EL NOMEOLVIDES
Los niños estaban ahora al cuidado de Mary Hervey y Joan Waring. La mayor parte del tiempo la pasaban en Kenilworth y, cuando era necesario hacer algunas reparaciones en el castillo, se trasladaban por unos días a Tutbury. La vida transcurría para ellos más o menos del mismo modo que en vida de su madre, aunque la echaban mucho de menos. Blanche no podía acordarse de ella, por supuesto, pero los varones la tenían muy presente. Incluso Humphrey, de sólo tres años. Por un cierto tiempo Harry pareció muy aplacado. Ya tenía siete años y era maduro para su edad. Harry pensaba que, en ausencia de su padre, él era el jefe de la familia y su ascendiente sobre sus hermanos se hizo más fuerte que nunca.
Extrañaba a su madre más de lo que Mary y Joan habían creído posible; a veces se quedaba quieto y entristecido pensando en ella. Recordaba lo que ella le había dicho y comprendía que ella había sabido que iba a morir. Se prometía que iba a intentar hacer lo que ella deseaba y, en consecuencia, adoptaba una actitud de protección hacia sus hermanos.
En el invierno del año siguiente, Harry pescó un enfriamiento y se sintió tan mal que todos creyeron que iba a morirse. El padre, aterrado, mandó llamar a los mejores médicos de Londres y muy pronto Harry los sorprendió por su decisión de vivir. Su salud empezó a mejorar y solía escuchar en cama las canciones de Wilkin Wal kin, el trovador que les enseñaba a cantar. Se habían aficionado a la música, porque Mary siempre había hecho tocar música en la casa. Tomó lecciones de Mary Hervey y jugó partidos con sus hermanos. Él les daba órdenes y toleraba a sus hermanas; así transcurrió la vida ese primer año después de la muerte de su madre. Pero nadie sabía mejor que Harry que las cosas no podían seguir así.
Enrique se estaba interesando cada vez más en los asuntos de estado. Además, el rey había ido a Irlanda con la intención de aplacar los tumultos que allí había y John de Gaunt fue a Aquitania con el mismo propósito. Esto creaba responsabilidades a Enrique, ya que el rey lo había hecho miembro del Concejo que gobernaba en su ausencia; y, como su padre estaba fuera del país. Enrique debió ocuparse de las propiedades de los Lancaster.
Ricardo y John de Gaunt volvieron a Inglaterra y ese año, el segundo desde la muerte de Mary, hubo dos importantes casamientos en Inglaterra.
John de Gaunt se encogía de hombros ante las convenciones e hizo lo que tenía ganas de hacer desde hacía mucho tiempo: casarse con Catherine Swynford. Hubo algunos miembros de la nobleza que se horrorizaron, pero también hubo otros que lo aplaudieron y que pensaron mejor de él por haber convertido a Catherine en su mujer legítima.
El rey estaba entre los que aprobaban el enlace. Siempre había simpatizado con Catherine; además, se había reconciliado totalmente con su tío Lancaster y, como valoraba los consejos que este último le daba, tenía interés en serle agradable. De tal modo que no sólo manifestó su aprobación de la boda, recibiendo a Catherine como a la nueva duquesa, sino que estampó su sello en el documento y ganó la eterna gratitud de ella legitimando a sus hijos bastardos, los Beaufort. Después del casamiento con el duque, éste era el deseo más ferviente de Catherine.
Enrique quedó satisfecho. Siempre había considerado que Catherine era su madrastra y los Beaufort sus hermanos. Ahora lo eran legalmente.
El otro matrimonio fue el del rey. Pese a su amor por Ana, quiso dar gusto a sus consejeros casándose de nuevo. Para esto eligió a Isabelle, hija del rey de Francia, provocando la consternación en todos sus allegados, ya que Isabelle no había cumplido aún diez años. Ana, que había sido una esposa perfecta, había fallado sólo en un sentido. No le había dado al trono un heredero. Por lo tanto, parecía una verdadera locura de parte de Ricardo, cuyo fin principal al casarse debía ser el tener hijos, casarse con una niña que habría de seguir siendo impúber por lo menos durante cuatro años.
