UNA ACUSACIÓN DE BRUJERÍA

Enrique estaba decidido a poner fin a la conquista de Francia y lo que más falta le hacía era dinero.

Tenía la obsesión de obtener la corona y estaba convencido de que era suya por derecho. No iba a permitir que nada pudiera estorbarle en esta empresa. Estaba seguro de que, si su bisabuelo Eduardo III hubiera continuado la guerra después de Poitiers, habría obtenido la corona. Su bisabuelo había cedido demasiado pronto, se había aletargado, se había dejado ganar por la concupiscencia; y el Príncipe Negro, que pudo haber ganado, se había enfermado y había muerto.

Él, Enrique, era el elegido.

Todos estaban de acuerdo ahora en que él era un gran guerrero, digno de ser comparado con Guillermo el Conquistador y Ricardo Corazón de León. Estos hombres eran soldados perfectos, que no permitían que nada se interpusiera entre ellos y su objetivo. Enrique no era cruel en realidad, pero la crueldad era necesaria a veces para ganar una batalla, y entonces actuaba sin misericordia. Era ante todo un soldado; todo quedaba subordinado a la causa. Nunca trataba de esquivar un deber; debía compartir las penurias con sus hombres; y él siempre dejaba en claro que, a pesar de ser rey y jefe, era uno más de sus hombres, dispuesto a sufrir el frío o a morir con ellos. Y tenía el poder de hacerse seguir. Era bueno con los hombres; atendía mucho a su propia imagen; sabía que los hombres lo iban a seguir hasta las fauces de la muerte si él se los ordenaba.

Con semejante ejército y semejante jefe, era imposible fracasar.

Cuando le contaron la muerte de Oldcastle, Enrique quedó transido de tristeza y luego se encolerizó. John había sido un tonto. ¿Por qué había abandonado la gloriosa vida del soldado para seguir las fantasías de los lolardos? ¡John se había convertido en un hombre espiritual, en un reformador! Tonterías. Debió haber estado junto a él en Harfleur y Agincourt.

Y ahora había muerto... ¡y en qué forma! ¡Qué tonto había sido!

Pero no tenía tiempo de llorar al viejo y corpulento mártir. Que Dios reciba su alma, se dijo Enrique, contento de haber estado fuera de Inglaterra cuando esto había ocurrido.

¿Cómo hubiera podido él condenar al viejo bufón? Y la sentencia era justa. John había sido un hereje confeso, y era justo que hubiera muerto en la pira de los herejes.

La cosa había terminado. No había que removerla. No había que recordar los viejos días de las tabernas y los juegos a los que se habían entregado. John había seguido su camino y el rey había seguido el suyo.

Y ahora había que ganar una corona.

¡Dinero! ¡Dinero! Hacía falta dinero. Había dejado a Bedford con el gobierno de Inglaterra. Podía confiar en su hermano. Bedford era un excelente soldado y también era leal. Era casi el mismo hombre que el rey, se había dicho, aunque no del todo.

No; no del todo. Pero un hermano del cual estaba contento.

—Debes encontrarme dinero —le había dicho a Bedford.

Y Bedford le había contestado:

—Nuestra madrastra es muy rica y no nos ayuda como debiera.

—¡Ah, nuestra madrastra! Tiene el corazón puesto en Francia.

—¡Entonces es traidora a nuestro señor el rey! —había exclamado Bedford—. Encontraré algún medio, hermano.

Bedford era capaz de encontrarlo. Había librado al país de Oldcastle y había tenido razón, por supuesto. El viejo era un hereje y se había merecido su muerte de hereje.

Sí, Bedford era un buen hermano. Él se iba a ocupar de los asuntos de Inglaterra mientras Enrique estuviera dedicado a ganar la corona de Francia.

Podía confiar en Bedford.

 

 

 

Algo andaba mal en la casa de la reina, en Havering. El día anterior habían llegado sirvientes del duque de Bedford y Jeanne había supuesto que esto significaba que el duque se disponía a visitarla.

