Intriga en el gabinete verde
Robert Harley estaba sentado en su sitio favorito del Apollo Club, entregado a su pasatiempo predilecto: la bebida. Harley disfrutaba con la vida nocturna de Londres. Le gustaba el ambiente de los clubes, que proliferaban en la City. Incluso visitaba los cafés y las tabernas para conversar con los literatos conocidos que los frecuentaban. Después de beber, le gustaba hablar, y en estas ocasiones los demás disfrutaban escuchándolo, pues era ingenioso, brillante y persuasivo, a pesar de su voz discordante y su vacilante pronunciación.
Desde su nuevo nombramiento —recientemente había sustituido a Nottingham y sido nombrado secretario de Estado para el Departamento del Norte—, todavía encontraba tiempo para reunirse con sus amigos eruditos y, si no estaba en el Apollo, se encontraba en el Rota invariablemente acompañado de su amigo y discípulo Henry St. John, quien, naturalmente, había sido designado para un cargo al mismo tiempo que Harley y era el de nuevo secretario de la Guerra.
Habían paseado por las calles donde la celebración de la victoria de Blenheim estaba en su punto culminante. Los cafés estaban abarrotados de gente que sorbía café caliente, chocolate o brandy de Nantas. Las tabernas estaban aún más atestadas. Se veían ya algunas borracheras y, a medida que avanzase la noche, la juerga iría naturalmente en aumento.
Harley, con St. John a su lado, había tenido que abrirse paso entre la muchedumbre.
La relativa tranquilidad del Apollo resultaba muy agradable, como lo era el sabor del buen brandy.
Harley miró irónicamente a St. John.
—Éste podría ser llamado Día del Duque. Ese rebaño histérico y vocinglero coronará de laureles la cabeza ducal cuando Marlborough regrese como conquistador victorioso. Pero recuerda que igualmente habrían gritado para que la cabeza rodase de los hombros ducales para ser escarnecida y vilipendiada en el Temple, si la batalla hubiese tenido el resultado contrario. El populacho es así, Harry.
—Bueno, siempre lo ha sido.
—Cierto. No pretendía hacer una observación original al expresar lo evidente. No, te pido simplemente que observes una acción natural en la multitud histérica, chillona e inculta, y te des cuenta de que, si es posible provocar con éxito su reacción, podría controlarse con igual facilidad.
St. John miró fijamente a su mentor.
—¡Marlborough! —prosiguió Harley—. Este nombre está en todas las bocas. ¡El Gran Duque! ¡El Duque Victorioso! ¡El Vencedor de Blenheim! Desobedeció instrucciones de los suyos y por fortuna para él, ganó esta batalla. ¡Ay, si hubiese sido al revés! La vocinglera masa ignorante lo habría hecho pedazos. Y ahora, parece que vamos a ser gobernados por los Marlborough.
—Como lo hemos sido desde que Ana subió al trono, pues, ¿acaso no nos gobierna Ana y la reina está dominada por Sarah?
—Gobernados por mujeres. ¿Qué te parece, Harry? Pues yo voy a llevar más lejos la triste historia y decir que Marlborough está bajo el yugo de su mujer, con lo que todos podríamos llamarnos súbditos de Sarah.
—¿No tiene la reina voluntad propia?
—Es terca. Llega a un punto en que decide algo y nadie, creo que ni siquiera Sarah, puede hacerla cambiar de opinión. Resume su parecer en una frase que repite hasta la saciedad contra todos los argumentos. Pienso con frecuencia que ni siquiera Sarah puede oponerse a esto. Y en ello reside mi esperanza.
—¿Vuestra esperanza, maestro?
—Bueno, ¿quieres seguir siendo siempre súbdito de Sarah?
—Aborrezco a esa mujer, pero ¿qué podemos hacer mientras la reina esté hechizada por ella?
—Siempre hay maneras, mi querido amigo. Los Marlborough son ahora supremos... podríamos decir que están en la cumbre. No pueden subir más arriba. Ahora es el momento de valorar su poder, de encontrar sus puntos flacos.
—Pero...
—Lo sé. Lo sé. Nosotros somos hombres de Marlborough. Somos sus protegidos. Le debemos nuestros progresos. Confía en nosotros. Y aquí está su punto flaco. Nunca es prudente, en política, confiar en los demás.
—Yo he confiado en vos.
—Mi querido amigo, nosotros somos compañeros de viaje, caminamos juntos. Tu apoyo me es útil y mi influencia te resulta útil a ti. No somos rivales. Nos movemos al unísono. Nuestros oponentes son los Marlborough. Si no nos andamos con cuidado, nos encontraremos con que tendremos que estar de acuerdo en todo con el duque y esto significa en última instancia obedecer a Sarah y, si no lo hacemos, vernos despedidos.