Se dedujo que, en general, las mujeres no le interesaban mucho a Ricardo, y que no deseaba reemplazar a Ana. Una esposa niña, que pudiera ser educada en los usos y costumbres de los ingleses y que no tuviera exigencias maritales, era lo que a él más le convenía.
John de Gaunt y Enrique hicieron el viaje a Francia con el rey en ocasión del matrimonio regio. Como duquesa de Lancaster, Catherine Swynford fue una de las damas asignadas a la nueva reina, así como Eleanor, la hermana de Mary, y la condesa de Arundel. Esta condesa era Philippa, hija del conde de March y, por lo tanto, nieta del hermano mayor de John de Gaunt, Lionel. Philippa era muy consciente de tener sangre real y deseaba que los demás también lo fueran.
Eleanor y Philippa llamaron la atención por la actitud altanera y vejatoria que adoptaron con Catherine. Esta última fingió que no había notado los desaires que le hicieron, pero John de Gaunt se enfureció y se juró que les iba a hacer pagar caro el insulto.
Sin embargo, había otros asuntos que ocupaban su atención, y Lancaster deseaba ardientemente que su hijo entendiera el significado de lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué significa este casamiento de Ricardo? —preguntó—. Evidentemente, que no habrá heredero dé la corona por muchos años. Ana tampoco tuvo hijos. Tal vez la culpa sea de Ricardo. Este matrimonio que ha decidido hacer acaso sea la clave de la situación. Piensa un poco lo que esto trae, Enrique. Cuando se muera, ¿quién habrá de sucederlo?
—Los herederos de Lionel...
John de Gaunt chasqueó la lengua.
—Demasiado indirecto —dijo—. En cambio tú, Enrique, estás en la línea sucesoria.
—Tengo la misma edad de Ricardo y él goza de buena salud, al parecer.
—Es muy imprevisible. Hubo un tiempo en que dio indicios de que iba a ser un gran rey. Hizo frente a los rebeldes en Blackheath y Smithfield y se comportó como un héroe. Sí, pero, ¿en dónde está ahora el héroe? Hizo frente a los rebeldes porque no se percató del peligro que estaba corriendo. No era entonces más que un niño. La cosa salió bien, pero pudo no haber salido. En ese caso no se hablaría de actos heroicos, sino de precipitación y locura. Se están preparando grandes acontecimientos y quiero que estés preparado para ese momento. Olvídate de los viajes. Debes estar cerca de nosotros. Debes defender tus dominios. Debes tratar de estar listo cuando surja la oportunidad.
De tal modo que, cuando llegaron a Inglaterra, Enrique renunció a toda idea de nuevos viajes y siguió con ojos vigilantes lo que ocurría en el entorno del rey. A la sazón reinaba la paz con Francia, pero esto, en vez de aliviar la situación, parecía agravarla.
La gente seguía quejándose de los elevados impuestos que se les imponían; ahora estaban en paz con Francia —aunque sólo fuera una paz temporaria— entonces, ¿por qué razón necesitaba el Fisco tanto dinero? La respuesta era clara: el rey vivía en la molicie y el lujo, continuamente daba suntuosos banquetes y fiestas para sus amigos, inmensas sumas se gastaban en sus ropas, que estaban cuajadas de piedras preciosas. Lo cierto es que se exigía al pueblo que pagara de manera desorbitada para mantener una corte suntuosa, que no hubiera podido sostenerse sin grandes impuestos.
¿No aprendería nunca Ricardo?, se preguntaba John de Gaunt. El descontento era creciente.
Ricardo sabía que la revuelta estaba fermentando y que los jefes de ella eran su tío Thomas de Gloucester y los condes de Arundel y de Warwick. Decidió actuar y, por una vez, no se demoró. Invitó a todos a un banquete, con el propósito de arrestarlos una vez que estuvieran adentro. Gloucester y Arundel husmearon el peligro y se hicieron humo. Warwick fue al banquete y quedó arrestado. Pero Warwick, menos importante que los otros dos, fue enviado a la Torre y allí se quedó.
Arundel fue atraído a Londres, arrestado por un cargo de traición; John de Gaunt, como Senescal de Inglaterra, presidió el juicio y lo sentenció a muerte, vengándose así de las vejaciones que le había impuesto a Catherine.
