ISABELLE EN LA CORTE DE FRANCIA
Una vez en Francia, Isabelle no tardó en advertir que algo andaba mal en la corte de su padre; gradualmente empezó a entender la causa.
Su padre sufría de raptos de locura. En un principio la gente no había mencionado el punto. Ella sólo había oído que su padre padecía ciertos ataques, que podían durar meses y, cuando iban en aumento, había que encerrarlo en el Hotel St. Pol, la residencia de París donde Isabelle había pasado la mayor parte de su infancia. Cuando se recobraba, su padre era exactamente como ella lo había conocido siempre, bondadoso y, al parecer, en plena posesión de sus sentidos. Con todo, Isabelle percibió una cierta cautela en él y en la gente que lo rodeaba, y supo que todos estaban esperando el nuevo asalto de la enfermedad mental.
Allí estaba su madre, bella, enérgica, al punto que parecía ser el verdadero rey de Francia, junto con el tío Louis, por supuesto.
Louis, duque de Orleans, hermano de su padre, había sido nombrado por el rey regente, que debía reemplazarlo en los accesos de insania. La reina, que tenía mucho ascendiente sobre el rey, había recomendado esta medida, e Isabelle tenía a veces la impresión de que su madre y su tío deseaban que el rey perdiera el sentido, pues en estos períodos el tío Louis se comportaba como el verdadero rey, y era evidente para todos, incluso para la joven Isabelle, que Isabel actuaba como si Louis no sólo fuera el rey en el trono, sino también en su cama. Lo cierto es que esta relación adúltera entre la reina Isabel y el conde Louis de Orleans se había convertido en un escándalo, no sólo en Francia, sino también en el extranjero.
Y allí estaba el tío de su padre, el duque de Borgoña, un hombre austero que deploraba lo que ocurría y no hacía un secreto de ello.
Era una situación bastante turbia e Isabelle echaba de menos, ahora como siempre, los felices días de Windsor, cuando Ricardo iba a verla y los dos eran tan felices juntos.
—Nunca volveré a ser feliz —musitaba.
De todos modos, estaba contenta de haberse reunido con su familia. Aquí estaban sus tres hermanos y sus tres hermanas, pues recientemente había nacido una niña a quien habían dado el nombre de Catherine.
Las niñas habitaban en el Hotel St. Pol y nadie se preocupaba mucho por ellas. Cuando el rey estaba enfermo, lo llevaban a una parte del hotel, donde lo encerraban junto con unos pocos caballeros de compañía. Isabelle solía despertarse y escuchar los extraños ruidos que provenían de los aposentos de su padre. Hacía todo lo que podía por atender a sus hermanitas, ya que las niñeras solían ser bastante negligentes. Y cuando Isabelle se lo dijo a su madre, la reina se limitó a decir que las iba a despedir. Pero después se olvidó y no hizo nada. Estaba demasiado ocupada con sus asuntos, que consistían principalmente en atender al duque de Orleans y ser atendida por él. Isabelle pensó que el duque era el hombre más hermoso que ella nunca había visto, y que su madre era la más bella de las mujeres. Se habría dicho que era inevitable que fueran amantes. ¿Lo sabría su padre? Al parecer, todo el mundo lo sabía, de tal modo que tal vez él también lo supiera.
Era una vida extraña para la muchacha que había sido reina de Inglaterra. Isabelle se aferraba a los recuerdos de su vida con Ricardo, solía tomar a la pequeña Catherine en sus brazos y las otras niñas las rodeaban, mientras ella les contaba cuentos de su vida en la corte de Inglaterra. Y siempre en estos cuentos aparecía Ricardo, el caballero de la armadura resplandeciente.
Isabelle mantenía los oídos atentos y averiguó muchas cosas que ocurrían en la corte de su padre. Tan pronto como el tío Louis había tenido el poder en sus manos, había establecido un impuesto al clero y también al pueblo, y esto tenía a ambos muy descontentos. Algunos decían:
—No vamos a soportar mucho tiempo el yugo de este joven disoluto y de su impúdica querida.
¡Y la impúdica querida era la madre de Isabelle! Sí, era una situación muy fea.
Era difícil no simpatizar con el tío Louis que, además de ser bien parecido, tenía un natural afable y generoso; también era divertido y siempre había risas cuando él estaba ahí; sus trajes eran muy refinados y había alcanzado cierta notoriedad por sus prodigalidades. Siempre trataba a Isabelle como si le tuviera mucho cariño y, cuando ella acababa de llegar a Francia, él se mostró muy contrariado por la forma en que se había tratado a Ricardo. Esto la había consolado en aquel momento y esos días se había complacido oyendo elogios de Ricardo y condenaciones del hombre que usurpaba el trono de Inglaterra.
