Blenheim
Fueron meses de prueba. La tensión iba en aumento e incluso la gente de la calle sabía que los acontecimientos del continente podían ser decisivos. Luis XIV estaba ansioso de resolver el conflicto europeo y proyectaba una marcha sobre Viena; sus ejércitos habían cruzado ya la Selva Negra y estaban con el elector de Baviera en el Danubio. Los holandeses desconfiaban de un conflicto tan lejos de casa, al igual que los ingleses. Sarah sabía que John no iba a lanzar el ataque sobre el Mosela en el que había dejado que creyesen los holandeses y el Parlamento. Iba a llevar la guerra al interior de Alemania, y cuando llegó la noticia de que Marlborough había conducido las tropas holandesas e inglesas Rhin arriba hasta Maguncia, hubo consternación en el país y en Holanda.
Los tories, que nunca habían querido la guerra, estaban furiosos, y Marlborough fue atacado tanto en la Cámara de los Comunes como en la de los Lores. Se excedía en el cumplimiento de las órdenes, tomaba decisiones que correspondían al Gobierno, estaba haciendo la guerra por su cuenta.
—¡Hay que acusarlo de alta traición! —gritaba la gente.
Sarah estaba furiosa contra los que se atrevían a sugerir esto, aunque nadie lo hacía en su presencia.
—Dejadle que fracase —comentaban— y tendremos su cabeza.
—¡Antes los veré a todos en el infierno! —era la réplica de Sarah.
Ana se mantenía fiel. Se daba cuenta de las miradas de soslayo que dirigían a la señora Freeman. Sarah deambulaba por las habitaciones reales tan jactanciosa como siempre; no, todavía más. Haría que se comiesen sus palabras.
Llegaban malas noticias de Escocia. Godolphin acudió, temblando, a ver a la reina. Siempre había sido una criatura tímida, según el comentario de Sarah. Pero Godolphin aconsejó a Ana que apaciguase a Escocia, pues, de lo contrario, podía estallar una guerra civil, lo cual no sería muy beneficioso para Inglaterra, habida cuenta de que la flor y nata del Ejército estaba con Marlborough.
Entonces Ana accedió a una cláusula en la Ley de Seguridad, que permitía a Escocia elegir su propio rey, con independencia de lo que hiciese Inglaterra.
Un paso atrás, se comentó, que podía dar lugar, como en los viejos tiempos, a una guerra entre el norte y el sur.
El verano era cálido y Jorge no podía respirar en Londres, por lo que Ana y él se fueron a Windsor.
Jorge sacudió la cabeza al considerar los asuntos del Estado. Estaba pensando claramente que todo habría sido muy distinto si se le hubiese otorgado el mando supremo del Ejército.
—Yo creo en el señor Freeman —le dijo Ana, y siempre que se pronunciaba alguna crítica contra Marlborough, repetía la frase.
Abigail había vuelto a su antiguo puesto, pues Sarah estaba con frecuencia en St. Albans. Había encontrado insoportable la corte durante aquellos días cálidos y creía que, si tenía que seguir aguantando la desesperante actitud de Ana, le gritaría la verdad, es decir, que era una vieja estúpida y que aborrecía estar cerca de ella.
Sarah no quería saber nada de relaciones apasionadas con su propio sexo. Quería que John estuviese con ella, un John que volviese triunfal de sus campañas.
Tenía que enfrentarse al hecho de que la situación empeoraba, y esto hacía que anhelase todavía más el regreso de John. Pero tenía que volver triunfante, o lo encerrarían en la Torre. Recordaba la angustia de los días en que había estado preso allí.
Estaba furiosa con sus enemigos: Rochester, Nottingham en la Cámara de los Lores, sir Edward en la de los Comunes. ¿Cómo se atrevían... sólo porque él era audaz y aventurero? ¿Acaso no sabían que era el único camino para alcanzar el triunfo?
¡Que se anduviesen con cuidado! Marlborough triunfaría y sería el hombre más poderoso de Inglaterra.
Ana se retrepó en su sillón. Estaba muy cansada.
—Hill —llamó—. ¡Hill! Oh, estás aquí. No te alejas nunca.
—¿Quiere vuestra majestad que le prepare el té?
—Sí, me vendría muy bien.
Ana acarició el perro que tenía sobre el regazo. La vida se había vuelto últimamente muy difícil, después de ser tan agradable. A su pueblo le había gustado que resucitase la vieja costumbre de tocar para sanar el mal del rey, y además estaba su generosidad. Pero las guerras hacían impopulares a los reyes, y el país no apreciaba la audacia del señor Freeman. Además, había recibido noticias muy preocupantes de Francia.
Aquí estaba Hill con el té. Era muy tranquilizador.
—Temo que vuestra majestad está preocupada.