Quedaba Gloucester, que cayó eventualmente preso y fue enviado a Calais. Allí murió misteriosamente en una posada. Se dijo que lo habían ahogado con unos colchones de pluma.
John de Gaunt quedó muy perturbado. Después de todo, Thomas era su hermano. No había habido mucha amistad entre ellos cuando jóvenes, pero cuando John se las arregló para que su hijo obtuviera la codiciada Jarretera, desplazando a Thomas, el variólico odio del hermano había estallado. Y esto se agravó cuando su hermano le arrebató a Mary de sus manos e hizo que se casara con su hijo Enrique.
De todos modos, era su hermano y, como dijo confidencialmente a Enrique, era curioso notar que los tres hombres perseguidos tan implacablemente por el rey —Gloucester. Arundel y Warwick— eran tres de los cinco Señores Apelantes que unos años antes habían enfrentado al rey, unidos del brazo, para mostrar solidaridad y arrancarle concesiones.
Los otros dos eran Thomas Mowbray y Enrique.
—Como ves —dijo el prudente duque de Lancaster— es necesario andar con pies de plomo. Ricardo nunca olvida lo que considera un insulto. Tú y Mowbray deben andarse con cuidado.
Ricardo, sin embargo, demostraba afecto a su primo. Le dio el título de duque. Enrique era ahora duque de Hereford; Thomas Mowbray, duque de Norfolk; al parecer, el viejo incidente estaba olvidado.
Al otorgarle esta distinción, Ricardo dio muestras de amistad hacia Enrique, preguntándole por su familia y dándole el pésame por la muerte de su mujer.
—Compartimos la misma desgracia —había dicho. Y había procedido a exaltar las virtudes de su amada Ana. Pero ahora tenía una reinita a la que había cobrado mucho cariño. Nada más que una niña, pero él la iba a mimar y le iba a enseñar a amar a Inglaterra y a ser reina.
—En ciertos sentidos sois más afortunado que yo —dijo el rey—. Tenéis vuestros hijos. ¿Cuántos son ahora? Me dicen que cuatro varones.
—Sí: cuatro varones y dos niñas.
—¿Y qué edad tiene vuestro heredero?... Harry de Monmouth, ¿o me equivoco?
—Diez años.
—E inteligente para sus años, me dicen. Deseo conocer a Harry de Monmouth. Traedlo a la corte, primo.
—Me siento colmado por este honor —dijo Enrique, tratando de ocultar su inquietud—. Ahora está en Oxford, al cuidado de mi hermanastro Henry Beaufort. Henry es canciller de la universidad, como sabéis, y esto es muy beneficioso para Harry.
—Aprendería mucho más en la corte, primo.
—Sois demasiado bondadoso con el muchacho, milord. Es muy joven para ser cortesano.
—He decidido tenerlo aquí. Me dicen que es muy travieso.
—Es tan sólo un niño, señor.
—Pero un niño que sabe dar buena cuenta de sí mismo. Me gusta todo lo que oigo del joven Harry de Monmouth. Le haré saber que debe venir a la corte.
No cabía duda: Ricardo estaba decidido. Con el corazón acongojado, Enrique fue a ver a su padre y le contó la entrevista que había tenido con el rey.
En un primer momento, Lancaster quedó turbado por las noticias, pero luego dijo:
—Es posible que Ricardo quiera demostrarnos su buena voluntad. Te ha hecho duque, se apoya en mí y ha llegado a tenerme confianza. Tal vez sólo quiera mostrar su buena disposición hacia mi nieto.
—En todo caso —contestó Enrique—, nada podemos hacer.
A Harry no le molestó cambiar Oxford por la corte. El rey lo recibió muy afectuosamente.
—¡El nieto de mi excelente tío! —dijo—. Te doy la bienvenida, Harry.
Harry recibió el saludo con verdadero placer. Le gustaba este hombre bien parecido, suntuosamente ataviado, con manos delicadas y una piel blanca y sonrosada que se coloreaba agradablemente en los momentos de excitación. Sus ropas refulgían y estaba envuelto en una nube de exquisito perfume.
“Y es el rey”, pensó Harry; y, a partir de ese momento, quiso ser rey también él.
