Jorge —dijo la reina—. El Señor Harley está diciendo cosas muy agradables acerca de ti.
El príncipe gruñó, mientras Harley lo observaba cautelosamente. Sólo cuando se aseguró de que Jorge dormía profundamente, dijo:
—He oído un rumor inquietante, señora.
—¡Oh!
La satisfacción se borró del semblante de Ana.
—No quiero alarmar a vuestra majestad —dijo apresuradamente Harley—. En realidad, estoy seguro de que no habrá motivo para ello, señora, ya que nunca permitiréis que personas ambiciosas elijan a vuestros ministros.
—¿Se trata de aquel hombre?
—Sí, de Sunderland.
—No me gusta su temperamento y nunca sostendría una relación amistosa con él.
—No es de extrañar. Como a vuestra majestad, tampoco a mí me convence su temperamento y sé que nunca podría sostener relaciones amistosas con él.
La satisfacción se pintó en el semblante de la reina. Siempre era agradable que alguien captase sus frases y las repitiese como propias.
—Vuestra majestad estará de acuerdo conmigo —prosiguió Harley— en que no debemos permitir que esto suceda.
—Me complace, señor Harley, que coincidáis conmigo.
—La amabilidad os hace olvidar que vos gobernáis en el país.
—No podría gobernarlo sin la ayuda de mis ministros y es necesario que tenga una relación amistosa con ellos.
—Absolutamente necesario —convino Harley.
—En cuanto a ese hombre...
—Vuestra majestad no podría tenerla nunca.
—Es verdad, sin duda.
—Temo, señora, que se está tramando una conspiración.
—¡Una conspiración!
—Para formar una fuerte alianza con cierta familia...
Abigail contuvo el aliento. Éste era un terreno muy peligroso. Cualquiera que hubiese visto juntas a la reina y a Sarah debía saber lo mucho que apreciaba Ana a su amiga. Airear la situación era sumamente arriesgado.
—Señora —prosiguió apresuradamente Harley, consciente del peligro—, yo debo mucho al gran duque. Fui su protegido. Me ayudó a situarme. Pero sirvo a mi reina de todo corazón y, si para mostrar mi gratitud a los que fueron mis bienhechores en el pasado tengo que traicionar a mi soberana, entonces, señora, debo ser desagradecido.
—Os comprendo, señor Harley. Os comprendo perfectamente.
—La facultad de percepción de vuestra majestad me ha animado siempre. Por esta razón me atrevo a hablaros ahora en estos términos.
—Por favor, señor Harley, sed completamente franco conmigo.
—Entonces, señora, os diré una cosa. Al país no le conviene que una familia esté tan fuertemente representada que sea en realidad la gobernante. En este país hay una soberana, una sola. Yo serviré a mi reina de todo corazón, pero no a una familia que, con una astuta estratagema, la ha desposeído de sus derechos de nacimiento.
—¡Estratagema! —jadeó la reina—. ¡Desposeída!
—Hablo con demasiada brusquedad. Pido perdón a vuestra majestad.
—No, señor Harley. Habláis sinceramente y es esto lo que deseo.
—Entonces, ¿me da vuestra majestad licencia para continuar?
—Os la doy, señor Harley. Os la doy.
—Entonces diré que si el yerno de Marlborough ocupa la secretaría de Estado, mientras Marlborough es jefe supremo del Ejército y Godolphin, suegro de la hija de Marlborough, vuestro ministro de Hacienda, y si la duquesa continúa eligiendo vuestros ministros..., parece que ya no seréis en verdad la reina. Seréis un cero a la izquierda de la familia Churchill, señora. Y esto es algo que me afligiría, y si sirvo a mi reina en cuerpo y alma, no serviré a esos... usurpadores.
Se hizo un silencio en el gabinete verde. La reina estaba impresionada. Harley se miró las manos. ¿Había ido demasiado lejos? Estaba muy bien atacar a Sunderland y a Godolphin; incluso a Marlborough. Pero a Sarah... ¡la amada amiga de la reina!
Se tranquilizó al oír la voz de Ana, un poco temblorosa pero más obstinada que nunca.
—No podría soportar el temperamento de lord Sunderland y nunca existiría una buena relación entre nosotros.
Sarah estaba en Woodstock batallando con John Vanbrugh, quien deseaba conservar parte de la antigua casa solariega de Woodstock por, según decía, su interés arqueológico. Sarah, a quien no interesaba la arqueología, declaraba que la casa debía ser un monumento al genio del duque de Marlborough sin reparar en ningún otro aspecto. Tampoco estaba segura de los planos. Sería una casa grande y, aunque aprobaba el arte y los materiales que se invertirían en el edificio, quería que el palacio fuese tanto una residencia como un monumento.
Esto ocupaba su atención, pero sólo había retrasado la cuestión de Sunderland, de la que se ocuparía más adelante. De momento, la reina se mostraba muy obstinada, pero si se veía privada de la compañía de su querida señora Freeman durante un tiempo, Sarah creía que trataría de recuperarla... a cualquier precio.