St. John se encogió de hombros.
—¿Aceptarías tú esta situación? Sería un gran error, Harry. Nunca aceptes nada, a menos de que sea agradable. Te ruego que aceptes un poco más de brandy, pues sabes que al menos esto es indudablemente agradable.
—Entonces ¿pensáis trabajar contra Marlborough?
—Te expresas con crudeza. Digamos, Harry, que, si queremos avanzar, no podemos permanecer inactivos. Hemos de seguir adelante. Explorar el territorio y considerar sus ventajas. Bueno, esto es lo que pretendo hacer.
—Pero ¿cómo?
Harley se echó a reír.
—¿No lo adivinas? Entonces te lo diré, ya que estamos juntos en esto, St. John. Sabes que, al avanzar yo, te arrastro conmigo. En esto estamos de acuerdo, ¿no?
—Hemos trabajado juntos; vos me habéis ayudado y animado.
—Y cuando yo recibo un nombramiento en el Gobierno, tú recibes otro. Formamos una yunta, Harry. No lo olvides. Y ahora, ¿qué territorio explorarías, si estudiases la próxima batalla? No lo sabes, Harry. Esto es raro en ti. ¡La alcoba de la reina, mi querido amigo! Éste es el lugar. Y ahora es el momento adecuado. Verás que estoy dispuesto a entrar en acción.
¡Días gloriosos!, pensó Sarah. Cartas de Marl, donde le contaba sus planes y el amor que sentía por ella. «Renunciaría a mi ambición, a mi esperanza de futura gloria, por mi alma querida.»
Estaban de nuevo unidos y no habría más tonterías. Estaba segura de que, si por casualidad había habido algo de verdad en el rumor que le había referido Sunderland, Marl había aprendido la lección. No volvería a arriesgarse a mirar a otra mujer.
Había ido a observar el lugar donde se levantaría el nuevo palacio. Woodstock era tan delicioso como romántico. Allí se había divertido Enrique II con la bella Rosamond Clifford y, para evitar los celos de la reina Leonor, había hecho construir un cenador para ella, dentro de un laberinto del que pocos conocían el secreto. Leonor, resuelta a destruir a su rival, había hecho poner un ovillo de seda en el bolsillo de Rosamond, de manera que se desenrollase cuando ésta caminase por el laberinto. Así, siguiendo la pista de seda, Leonor llegó al cenador, donde dio a elegir a Rosamond entre un puñal y una taza de veneno.
¡Rumores!, pensó burlonamente Sarah, consciente de la facilidad con que surgían los chismes. Pero era cierto que Rosamond había muerto poco después de que se conocieran sus amores con el rey y parecía indudable que Leonor tuvo algo que ver con todo el asunto.
Sarah simpatizaba con aquella reina. ¡Tendría preparados el puñal y la taza de veneno para cualquier mujer que Marl prefiriese!, pensó. Pero ¡qué tontería! Él sólo la amaba a ella. ¿Acaso no llevaba en el bolsillo una carta donde se lo decía con el máximo énfasis?
El pasado romántico de Woodstock despertaba su imaginación. Aquí había nacido el Príncipe Negro; aquí había sido encarcelada Isabel; aquí se había refugiado Carlos I después de la Batalla de Edgehill; pero ahora, en vez de Woodstock, sería Blenheim, y cuando la gente pasara por el lugar, no pensaría en Isabel ni en Carlos ni en la bella Rosamond, sino que diría: Aquí está Blenheim, que conmemora una de las mayores victorias de la historia de Inglaterra, alcanzada por el soldado inglés más grande.
Era un lugar precioso: dos mil acres de zona verde, regados por el río Glyme. Sarah estaba impaciente y, cuando hubo inspeccionado el lugar, encargó a sir Christopher Wren el diseño de los planos.
Desde luego, Wren se estaba haciendo viejo y tal vez era prudente contratar a otro arquitecto para que siguiera las ideas de aquél. Sarah había oído decir que el director de obras estaba haciendo un buen trabajo para el conde de Carlisle en la reconstrucción de su mansión, el Castillo Howard. Era el arquitecto en auge; Wren estaba en el ocaso.
—Vuestra excelencia debería dar una oportunidad a John Vanbrugh. Es un tipo divertido, además de arquitecto excelente. Es el hombre que escribe aquellas comedias tan ingeniosas.
—Puede mostrarme lo que sabe hacer —había dicho Sarah, y como resultado de ello, los planos presentados por John Vanbrugh habían sido elegidos con preferencia a los de Wren.