¡Había tanto que ver en la corte! Empezó por ir a Eltham, donde también estaba el rey a la sazón, y quedó encantado del lugar. Era muy distinto del lóbrego Tutbury, e incluso Kenilworth sufría en la comparación. Ricardo, que exigía que todo lo que le rodeaba fuera elegante y de perfecto gusto —lo cual significaba el reflejo de su complacencia en ciertas combinaciones de formas y colores— vio con buenos ojos la actitud admirativa de su joven pariente y lo mantuvo cerca de él por cierto tiempo. Le mostró las refacciones que había hecho en Eltham, la nueva casa de baños.
—Nunca dejes de bañarte, Harry —le dijo—. Es un hábito que te dará placer y que da placer a quienes te rodean. Execro los malos olores.
Era una práctica diaria del rey. Su aspecto era siempre refinado. Prestaba muchísima atención al corte de sus largas mangas, a las nuevas hopalandas, a los cuellos altos, a las hombreras de sus casacas, a sus gregüescos ajustados y a sus zapatos largos y puntiagudos... Tanta atención como a los asuntos de estado. También tenía un salón de pintura y un salón de baile pues al rey le encantaba bailar. Había hecho construir nuevos jardines para su recreo y organizaba fiestas al aire libre.
Para Harry era un nuevo mundo. El rey le había regalado una túnica decorada con el emblema del Ciervo Blanco, lo cual significaba que pertenecía a la Casa del Rey. Y cuando la corte viajaba, él viajaba con ella.
Sus días estaban muy ocupados. Anhelaba llegar a ser caballero y participar en las justas, pero sólo tenía diez años y los otros no lo olvidaban, aunque él sí lo olvidara. Debía asistir a lecciones con otros muchachos de su edad, que provenían de otras casas nobles; asimismo, debía aprender a andar a caballo y a usar la espada y el arco, de tal modo que, cuando llegara el momento de ganar sus espuelas, pudiera defenderse bien.
Una vida muy distinta de la que había llevado cuando estaba a cargo de su madre o en Oxford. Harry absorbía todo lo que veía a su alrededor. Se sentía muy excitado. La vida en la corte del rey era la vida que él quería.
Después de haber pasado una semana más o menos en la corte, el rey perdió interés en él y volvió a ser uno de los tantos muchachos que allí estaban. A él no le importó. Había bastantes cosas que le interesaban y la vida al aire libre le atraía más que los libros, la música y la buena ropa que el rey tanto valorizaba.
La corte se había trasladado a Windsor y el rey estaba de muy buen humor. Se le dijo a Harry que esto se debía a la presencia de la reinita, ya que Ricardo gozaba mucho en compañía de la niña.
Harry se interesó en la reina. Era de su misma edad y era maravilloso ser una persona tan importante!
A veces veía a los jinetes que se internaban en el bosque guiados por el rey, que cabalgaba al lado de la muchacha más bonita que Harry había visto nunca. Era muy vivaz y gesticulaba mientras charlaba incesantemente. Los cabellos sueltos y oscuros le llegaban a los hombros y tenía puesta una ropa elegantísima. Según se le dijo a Harry, había sido elegida por el rey.
Un día en que estaba tomando una lección de baile, que se le obligaba a soportar, la niña entró al cuarto. Había otras dos y dos muchachos de su edad, que estaban practicando las nuevas danzas de la corte.
Se sintió más torpe que nunca porque aquellos resplandecientes ojos oscuros se fijaron especialmente en él en el momento en que el maestro de baile le indicaba que había dado un paso en falso.
En ese instante la reina corrió hacia él, lo tomó de la mano y le dijo:
—Ven, baila conmigo, pesadote. Yo te enseñaré cómo hay que hacer.
Él quedó muy confundido y la encontró muy antipática, a pesar de su belleza, que lo excitaba y hacía que quisiera estar viéndola siempre.
—No deseo bailar, señora —dijo haciendo una reverencia altanera.
—Milord —dijo el maestro—, la reina os ha hecho un honor.
Harry dijo:
—No me siento honrado.
Ella lanzó una carcajada.
—Este muchacho no tiene ninguna gracia —dijo en un inglés un poco inseguro.
—La reina os ordena que bailéis con ella —dijo el maestro, lanzándole una mirada amenazadora y tratando de ponerlo en razón.