—Odio a su hijo Harry y lo odio a él —dijo—. Hicieron un esfuerzo para que me casara con Harry, pero yo no quise saber nada de él.
—¡Por cierto que no! —había exclamado el tío Louis. Ella era demasiado bella y demasiado importante. ¿Cómo podía la hija de un rey de Francia casarse con el hijo de un impostor? Es cierto que por el momento ostentaba el título de rey, sí, pero ¿cuánto tiempo iba a durar esto?
—Tomaré las armas contra él para defenderos —declaró Louis.
—¿Cómo podréis hacerlo, tío Louis?
—Lo desafiaré, querida. Os ha despojado de vuestra dote y ha asesinado a vuestro marido. Voy a retarlo a que se mida conmigo en un torneo.
—No, no debéis hacer eso, tío —dijo ella.
—Por cierto que lo haré, querida. Le enviaré mi reto sin demora.
Y así fue. Con el estilo grandilocuente que ponía Louis de Orleans en todo, mandó su reto.
Isabel de Baviera estaba encantada.
—¡Típico de él! —exclamó—. Es un hombre muy caballeresco.
Y luego añadió:
—Enrique no va a aceptar. Te lo aseguro.
En realidad, se lo estaba asegurando a sí misma. Lo que menos quería en el mundo era que su amante fuera a un combate que podía terminar en su muerte.
Y no se equivocó. Enrique adoptó una actitud de burla ante el reto. “No conozco precedentes de que un rey coronado acepte medirse en duelo con un súbdito, por muy elevado que sea el rango de dicho súbdito.”
La respuesta hizo echar espuma por la boca a Louis. La reina Isabel estaba con él cuando recibió la respuesta, y mandó llamar a su hija para que ésta apreciara la valentía de su tío.
—¡Le daré una respuesta! —exclamó Louis—. ¡Lo cubriré de oprobio!
Se sentó a una mesa y se puso a escribir. La reina, de pie a su lado, aprobaba, acariciándole el cuello mientras él escribía.
“¿Cómo podéis tolerar que la reina de Inglaterra vuelva a su país de origen, desolada por la pérdida del rey, despojada de su dote y de todo lo que había llevado con ella en el momento de la boda? Los hombres de honor tendrían que defender su causa. ¿No existen caballeros nobles que hayan jurado defender los derechos de las viudas y las vírgenes de vida virtuosa, entre las cuales cuento a mi sobrina? Es por esta razón que os reto a duelo.” Y añadía sarcásticamente: “Debo daros las gracias por el cuidado que habéis demostrado por mi vida al negaros al combate. Es mucho más de lo que hicisteis por la salud y la vida de Ricardo, vuestro legítimo rey.”
—Esto —dijo el duque— le va a hacer dar un salto. Tengo entendido que hay algo que nunca deja de perturbarlo: cualquier referencia al asesinato de Ricardo en el castillo de Pontefract. Juraría que esta fechoría lo va a atormentar por el resto de sus días. Y si no la hubiera cometido, ¿cómo podría ser ahora rey de Inglaterra?
La nota era hiriente y Enrique, picado, contestó.
Louis leyó la respuesta en medio de carcajadas, mientras Isabel escuchaba la lectura. En tono indignado, Enrique negaba haber tenido nada que ver en la muerte de Ricardo. “Dios sabrá cómo y por quién mi primo —a quien Dios perdone— encontró su muerte. Pero si estáis insinuando que su muerte fue provocada por mí, mentís y seguiréis mintiendo bellacamente siempre que eso digáis.”
La cosa quedó ahí. Pasaron los meses. Isabelle tenía la impresión de que había una continua tensión en la corte, como si en cualquier momento pudiera estallar un incidente. Su madre y el tío Louis hacían ostentación de sus relaciones; su padre estaba sumido en un estado melancólico; el tío de su padre, el duque de Borgoña, instaba continuamente al rey a hacer algo, indicándole que, si no lo hacía, no iba a tardar en perder la corona. ¿Quería verse en la misma situación del difunto Ricardo de Inglaterra?, preguntaba. Isabelle intentaba protestar. La falta no había sido de Ricardo, quería gritar. La falta estaba en los perversos y ambiciosos hombres que lo rodeaban. Pero nadie hubiera escuchado, por supuesto. Tenía miedo del hijo del duque, a quien llamaban Jean Sin Miedo, conde de Nevers. Era un hombre violento, que no cuidaba lo que decía y de quién lo decía. Este hombre siempre parecía estar en el centro de alguna intriga y haber jurado vengarse de alguien. Ella se sentía aliviada cuando él no estaba en la corte.
El duque de Borgoña siempre estaba tratando de convencer al rey de que debía quitarle la regencia a su hermano Orleans en los períodos en que él no estaba en condiciones de gobernar. El rey vacilaba, pero Isabel siempre se las arreglaba para convencerlo. Era una sirena capaz de vivir su arrebatada historia amorosa con Louis de Orleans en presencia de su marido y, al mismo tiempo, ocultarla.