Últimamente siempre estaba en un estado de ánimo aprensivo. Arthur seguía prisionero, aunque lo habían trasladado de la Torre al castillo de Fotheringay; ella confiaba que el encarcelamiento fuera allí menos severo. Siempre que la visitaban miembros de la Casa del Rey o del Regente, la reina temía las razones por las cuales iban a verla.

Sabía que el rey estaba en Francia y adivinaba que urgía constantemente a Bedford a que le encontrara dinero. Tal vez debió haber ofrecido dinero al rey, cuando éste había ido a verla. Pero de nada hubiera servido. Él siempre quería más y más.

Roger Colles y Petronel Brocart le habían advertido que debía ser extremadamente prudente, porque estaba pasando por un período de peligro. No era necesario que ellos se lo dijeran: estaba más consciente de esto cada día que pasaba. Cuanto más se prolongaba esta guerra y más éxitos obtenía Enrique en Francia, tanto más peligrosa se volvía la posición de Jeanne.

Colles y Brocart la visitaban continuamente y, aunque sus pronósticos se iban volviendo cada vez más negros, ella quería oírlos. Había disensión entre estos dos hombres y John Randolph. Siempre la había habido, pero la hostilidad entre ellos se había profundizado últimamente. A ella nunca le había gustado John Randolph. Había en este hombre una actitud de conciencia satisfecha que siempre le había desagradado; Jeanne le habría quitado el puesto de no haber sido por los vagos temores que sentía ahora. Tenía la impresión de que no había llegado el momento.

Mandó llamar a John Randolph. Sus criados volvieron con la noticia de que el prelado estaba encerrado desde hacía horas con los hombres del duque de Bedford.

Esto intranquilizó a la reina.

Estaba sentada con sus mujeres, trabajando en un tapiz. Hoy estaban más calladas que de costumbre. Presentían que algo extraordinario estaba pasando.

—Milord Bedford vendrá aquí hoy, creo —dijo.

—Sí, mi señora —fue la respuesta— Se están preparando para su llegada en las cocinas.

—¿En dónde está Randolph? Quiero hablar con él.

—Está reunido con los hombres que llegaron de Londres.

—¿Cómo? ¿Todavía está hablando?

—Sí, señora. Nadie sabe de qué. Se han encerrado desde hace dos horas y tienen guardias en las puertas.

—¿De qué pueden estar hablando con Randolph?

Las mujeres no contestaron, bajaron las cabezas y continuaron con su labor. ¿Qué significaba todo esto? se preguntó la reina aprensivamente.

Un ruido de cascos de caballos en el patio la sobresaltó.

Una de las mujeres dejó caer su labor y corrió a la ventana.

—¿Qué ves? —preguntó la reina, siempre sentada, con la aguja en la mano.

—Hay unos hombres que se van.

—¿Los hombres de Bedford? —preguntó la reina, con evidente alivio en la voz.

—No... no... milady... Es... sí... es Randolph. Él y otros dos hombres pasan a caballo por el patio.

Jeanne dejó su trabajo y, con las otras mujeres, se acercó a la ventana.

Vio a John Randolph que se alejaba del castillo con otros dos hombres.

—Toman el camino de Londres —dijo una de las mujeres.

Jeanne quedó estupefacta. ¿Por qué? ¿Qué podía significar todo esto?

 

 

 

Pronto iba a descubrirlo.

Más tarde, ese mismo día, el duque de Bedford llegó. Jeanne salió al patio a darle la bienvenida. Se parecía mucho a su hermano el rey; decían que era el partidario más leal y fervoroso de Enrique. Tenía un color más encendido que su hermano, una nariz curva y prominente, una barbilla muy marcada y una frente en fuga. Era uno de esos hombres que no eluden sus responsabilidades; como su hermano, no era cruel por ser cruel, pero no tenía escrúpulos en actuar duramente para afirmar una causa que creía justa.