—¡No, no! —gritó Isabelle—. Yo no ordeno a nadie. Si no quiere bailar... —Se encogió de hombros e hizo con la cara un gesto trágico lleno de burla. Luego se volvió hacia uno de los otros muchachos, le tomó la mano y dijo—: Música, por favor.
Los músicos empezaron a tocar. Harry se había negado a bailar, y su compañero y la joven que había bailado con el muchacho elegido por Isabelle bailaron juntos. Harry los contemplaba con aire enfurruñado.
No había ninguna duda de que la reina bailaba espléndidamente, con una peculiar gracia, muy suya. De cuando en cuando echaba una mirada hacia Harry y lo sorprendía mirándola. Al parecer, esto le gustaba.
Cuando terminó el baile, Isabelle pareció perder interés en el incidente y salió riéndose del cuarto, no sin haber lanzado antes una mirada burlona en dirección a Harry.
En cuanto ella se fue, el maestro de baile le gritó a Harry:
—¡Sois un tonto! Nunca he visto a nadie que se portara en tal forma. Esto puede costarme el puesto, y tal vez os cueste el vuestro en la corte. ¿Acaso no estoy aquí para enseñaros maneras cortesanas, además de a bailar? Pero acabo de ver una demostración de mala crianza como nunca había visto en esta corte. ¿No os dais cuenta de que es la reina?
—Por supuesto que lo sé... —murmuró Harry.
—¡Y os negasteis a bailar con ella cuando ella os hizo el honor de elegiros!
—Se estaba riendo de mí.
—¡Os negasteis a bailar con la reina! Podéis tener la certeza, milord, de que las cosas no van a quedar en esto. Su Majestad se lo contará al rey y a vos os mandarán de vuelta al lugar de donde vinisteis.
—Me tiene sin cuidado —dijo Harry, con tono desdeñoso.
Pero lo tenía con mucho cuidado. Gozaba mucho de la vida cortesana. Le horrorizaba pensar en volver al campo a estudiar con Mary Hervey o volver a Oxford, para estar vigilado por la severa mirada del tío Beaufort.
No podía dejar de pensar en ella. Se daba aires. En fin, ¿por qué no habría de dárselos? Era la reina. Y bellísima. Él nunca había visto un ser tan bello. Y su modo de hablar era fascinante, lo mismo que sus modales.
Él la había enfadado... Pero ella había fingido que no le importaba. Se lo iba a contar al rey, y todo el mundo decía que el rey no le negaba nada, porque la adoraba y la trataba como si fuera un animalito mimoso y raro. Le bastaría decir que quería que se fuera de la corte ese grosero de Harry de Monmouth para que lo despidieran.
Durante todo el día estuvo pensando en lo mucho que gozaba con la vida de la corte. Él también había notado que algunas de las mujeres eran elegantes y seductoras. Pero ninguna de ellas tenía el estilo de la reina, pese a ser tan sólo una niña. Ella había hecho que él cambiara en cierto modo. Lo había vuelto consciente de cosas que no había notado hasta entonces.
Se sentía muy afligido y se dijo que era un estúpido por haberla contrariado. Lo iban a despedir en cualquier momento. Su padre se iba a enojar con él; su abuelo iba a despreciarlo. ¿Qué esperanza podían tener de educarlo si él dejaba que su tonto orgullo dirigiera todas sus acciones?
Debía haber bailado con la reina; debía haberla adulado. Debía haber hecho un esfuerzo para que ella gustara de él. Ahora lo veía claramente, pero ya era demasiado tarde.
Sin embargo, nada ocurrió, y al cabo de unas semanas dejó de pensar en ello, aunque no se olvidó de la reina y siempre que tenía oportunidad la miraba. Ella nunca volvió a posar sus ojos en él.
Todo el mundo en la corte hablaba del combate que iba a tener lugar entre el duque de Hereford y Norfolk, y como “duque de Hereford” era un título recientemente acordado al padre de Harry, el asunto era de especial interés para él.
Dentro de lo que Harry podía entender, Thomas Mowbray —recientemente nombrado duque de Norfolk, al mismo tiempo en que Enrique de Lancaster había sido nombrado duque de Hereford— había hecho a Hereford una sugerencia que éste había considerado como traición. Y lo había denunciado al rey.
