Sarah en la cámara de la muerte
Habiendo sido tan afortunada la visita a Bath, la pareja real y su comitiva volvieron a Kensington. La duquesa seguía manteniéndose en la sombra, y Ana y su marido, atendidos directamente por los Masham, se instalaron en las habitaciones de la planta baja del palacio.
La reina iba cada octubre a Newmarket para las carreras de caballos y, aunque Ana no creyó que el príncipe estuviese en condiciones de acompañarla, hizo los preparativos para su propio viaje.
Pocos días antes del señalado para la partida, observó que Jorge parecía afligido, cosa desacostumbrada en él a pesar de sus sufrimientos, de forma que lo advirtió inmediatamente.
—¿Qué sucede, Jorge? —le preguntó—. ¿Estás inquieto por algo?
Él le asió la mano y dijo:
—Quisiera que no me dejases.
—¿No te encuentras bien?
—Tengo la impresión de que lamentaría que te fueses.
—No quieres separarte de mí, ¿verdad? Llevamos más de veinticinco años de casados...
—Est-il-possible? —dijo él.
—Sí, Jorge, lo es... y todavía no te acostumbras a separarte de mí.
—Amor mío, tengo esta impresión... —Se tocó el corazón—. Aquí... No quisiera que te alejases de mí esta vez.
Los ojos de Ana se llenaron de lágrimas.
—Entonces, amor mío, me quedaré.
Aquella noche, el príncipe se puso muy enfermo. Ana, alarmada, despertó a los Masham. Abigail la ayudó a incorporar a Jorge para que pudiese respirar, mientras Samuel corría en busca de los médicos.
—Lo sabía —murmuró Ana—. Ah, mi pobre ángel lo sabía. Me pidió que no me marchase.
El ataque era más fuerte que de costumbre y ambas mujeres comprendieron que el fin estaba próximo.
—Doy gracias a Dios de tenerte conmigo, querida Abigail, para que me ayudes a soportar esta prueba —dijo la reina.
—Yo acompaño a vuestra majestad en su sufrimiento —respondió Abigail mientras levantaba hábilmente al príncipe y ayudaba a sostenerlo en una posición más cómoda.
—¿Cómo puede... una persona tan pequeña... sostener a una tan gorda? —murmuró Jorge.
—No hables, querido. Masham es un ángel. No sé lo que haríamos sin ella. Pero no hables, mi amor.
Llegaron los médicos y lo aliviaron un poco, pero todo el mundo estaba consternado en palacio.
El príncipe Jorge, el viejo Est-il-Possible?, que nunca se mostró descortés con nadie desde su llegada a Inglaterra, se estaba muriendo.
Sarah se enteró de la noticia. ¡El príncipe agonizaba y ella no estaba en palacio! Otros atenderían a la reina en este importante momento. Se había producido aquella pelea en la catedral, cuando la reina había dado muestras de tan mal genio, y no se habían reconciliado. Pero en un momento como éste la duquesa de Marlborough debía estar en palacio.
¿Podía presentarse a la reina? Difícilmente, ya que Ana no había contestado a sus cartas.
Se sentó y escribió otra carta a la reina, diciéndole que a pesar de lo mal que ésta la había tratado, estaba dispuesta a olvidar lo pasado y volver para cuidar de la reina en estos tristes días. Pero no pudo reprimir unas palabras de reproche.
Aunque la última vez que tuve el honor de acompañar a vuestra majestad me tratasteis de una manera que apenas podía yo imaginar o cualquiera creer...
La irritada pluma siguió fluyendo; Sarah terminó la carta y la selló. Ahora la enviaría por un mensajero.
Pero no había tiempo que perder. Era posible que el príncipe hubiese muerto ya. Otros estarían allí, desempeñando sus funciones. No podía permitirlo; por consiguiente, llevaría ella misma la carta.
Llegó a Kensington, llamó con altivez a un paje y le dijo que llevase inmediatamente la carta a la reina.
—Su majestad está con el príncipe —fue la respuesta.
Sarah pareció sorprendida de que alguien pudiese desobedecer sus órdenes.
—He dicho que llevéis esta carta a la reina... y espero que me obedezcáis, dondequiera que esté ella.
El paje, intimidado como todos por la gran duquesa, obedeció inmediatamente. Pero en cuanto se hubo marchado, Sarah pensó que, cuando la reina leyese la carta, podía negarse a verla. Por consiguiente, sin esperar la autorización de Ana, se dirigió al dormitorio donde yacía el príncipe moribundo y, apartando a un lado a los que guardaban la puerta, entró en la habitación.