Mientras tanto, la reina estaba preocupada por el asma del príncipe, y consultó a Abigail.
—Temo que este clima no le convenga, Hill. Su respiración ha sido terriblemente sibilante la noche pasada. No he podido dormir... y mi pobre ángel también ha pasado la noche en vela.
Abigail sugirió que una visita a Kensington podía ser beneficiosa. Estaba más cerca de Londres que Hampton y no le cabía duda de que el aire era allí ciertamente bueno. ¿Recordaba la reina lo bien que se había encontrado el príncipe allí durante su última estancia?
—Es verdad, Hill, ahora que me lo recuerdas. Iremos a Kensington.
Jorge estaba encantado. Kensington había sido siempre uno de sus palacios favoritos. Ana sonrió, recordando que, cuando murió Guillermo, Jorge había dicho: «Ahora tendremos Kensington.» Y había tomado posesión del palacio sin perder un momento. Era muy agradable verlo en un lugar que tanto le gustaba. También Ana lo encontraba delicioso, y existía el interés adicional de ver cómo progresaban los jardines. Un centenar de jardineros cuidaban de ellos y el resultado de su trabajo era manifiesto. El salón de banquetes que la reina hizo construir era magnífico, con sus columnas corintias y sus hornacinas donde ardían candelabros. Sería muy agradable dar conciertos y bailes allí; al público le encantaba poder entrar en los jardines.
—Sí —murmuró—, iremos a Kensington.
Y fueron al palacio y, cuando dijo Hill que, si su majestad no tenía inconveniente, utilizaría las habitaciones que se comunicaban por una escalera con las de la reina, Ana accedió de buen grado. Antes, Sarah había ocupado aquellas habitaciones y, en consecuencia, eran más lujosas que las que había usado Abigail con anterioridad. Así pues, se alegró de que Ana consintiese y se instaló allí.
La señora Danvers expresó sorpresa ante aquella ocupación.
—La reina quiere que esté cerca de ella por si me necesita —explicó Abigail.
—Pero son las habitaciones de su excelencia.
—No veo inconveniente en utilizarlas cuando su excelencia no está en la corte, siempre que a su majestad le parezca bien.
La señora Danvers se alejó para ir a murmurar a la señora Abrahal que Hill se estaba dando tono y que le gustaría saber qué se propondría ahora.
La reina estaba contenta de tener constantemente a Abigail a su disposición. El desgraciado asunto de Sunderland parecía haber sido olvidado y Ana no daba muestras de gran contrariedad por el hecho de que la duquesa de Marlborough se mantuviese lejos de la corte.
Celebraban fiestas y la gente estaba encantada de poder entrar en los jardines reales. Era costumbre asistir lujosamente ataviado y los súbditos de Ana paseaban al son de la música, luciendo, según dijo un escritor de la corte, trajes adornados con brocados, aros, capas y abanicos.
D’Urfey, el poeta de la corte, escribió versos y canciones especiales para aquellas ocasiones, y súbditos de Ana acudían de todo Londres para ver a su reina.
—¡Qué días y noches tan agradables! —suspiraba Ana, cuando se retiraba a sus habitaciones para someterse a los cuidados de Hill.
Mientras tanto, Sarah consultaba a Godolphin el siguiente paso que debía dar para el nombramiento de Sunderland y escribía extensamente a su yerno. También escribió a Marlborough y le dijo que debía unir su voz a la de ella, pues la reina no podía negar nada al vencedor de Blenheim.
Visitó Kensington para hablar una vez más con la reina y, al llegar inesperadamente a sus habitaciones, se encontró con que estaban ocupadas.
Se plantó en el centro del dormitorio, contemplando la cama, sobre la cual estaba tirada una bata. La tomó y frunció el entrecejo, como si percibiese algún olor desagradable. Entonces entró Abigail en la habitación, alegre, descarada, según se dijo Sarah más tarde —mucho más tarde—, y con una sonrisa en los labios.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Sarah.
—Yo... pensé que estas habitaciones estaban vacías.
—Pensaste, ¿qué?
—Que la reina me necesita continuamente...
—¿Pensaste que podías usar mis habitaciones... sin mi permiso?
—Pido perdón a vuestra excelencia.
Estuvo a punto de decir que la reina había aprobado que usara estas habitaciones; pero se contuvo. Sarah lo reprocharía a Ana, y Abigail no quería que hubiese complicaciones por su causa. Era mucho mejor cargar con toda la culpa. Bajó la cabeza y guardó silencio.
—Te irás de aquí enseguida y te llevarás todas tus cosas —ordenó Sarah.
—Sí, excelencia.
Abigail recogió su bata y todo lo demás que pudo encontrar, y salió sin levantar la mirada. Al salir, oyó que Sarah decía:
—¿Qué se puede esperar? No tiene educación ni buenos modales. ¡Y pensar que la libré de fregar suelos!