Hasta aquí, todo marchaba bien. Pero hubo disgustos en el círculo familiar y, una vez más, la causante fue Mary. Sólo tenía dieciséis años y era muy hermosa, tal vez la más bonita de una familia que lo era en grado sumo.
Era joven, pero Sarah había comprendido, desde aquel desgraciado asunto en St. Albans, que Mary era una de esas mujeres que debían casarse jóvenes.
No había hablado a Marl acerca de su hija. El duque era demasiado indulgente en lo referente a sus hijas. En realidad, si no la hubiese amado tanto, se habría puesto de parte de aquéllas contra Sarah. Pero Marl nunca haría una cosa así. En medio de las tormentosas relaciones de Sarah con su familia, John había hecho siempre todo lo posible para que sus hijas se acercasen a ella.
—Debéis escuchar a vuestra madre. Ella sabe lo que os conviene.
Y aquellas niñas descaradas, en particular Henrietta y Mary, le echaban los brazos al cuello y decían:
—Pero, padre, tú nos comprendes. ¡Lo sabemos!
Tal vez se habrían producido conflictos en la familia de no haber sido por la absoluta lealtad de Marl.
Y ahora estaba el caso de Mary. Permanecía enfurruñada y en malas relaciones con su madre. Realmente, merecía unos azotes. Sarah se dijo, y dijo a Mary, que, si hubiese dispuesto de más tiempo, se habría sentido tentada a hacerlo.
Mary torció los labios con desdeñosa indiferencia y Sarah tuvo que hacer un gran esfuerzo para no pegar a la niña.
En cualquier caso, sabía que debía casarla rápidamente.
No le faltaban pretendientes. En primer lugar, ¿quién no querría aliarse con los Marlborough? Y en segundo lugar, y a pesar de su actual hosquedad, Mary era una muchacha muy atractiva.
Lord Tullibardini había insinuado algo a Sarah y ésta no se oponía en modo alguno a semejante enlace. El heredero del conde de Peterborough se sentía claramente atraído por la joven, y lord Huntingdon había dado a entender que estaba interesado. Además de éstos, había otros a quienes Sarah no tenía en cuenta; pero era evidente que sería muy sencillo casar a Mary.
Pero cada vez que Sarah abordaba a la niña, ésta se enfurruñaba.
—No deseo casarme con el primer hombre que elijáis para mí.
—Entonces, ¿piensas morir soltera? —le preguntó Sarah.
—Yo no he dicho esto.
—Te casarás con quien yo escoja, o no lo harás con nadie.
—Entonces, si no hay alternativa, moriré soltera —replicó la insolente criatura.
—Lord Huntingdon es hijo del conde de Cromartie —recordó Sarah a su hija.
—Lo sé.
—¿Y no lo consideras lo bastante bueno?
—Considero que soy demasiado joven para casarme, según me dijiste no hace mucho.
—Demasiado joven para un matrimonio inconveniente.
—No veo que la conveniencia tenga nada que ver con la edad.
—Yo veo lo que me afecta tu insolencia.
Así estaban las cosas. Una lucha perpetua, y ahora lord Monthermer, hijo del conde de Montague, también expresaba su interés.
—Lord Monthermer es un joven muy digno —dijo Sarah.
—¿Porque es el futuro conde de Montague? —preguntó Mary.
—Las que rechazan los mejores partidos tienen con frecuencia que aceptar otros menos valiosos más adelante.
—Todavía soy demasiado joven, madre, para que me interesen esos brillantes partidos.
¡Lo que era tener hijas!
Y así seguía todo. Llevar a Mary a St. Albans, con la esperanza de que una estancia lejos de la corte permitiese a su enérgica madre infundir un poco de sentido común en la alocada cabecita; ir a Woodstock y celebrar reuniones con John Vanbrugh. Todo esto le llevaba tanto tiempo que no podía estar pendiente de Ana todo lo que ésta hubiese querido.
La señora Morley tiene que darse cuenta de lo atareada que estoy con mis asuntos —se decía Sarah—. Por otra parte, está Abigail Hill para que todo discurra como es debido durante mi ausencia. Por esto la puse exactamente donde está.
Así, durante las semanas en que Harley proyectaba su estrategia, Sarah, absorta en sus propios asuntos, dejó abierta de par en par la fortaleza a sus enemigos.
La reina se estaba preparando para entrar en el gabinete verde. Jorge había ido a sus habitaciones para acompañarla y estaba de pie junto a la ventana, haciendo comentarios sobre los transeúntes. Sus observaciones eran maliciosas; le gustaba burlarse de las extravagancias de los demás, aunque, pensaba Abigail, su propia obesidad resultaba muy poco atractiva. Pero tal vez era ésta la razón de que le regocijasen los defectos físicos ajenos.