La reina, cegada por las lágrimas, no se dio cuenta de su presencia hasta que la tuvo al lado.
—Señora Morley, debería estar con vos en unos momentos como éstos.
La reina no pareció verla.
—Aunque —siguió diciendo Sarah—, en vista de cómo me tratasteis la última vez que nos vimos, estoy segura de que no esperabais verme...
La reina se apartó de ella, pero Sarah la agarró de un brazo.
—Sin embargo, ahora debemos olvidar aquel desgraciado incidente. Permaneceré aquí con vos, Pero, naturalmente, debo pediros que despachéis a Masham. No será necesaria mientras yo esté aquí...
Ana volvió su trágica cara hacia Sarah y, en aquel momento, nadie pudo dudar de que ella era la reina y Sarah la súbdita.
—Marchaos —ordenó.
Sarah se quedó atónita. Ana le volvió la espalda. Nada podía hacer la duquesa, salvo salir del dormitorio.
La reina se sentó junto al lecho de su marido, incapaz de hablar, aturdida por su aflicción. La duquesa, que había salido del dormitorio cuando la reina le ordenó que se marchase pero esperaba en la habitación contigua, volvió inmediatamente a la alcoba real e indicó que todos salieran, de modo que sólo Ana y ella permaneciesen junto al lecho del príncipe muerto.
Sarah se arrodilló al lado de la reina y le asió una mano.
—Mi pobre amiga, esto es un golpe terrible. Sufro con vos.
La reina la miró como si no la viese.
—Pero —siguió diciendo Sarah—, nada conseguiréis llorando.
La reina tampoco respondió esta vez y Sarah, que seguía arrodillada, dejó que reinase el silencio durante unos minutos; después dijo amablemente:
—Vuestra majestad no debería permanecer aquí, No os conviene. ¿Dejaréis que os lleve a St. James?
—Me quedaré aquí —replicó Ana.
—No, no —objetó Sarah—. No podéis estar en esta horrible habitación.
—Dejadme —murmuró Ana.
—¿Cómo podría dejaros en este momento? Necesitáis más que nunca a vuestra amiga. Mi querida señora Morley, sufro con vos, pero repito que os conviene salir de esta casa.
—Quiero quedarme en Kensington.
Sarah sintió crecer su cólera. ¿Por qué era tan testaruda? ¿Quién había oído hablar jamás de una reina viuda que se negaba a abandonar la habitación de su difunto marido? Masham estaba allí, desde luego. ¿Creía que era más fácil tener a Masham constantemente con ella en Kensington que en St. James?
Haciendo un tremendo esfuerzo, Sarah se abstuvo de mencionar el nombre de Masham. Incluso ella se daba cuenta de que no se podía discutir en una cámara mortuoria.
Pero no cedería.
—Señora, nadie en el mundo se quedó nunca en un sitio donde yacía el esposo muerto. Dondequiera que vayáis en esta casa, no podréis estar lejos de este tétrico cuerpo.
—¡No habléis así de él!
—Querida señora Morley, sólo hablo por vuestro bien. Esto es lo único que me preocupa. Si fueseis a St James, no tendríais que ver a nadie que no os apeteciera. Y tendríais la compañía de todos los que pudiesen consolaros..., allí como en cualquier otra parte.
Ana asintió lentamente con la cabeza.
—Es verdad —convino.
—Os llevaré en mi carroza. Correremos las cortinas y nadie sabrá que viajáis en ella. Os sentiréis mejor cuando salgáis de esta casa.
—Dejadme un rato con él —pidió la reina— y luego enviadme a Masham.
Sarah pareció aturdida durante un momento y, luego, su semblante se congestionó; pero la reina se había vuelto de espaldas y nada podía hacer Sarah, salvo dejarla sola.
Enviarle a Masham. ¡Nunca!
La reina levantó la cabeza al abrirse la puerta y su contrariedad fue evidente cuando vio a Sarah en vez de Abigail.
—No he enviado a buscar a la señora Masham —declaró Sarah—. Hay obispos y damas de honor que desean ver a vuestra majestad y pensé que sería desagradable hacerlos esperar por culpa de una camarera.
—He pedido que venga Masham... —empezó a decir la reina.
—Vuestra majestad puede llamarla a St. James... si lo desea.
—Necesito prepararme para el viaje.
—Mi querida señora Morley, la señora Freeman os ayudará con mucho gusto. Enviaré a buscar vuestras prendas de viaje y partiremos inmediatamente.