Isabelle nunca iba a olvidar el día en que había llegado a la corte un monje agustino que se había puesto a predicar. Se llamaba Jacques Legrand y era conocido por sus escritos y la elocuencia de sus sermones, que versaban sobre la corrupción del poder y el libertinaje. Estos sermones estaban dirigidos claramente contra la corte.
Durante un sermón el rey se levantó de su sitial y se sentó junto al predicador, a fin de tenerlo cerca mientras hablaba y no perder una sola palabra.
—El rey vuestro padre —dijo Legrand— impuso gabelas al pueblo, pero lo hizo para levantar fortalezas en defensa del país. Vuestro padre conservó su tesoro y llegó a ser el más poderoso de los reyes. Ahora no se hace nada de esto. La nobleza, en los días que corren, gasta el dinero en frivolidades; vive en la licencia; se atavía con ornamentos y fruslerías. —Y, volviéndose hacia la reina, dijo con voz tonante—: Oh, reina, ¡es la vergüenza de esta corte! Si no me creéis, vestíos de campesina, id a la ciudad y mezclaos con el pueblo para escuchar lo que el pueblo dice.
La reina se enfureció y dijo que el predicador debía ser detenido, que había que ponerlo en una mazmorra.
—Entonces —dijo— veremos qué discursos incendiarios se atreverá a pronunciar.
Sin embargo, por una vez, el rey impuso su voluntad.
—No —dijo—. Hay cierta sensatez en lo que dice este hombre. Lo que dice de mi padre es cierto. Ojalá yo me pareciera más a él.
El duque de Borgoña estaba junto a su sobrino.
—Tomad en cuenta lo que oís —dijo—. Durante vuestra enfermedad el país camina hacia la ruina. Vuestro hermano es demasiado voluble, demasiado frívolo. Su moral no es lo que debería ser. Su mujer se preocupa por él. Violante Visconti es una esposa excelente, y ¿en qué forma la trata? Todo el mundo sabe que le es infiel. Es una mujer desdichada. Señor: debéis arrebatarle de las manos el poder cuando vos no estáis en vuestros cabales. Hay otros hombres más apropiados para esa tarea. Vos, por ejemplo, tío.
—Tengo una edad más sobria y asentada, sobrino. Y hay muchas personas que me dan su apoyo.
El rey había quedado tan impresionado por el sermón, y por el hecho de que había muchas personas que apoyaban al duque de Borgoña, que cedió. En el fondo de su corazón sabía que esto era lo que debía hacer, aunque no se permitía pensar lo que era tan claro para todos: que su hermano era el amante de su mujer.
Cuando la reina se enteró de que el poder había pasado a manos de Borgoña, se enfureció. También se enfadó Louis. Detestaban a Borgoña, pues sabían que era hombre de mantener con mano firme las riendas del gobierno una vez que las hubiera asido.
En ese caso la vida no iba a ser para ellos tan agradable como lo había sido hasta entonces.
—¡Maldito sea Borgoña! —exclamó Louis de Orleans.
Sí, pero ¿de qué servían las palabras? Lo cierto era que, bajo el gobierno de Borgoña, se estableció un nuevo sistema de ley y de orden. El gran duque daba un ejemplo al país con su virtuosa vida de familia. Se rodeó de hombres de su medio, cuyo principal deseo era defender al país, y la gente empezó a notar la diferencia que hace en todas las cosas un buen gobernante. Ya no se daban esas fiestas sibaríticas a las que era aficionada la reina y que ella hacía pagar con los dineros del estado. Borgoña no había podido parar los amores entre ella y Louis de Orleans, pero podía arreglar muchas cosas que andaban mal, y además contaba con el apoyo del pueblo.
Isabelle tenía a la sazón diecisiete años. El día en que se había enterado de la muerte de Ricardo estaba ya muy lejano, pero para ella seguía siendo reciente. Nunca, se decía a sí misma, habría de amar a otro hombre. Él siempre iba a estar en sus pensamientos, siempre habría de levantarse entre ella y cualquier hombre que quisiera hacerla su mujer. Sin embargo, querían casarla. No se le iba a permitir que su viudez se prolongara demasiado.
El asunto se hizo candente cuando llegó una embajada de Inglaterra. Las noticias que llevaba eran sorprendentes. Al parecer, era una embajada secreta. Pero se supo que Enrique de Inglaterra proponía que, si el rey de Francia concedía la mano de su hija Isabelle a su hijo Harry, príncipe de Gales, él habría de abdicar en favor de su hijo.
Era algo asombroso. ¿La abdicación de Enrique? ¿Por qué? ¿Acaso eran ciertos los rumores que corrían sobre su espantosa enfermedad?