—Ya estamos a punto, querido —dijo Ana.
Jorge se apartó de mala gana de la ventana y bostezó.
—Podrás echar la siesta en el gabinete verde, querido. Hill preparará un poco de té de Bohea dentro de un rato y esto te reanimará.
—El lechón estaba bueno —dijo Jorge—. Pero me temo que he comido demasiado.
—Tú siempre comes demasiado lechón, querido, y además has comido ánade y fricandó. Pero no temas, se te pasará durmiendo. Hill, ¿quién estará hoy en el gabinete?
—El señor Harley, señora, y el señor St. John... entre otros.
—Los dos son muy agradables —sonrió Ana, y se dirigieron al gabinete verde.
Abigail, mientras atendía a la reina, se dio cuenta del interés del señor Harley. Cada vez que levantaba la mirada, se encontraba con la del caballero. Su sonrisa era cálida y amistosa, y Abigail se preguntaba qué había sucedido para que se hubiese despertado su interés por ella. No se imaginaba que se sintiese atraído, pues no era una mujer bonita, salvo, tal vez, para Samuel Masham, que se interesaba claramente en ella; pero Samuel no era un gran político, sino sólo un humilde servidor de la realeza como ella misma, dócil y consciente de cuál era su sitio. Robert Harley era diferente. Se le consideraba uno de los hombres más importantes del Gobierno y, seguramente sólo existía una razón para que mostrase interés por una persona tan humilde como ella.
Sin embargo, no había provocado ningún escándalo por asuntos de faldas. Estaba legalmente casado y era en todo fiel a su esposa, aunque tenía fama de bebedor y de frecuentar la vida nocturna de Londres. Pero ¿qué significaba aquello?
Lo observó mientras hablaba con la reina. Sabía hacer cumplidos y era evidente que su compañía complacía a Ana. Y el señor St. John podía poner su nota particular de ingenio en la conversación.
Era una tarde agradable, con el príncipe Jorge durmiendo cómodamente y sin roncar demasiado fuerte, y Ana saboreando el té y escuchando satisfecha, mientras el señor Harley hablaba de las ventajas de que disfrutaba el país desde el advenimiento de la reina. Pero no mencionaba Blenheim.
Cuando se estaban despidiendo, Harley encontró la oportunidad de acercarse lo bastante a Abigail para decirle en voz baja:
—¿Podría hablar un momento con vos a solas?
Ella pareció sorprendida y él prosiguió:
—Tengo que comentar con vos un asunto de gran interés... para los dos.
—Pues... sí —murmuró ella.
—Os esperaré en la antesala. Venid cuando podáis.
Poco después, Abigail se dirigió allí y se encontró con que él la estaba esperando pacientemente.
—Sabía que vendríais —dijo él en tono amistoso y campechano.
—Dijisteis que teníamos que hablar de un asunto.
—Sí; he descubierto algo muy agradable.
—¿Acerca... de mí?
—De vos y de mí. Somos primos.
—¡Primos! ¿De verdad?
—Tenéis conmigo el mismo grado de parentesco que con la duquesa de Marlborough. Vuestro padre era primo mío.
—¿En serio, señor Harley? —Él se echó a reír.
—Parecéis más sorprendida que complacida. Pero os lo puedo demostrar.
—Desde luego, es un honor para mí tener... tan buenos parientes.
—Fue vuestro nombre lo que me llamó la atención. Mi madre se llama Abigail. Es un nombre frecuente en nuestra familia.
—No es muy raro.
—Pero fue lo que me interesó y después descubrí el parentesco. Me... satisfizo mucho, debo confesarlo.
—Es un placer para mí —dijo Abigail—, pero para vos...
—Sois realmente tan modesta como siempre he oído decir. Deseaba deciros una cosa: los primos suelen verse de vez en cuando, ¿no? El parentesco es un lazo. ¿Estáis de acuerdo? Entonces espero que podremos encontrarnos a menudo en el gabinete verde de su majestad.
—Estoy segura de que su majestad se alegrará de veros en cualquier momento.
—¿Y vos?
—Desde luego —asintió Abigail, ruborizándose.
Volvió junto a la reina, un poco asombrada pero complacida. ¡Qué parientes tan distinguidos tenía! Y el señor Harley era mucho más simpático que la duquesa de Marlborough. Le hablaba como a una amiga, no según hacía la duquesa, como a una parienta pobre sólo digna de ser una sirviente de lujo.