Se sirvió una excelente comida. Mientras duró, Jeanne estuvo sentada junto a su invitado, que le habló de la guerra y de las glorias de Agincourt, de la valentía del rey y del genio que había demostrado en la conducta de la guerra. Bedford se lamentó de no estar con su hermano en Francia, pero el rey le había encomendado la tarea de mantener la ley y el orden en Inglaterra durante su ausencia, y ésta era una tarea que él llevaba a cabo poniendo en ella el máximo de su capacidad.

—No permitiremos que nada... absolutamente nada... se interponga en nuestro camino, milady. Lo que haya que hacer, será hecho.

Ominosas palabras, tal vez.

Jeanne no se equivocaba.

Tan pronto como terminó la comida él dijo que tenía que hablar con ella de ciertos asuntos. Ella le hizo pasar a una antecámara y empezó por preguntarle:

—¿En dónde está mi confesor?

—Se ha ido a Londres.

—No le di permiso para que fuera.

—No, milady. Partió por orden mía, que es orden del rey.

—¿Con qué fin?

—Este es un tema penoso y prefiero hablaros de él antes de que otros lo mencionen. Sois mi madre política y siempre ha habido amistad entre nosotros.

—Y la sigue habiendo, espero —dijo ella.

Bedford guardó silencio y ella lo miró, alarmada.

—Haced el favor de decirme, sin más demora, qué significa todo esto —dijo Jeanne.

—Así lo haré. Tenéis dos brujos a vuestro servicio, señora. Me dicen que sus nombres son Roger Colles y Petronel Brocart.

—Esos hombres están a mi servicio. Yo no los llamo brujos.

—¿Cómo los llamáis entonces, milady?

—Son hombres que saben leer el mensaje de las estrellas... pronostican el futuro.

—Y, en ocasiones, arreglan el futuro.

—No entiendo lo que queréis decir, milord.

—Tendría que ser claro, sin embargo. Vos deseáis un cierto acontecimiento y estos hombres lo arreglan para vos.

—¡Eso es imposible! El futuro está en las manos de Dios.

—Pero puede ser ayudado mediante ciertos métodos.

—Habláis en enigmas.

—Perdonadme. Vuestro confesor me ha contado muchas cosas. Me ha dicho que estos dos hombres que están a vuestro servicio trabajan con potencias maléficas.

—Ese hombre es un tonto y un embustero.

—Milady: es un fraile minorista.

—Diría que es un embustero aunque fuera el arzobispo de Canterbury. Es un hombre de naturaleza envidiosa. Siempre lo ha atormentado la amistad que yo he demostrado a los astrólogos.

—Él dice que estos hombres estaban con vos cuando el difunto rey cayó enfermo.

—¡Dios me asista! —murmuró la reina.

—La enfermedad de mi padre fue repulsiva. Muchas personas vieron brujería en ella.

—Yo estaba con vuestro padre. Yo lo cuidé. Él me amó hasta su último día.

—Eso no es prueba de que vos no hayáis intervenido en manejos maléficos.

—¡Tonterías! ¿Qué ventaja podría haber obtenido yo con muerte? ¡Yo estaba mucho mejor cuando él vivía! Él nunca hubiera permitido que se me tratara como se me está tratando ahora.

—Si vos habéis sido culpable de lo que algunos dicen que sois, él habría querido que respondierais por vuestros pecados.

Jeanne se cubrió la cara con las manos.

—Yo he amado al rey —murmuró—. Lo cuidé durante toda su enfermedad. Él quería tenerme cerca todo el tiempo.

Bedford guardó silencio.

—Sufría horriblemente —siguió diciendo ella—. No sólo por el dolor, sino por estar tan desfigurado...

—¿Cuál fue esa enfermedad que hizo presa de mi padre? —dijo Bedford—. En su tiempo se dijo que había sido causada por influencias maléficas.

—Es una mentira. Vuestro padre habría sido el primero en declararlo. Él sabía que yo lo amaba, que yo lo cuidaba mejor que nadie.