Norfolk replicó diciendo que él no era un traidor, y que Hereford había hecho la acusación para tapar sus propias y nefandas intenciones.
El resultado fue que el rey consintió en que los dos hombres se enfrentaran en un duelo. En la corte había muchas murmuraciones y Harry tenía lo que Joan Waring llamaba “orejas largas”. Si uno de los dos hombres era un traidor, decían, ¿acaso puede arreglarse eso en un combate? El traidor podía ser el ganador, y el inocente morir. Todo era muy raro. Pero la excitación aumentaba con el correr de los días. La corte se había trasladado a Coventry, una bonita ciudad rodeada por espesas murallas, con treinta y dos torres. Había doce puertas para entrar a la ciudad y era, por lo tanto, una de las fortalezas más fuertes del país.
Fuera de las murallas de la ciudad había gran actividad y se levantaban pabellones. Harry contemplaba el trabajo con sentimientos mezclados, porque su padre iba a ser uno de los protagonistas del drama que iba a representarse en el deslumbrante campamento y si su padre moría...
La idea lo enloquecía. Veía poco a su padre y lo había encontrado severo y poco demostrativo, muy distinto a su madre a la que, si bien había muerto hacía tiempo, no podía olvidar. Nunca iba a perdonar las palizas que su padre le había dado. Su madre le había dicho que eran para su bien; pero él siempre había sentido que hubiera sido mejor prescindir de ellas porque, cuando sentía la urgencia de hacer algo punible, nunca se ponía a pensar en las consecuencias. Eso venía después. En el castillo se hacían apuestas sobre la vida o la muerte de los duques de Hereford y Norfolk, porque no se trataba de una joust à plaisance, sino de la culminación de una agria querella, que iba a significar el fin de uno de los combatientes.
Llegó su abuelo. Harry notó con satisfacción que su pabellón, lleno de estandartes con leones y leopardos, era casi tan hermoso como el del rey. Algún día aquel sería su emblema. Su abuelo lo hizo comparecer ante él. Era un hombre muy viejo y parecía haber envejecido desde la última vez que Harry lo había visto.
—Tu padre vencerá al traidor de Norfolk —dijo a Harry.
—Seguramente —replicó Harry con lealtad.
Pero se dio cuenta de que su abuelo estaba tan inseguro como él.
—Te sentarás junto a mí y a la duquesa —dijo John de Gaunt—. Conviene que estés presente en este día.
“Tiene miedo”, pensó Harry; “y quiere recordarme que, si matan a mi padre, yo seré el heredero de mi abuelo. Es un hombre muy viejo. Puede ser que no tarde yo mucho en ser el jefe de la casa de Lancaster.”
Pero Harry no era aún el jefe de la Casa de Lancaster. Y era la reunión más extraordinaria que había visto jamás.
Harry vio entrar a su padre. Estaba magnífico en su gran caballo blanco con corazas cubiertas de terciopelo verde y azul, decorado con cisnes y antílopes dorados. Harry había oído que habían hecho la armadura en Milán, donde estaban los mejores fabricantes.
Después se presentó el duque de Norfolk, casi igualmente espléndido; su color era el rojo y el terciopelo estaba bordado con leones y moreras.
Entonces sucedió algo muy raro. Los heraldos, cumpliendo órdenes del rey, se precipitaron gritando: “¡Jo, jo!”, lo que significaba que se hacía una pausa entre los procedimientos.
El rey salió de su pabellón.
—¿Dónde ha ido? —murmuró Harry.
Su abuelo dijo:
—Pasa algo raro. Creo que el rey va a detener el combate.
Harry percibió el alivio en la voz de su abuelo. Entonces se dio cuenta de lo asustado que había estado.
Había gran tensión en la multitud de espectadores, que presentían iban a ser testigos de hechos desusados. Habían ido a presenciar una lucha a vida o muerte entre dos de los más grandes señores del país, pero lo que iba a pasar ahora podía ser igualmente excitante.