¿Sería cierto que estaba enfermo de lepra? Era la misma enfermedad que había puesto fin a los días del gran guerrero escocés, Robert Bruce, años antes. El hombre que padecía esta enfermedad adquiría un aspecto repulsivo y no tenía más remedio que esconderse de la mirada de los hombres.
¿Ser una vez más reina de Inglaterra? La propuesta era brillante. Fue necesario trasmitir la noticia a Isabelle.
La tradición quería que una mujer que se había casado ya una vez por razones de estado, debía intervenir mínimamente en su segundo matrimonio. Además, Borgoña no estaba seguro —y tampoco sus consejeros— de que este enlace con Inglaterra fuera recomendable. Si Enrique estaba incapacitado para gobernar y dispuesto a ser reemplazado por su hijo, ¿no era esto un reconocimiento de debilidad?
Si quería un enlace con Francia, ¿no significaba esto que estaba buscando la paz, o por lo menos una tregua, por sentir que su poder estaba mermando? Un país no pelea con otro cuando hay tratativas para celebrar un enlace entre ellos. Los franceses vacilaban.
Cuando se le expuso la propuesta a Isabelle, ella la rechazó vehementemente.
—Nunca iré allá. Nunca viviré con los asesinos de mi marido. Cualquier cosa... cualquier cosa antes que eso.
—¿Cualquier cosa? —preguntó el duque de Orleans—. Querida sobrina: es necesario que os caséis. No debéis olvidarlo.
—Ya lo sé —contestó ella—. Pero nunca me casaré con Harry de Monmouth.
Como Isabelle estaba tan decidida y el Concejo se mostraba tan vacilante, pareció una solución dejar que Isabelle resolviera por su cuenta, aunque nadie sabía mejor que ella que, en el caso de haber sido conveniente el casamiento para su país, su voluntad no habría contado en nada.
Fue entonces que el tío Louis le habló de su hijo. Charles de Angulema.
—Os ama tiernamente —dijo Louis—. Es un deseo que está muy cerca de mi corazón... y del de vuestra madre... que los dos os caséis.
—No creo que a mi madre le importe mucho lo que yo haga —dijo Isabelle.
—¡Oh, niña querida, niña querida! —dijo Louis, haciendo un esfuerzo por demostrar preocupación—. ¡No debéis decir eso! Se interesa muchísimo en vos... en vos y en vuestros hermanos.
—No lo he notado, señor —contestó Isabelle fríamente—. A mis hermanas les hace falta nueva ropa. Y su alimentación deja mucho que desear. Se me dice que el dinero necesario para vestirlas y alimentarlas de acuerdo con su rango no está disponible. Mi madre, por supuesto, lo necesita para sus adornos y fruslerías.
Louis rió.
—Habéis estado oyendo los comentarios a los sermones de ese sucio predicador. Si se siguiera mi consejo, habría que meterlo en una mazmorra y dejarlo allí.
—No lo dudo —contestó Isabelle—. Pero sabed, señor, que no tengo deseos de casarme.
—Vamos, niña querida. No es posible que malgastéis vuestra juventud. Sois una belleza. Algún día seréis como vuestra madre.
—Espero que no sea así.
—Es la mujer más bella de Francia.
Isabelle no contestó. Se sentía invadida por un terrible miedo.
Ellos iban a fingir por cierto tiempo que solicitaban su consentimiento y, si ella seguía negándose, la iban a forzar. Conocía sus métodos.
La posibilidad de un enlace se dejó de lado momentáneamente, ya que, para alegría de Orleans y de la reina, el duque de Borgoña cayó enfermo. Y en poco tiempo había muerto. El nuevo duque de Borgoña era ahora su hijo, Jean Sin Miedo, conde de Nevers.
Toda Francia esperaba ansiosamente lo que habría de ocurrir ahora.
Louis estaba más interesado que nunca en que se celebrara el casamiento de su hijo con Isabelle, y la reina dijo a su hija con firmeza que ya no podía haber más postergaciones.
—¿Quieres que te mandemos de vuelta a Inglaterra? Y a eso habremos de llegar con el tiempo, no lo dudes, si sigues dando largas. Hay algunas personas que creen que es conveniente lograr una tregua con Inglaterra, y que esta tregua puede conseguirse con este matrimonio. El nuevo duque de Borgoña está en contra de la continuación de la guerra. Ya puedes imaginar lo que está pensando. Ahí está tu primo Charles. Ya sé que es más joven que tú, pero esto te dará una oportunidad para dirigirlo de acuerdo con tus deseos. Vamos, Isabelle, no seas tonta. Cásate con Charles. Es lo que yo quiero para ti, y también es lo que quiere tu tío Louis.
—¿Qué dice mi padre de esto? ¿También él quiere que me case?