—Lo estoy, Hill. No sé lo que va a ser de nuestros Ejércitos.
—Con el duque están seguros, señora, ¿no os parece?
Abigail trató de eliminar el tono inquieto de su voz. Últimamente había hablado a menudo con Samuel Masham sobre la creciente impopularidad de los Marlborough.
—Espero que así sea, Hill —dijo—. Lo espero y rezo por ello.
—Pero vuestra majestad confía plenamente en el duque, ¿no?
—Oh, sí, Hill. Pero el Gobierno parece muy irritado con él. Están hablando de acusarlo de traición.
—Esto es imposible, señora.
—Claro porque el duque triunfará. Por supuesto que triunfará. Pero los franceses están muy confiados. Aquí tengo un mensaje, Hill.
Abigail temblaba ligeramente. Un mensaje. Conque a esto había llegado. ¡La reina iba a mostrarle un mensaje!
—El rey de Francia celebró una gran fiesta y un banquete, Hill, en Marly del Sena, y fue en honor de mi hermanastro y de su madre. Los llama reyes de Inglaterra.
—No puede ser, señora.
—Pues así es. Léelo. Léelo en voz alta.
—Fue un banquete suntuoso —leyó Abigail—, con un nuevo servicio de porcelana y cristal sobre mesas de mármol blanco. Al anochecer, tambores, trompetas, címbalos y oboes anunciaron que los fuegos artificiales estaban a punto de empezar y, después de la cena, los reyes de Inglaterra volvieron a St. Germain.
—¡Los reyes de Inglaterra! —repitió la reina—. Como ves, esto es un insulto contra mí, Hill.
—Pero sólo se trata del rey de Francia, señora.
—Y Marlborough tiene el Ejército en Alemania. Oh, Dios mío, espero que triunfe en su propósito, pues el Gobierno está muy enfadado con él. Realmente, Hill, no sé qué hacer.
—Podemos rezar, señora.
¡Rezar! Querida, buena y piadosa criatura. Era consolador estar con ella.
Ana estuvo en Windsor y Sarah en Londres durante aquel tórrido agosto. La tensión era demasiado grande, se decía Sarah, para que pudiese soportar esta vez las necedades de Ana. Por consiguiente, era mejor que estuviesen separadas, pues podía confiar en que Abigail Hill se ocuparía de todo lo necesario.
Ansiaba noticias de John. Incluso le remordía un poco la conciencia por haber sido tan cruel con él la última vez que estuvieron juntos. Ahora que sus enemigos se preparaban para despedazarlo, quería que todo el mundo, y sobre todo John, supiese que estaba a su lado y lo defendería con su vida.
¿Qué ocurría en el continente? Los rumores aumentaban a diario. Godolphin servía de poco. Era débil y estúpido, pensaba Sarah. Se decía que John había desobedecido instrucciones. ¿De quién? ¿De los que no sabían qué era la guerra? ¿De los que se quedaban a salvo, en Londres, y decían al mayor general del mundo cómo debía dirigir la contienda? Y esperaban que se produjese el desastre. Casi lo deseaban, sin importarles que representase el hundimiento de Inglaterra, con tal de que John Churchill, duque de Marlborough, se hundiese con ella.
En ocasiones recibía cartas, pero sabía que por cada una de éstas había dos o tal vez más que se extraviaban. John marchaba a través de Alemania; le había dicho que el tiempo era alternativamente muy cálido o, lo que era aún peor, sumamente húmedo. Sabía por la brevedad de sus cartas que a menudo estaba aprensivo, y lamentaba no poder estar con él para animarlo.
Era el 21 de agosto y hacía algún tiempo que no recibía noticias; la tensión iba en aumento. Cada vez que alguien llamaba a la puerta, tenía miedo de que le trajese malas noticias. Sarah, que nunca había encontrado fácil permanecer tranquila, estaba ahora nerviosísima. Regañaba a sus servidores y a los miembros de su familia que se acercaban a ella; era la única manera de desahogar sus sentimientos. Y aquel día llegó la noticia. Llamaron débilmente a la puerta.
—Sí, ¿qué es? —gritó Sarah, casi con estridencia.
—Un caballero desea ver a vuestra excelencia. Dice que es el coronel Parke.
¡El coronel Parke! El edecán de John.
—Que pase enseguida —exclamó Sarah—. No..., iré yo a su encuentro.
Bajó corriendo la escalera, y allí estaba él, cansado y sucio por el viaje, tendiéndola una carta.
—¡Del duque! —gritó ella, y se la arrancó de la mano.
13 de agosto de 1704
Sólo tengo tiempo para suplicarte que presentes mis respetos a la reina y le hagas saber que su Ejército ha alcanzado una gloriosa victoria. Monsieur Talland y otros dos generales están en mi carroza y yo sigo a los demás; el mensajero, mi edecán coronel Parke, le relatará lo que ha pasado. Yo lo haré dentro de un par de días en otra carta más larga.