Sarah tenía cuestiones más importantes en qué pensar que ocuparse de la insolencia de alguien inferior a ella; había hablado una vez más con la reina sobre Sunderland, sólo para provocar lo que Sarah llamaba la frase del loro. No había duda de que Ana se oponía resueltamente al nombramiento de Sunderland. Pero Sarah estaba tanto más decidida a conseguirlo. Escribiría a Marl de inmediato y le diría que debía unir su voz a la de ella.
Furiosa, empezó a revisar el guardarropa de la reina.
—Señora Danvers —gritó, con irritación—. Me parece que faltan algunos vestidos de la reina. Quisiera saber dónde están.
La señora Danvers se ruborizó y respondió que aquellos vestidos estaban gastados y que era prerrogativa de la camarera participar en la ropa desechada de la reina.
—No sin mi permiso —rugió la duquesa—. Yo soy la jefa del vestuario. ¿Lo habéis olvidado?
—Claro que no, excelencia, pero creía que tenía derecho a llevarme esos vestidos.
—Deseo verlos.
—Pero, excelencia...
—En otro caso, informaré de este asunto a su majestad.
—Excelencia, estoy al servicio de su majestad desde que ella era una niña.
—Esto no es motivo para que permanezcáis aquí si no me dais satisfacción.
—Siempre he dado satisfacción a su majestad, excelencia.
—Yo soy la jefa de vestuario de la reina y quiero ver los vestidos.
—Los mostraré a vuestra excelencia.
—Hacedlo lo antes posible. Y también quiero ver las faldas, los trajes largos y los abanicos.
La señora Danvers, esperando distraer la furia de la duquesa, dijo:
—Excelencia, quisiera hablaros de la señora Hill.
—¿Qué pasa con la señora Hill?
—Parece, excelencia, que abusa de la compañía de su majestad.
La duquesa entornó los ojos y la señora Danvers siguió diciendo:
—Y también en el gabinete verde, excelencia...
—¿Sabéis, señora Danvers, que la señora Hill ocupa su puesto gracias a mí?
—Sí, excelencia.
—Entonces, señora Danvers, dejad que yo decida cuáles deben o no deben ser las funciones de Abigail Hill. Y ahora, sobre esas faldas...
Danvers debe marcharse —decidió Sarah—. Está hablando contra Abigail Hill, de quien sospecha que es mi espía. Ya veremos, señora Danvers, quien se irá..., si mi mujer o vos.
Cuando hubo despedido a la señora Danvers, después de haberle dado a entender que abrigaba graves dudas sobre el cuidado que prestaba al guardarropa, se dirigió a ver a la reina.
Ana estaba tomando el chocolate que Abigail acababa de traerle.
—Tomad un poco, querida señora Freeman. Hill prepara un chocolate delicioso.
—No, gracias —rechazó Sarah—. Creo que la señora Morley está contenta con Hill, a quien yo le traje para que la atendiese.
—Es muy buena chica, querida señora Freeman. Vuestra desgraciada Morley os estará siempre agradecida.
—Me alegro de que os satisfaga, pues no puede decirse lo mismo de otras camareras.
—Oh, Dios mío...
Ana pareció alarmada.
—Me refiero a Danvers.
—¡Danvers! Oh, cosas de la edad, ¿sabéis? Es como una vieja y querida niñera para mí.
—Esto no es motivo para que se insolente conmigo.
—¡Oh, Dios mío! ¡Es terrible! ¡Mi pobre y querida señora Freeman!
—Esa mujer es una espía.
—¿Una espía, señora Freeman? ¿Al servicio de quién?
—Tendremos que averiguarlo. Pero se ha estado sirviendo del guardarropa. Se ha quedado con cuatro vestidos, según me ha confesado. Dijo que creía tener derecho a ellos y que vos ya no los utilizabais.
—Pero Danvers ya lo ha hecho otras veces, ¿sabéis? En su posición, se acepta que disfrute de esas ventajas de vez en cuando.
—Pero, mi querida señora Morley; como jefa de vestuario, yo debería encargarme del guardarropa.
Oh, Dios mío, pensó Ana, ¡cómo me duele la cabeza! Tendré que pedir a Hill que me aplique su loción calmante.
—Danvers no debe hurtar nada del guardarropa —siguió diciendo Sarah.
—Le diré que no debe tomar nada sin vuestro consentimiento.
—Deberíais despedirla.
—Hablaré con ella.
Sarah estaba sonriendo ahora dulcemente e inclinándose hacia la reina.
—Y hay esa otra pequeña cuestión que la señora Morley ha estado considerando.
—¿Qué cuestión es ésa, querida señora Freeman?
—Sunderland...
Ana se llevó el abanico a la boca y lo mantuvo allí.
—No he cambiado de opinión sobre este asunto —dijo—. No podría tener una buena relación con él, pues no soporto su temperamento.
Por fin, ha cambiado un poco el estribillo, pensó Sarah con crueldad.
Se despidió de la reina y Ana llamó inmediatamente a Abigail.
¡Qué dolor de cabeza, Hill!
No hizo falta que lo pidiese. Hill tenía ya preparado el remedio.