—Tu pobre padre, por desgracia, está pasando por una de sus rachas ofuscadas. No sabe lo que quiere. Pero cuando su mente funciona bien, siempre aprueba lo que es conveniente para ti. Piensa un poco, niña. Esto te mantendrá aquí, entre nosotros. ¿Quieres ir a un país extranjero? ¿Quieres que se te envíe de vuelta junto al hijo del asesino de tu primer marido? Me llegan rumores de la vida que lleva el joven Harry. Grescas en las tabernas... se da con la hez de la hez. No es la clase de marido que conviene a tu naturaleza sensible y a tus gustos refinados. Si se ha querido encontrar para ti un hombre tan distinto de Ricardo como es posible, no podían haber encontrado a nadie mejor.
Así siguieron las cosas hasta que, finalmente, Isabelle accedió.
Hubo gran regocijo y su madre, encantada de que su hija hubiera accedido a casarse con el hijo de su amante, empezó a hacer los preparativos más suntuosos. Los jóvenes eran primos, primos hermanos, pero esto no importaba. El Papa no se iba a atrever a poner ninguna objeción y la dispensa estaba prácticamente asegurada. Banquetes y justas, bailes, espectáculos de mimos, todo se hizo. La reina tenía una gran capacidad para arreglar estas fiestas y Louis, por supuesto, estaba a su lado. Era lo mejor que había ocurrido desde que el duque de Borgoña lo había defenestrado de su posición de regente.
Tan sólo la futura esposa no se sentía feliz. Estuvo sentada tristemente, mientras se hacían los preparativos, y sólo podía pensar en Ricardo.
El muchacho con quien iba a casarse no le inspiraba sentimientos de ninguna clase, pero como él parecía consternado, ella intentó consolarlo del mejor modo que pudo.
—No necesitas preocuparte —le dijo—. Todo saldrá bien.
Él le apretó la mano, tranquilizado, pero ella sólo logró apartar la cara para esconder las lágrimas que no había podido retener.
De tal modo que se convirtió en la condesa de Angulema y dejó de ser la llorosa viuda de Ricardo.
La boda no despertó mucho interés en el país. La gente se interesaba más en el comportamiento escandaloso de la reina y su favorito y en la creciente tensión entre el duque de Borgoña y Louis de Orleans.
Hubo un cierto alivio cuando el duque de Borgoña dio señales de que quería aplacar a Orleans. En las calles de París se decía que estos dos hombres debían olvidar sus diferencias, si esto redundaba en beneficio de Francia; y Borgoña, a fin de demostrar que la culpa no era suya, invitó a Orleans a una cena.
Era un oscuro atardecer de noviembre, antes del día fijado para el encuentro entre Orleans y Borgoña. Louis había almorzado con la reina y estaba de muy buen ánimo. Eran las ocho de la noche. Más tarde habría de reunirse nuevamente con la reina. Pero por el momento volvía a sus aposentos.
Iba acompañado de dos escuderos, que cabalgaban a su lado, y cuatro sirvientes con antorchas. El duque iba cantando. Cuando llegaron a la rue du Temple una banda de hombres armados apareció de repente y los rodeó.
Afortunadamente para los caballeros, sus caballos se asustaron y salieron al galope, espantados; los sirvientes dejaron caer sus antorchas y rodearon al duque. Este exclamó:
—¿Qué es esto? Soy el duque de Orleans. ¿Qué queréis de mí?
Uno de los atacantes gritó:
—¡Sois el que estábamos buscando! ¡Adelante, amigos!
El hombre que había hablado golpeó al duque con un hacha; otro se acercó con una espada. Louis cayó desmayado a tierra.
Uno de sus sirvientes intentó defenderlo, pero fue derribado y logró escaparse gateando. Los otros, viendo que era inútil tratar de defenderse, se escabulleron dentro de un comercio cercano.
Al llegar a este punto, las ventanas se habían abierto, pues muchos habían oído los gritos de los asesinos.
—¡Asesinato! —gritó una mujer desde la vitrina de una tienda de ropavejero.
—¡Cállate la boca, ramera! —gritó uno de los asesinos, lanzando una flecha en su dirección.
La mujer, inmediatamente, desapareció.
—Apagad las luces —gritó el jefe de la banda.
Luego los asesinos se echaron a correr. La gente ya estaba despierta y se asomaba temerosamente a la calle. Ahora los asesinos ya se habían ido y la gente pudo acercarse a ver los resultados de la gresca.
El duque se Orleans estaba muerto. El cuerpo había sido hachado y mutilado y no quedaban rastros de su célebre hermosura.
La reina quedó desesperada; también se afligió mucho Violante, la esposa de Orleans. Sin ninguna duda, las dos amaban al duque.
—Buscad a los asesinos —gritaba la reina—. ¡Juro que me vengaré!