Marlborough
Sarah leyó y releyó la misiva. Ningún mensaje de amor. Ninguna palabra tierna. Entonces se dio cuenta de que John la había escrito momentos después de terminar la batalla —estaba garrapateada al dorso de una cuenta de una taberna— y de que el duque había enviado al coronel Parke a toda prisa. El coronel había tardado una semana en llegar hasta ella.
—El duque ha alcanzado la victoria —exclamó.
—Sí, señora, y os escribió antes que a nadie. Extendió el único papel que tenía a mano sobre la silla de montar y escribió en él. Después me dijo: «Llevad esto a la duquesa lo más rápidamente posible.»
—Yo he sido la primera... —suspiró ella—. Decidme el nombre de la batalla.
—Ha sido la batalla de Blenheim, excelencia, y una de las mayores victorias de todos los tiempos.
—Blenheim —le repitió ella. Y prosiguió vivamente—: Ahora hay que llevar esta nota a la reina sin demora. Vos se la llevaréis, coronel Parke. Pero antes tomaréis un refrigerio. Lo necesitáis.
—Gracias, excelencia.
La propia Sarah pidió el refrigerio y acompañó al coronel mientras éste comía y bebía, acribillándole a preguntas.
Y durante todo el tiempo estuvo pensando: Una gran victoria. Y yo soy la primera en recibir la noticia. Esto será una bofetada para todos nuestros enemigos. Esto enseñará a la señora Morley y a los demás que, la próxima vez, deben tener cuidado de no vilipendiar al duque de Marlborough y a su duquesa.
La reina estaba en su tocador de Windsor, la habitación poligonal en el torreón de encima de la puerta Normanda, asistida por Abigail.
Ana estaba silenciosa, pensando en el desacuerdo existente entre sus ministros y Marlborough. Era muy inquietante.
Abigail le había traído té de Bohea, su predilecto, y bizcochos de pastas de almendras, pero no podía suprimir el recuerdo de la discordia. El señor Freeman estaba resuelto a seguir su camino mientras que los ministros habían decidido seguir el suyo, y esto significaba discordia y grandes problemas en el continente.
Una llamada a la puerta. Hill se dirigió a ella sin hacer ruido.
—Su majestad está descansando...
—Es un mensajero de la duquesa de Marlborough, la duquesa ha dicho que debe ser llevado sin demora a presencia de su majestad.
—¿Quién es, Hill?
—Un mensajero de la duquesa.
—Hazlo pasar.
El hombre entró, hizo una reverencia y puso en manos de la reina la cuenta que contenía la primera noticia de la victoria de Blenheim.
—Una gran victoria, señora. El duque ha dicho que ha sido una batalla decisiva y la mayor victoria de su carrera.
—Mi querido coronel, habéis cabalgado mucho. Hill, sirve un poco de té al coronel. Aunque tal vez preferís algo más fuerte. Ahora contádmelo todo.
El coronel hizo su relato y el semblante de Ana se iluminó de orgullo y satisfacción.
—Su acción estuvo justificada —murmuró—. Me alegro muchísimo. Es el general más grande del mundo y trabaja para mí. Mi querido coronel, ¿cómo puedo expresaros lo feliz que esto me ha hecho?
—Hará feliz a toda Inglaterra, majestad.
—Y con razón. Haremos copiar la nota del duque y la repartiremos a miles en toda la ciudad. No quiero que esta magnífica noticia sea retenida un momento más de lo estrictamente necesario. Y vos, mi querido coronel, tendréis una recompensa de quinientas libras por ser su portador. Nunca me alegraré más de haber recompensado a un mensajero.
—Con vuestro permiso, majestad, preferiría un retrato vuestro.
—Mi querido coronel —rió Ana—, vuestro deseo se verá cumplido.
Al día siguiente, el coronel Parke recibió una miniatura de la reina con incrustaciones de diamantes y, al darse cuenta Ana de que esta victoria era ciertamente la más grande de su reinado, añadió mil libras a la miniatura, para que el portador de la noticia fuese doblemente recompensado.
Sarah, emocionada con el triunfo, apreciando el hecho de haber sido la primera persona del país en enterarse de la victoria de Blenheim —aun antes que la reina—, bajó a toda prisa a Windsor. Allí se puso triunfalmente al frente de todo; jactanciosa, riéndose ante la cara de los que se atrevieron a criticar el duque, se dispuso a demostrarles quién era la dueña de todos, incluida la reina.
—Debemos volver inmediatamente a Londres —declaró Sarah—. El pueblo debe darse cuenta de que ésta ha sido una gran victoria. Deben celebrarse fiestas...