—Es lo que todos creímos entonces, señora.

—¿De qué más me acusáis, entonces?

—De practicar brujerías y maleficios contra el rey.

—¿Maleficios contra el rey? ¿Cómo es posible que yo haya hecho eso? Es un amigo. Siempre fue para mí un amigo.

—No habéis demostrado mucha amistad cuando él os expuso sus dificultades para continuar la guerra en Francia. Disteis con tacañería.

—Di lo que podía dar.

—Mi padre os dejó rica. Se dice que sois una de las mujeres más ricas del país.

Ahora ella entendió todo. Lo que querían era su dinero. Cuán tonta había sido en no dar al rey lo que quería cuando éste había ido a verla. Su hermano era su delegado. Tenían el proyecto de hacer una extorsión contra ella. Se sintió levemente aliviada. Si lo que querían era su dinero, tal vez le permitieran escapar con vida. Por supuesto que sí. A tanto no se iban a atrever. Enrique no podía permitirse ofender al duque de Bretaña ni a la casa real de Francia hasta ese punto. Hacer la guerra era una cosa. Pero asesinar a miembros de la familia era otra.

—¿De modo que creéis la palabra de un fraile fementido y no creéis la mía, milord? —preguntó.

—Naturalmente, investigaremos. Mientras tanto, he decidido poneros bajo guardia.

—¿Aquí, en Havering?

—No: iréis al castillo de Pevensey. Allí seréis atendida por sir John Pelham.

—¿Queréis decir que será mi carcelero?

—Ese caballero se ocupará de vos debidamente y os tratará de acuerdo con vuestro rango.

—Pero seré su prisionera.

—Y si sois culpable, milady, vuestros bienes serán confiscados por la corona.

—Ah —dijo—. Ya entiendo. Mis bienes serán usados por el rey para proseguir la guerra en Francia.

Bedford no contestó.

Estaba resignada. Conocía a sus hijastros. Ahora se las iban a arreglar para creer que actuaban con justicia y que lo único que los movía era conseguir dinero para el Tesoro. Hubiera debido saberlo antes.

—Hay un pedido que desearía hacer —dijo—. Mi hijo Arthur está en Fotheringay. Es prisionero de Enrique, lo mismo que habré de serlo yo. ¿No podríamos compartir nuestra prisión?

Bedford pareció horrorizado.

Ella adivinó los pensamientos que cruzaban por la mente de él. ¡Los dos en el mismo castillo! ¿Qué conspiraciones no habrían sido capaces de urdir?

—Iréis a Pevensey —dijo con voz dura—. Y ahora, milady, tendréis que tomar las medidas necesarias para vuestro traslado. Partís mañana.

Hizo una reverencia y se fue. Ella lanzó una mirada a su alrededor. Muy pronto ese lugar, donde había vivido durante su viudez, habría de ser un recuerdo. Pensó en Colles y Brocart. Tal vez tratarían de escapar a Francia. ¿Qué sería más prudente: dejarlos ir o hacer que se quedaran? Si se les echaba mano, tal vez se iba a probar algo contra ellos, por inocentes que fueran. Pero si huían esto iba a interpretarse como un reconocimiento de su culpa. Ella debía darles el aviso y dejarlos en libertad de que tomaran una decisión.

Al día siguiente partió a Pevensey. Cuando llegaba al castillo fue recibida por sir John Pelham con el respeto que exigía su rango, de tal modo que no pudo quejarse de nada en el primer momento.

En caso de haber estado con Arthur en Fotheringay casi habría estado contenta, porque muy pronto supo que no presentarían contra ella ninguna acusación. Colles y Brocart no fueron interrogados siquiera. Pero las posesiones de Jeanne fueron confiscadas.

Bedford había logrado su propósito. Su inmensa fortuna estaba en este momento en manos del rey.

Y ahora ella era su prisionera, estaba sometida a su albedrío.