Abigail estaba emocionada. ¿Por qué había parecido el señor Harley tan complacido por su parentesco?, se preguntaba. No era un joven que se entusiasmara fácilmente. Era un hombre de edad madura y muy ambicioso.
Se le ocurrió una idea. ¿Era posible que Robert Harley, uno de los políticos más distinguidos, creyese que valía la pena cultivar la amistad de una camarera?
¿Qué andaba buscando Harley? Abigail no era tonta. Harley deseaba una relación más estrecha con la reina y creía que podía conseguirla a través de su prima. La gente se daba cuenta de que la reina la apreciaba. Ésta debía de ser la razón. Aquello tal vez llegó a oídos de Robert Harley y por esto se sentía orgulloso de haber reconocido a su prima.
Pues, pensó Abigail, hace mucho tiempo que soy prima suya, pero solamente ahora se ha tomado la molestia de averiguarlo.
Sólo podía pensar en la satisfacción de Harley por su descubrimiento y en los corteses términos en que le había hablado.
Soy importante, pensó Abigail. No solamente por atender a la reina, sino también por la influencia que puedo ejercer sobre ella. Me estoy volviendo un poco como mi prima Sarah.
¿Qué pasaría si estuviese un día en la posición de Sarah?
Samuel Masham advirtió el cambio de Abigail.
—Algo ha sucedido —dijo, cuando se reunieron en la antesala, después de que la reina y su marido se hubiesen retirado a descansar—. Eres diferente.
¿Revelaba sus sentimientos, ella que siempre se había enorgullecido de disimularlos tan bien?, se preguntó Abigail.
Estudió sagazmente a Samuel. Eran muy amigos; él buscaba su compañía siempre que podía y ella confiaba en él como en muy pocas personas.
—No ha sucedido nada —le dijo—. Sin embargo, he encontrado un nuevo primo.
—¿Quién es? —preguntó vivamente Samuel.
—El señor Harley.
—¿El secretario de Estado?
Sí; me pidió que hablásemos y me dijo que había descubierto nuestro parentesco. Parecía muy satisfecho. Y me he estado preguntando la razón.
—La gente empieza a apreciarte, Abigail. Temía que...
—¿Qué temías?
—Que tal vez alguien te hacía la corte... y que esto te gustaba bastante.
—No, nadie me hace la corte, Samuel.
—Te equivocas, Abigail —dijo él, con vehemencia—. Yo te la he estado haciendo desde hace mucho tiempo.
Ella levantó los ojos verdes hacia el joven.
—Pero, Samuel...
—Creo que podríamos ser muy felices juntos, Abigail —dijo.
—Te refieres...
—Me refiero al matrimonio.
¡El matrimonio! Abigail reflexionó. El paje del príncipe y la camarera de la reina. Sus hijos se criarían en la corte. Recordó las bodas de las jóvenes Churchill y que Ana las había dotado espléndidamente. Harían buenas bodas... si sus padres eran importantes en la corte. No, no sus padres. Sería su madre, pues Samuel nunca sería importante. Tal vez él lo sabía. Tal vez por esto la admiraba. Si se casaba con Samuel, si iba a tener un marido sería Samuel, pues ¿quién más querría casarse con ella? Ella guiaría su destino, lo mismo que el suyo propio y el de sus hijos.
Y la reina la apreciaba. No tanto como a Sarah Churchill, desde luego; pero la reina era capaz de sentir gran estimación por sus amigas. La gente se daba cuenta. Siempre acababa en lo mismo. Robert Harley se había apresurado a reconocerla como prima, porque la gente se fijaba en ella, en Abigail Hill.
—Bueno, Abigail —dijo Samuel—, no me odias, ¿verdad?
—No, Samuel. Sabes que te aprecio mucho.
—¿Lo bastante como para casarte conmigo?
—Quisiera reflexionarlo un poco.
Él se dio por satisfecho. Samuel se contentaba fácilmente.
¡Qué vida tan excitante se abría para Abigail Hill! La habían pedido en matrimonio, algo que había pensado que nunca sucedería. Además, hombres ambiciosos buscaban su amistad, debido a la influencia que tenía con la reina.
—Buenos días, prima.
Estaba en el jardín y habría jurado que él la había estado esperando.
—Buenos días..., primo.
—Vaciláis.
—Es un parentesco un poco lejano. Erais primo de mi padre.
—Bueno, esto hace que también lo sea de vos y, como os dije en una ocasión, mi parentesco es parecido al que os une con la duquesa de Marlborough. Aunque os prometo no trataros con el desdén que he percibido en ella.
—Yo era una parienta pobre —la justificó Abigail.
—La duquesa no siempre ha sido tan rica; pero supo ponerse las botas, ¿eh?