El duque de Borgoña unió su voz a la de la reina.
—Nunca ha habido un asesinato más infame en el reino de Francia —declaró.
El jefe de policía de París, señor de Tignouville, fue mandado llamar. Debía hacerse el máximo de esfuerzos para encontrar a los asesinos, se le dijo.
—Señor —contestó el policía—, si se me da permiso para hacer indagaciones en las posadas a las que concurren los sirvientes del rey y de los príncipes, creo que podré descubrir a los criminales.
La respuesta fue que todo lo que necesitara el jefe de policía para hacer su investigación debía serle dado. Debía tener acceso a todos los palacios, hoteles, tiendas y casas de París.
—En tal caso —dijo Tignouville— creo que podré dar con los asesinos.
El duque de Borgoña dio ciertos indicios de nerviosismo al oír estas palabras. El duque de Berri, su tío, lo advirtió.
—Creo que sabes algo, Jean —le dijo.
Borgoña entendió que no había sentido en negar que él había sido el instigador del crimen y contestó:
—Orleans estaba deshonrando el tálamo del rey. Era una amenaza para el país. Sí; he sido yo quien contrató a los asesinos para que lo mataran.
—Dios mío —exclamó el duque de Berri—. Ahora he perdido a mis dos sobrinos. Louis, asesinado; y tú, Jean, eres su asesino.
—No debes volver al Concejo —añadió Berri.
—No volveré —dijo Borgoña—. Mi deseo es que no se acuse a nadie de haber asesinado al duque de Orleans, pues he sido yo y ningún otro el causante de lo que ha ocurrido.
Después de decir esto saltó sobre su caballo y, con tan sólo seis de sus acompañantes, salió a todo galope hacia la frontera de Flandes.
Cuando se supo que había escapado, hubo mucha indignación, y un centenar de los hombres de Orleans se lanzaron detrás de él; pero ya era demasiado tarde y no pudieron alcanzarlo.
El incidente sacudió a la corte hasta sus cimientos. La gente no hablaba de otra cosa. Nada podía hacerse para lograr que Borgoña compareciera ante la justicia, y la gente empezaba a decir que Orleans había merecido su destino, puesto que había deshonrado a su hermano, no había ocultado sus relaciones adúlteras con la reina, había establecido impuestos abusivos y su gobierno había llevado al país al borde de la ruina, mientras que todos sabían que Borgoña era un hombre fuerte; tal vez rudo, sin miramientos, violento, pero el gobierno de su padre había sido excelente y él había dado indicios de seguir sus huellas.
Violante Visconti, viuda de Orleans, estaba decidida a que el asesino no quedara impune. Pese a sus infidelidades, ella había amado apasionadamente al duque y estaba ansiosa por vengarlo. Llegó a París con sus hijos. El tiempo era intensamente frío, el frío más intenso que había habido en París en varios años. Sin embargo, Violante fue a la ciudad porque el rey estaba a la sazón en uno de sus períodos lúcidos y Violante creía que podía lograr justicia de él.
Llegó al Hotel St. Pol, donde residía el rey, y se abrió camino como pudo hasta el cuarto en donde éste estaba sentado con su Concejo. Allí se arrojó a sus pies y exigió que los asesinos de su marido fueran llevados ante la justicia.
El rey prometió que iba a hacerse todo lo necesario. “Consideramos que la fechoría que se ha hecho a nuestro hermano se ha hecho contra nosotros”, dijo a Violante.
Isabelle, descontenta de su insatisfactorio matrimonio, hizo lo que pudo por consolar a Violante. Ella sabía lo que significaba para una mujer que hubieran asesinado a su marido.
—Tenemos mucho en común —le dijo tristemente—. Me conduelo.
Corrían rumores en la ciudad. Borgoña no tenía intenciones de permanecer fuera de Francia. Era cierto que había asesinado al duque de Orleans, pero lo había hecho por el bien de Francia, todo el mundo sabía que el duque estaba arruinando al país. Borgoña quería presentarse como el salvador de Francia. El rey, acosado por todos lados, volvió a sumirse en la locura.
París esperaba lo que iba a ocurrir ahora. Y que no demoró. Llegó un monje con un mensaje del duque de Borgoña para el rey. El pobre Carlos, que tenía la mente oscurecida, no pudo recibir al monje, pero su hijo el delfín, a la sazón de doce años, presidía la mesa del Concejo y escuchó lo que el monje tenía que decir.
El sentido general de las palabras del monje era que matar a un traidor al país era legítimo, honorable y meritorio... especialmente cuando ese traidor tiene más poder que el rey. ¿Acaso no era esto lo que había ocurrido en el caso del duque de Orleans, cuyo propósito había sido poner al rey y a sus hijos a un lado y usurpar la corona para él? Lejos de condenar al duque de Borgoña, el rey y el país debían aplaudir lo que había hecho.