¡Que dedos tan apaciguadores! ¡Qué consuelo estar a solas con Hill, que no gritaba!
¡Pobre señora Danvers! ¿Cómo podía despedir a una servidora que había estado con ella durante toda su vida?
No despediré a Danvers. Le daré una pequeña pensión vitalicia y algún regalo especial y le diré que debe dejar que la duquesa disponga del guardarropa.
La ansiedad, sobre todo por el asunto de Sunderland, parecía agravarle la gota. Ana, con los pies envueltos en cataplasmas, rojo y manchado el semblante, desabrochado el vestido, yacía en su sillón y sólo encontraba consuelo en la presencia de Abigail. Apenas era reconocible como la reina elegantemente vestida de sus apariciones en público. Se estaba convirtiendo en uno de los más importantes monarcas de Europa y se daba cuenta de que lo debía en gran parte al duque de Marlborough.
Esta impresión se acentuó cuando el coronel Richards, ayudante del duque, trajo la noticia de la gran victoria de Ramillies.
Marlborough escribió diciendo que deseaba que la reina supiese la verdad de su corazón y que su mayor satisfacción por este triunfo era haberle prestado un gran servicio, pues le estaba sinceramente agradecido por todas las bondades que había mostrado con él y los suyos.
Ana leyó la carta con lágrimas en los ojos. ¡Querido señor Freeman! ¿Por qué se había irritado tanto de que la importunasen con las peticiones en favor de un hombre cuyo temperamento no le gustaba? Desde luego, era una lástima que Anne Churchill se hubiese casado con él.
Sarah fue a verla, radiante de satisfacción.
—¿Os dais cuenta, señora Morley, de lo que significa esto? Es la victoria más grande, desde la de Blenheim, que el señor Freeman ha ganado para vos. Esto cambiará todo el curso de la guerra. He oído decir que Luis está desolado, completamente desolado. Puedo aseguraros que el enemigo tiembla..., sí, tiembla al oír mencionar el nombre de Marlborough.
—En efecto, es una gran victoria, señora Freeman, y nunca olvidaré el genio del señor Freeman.
—A él le causaría una gran satisfacción el nombramiento de Sunderland.
Incluso en esta ocasión, Ana se mantuvo terca.
Volvió la cabeza.
—El querido señor Freeman tendrá muchas ocupaciones en el continente. Tendremos que celebrar un oficio de acción de gracias por esta victoria. Hablaré con lord Godolphin al respecto.
Sarah no prosiguió con el tema de Sunderland, para gran alivio de la reina. En realidad, Sarah estaba un poco deprimida, lo cual era sorprendente dadas las circunstancias; pero, cuando contó a Ana la razón, ésta se mostró rebosante de simpatía y comprensión.
—Podría haber sido, fácilmente, el fin del señor Freeman —prorrumpió Sarah—. Apenas me atrevo a pensar en ello, pues, cuando lo hago, no puedo dejar de recordarme que está en peligro cada hora que pasa allí. En Ramillies, fue casi el final.
—¡Mi pobre señora Freeman!
—Estaba saltando una zanja cuando un disparo lo derribó del caballo. Si su ayudante, el capitán Molesworth, no hubiese estado allí para darle su montura, el duque habría podido caer en poder del enemigo. Me estremezco sólo con pensarlo.
En un momento de rara introspección, Sarah se imaginó su vida sin Marlborough. No habría podido soportarlo. Casi tenía ganas de renunciar a su ambición, de tenerlo a salvo con ella en Holywell House, en casa y a salvo.
—Pero esto no es todo —prosiguió tristemente—. Cuando su caballerizo, el coronel Bringfield, le estaba ayudando a montar, una bala de cañón alcanzó al coronel y le arrancó la cabeza. Igual habría podido ser...
—Fue la Providencia, querida señora Freeman —la tranquilizó Ana.
—He ido a ver a la viuda del coronel —siguió diciendo Sarah—. ¡Pobre criatura! Está casi loca. La consolé y le dije que su marido había prestado un gran servicio el país y que vos no querríais que quedase sin recompensa. Le prometí una pensión; conociendo la generosidad de mi querida señora Morley, estuve segura de que era esto lo que habría deseado.
—Ciertamente, debe recibir una pensión. ¡Oh, qué guerra tan terrible! He de dar fervientes gracias a Dios, no sólo por la gloriosa victoria, sino porque el querido señor Freeman ha salvado la vida.
Godolphin se sentó junto a la reina y le explicó la situación.
—El rey de Francia perdió uno de sus mejores ejércitos en la Batalla de Blenheim, señora, además de todas las tierras entre el Danubio y el Rhin. Pero, con la derrota de Ramillies, ha perdido todo Flandes.
—El duque es un genio —respondió Ana.
—Se dirá de él que ha contribuido a engrandecer Inglaterra, señora.
—He tenido noticias de que los franceses están desolados... realmente desolados.
—Presas de pánico, diría yo, señora. El mariscal Villeroy tenía miedo de comunicar la derrota a su señor y permaneció cinco días encerrado en su tienda.