Para contrariedad de Sarah, la doncella que trajo la capa y la capucha de viaje de la reina era Alice Hill, y Sarah, celosa y alerta, vio que la expresión de la reina se alegraba un poco al ver a la hermana de Abigail.
Ana se acercó a ella.
—Dile a Masham que la necesito —murmuró—. Tiene que venir inmediatamente.
Alice, consciente de la tormentosa expresión del semblante de Sarah, inclinó la cabeza e hizo un reverencia para mostrar que había comprendido y cumpliría al instante la orden de la reina, y Ana, envuelta en su capa de viaje, salió de la habitación, seguida de la duquesa.
En la galería por la que debía pasar, se habían reunido algunos miembros del personal de la casa, entre ellos el doctor Arbuthnot y, para satisfacción de Ana, la propia Abigail.
Ana sonrío y, al pasar junto a Abigail, se inclinó y le estrechó la mano.
Abigail comprendió. Tenía que seguir a la reina sin demora, y cuando Ana hubo salido y Alice corrió hacia su hermana para transmitirle el mensaje de la reina, Abigail no perdió tiempo en partir hacia St. James.
Sarah llevó triunfalmente a la reina a sus habitaciones.
—Querida señora Morley, os ruego que lo dejéis todo en mis manos. Las amigas deben estar unidas en momentos como éste.
Ana no respondió.
—Si la señora Morley quiere ir al gabinete verde, la llevaré allí y haré que le traigan algo caliente y reparador.
Ana asintió con un gesto y fueron juntas a la habitación predilecta de la reina.
¡El gabinete verde! Allí había estado él, dormitando en su sillón, mientras Masham tocaba el clavicordio, hacía el té de Bohea o preparaba algo más fuerte, que servía delicadamente, moviéndose silenciosa por el apartamento. ¡Cómo adoraba aquellos días que se habían ido para siempre! Pero Masham estaba todavía aquí.
Quería que Masham la cuidase y Sarah se fuese y la dejase en paz. No quería volver a verla.
Pero Sarah estaba dando órdenes imperiosas.
—Traed caldo para su majestad. Sí, señora Morley, os sentará bien. Debéis comer. Os dará fuerzas.
Trajeron el caldo y Ana lo sorbió sin paladearlo.
—Ahora —dijo Sarah—, encargaré un plato realmente alimenticio. Os sentiréis mucho mejor cuando hayáis comido algo bueno de verdad. Hice bien en sacaros de aquella horrible casa. No os convenía quedaros.
Sarah salió y, al cabo de unos momentos, llamaron ligeramente a la puerta.
Ana dijo que entrase la persona que llamaba y, cuando vio quién era, lanzó un grito de alegría. Abigail corrió hacia ella, se arrodilló a sus pies y le besó las manos.
—Masham..., ¡querida Masham! —exclamó la reina.
Abigail levantó la cara para mirar a la reina; tenía la suya mojada de lágrimas. La reina le tendió las manos.
—¡Qué consuelo tenerte conmigo, querida! Quédate... quédate aquí.
Sarah volvió y las encontró juntas.
El príncipe yació con gran pompa en Kensington durante quince días, antes de que su cuerpo fuese conducido a la Cámara Pintada de Westminster. Durante aquel tiempo, Ana mantuvo a Abigail con ella, aunque Sarah se negó a abandonar la corte. Sus cargos exigían su presencia, declaró.
La reina pasaba sus días haciendo planes para las exequias y buscando consuelo en Abigail. Sarah lo observaba todo con disgusto. Era indecoroso, dijo a Danvers. A la reina no le importaba nada el príncipe y sí las ceremonias.
Como la reina estaba claramente desconsolada, aquella declaración parecía muy extraña, pero nadie se atrevía a discrepar con la duquesa de Marlborough.
Ana deseaba que todo el país comprendiese que estaban viviendo un período de luto y ordenó que se cerrasen todos los teatros. En cuanto a ella, permanecía en el gabinete verde, viendo solamente a sus ministros y a unos pocos servidores. Abigail la atendía constantemente y la duquesa permanecía en St. James.
Sarah se impresionó al ver el cambio que se había producido en Abigail, la cual, según dijo a Godolphin, se había vuelto arrogante y olvidado completamente el hecho de que sólo era una humilde camarera.
Las exequias se celebraron tal como Ana había deseado, con la máxima pompa, en una ceremonia imponente a la luz de las antorchas y a la que asistieron todos los ministros y funcionarios importantes.
Pero la principal preocupación de los ministros de la reina —whigs y tories— no era la muerte del marido de la soberana, sino el cambio en el favor de la reina, que había pasado de la duquesa de Marlborough a la señora Masham.