El pobre delfín estaba consternado. Y también el Concejo. En todo esto había cierta verdad. Orleans, el dispendioso libertino, no tenía dotes de gobierno. El país había prosperado temporariamente cuando lo había gobernado el viejo duque de Borgoña. ¿Había tenido razón su hijo al haber hecho lo que hizo?
Mientras el monje continuaba exponiendo ante el delfín y el Concejo la defensa de Borgoña, el rey se recobró, pudo asistir al Concejo y escuchar los argumentos que allí se daban. Era cierto, pensó, que Orleans siempre había atraído calamidades al país; también era cierto que el viejo duque de Borgoña lo había salvado. Él sólo quería la paz y ésta no podía obtenerse si no se ponía de acuerdo en que Borgoña había actuado por el bien de Francia. Orleans lo había traicionado. El rey estaba enterado de sus relaciones con la reina.
El monje había llevado una carta e imploró al rey que la firmara.
—Señor —dijo— un movimiento de vuestra mano y el asunto está arreglado.
El rey leyó la carta:
“Es nuestra voluntad y placer que nuestro primo de Borgoña habite en paz con nosotros y nuestros sucesores en relación al hecho mencionado y a todas sus consecuencias; y que nosotros y nuestros sucesores, nuestro pueblo y nuestros servidores, no pongan estorbos al duque y a los suyos.”
—Nada más que vuestro nombre, señor —suplicó el monje. Y este asunto explosivo y peligroso queda terminado.
Carlos estaba cansado del tira y afloja. De un día para otro no sabía de dónde vendría un ataque.
Firmó.
—Decid al duque de Borgoña que habré de recibirlo —dijo.
El duque no se hizo invitar una segunda vez. Inmediatamente fue a ver al rey.
Carlos lo recibió cordialmente y con cierta tristeza.
—Puedo dejar el castigo sin efecto —le dijo— pero no el resentimiento. A vos os corresponde, señor duque, defenderos de los ataques que probablemente se os harán.
—Señor —contestó el duque—, si cuento con vuestro favor, no temo a ningún hombre viviente.
La reina estaba escandalizada. El rey no había querido oírla. Había perdido a su amante. Se sentía muy afligida y se preguntaba qué iba a ser de ella.
Isabelle, muy preocupada por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, casada ahora en una forma que no había buscado, tenía tiempo para visitar a sus hermanas menores, que habitaban en el Hotel St. Pol, y que estaban muy desatendidas.
Un día llegó y se encontró con que no estaban allí. Las sirvientas, asustadas y llorosas, le dijeron que se había presentado la reina y se las había llevado.
—¿Adonde se las ha llevado? —exclamó Isabelle.
Nadie se lo supo decir. Esto era especialmente extraño, ya que la reina nunca había demostrado mucho interés en sus hijos.
Más tarde se supo que se había escondido en Melun y que los niños regios estaban con ella. El rey había caído en uno de sus períodos de locura; el duque de Borgoña había tomado las riendas del gobierno en sus manos y demostraba con su fuerza de carácter que era capaz de desempeñar la tarea.
Después de unos pocos meses hubo una revuelta en Flandes, que exigió la presencia de Borgoña. Este se fue de Francia con intenciones de arreglar el desaguisado.
No bien había partido, la reina volvió a París con el delfín, que fue calurosamente recibido por los parisienses. Era evidente que el pueblo lo quería. La duquesa viuda de Orleans empezó entonces a instar al delfín a que llevara ante la justicia al asesino de su marido, y el delfín le contestó que habría de estudiar el asunto. Pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo, llegaron noticias de que Borgoña había subyugado a los rebeldes flamencos y estaba en camino a París. La reina, con el delfín y todos los miembros de la familia real, partieron para Tours, de tal modo que cuando Borgoña llegó se encontró con que no había nadie para recibirlo.
Borgoña fue lo bastante sensato para darse cuenta de que no podía gobernar como rey; su deseo era que el delfín actuara como una pantalla; de modo que inmediatamente partió hacia Tours con intenciones de lograr la paz entre las dos facciones. En esos días murió Violante, algunos dijeron que de amor, con el corazón destrozado por el infiel esposo al que tanto había amado. Pero como ella ya no podía seguir pidiendo venganza, y como la reina había comprendido que le convenía llegar a un pacto con Borgoña, se hizo la paz entre las facciones.
Isabelle había seguido los acontecimientos con repugnancia y tristeza.
No le desagradaba su joven marido y ahora estaba a punto de dar a luz. A veces se preguntaba si la maternidad no habría de cambiar sus sentimientos, si no podría llegar a ser feliz de nuevo.