—¡Pobre viejo! —se compadeció la reina—. Tengo entendido que ha cumplido los sesenta.
—Luis tiene casi setenta.
—Es una lástima que unos viejos, tan próximos al final, tengan que esforzarse en matar a otros. Pero la guerra es así, señor Montgomery.
Godolphin se alegró de que la reina hubiese vuelto a emplear el nombre familiar que le había dado. Desde que Ana sabía que Godolphin apoyaba a Sarah en su petición en favor de Sunderland, había dejado de llamarlo de aquel modo cariñoso y lo había tratado formalmente de lord Godolphin. Ramillies, pensó, le había hecho ver lo que debía a la familia Churchill, y como miembro de ella por matrimonio, él compartía su gloria.
—Bueno —siguió diciendo la reina—, esperemos que el final de la guerra esté próximo... un final victorioso. Preferiría ver que se gasta dinero en mejorar la suerte de mi pueblo que en matarlo.
—Es indudable, señora, que las victorias del duque en Francia mejoran la suerte de vuestros súbditos.
—Tenéis razón, señor Montgomery, y debemos celebrar un oficio de acción de gracias en San Pablo, para recordarles todo lo que deben a Dios por esta gran victoria.
—Y al gran duque —le recordó Godolphin.
—Y al gran duque —repitió Ana.
Toda la corte estaba consternada. Sarah había caído enferma.
Sus servidores habían entrado en su habitación y la encontraron tendida en el suelo, con un ataque. Al difundirse la noticia, hubo más agitación que cuando se supo la victoria de Ramillies. ¿Y si muriera Sarah? ¿Qué pasaría en la corte? ¿Quién ocuparía su lugar?
Abigail no había encontrado nunca tan difícil disimular sus sentimientos. ¡La desaparición de la temida y odiada rival! ¿Qué gloria no podría alcanzar ella? La batalla habría terminado; Abigail no dudaba de quién ocuparía el sitio de Sarah. Se preguntaba qué pensaría él, y podía adivinarlo. Esto lo cambiaría todo.
Pero cuando vio lo desolada que estaba la reina, se sintió inquieta.
—Hill, Hill, ¿has oído la noticia? ¡Oh, mi pobre y querida señora Freeman! ¿Qué haría yo si la perdiese? He sufrido muchas tragedias en mi vida, Hill, y entre ellas la mayor que puede afligir a una madre. ¡La pérdida de mi pequeño! Pero si le señora Freeman muriese..., si me dejase...
—No debéis desesperar, señora —dijo Abigail, interrumpiéndola por primera vez.
Pero Ana no lo advirtió; dejó que Abigail la rodease con un brazo y la estrechase contra su pecho.
—Oh, Hill, Hill, hemos sido tan amigas... y durante tantos años...
Abigail miró la cara roja y fofa, húmeda de lágrimas, y comprendió la repulsión que Sarah no se había esforzado en disimular.
¿Cómo podía Ana querer tanto a una mujer que nunca se habría tomado el trabajo de hablarle si no hubiese sido la reina? Una cosa estaba clara: Ana no podía librarse del hechizo de Sarah Churchill. Abigail pensaba en los últimos meses, durante los cuales Ana se había visto perpetuamente acosada por el asunto de Sunderland, y no podía comprender el sincero dolor de la reina.
—Hay que enviarle inmediatamente mis médicos, Hill.
—Sí, señora. Transmitiré vuestra orden.
—Gracias, Hill. No sé qué haría sin ti... También te debo a ella...
Sí, pensó Abigail, ésta era la ironía de la situación. Cuanto más la apreciaba Ana, más se lo agradecía a Sarah.
Antes del oficio de acción de gracias, Sarah se recobró. Se presentó en la corte, sólo un poco más pálida que de costumbre y en modo alguno sumisa.
La reina la abrazó calurosamente.
—Mi queridísima señora Freeman. ¡Qué angustia he padecido por vuestra causa!
—Ya he recobrado la salud. No creeríais que iba a perderme la acción de gracias a Marlborough, ¿verdad?
Ana no le recordó que la acción de gracias se ofrecía a Dios; Sarah no podía verlo de esta manera y, en todo caso, nada tenía de religiosa.
—Me alegro de que estéis aquí —dijo sinceramente Ana.
—Tenía que decidir, naturalmente, las joyas que vais a lucir.
—Hill las ha preparado ya. Quisimos evitaros este trabajo, señora Freeman.
—¡Una camarera eligiendo vuestras joyas! ¿Qué esperáis que escoja? No, señora Morley, esto no puede ser. Esos rubíes... ¡Una ridiculez! Hay que guardarlos y ya veré lo que es más adecuado para la ocasión.
—Pensé que Hill había elegido bien.
Sarah resopló, desdeñando a Hill y su elección. Ahora estaba sonriendo.
—Ha escrito el señor Freeman. Al pobre le habían informado de mi enfermedad. Yo no quería que lo molestasen. Amenazó con abandonarlo todo para venir a mi lado.