—Creo que es muy inteligente.
—¿En ponerse las botas? Pero a veces pienso que sólo es la mitad de inteligente de lo que ella misma se considera, y debéis saber, querida prima, que es muy peligroso sobreestimar la propia inteligencia.
—Estoy convencida de ello.
—Puede llegar un día en que la Reina de la Alcoba pierda su corona.
—No es probable que suceda.
—Lo improbable se convierte a menudo en posible. ¡Os sorprendería saber con cuánta frecuencia!
—Y a vos os gustaría verlo.
—Yo no he dicho esto, prima. Pero siempre me complacería ver recompensado el mérito. Decidme, por favor, ¿recibirá hoy la reina en el gabinete verde?
—Creo que sí.
—¿Y quién estará allí?
—La reina estará a solas con el príncipe. No ha dormido bien y, por esto, tocaré el clavicordio para ella y tal vez cantaré un poco.
—Me gustaría oíros tocar el clavicordio. Siempre he admirado vuestra manera de cantar.
Abigail levantó los ojos y lo miró fijamente por un momento.
—¿Deseáis una audiencia con la reina esta tarde?
—¿Una audiencia? Esto suena demasiado formal. Me gustaría estar allí, charlar con la reina... tranquilamente, sin otras personas presentes.
El corazón de Abigail empezó a latir más deprisa.
—¿Sería posible? —preguntó él.
—Tal vez.
—¿Y si lo sugirieseis a su majestad? Podríais decirle que no la cansaré con asuntos enojosos. Sólo para tomar el té...
—Quizá sea posible...
—Sería un favor que agradecería a mi prima.
—Hablaré con su majestad. Presentaos y si... si es posible, seréis invitado.
Él le tomó una mano y la besó galantemente.
—Es muy agradable tener parientes en las altas esferas —comentó.
¿Un atisbo de burla? Tal vez. Pero le brillaban los ojos y le estaba pidiendo un favor.
Abigail empezaba a comprender algo acerca de aquel hombre. Aborrecía a los Churchill tanto como ella. ¿Cómo se podía querer a alguien que, después de hacerla a una mucho bien, no permitía que lo olvidase?
No era de extrañar que estuviese nerviosa. Había establecido una relación, todavía extraña y misteriosa, con uno de los principales ministros de la reina. Ella, Abigail Hill, podía representar un papel en el destino de su país.
Un hombre delicioso ese Robert Harley, pensó Ana. Su conversación era muy agradable.
Hill tocaba suavemente el clavicordio; una pieza de Purcell que era una de las predilectas de Ana. Jorge dormitaba satisfecho y el señor Harley le decía lo que ella más deseaba oír: lo afortunado que era su querido pueblo al tenerla por soberana. En los cafés y las tabernas hablaban continuamente de la Buena Reina. La vuelta a la costumbre de curar el mal del rey por el tacto los había conmovido profundamente. El señor Harley se expresaba con muy buen tino. Insinuaba que el pueblo de Inglaterra se alegraba de tenerla como reina y sentía que era la Providencia quien la había hecho subir al trono. Todo esto resultaba muy consolador, ya que en el fondo de su mente siempre persistía el recuerdo de su padre, que tanto la había querido y a quien había dejado que la indujesen a traicionar. ¡Indujesen a traicionar! La señora Freeman se había mostrado muy vehemente contra él y, en aquella época, ella había creído que la señora Freeman tenía siempre razón.
La señora Freeman era todavía su mejor y más querida amiga, pero pasaba mucho tiempo fuera de la corte. Iba continuamente a St. Albans y siempre se las arreglaba para estar en Windsor Lodge cuando la corte no residía allí. Si no hubiese sabido las obligaciones familiares que tenía la señora Freeman, casi habría pensado que trataba deliberadamente de evitar a su pobre y desgraciada Morley.
Sus pensamientos se desbocaban a veces, pero allí estaba el divertido señor Harley, siempre tan amable.
Había descubierto que era primo de Hill y parecía alegrarse de ello. Ana se alegraba también. Era bueno para Hill estar emparentada con una familia como los Harley.
—Tenemos algo más en común, señora, aparte de nuestro parentesco, y es nuestro deseo de serviros, un deseo que no tiene rival en todo el reino.
¡Qué cosas tan encantadoras decía! Y cuando se hubo marchado, la reina dijo a Hill que se alegraba mucho de saber que tenía un pariente tan distinguido. Desde luego, Hill era prima lejana de la señora Freeman, pero ésta la había tratado siempre como a la más humilde de las parientas pobres. En cambio, el señor Harley sólo manifestaba respeto por ella.