—Y acciones de gracias —dijo Ana—. Debemos dar gracias a Dios por esta victoria.
—Bueno, señora Morley —exclamó Sarah, riendo a carcajadas—, yo creo que debemos esta victoria al señor Freeman.
Esta irreverencia escandalizó a Ana, pero siempre había sabido que la querida señora Freeman no era muy devota.
—Estaremos eternamente agradecidos al señor Freeman —dijo Ana, con dignidad—, pero no debemos olvidar que la victoria o la derrota están en manos de Dios Todopoderoso.
—Desde luego, debería celebrarse un oficio de acción de gracias en San Pablo —la interrumpió Sarah, que estaba ya haciendo mentalmente planes.
Una carroza en la que irían la reina y ella. Era natural que ella compartiese la carroza de la reina. Había sido una victoria del duque de Marlborough, y nadie tenía que olvidarlo.
La reina estaba encantada con la perspectiva de un oficio de acción de gracias y dispuesta a hablar de él.
—Deberíais llevar vuestro más espléndido atavío —le dijo Sarah— y lucir vuestras joyas más deslumbrantes. Yo las elegiré. Ambas deberíamos estar magníficas.
—Oh, querida, estoy un poco preocupada por el señor Morley. Espero que su asma no le moleste demasiado. Estas ceremonias lo fatigan y no hay nada como el cansancio para provocar los ataques.
—Me refería a nosotras, señora Morley, pues yo creo que sería justo y adecuado que os acompañase a la catedral de San Pablo. Estoy segura de que el señor Freeman lo desearía. Recordad que fue a mí a quien envió la primera noticia de la victoria.
—Desde luego, la querida señora Freeman debería acompañar a su desdichada Morley.
—No creo que el rey de Francia os llame desdichada en este momento —rió Sarah—. Bueno, yo elegiré nuestras joyas y opino que el oficio debería celebrarse lo antes posible.
—Estoy completamente de acuerdo —asintió Ana.
Así pues, Sarah y Ana regresaron a Londres con Abigail, relegada ahora de nuevo al papel de camarera, y Sarah, como jefa de vestuario, eligió las prendas que la reina debía llevar.
Como ella no podía igualar semejante esplendor y no estaba dispuesta a ocupar un segundo lugar, decidió llamar la atención por la sencillez de su propio atuendo.
Viajaron en carroza desde el palacio de St. James hasta san Pablo; Ana, esplendorosa, y Sarah, simplemente vestida; pero las joyas de la primera no podían competir con la belleza de la segunda, y de todas formas, la duquesa era la esposa del héroe del día.
Ana estaba entusiasmada, como siempre que visitaba una iglesia, y un oficio de acción de gracias por una gran victoria debía ser doblemente alentador.
Cuando regresaron y Sarah hubo despedido a las asistentas de la reina, Ana le dijo:
—La nación estará eternamente agradecida al señor Freeman.
Sarah inclinó la cabeza en un gracioso ademán.
—He estado pensando —siguió diciendo la reina— que sería justo que mostrásemos nuestra gratitud, ¿y qué manera mejor que otorgar al señor Freeman y a vos misma alguna hermosa finca?
Los ojos de Sarah habían empezado a brillar.
—Sería una magnífica acción —convino—, si pudiésemos persuadir al señor Freeman de que aceptara.
—Estoy segura —dijo Ana, con una ligera sonrisa—, de que, si lo desea la señora Freeman, también lo deseará su esposo.
—Me esforzaré en persuadirlo —dijo Sarah—. ¿En qué ha pensado la señora Morley?
—He estado pensando en el Señorío de Woodstock, una casa deliciosa en un lugar encantador. Pienso que en aquel sitio podría construirse un palacio, pues cualquier otra cosa sería poco para celebrar este gran acontecimiento..., un palacio para el uso del señor y la señora Freeman y sus herederos.
—Woodstock —murmuró Sarah, mansamente por una vez—. Es un lugar excelente.
—Sí, un palacio que vos y el señor Freeman podríais proyectar juntos —prosiguió la reina.
Los ojos de Sarah brillaron ahora. ¡Un palacio! Un montón de piedras, elegante e imponente, que, en los siglos venideros, sería el hogar de los Marlborough.
—No habría que reparar en gastos en la construcción de este palacio —prosiguió la reina, viendo cómo se animaba su querida señora Freeman—. Debería ser el regalo de una nación agradecida a su más grande general. Yo sólo pondría una condición.
—¿Una condición? —se extrañó Sarah.
—Sí, señora Freeman: que fuese llamado palacio de Blenheim, para que nadie olvidase nunca esta famosa victoria y al hombre que la ha conseguido.
—Palacio de Blenheim —repitió Sarah—. Me gusta. Me gusta muchísimo.