—¡Qué marido tan fiel! Somos... las dos, muy afortunadas. No muchas mujeres tienen maridos como los nuestros.
Sarah torció desdeñosamente los labios. Comparar al gordo y estúpido Jorge con Marl era más de lo que podía soportar.
—Le dije que pronto estaría bien —prosiguió—. Fue la ansiedad por la batalla y, desde luego, aquel episodio de Ramillies en que estuve a punto de perderlo. Y hay muchos otros motivos de inquietud en casa. No estoy segura de que Vanbrugh sea el hombre adecuado para Blenheim. No me avengo en absoluto con él. Y desde luego, aquellos de quienes espero amistad no quieren escuchar mis consejos.
Ana apretó los labios. Dentro de un momento, pensó Sarah, me dirá que no puede soportar su temperamento y que no tendría una buena relación con él. Si esto ocurre, gritaré para hacerla callar o me dará otro ataque. Sunderland tendrá desde luego su cargo, pero tal vez no sea éste el momento adecuado.
Por consiguiente, se dedicó a escoger las joyas de la reina, mientras Ana le decía lo preocupada que estaba por el asma de Jorge, que indudablemente empeoraba.
—Se encuentra tan mal durante la noche, señora Freeman, que se me rompe el corazón al observarlo. Y él se preocupa por mí. Dice que me fatigo por ayudarlo, pero yo le recuerdo que es mi querido esposo y que servirle es para mí un privilegio.
—Deberíais hacer que uno de sus pajes durmiese en un jergón en la habitación y tomar vos otra cámara para poder descansar.
—Hemos compartido la cama durante muchos años y él confiesa que no podría descansar si yo no estuviese a su lado. Ni podría hacerlo yo sin él. Pero no os preocupéis, querida señora Freeman. Vuestra desgraciada Morley está bien atendida. Tengo a Hill durmiendo en un jergón en la antecámara, de modo que puedo llamarla en cualquier momento. Es una buena chica. Nunca tengo que llamarla dos veces. Allí esta, siempre dispuesta... ¡y tan servicial! Ni el príncipe ni yo sabemos qué haríamos sin ella. Y siempre recuerdo que os la debo agradecer a vos.
—Como sabéis, la saqué de fregar suelos, y quiere mostrarme su gratitud. Le he dicho que la mejor manera de complacerme es sirviendo a vuestra majestad.
—¿Cómo os lo podré pagar, señora Freeman?
¿Sunderland?, pensó Sarah. Tal vez todavía no. Después de la ceremonia. Entonces sería el momento adecuado.
Ana, luciendo un espléndido vestido sobre unas enaguas de tisú de oro y adornada con joyas escogidas por Sarah, parecía muy diferente de la pobre criatura que pocos días antes había estado tumbada en su sillón, con los pies envueltos en vendajes que ocultaban las cataplasmas.
Observó a Jorge, con su traje bordado y ribeteado de plata. Tenía un aspecto magnífico y, sin embargo, se le partía el corazón al mirarlo. Había pasado una noche de perros y sus jadeos la habían asustado. Había tenido que llamar tres veces a Hill. Era consolador tener a la camarera en plena noche, ¡y qué pronto acudía a sus llamadas! Casi parecía presentir cuándo la necesitaban.
—Jorge —dijo—, temo que va a ser un día muy pesado.
—Yo estaré contigo, mi amor —la tranquilizó Jorge.
—Te observaré e insistiré en que vuelvas a palacio si te encuentras mal. He pedido a Masham que te vigile.
Jorge asintió con un gesto y le sonrió. ¡Pobre Jorge! Estaba engordando y debilitándose a ojos vista.
Sarah estaba espléndida. Nunca se vestía con demasiada ostentación en tales ocasiones, confiando en su atractivo personal. Además era la esposa del héroe del momento.
—Mi querida señora Freeman debe viajar en mi carroza —dijo Ana.
—Estoy segura del que el pueblo lo espera —respondió Sarah.
—Me preocupa Jorge —le confió Ana.
—Estoy de acuerdo con vos en que no puede acompañarnos. Esto le cuesta un gran esfuerzo y sería de lamentar que le diese un ataque durante el oficio.
—Sería terrible.
—Entonces debería venir detrás. Masham y Hill cuidarán de él. Podéis confiar en ellos.
—Desde luego, puedo confiar en Hill, y parece capaz de manejar también a Masham.
—Está ansiosa de complacerme —le recordó Sarah.
La duquesa estaba encantada de viajar con la reina en la carroza real, escoltadas por la guardia a caballo y a pie, todos magníficos con los uniformes estrenados para la ocasión; las calles estaban rebosantes de gente que había acudido para aclamar a la reina y a la esposa del héroe, y el sonido de las bandas de música atronaba el aire.
El señor alcalde y los alguaciles recibieron a la reina y la duquesa en Temple Bar y las condujeron a San Pablo, donde el deán de Canterbury celebró el oficio de acción de gracias.
Por la noche hubo fuegos artificiales y se disparó una salva de cañonazos desde la Torre.