Ana se sintió un poco inquieta. Si Hill se sentía demasiado ensalzada, ¿no cambiarían sus modales? Supongamos que se volviese demasiado orgullosa para realizar las modestas tareas que hacía ahora tan satisfactoriamente. Supongamos que se volviese arrogante y exigente... como algunas personas.
Tonterías, se dijo la reina, ¡esto no sería propio de Hill!
Aquélla fue la primera de muchas reuniones y se estableció la costumbre de que, cuando la reina decía: «No recibiré visitas», Abigail hacía pasar al señor Harley, quien conversaba con la reina no necesariamente sobre asuntos oficiales, aunque se aludía a éstos de vez en cuando y el señor Harley hacía que nunca pareciesen desagradables o aburridos. Lo explicaba todo perfectamente y nunca se mostraba altivo u oscuro. Ana no lo decía, pero le prefería mucho a Sidney Godolphin, que era muy frío y formal, a pesar de su timidez y su deseo de ser amable. El señor Harley la divertía y se burlaba de la gente de una manera tan delicada que uno no podía dejar de compartir la diversión.
El asma fastidiaba más que nunca a Jorge, cuyo sueño nocturno se veía con frecuencia interrumpido; dormitaba más durante el día y tal vez era mejor así, pues admiraba tanto a los Freeman desde Blenheim que no habría apreciado algunas de las bromas ingeniosas del señor Harley.
Éstas no se dirigían exactamente contra Marlborough y la duquesa, pero, de alguna manera, se aludía a ellos, y Ana, a pesar de su deseo de ser fiel a su más íntima amiga, tenía que reconocer la verdad de algunos comentarios del señor Harley.
El señor Harley era devoto de la Iglesia y cualquiera que se preocupase tanto del bienestar espiritual de la nación tenía que ser amigo de Ana.
La querida señora Freeman nunca había sido devota; en realidad, Ana había temido a veces que fuese casi irreligiosa; por consiguiente, resultaba tranquilizador escuchar a un político inteligente hablando con tanta reverencia de la Iglesia.
—La Iglesia —dijo el señor Harley— podría estar en peligro en este país, a causa de ciertos elementos. Estoy seguro de que vuestra majestad quiere, por encima de todo, que se mantenga firme y al margen de todo conflicto.
—Sería mi primera consideración, señor Harley.
—Lo sabía.
—¿Y creéis realmente que la Iglesia es puesta en peligro en... ciertos sectores?
—Creo que es posible, y cuando tenga alguna prueba de ello, pediré permiso para exponerla a vuestra majestad.
—Os ruego que lo hagáis sin dilación.
Él le habló de la era gloriosa que se iniciaba para Inglaterra. Había ciertos períodos en la historia de un país, dijo, que se conocían como eras gloriosas. La de Isabel había sido una de ellas; y ahora otra reina emprendedora ocupaba el trono y la gloria de la época se estaba manifestando a través de la literatura.
Pero había alguien en el país que trataba de eliminar esto. Uno de los más importantes escritores de la época estaba, en este momento, languideciendo en la cárcel.
Ana quiso saber quién era.
Era Daniel Defoe. Se había forjado una acusación contra él. Una era que encarcelaba a sus grandes escritores acabaría por destruirse a sí misma.
Ana quiso saber más acerca de Daniel Defoe y Harley le habló de él, de su inteligencia, de su ingenio, de sus obras. Le contó cómo se había indignado el pueblo al verlo en el cepo, cómo habían trenzado guirnaldas de flores para él y brindado a su salud y montado una guardia a su alrededor.
Ana lo escuchó, indignada.
Era buena cosa que el señor Harley la visitase particularmente y la enterase de todo lo que sucedía, pues había muchas cuestiones importantes que se ocultaban a la soberana.
Harley estaba encantado con su reciente descubrimiento del parentesco. Esperaba que Abigail Hill comprendiese lo importante que era esta cuestión. Estaba seguro de que lo comprendía, pues algo se ocultaba sutilmente detrás de aquella recatada sonrisa. Ella tenía que representar un papel en la corte. Le era muy necesaria y Harley no desaprovechaba nunca la oportunidad de decírselo. Su mirada era acariciadora y Abigail estaba un poco asombrada. Su primo la fascinaba, y no sólo como pariente o conspirador..., pues se daba cuenta de que se trataba de una conspiración. Nunca había conocido a un hombre como él. Sabía que era decididamente ambicioso, que estaba resuelto a convertirse en jefe del Gobierno, a liderar el país, y nada podía ser más halagador para ella que haber sido elegida como su colaboradora. No lograba comprender sus propias emociones; estaba menos tranquila que antes y, aunque disimulaba su nerviosismo, creía que no lo lograba del todo. Harley se mostraba deferente con ella. ¿Y quién lo fue antes con Abigail Hill, salvo Samuel Masham? De momento había dejado a un lado este asunto, pues estaba demasiado ocupada con Robert Harley para pensar mucho en Samuel Masham. Éste le hacía delicados cumplidos, incluso sobre su aspecto. Era diferente de las lindas muñecas pintadas, empolvadas y de cabellos ridículamente peinados. Tenía carácter. Estaba cambiando. Su hermana Alice lo advirtió.