¡Ella habría sido tan feliz si el niño hubiera sido de Ricardo! Habían pasado muchos años, ¿nueve, ya, desde la última vez en que lo había visto? Recordó que en esa ocasión él la había levantado en sus brazos, la había abrazado y le había suplicado que nunca dejara de amarlo.
¿Acaso podía?
Él no había sabido entonces lo que se le estaba preparando: una celda fría y horrorosa en el castillo de Pontefract, la muerte...
Y ella era entonces una niña que había quedado sola... para enfrentar la vida sin él.
Desde la corte del intrigante asesino y del odioso, jactancioso Harry, ella había vuelto a su país y había encontrado a su padre loco, a su madre convertida en una ramera; se había visto sumergida en otro drama de asesinatos y venganzas.
Muy pronto iba a tener un hijo y esto hacía una gran diferencia.
Charles, su marido, había crecido mucho en los últimos meses y estaba encantado de que fueran a tener un hijo. Y se preocupaba mucho de ella. Ella empezaba a corresponderle.
Mientras yacía en su cama, pesada por el embarazo, se preguntaba a veces si podría ser de nuevo feliz. Tal vez. Tal vez cuando ya tuviera su hijo y ella y Charles pudieran dedicarse enteramente a él. ¿Quién podía saberlo? Tal vez el futuro pudiera barrer las figuras del pasado. Tal vez iba ella a dejar de llorar a Ricardo y a aceptar el hecho de que lo había perdido para siempre.
Se había ido a Blois, residencia de la familia de Orleans, de la cual era ella ahora un miembro. Había algo formidable en este enorme castillo, con sus gruesas paredes de piedra, que se elevaban desde la roca en que estaba construido. Parecía inexpugnable y se cernía por encima de la ciudad, apoyado en sus poderosos contrafuertes.
Isabelle no podía olvidar que allí, un poco antes, había muerto Violante Visconti, con el corazón destrozado, según se decía. Que en su lecho de muerte Violante había implorado a sus tres hijos que vengaran la muerte de su padre. Y había habido otro hijo que ella había mandado llamar, un hijo bastardo de su marido y una mujer llamada Marietta d'Enghien. Violante veía en este niño de seis años condiciones de guerrero. “Vengarás a tu padre, bastardito de Orleans”, se contaba que le había dicho. Y el niño había jurado que así iba a hacerlo.
¿Había sido prudente ir a Blois, un escenario de tantas desdichas? Sí, pero ¿había algún lugar que estuviera libre de fantasmas?
Charles fue a verla. Ya no parecía tan joven. Ella tenía ya veintiún años... Era tan sólo un poco mayor que él, pero se sentía madura por sus experiencias.
Él habló del niño. Quería un varón que llegara a ser el futuro duque de Orleans. Ella se preguntó si el muchacho pensaría mucho en su padre asesinado. Nunca hablaba de él. Como ella, miraba hacia el futuro: sólo había tristeza en el pasado.
La idea del niño nunca la abandonaba. Era una nueva vida. Y se esforzaba por apartar su mente de los violentos acontecimientos que ocurrían a su alrededor. Su madre no había ido a verla. Estaba demasiado absorbida por sus propias intrigas. Mejor no cavilar en lo que podía pasar. Ya había tenido bastantes tribulaciones y ahora quería la paz.
Estaban en septiembre. Había soportado el embarazo en los meses más calurosos; ahora se alegraba de que hubiera refrescado un poco.
Los dolores de parto empezaron muy temprano por la mañana. El alumbramiento fue largo y difícil. Era apenas consciente de las figuras que rodeaban su cama. No era consciente de nada, fuera del dolor.
Cayó en un estado inconsciente... y finalmente, cuando oyó un grito infantil, ya no supo en dónde estaba. Cabalgaba por una pradera. Estaba en Inglaterra y Ricardo se acercaba a saludarla. Los dos cambiaban una mirada en medio del asombro. Él era el ser más bello que ella nunca había visto, con sus cabellos dorados agitados por la brisa y sus ojos azules, iluminados de admiración por ella, con un leve rubor en la delicada piel. Y para él ella era la niña más bella del mundo. Podía oír su voz, diciéndoselo...
Oh, Ricardo, Ricardo, querido Ricardo... voy a reunirme contigo ahora.
¿Cómo lo había sabido? Una premonición. Tenía que iniciar una nueva vida, pero no tenía ganas. Su felicidad había sido Ricardo. Y nada podría reemplazarlo.
Pusieron a la criatura en sus brazos. Era una niña.
Charles, desde la muerte de su padre, duque de Orleans, estaba arrodillado a su lado. Ella vio sus ojos ansiosos. Tendió una mano y le acarició la cara. Estaba mojada por las lágrimas.
¿Por qué lloraba él? Ella sabía el por qué.
Tenía veintiún años y era joven para morir. Pero estaba preparada.
A los pocos días del nacimiento de su hija. Isabelle había muerto.