Los cafés estaban atestados, pero, a medida que transcurría el día, la gente se fue encaminando a las tabernas para beber por Inglaterra, por la reina y por el duque.
Hubo cantos y bailes y algunos se volvieron pendencieros. Harley estaba en su club, con St. John y algunos de sus amigos literatos: Defoe, que siempre estaría en deuda de gratitud con él, Dean Swift, que gustaba de airear sus opiniones, Joseph Addison y Richard Steele.
El ingenio y el vino fluían a raudales, y Harley comentó lo que costaba la victoria de Marlborough al país, en impuestos y en sangre de sus hombres. Sugirió también que los asuntos del país debían ser dirigidos no con la espada, sino con la pluma, teoría que sus oyentes estaban dispuestos a asumir, ya que eran hombres de pluma y no de espada.
Era una teoría, dijo Harley, que le gustaría poner a prueba. No veía por qué no podía resultar muy eficaz.
La charla prosiguió y, según dijo más tarde Harley a St. John, fue provechosa. Ya verían si su ejército de escritores no podía lograr una victoria tan sonada como la de Marlborough con sus soldados.
Y sobre el cuerpo dormido del príncipe, Abigail Hill prometió convertirse en esposa de Samuel Masham.
Alma mía [escribió Marlborough a Sarah]. Mi corazón está tan lleno de alegría por este triunfo que, si siguiese escribiendo, diría muchas tonterías.
Sarah guardaba sus cartas y las releía incontables veces. Le había reñido después de lo ocurrido en Ramillies, diciéndole la terrible angustia que le había causado con su imprudencia.
Si quiero merecer y conservar la fidelidad de este Ejército [respondió él], debo mostrarles que, cuando los pongo en peligro, yo no soy una excepción. Pero te amo tanto y estoy tan deseoso de terminar mis días tranquilamente contigo, que sólo me arriesgaré cuando sea absolutamente necesario. Estoy tan persuadido de que esta campaña nos traerá la paz que te suplico que hagas todo lo que esté en tu mano para que la casa de Woodstock sea levantada lo más rápidamente posible para que pueda yo esperar vivir en ella.
Ella lo haría. Iría a Blenheim y les daría prisa, y le echaría un rapapolvo a John Vanbrugh. Pero lo más importante era que la guerra tuviese un final feliz. Los whigs habían dejado bien claro que, a menos que Sunderland, el whig supremo, fuese nombrado secretario de Estado, no darían su apoyo a la guerra, e incluso Godolphin confesaba que aquel nombramiento era necesario si había que conseguir los medios de llevar la guerra adelante.
Sarah lo envió a buscar y él acudió humildemente. Al principio había estado en contra de aquella designación y ella había tenido que persuadirlo, pero ahora se mostró de acuerdo.
—Ya lo veis —dijo triunfalmente Sarah—. Sunderland debe obtener el cargo. Los whigs insisten en ello.
Godolphin, que siempre podía ser intimidado por Sarah, sacudió la cabeza con tristeza.
—La reina sigue mostrándose obstinada.
—Hay que meterla en cintura.
Él no pudo dejar de sonreír ante aquella frase. Sarah, ¡hablando de la reina de Inglaterra como si fuese un perro! Pero Sarah no vio nada divertido en su observación. Estaba harta de un asunto que a su entender hubiera debido quedar solucionado hacía tiempo.
—Escribiría a Marl —dijo—, y obtendría su apoyo. La reina no podría oponerse ahora a ello. Pero está tan atareado con su campaña que deberíamos resolver aquí la cuestión.
—Si la reina ha de ceder ante alguien, será ante vos.
Era verdad.
—Dejádmelo a mí —dijo Sarah—. He estado tratando de persuadirla. Ahora tendré que obligarla.
Godolphin dijo que escribiría a la reina y le diría que la prosecución de la guerra dependía de aquel nombramiento. Si esto no bastaba, tendrían que encontrar otros medios de persuadirla.
Resultado de ello fue una carta de Ana en la que exponía sus objeciones al nombramiento de Sunderland. Al tratar con su ministro de Hacienda, tenía que ofrecerle razones más convincentes que el hecho de que no le gustase el temperamento de Sunderland y no creyese poder estar en buena relación con él. Sunderland era un hombre de partido, y nombrarle secretario de Estado era entregarse ella misma en manos de un partido.
Esto [escribió] es algo que he deseado evitar, nunca haré lo que vos y el duque de Marlborough decís. Lo único que deseo es mi libertad de animar y emplear a cuantos están fielmente a mi servicio, llámense whigs o tories, sin ligarme a éstos ni a aquéllos; pues si tuviese la desdicha de caer en manos de unos u otros, consideraría que, aun llevando el nombre de reina, sería en realidad su esclava.
Godolphin tuvo que confesar que esto era razonable; pero, si había que conseguir el apoyo whig para la guerra, era necesario asegurarse el nombramiento de Sunderland.