—Dios mío, Abby —dijo—, ¿qué te pasa? ¿Estás enamorada?
Con una sutileza que corría parejas con la de Harley, Abigail confió a Alice que Samuel Masham le había pedido que se casara con él. Alice se emocionó.
—¡Abby! ¡Casada! ¡Quién lo había pensado!
—Todavía no he aceptado su oferta —dijo Abigail, y Alice estalló en carcajadas. Pues no creía que Abigail rechazase semejante oferta, ya que no era probable que recibiese otra.
¿Cómo podía explicar a Alice, aunque le hubiese convenido hacerlo, lo cual no era así, que debía ocuparse de asuntos mucho más interesantes que casarse con Samuel Masham?
A veces, Abigail se permitía soñar. Supongamos que Robert Harley fuese soltero; supongamos que se casara con ella. Permanecería con la reina, nunca la dejaría. Otras menos avisadas que ella podían imaginarse que su influencia era tan grande que podían conservarla, a pesar de su brusquedad y negligencia. Abigail no cometería nunca este error.
Para que Ana la necesitase, tenía que estar constantemente allí, siempre dispuesta a consolarla y escucharla y prestarle aquellos pequeños servicios (lavarle los pies, masajearle los miembros hinchados por la gota y la hidropesía, tocar el clavicordio, cantar, hacer al instante lo que se le pedía, asegurarse de que su ausencia sería inmediatamente advertida con pesar). Éste era el secreto que algunas habían olvidado. Y no era que Sarah Churchill hubiese conservado su influencia sobre Ana gracias al consuelo que le ofrecía. Sarah era inteligente, vivaz, dominadora, arrogante; era todo lo contrario de Ana y, en su infancia, la princesa debió de admirar a la enérgica muchacha que no tenía más que su buena presencia y su resplandeciente personalidad. Pero la princesa se convirtió en reina y la brillante Sarah se estaba portando como una tonta.
E igual se portaría Abigail Hill si se permitía soñar demasiado. Robert Harley y ella eran socios, pero el afán de poder estaba en el fondo de su relación. Poder para él. Y también para mí, pensó Abigail.
No debo levantar castillos en el aire. No debo permitir que Robert Harley me domine, pues, si lo permito, seré tan tonta como es ahora Sarah Churchill.
Daniel Defoe fue puesto en libertad como resultado de las conversaciones de Robert Harley con la reina; éste daba a entender a Ana que, mientras ciertas personas permaneciesen en el poder, no sería más que un cero a la izquierda, pues esto era lo que pretendían. Estaba claro a quién se refería el epíteto de «Ciertas Personas», aunque Harley no había mencionado aún los nombres de Churchill y Godolphin.
Para apartar su pensamiento de Robert Harley, Abigail empezó a pensar cada vez más en Samuel Masham. Éste era sólo un paje en la casa del marido de la reina. Pero ella tampoco era más que una camarera al servicio de la soberana. Esto era lo que parecía a los ingenuos. Pero podía cambiar fácilmente.
Lord Masham... ¿Lady Masham? ¿Por qué no? Si Harley hubiese sido libre y su interés se hubiese debido al amor y no a la peculiar influencia de ella sobre la reina, habría podido ser duquesa. Pues no resultaba difícil imaginarse a Harley como duque..., cosa que nunca podría imaginar de Samuel Masham.
Pero Samuel haría exactamente lo que ella quisiera; casarse con él podía ofrecer muchas ventajas.
Cuando estaba con Robert Harley, se olvidaba por entero de Samuel Masham. Su primo le hablaba a su manera acariciadora, llena de significados ocultos.
Era natural, en este momento, no declarar demasiado francamente cuáles eran sus intenciones, pero existía una cuestión de primordial importancia y ambos sabían cuál era.
Juntos iban a provocar la caída de los Churchill. Harley asumiría, en los asuntos del país, el lugar que ocupaban ahora los Marlborough y su facción, y el poder detrás del trono, que había ostentado durante tanto tiempo Sarah, caería en manos de Abigail.