Sarah no solía escuchar las opiniones de los demás. Godolphin era demasiado blando, dijo; por consiguiente, ella misma se encargaría del asunto. Empezó por escribir largas cartas a la reina, en las cuales, debido a la amistad existente entre ambas, pareció olvidar completamente el respeto debido a su soberana. Sarah estaba irritada e impaciente y creía que Ana la quería y necesitaba tanto su amistad, que aceptaría cualquier insulto.
Vuestra seguridad y la de la nación es mi principal preocupación [escribió] y suplico a Dios Todopoderoso, tan sinceramente como le pediré perdón en mi última hora, que el señor y la señora Morley comprendan el error de su noción antes de que sea demasiado tarde; pero considerando la poca importancia que concede a todo lo que viene de vuestra fiel Freeman, veo que os he molestado demasiado y os pido perdón por ello.
Ana estaba con Abigail cuando llegó esta carta y, al leerla, se detuvo al llegar a la palabra «noción». Sarah había escrito a toda prisa y sus garabatos no eran siempre de fácil lectura, y Ana leyó nación donde decía noción.
Un triste resentimiento se apoderó de ella. ¿Sugería la señora Freeman que ella y su querido Jorge habían perjudicado a la nación? Oh, esto era demasiado, incluso viniendo de la señora Freeman.
—Hill —llamó—. Hill, ven aquí.
Hill se acercó y se quedó de pie modestamente delante de ella, pero había alarma en los ojos de la buena criatura.
—¿Se encuentra mal vuestra majestad?
Ana sacudió la cabeza.
—Estoy... trastornada. Creo que los ojos me engañan. Los tuyos son más jóvenes. Léeme esto. Empieza aquí.
Abigail leyó, con voz clara y sonora:
—«... el señor y la señora Morley comprendan el error de su nación...»
¡Aquí estaba! Era lo que ella había leído. Era verdad. Abigail estaba mirando a la reina con ojos horrorizados.
—Pero, señora...
—¡Es inaudito! —exclamó la reina, casi llorando—. El bienestar de la nación ha sido mi principal preocupación desde que subí al trono.
—Señora —dijo Abigail—. Me avergüenzo de que una parienta mía haya podido ser capaz de esta... de esta falsedad.
—Vamos, Hill. No debes alterarte. Supongo que debía escribir esto en un ataque de furor. Procuraré olvidarlo.
—¿No desea vuestra majestad responder a este... insulto?
—No, Hill; creo que haré caso omiso de él.
Fue lord Godolphin quien se enteró de la razón del silencio de la reina. Ésta le mostró la carta.
—Parece —dijo fríamente Ana— que la duquesa de Marlborough olvida que soy la reina.
Él leyó la carta y tartamudeó.
—Pero, señora —dijo—, la palabra no es nación. Es noción.
—Noción... —repitió Ana— comprendan el error de su noción... Esto es diferente, desde luego. Pero convendréis conmigo, señor ministro de Hacienda, en que el tono de la carta no es el de una súbdita a su soberana.
Godolphin sonrió como disculpándose.
—La relación entra vuestra majestad y la duquesa no ha sido siempre la de una soberana con su súbdita. Hablaré a la duquesa de este lamentable error y no dudo de que deseará presentaros sus disculpas.
Ana se sintió satisfecha, pues, aunque el asunto de Sunderland era ciertamente muy enojoso, no podía soportar estar en mala relación con Sarah.
A su debido tiempo, la «disculpa» de Sarah llegó a poder de la reina.
La gran indiferencia y desprecio de vuestra majestad al no prestar atención a mi última carta, no me sorprendió tanto como cuando oí decir al señor ministro de Hacienda que os habíais quejado mucho de ella, lo cual me induce a causaros la molestia de repetir lo que os aseguro que fue el objeto de la carta y creo que expresaron las palabras...
A continuación expuso más o menos lo que había escrito en la carta anterior, en el mismo tono altivo, y dio la misiva a Godolphin para que la entregase en mano.
Sin embargo, Ana continuó resentida con Sarah y confió a Abigail que estaba harta del asunto de Sunderland y la secretaría, y Godolphin tuvo que informar a Sarah de que no estaba más cerca de la meta que cuando había empezado a escribir la lamentable carta.
Pero Sarah estaba más resuelta que nunca a salirse con la suya y escribió al duque para informarle de que debía enviar un mensaje a la reina donde le diría que si no nombraba secretario de Estado a Sunderland, él se retiraría del Ejército.
Cuando Marlborough se dio cuenta de que los whigs retirarían su apoyo a menos que Sunderland obtuviese el nombramiento, se vio obligado a dar su consentimiento, y Sarah envió esta carta a la reina.
Era un ultimátum. Ana necesitaba a Marlborough y no podía soportar la idea de que Sarah abandonase la corte.
Cedió porque no podía hacer otra cosa. Pero quedó resentida.
Permanecía sentada en silencio, mientras Abigail le ponía cataplasmas en los pies, y cuando se mencionaba el nombre de Sarah, Ana apretaba los labios, se llevaba el abanico a la boca y lo sostenía allí.