Pasaron dos horas antes de que emergiera uno de los consejeros del rey para anunciar a la gente que no habría combate. El rey y sus consejeros habían decidido que el asunto no podía arreglarse de este modo, y se habían puesto de acuerdo en que, como había dudas sobre la lealtad de ambos contrincantes, ambos iban a ser desterrados. Hereford por diez años; Norfolk por toda la vida.
Un silencio sofocado cayó sobre la multitud. Harry vio que la cara de su abuelo se había puesto gris. Se aferró al asiento y murmuró:
—Oh, Dios, ayúdanos. Esto no. Esto no.
Todos hablaban de los desterrados, y Harry notó que, cuando él se presentaba, las conversaciones se interrumpían bruscamente. Como hijo de uno de los protagonistas del drama, había que tener cuidado de lo que se dijera en su presencia.
Su padre se iba lejos. Estaría lejos diez años. Tendré veinte cuando él vuelva, pensó Harry. ¿Acaso el rey iba a despedirlo también a él? ¿Estaba la familia en desgracia? Así debía ser si el rey sospechaba que su padre era un traidor y lo mandaba lejos del país.
Habían dado a los dos duques quince días para hacer sus preparativos y salir del país. Pasado ese tiempo, serían arrestados si se quedaban.
“Una dura sentencia”, era el comentario.
—¿Acaso os sorprende? —oyó decir Harry a alguien—. Son los dos últimos Señores Apelantes. Ya han sido liquidados los otros tres. Ahora destierran a estos dos. Ricardo nunca olvida un insulto. Podéis estar seguro que ha esperado para vengarse de estos dos.
—Parecía confiar en Mowbray y en Bolingbroke.
—Parecía. Pero Ricardo nunca olvida.
Harry conocía la historia de los Señores Apelantes. Se enteraba de estas cosas con avidez, porque se relacionaban con su padre y con su familia, y esto quería decir también con él.
Oyó que su padre vendría a despedirse de él antes de salir del país y se templó para enfrentar el adiós.
Su abuelo llegó con su padre. Ambos estaban serenos.
El padre lo abrazó y le dijo que ahora debía crecer rápidamente. Debía recordar que, en ausencia de su padre, él debía sustituirlo.
—A Dios gracias, tu abuelo está aquí para protegerte —dijo Enrique.
—Dejarás la corte y vendrás conmigo —dijo el gran duque—. Tu padre y yo creemos que es lo mejor. La duquesa anhela verte. Iremos a Leicester después de acompañar a tu padre a la costa.
—Sí —dijo Harry tranquilamente.
—Creo que Harry ya tiene edad de entender —siguió diciendo el duque—. No se permitirá a tu padre volver al país, y debes aprender a cuidar tus intereses. Eso te lo enseñaré yo. Y si piensas que soy un viejo, tienes razón. Lo soy. Puedo morir en cualquier momento y debemos estar preparados para eso. He visto al rey y está de acuerdo en que, cuando yo muera, mis propiedades no serán confiscadas. La herencia de los Lancaster será para tu padre y, a su debido tiempo, para ti, Harry. ¿Entiendes?
—Sí —repitió Harry.
—Es un asunto penoso para nuestra familia, pero estamos juntos y no temas ni dudes de que saldremos triunfantes al final.
Mientras hablaban, se presentó el rey.
Todos se sobresaltaron, porque era raro que llegara sin séquito. Estaba allí... pero esperaba fuera del cuarto.
—Os estáis despidiendo del muchacho —dijo Ricardo.
El padre y el abuelo retrocedieron, indecisos.
—No debéis temer por vuestro hijo, primo —dijo el rey.
—Estará bien atendido —dijo el abuelo—.Lo llevaré conmigo cuando me vaya.
El rey sonrió lentamente.
—Le he tomado cariño a Harry. ¿Tú lo sabes, verdad, muchacho?
Harry murmuró que su gracioso señor siempre había sido amable con él.
—Tanto que no puedo separarme de él.
Harry oyó que su abuelo contenía el aliento y vio que apoyaba la mano en la silla para no caerse.
—Es muy bueno de vuestra parte —dijo su padre— pero, dada mi triste condición de desterrado, supuse que querríais libraros del muchacho.
—Os equivocáis, primo. Me intereso personalmente en Harry. Simpatizo con él. Me intereso tanto que he decidido tenerlo a mi lado.
—Es muy niño —dijo el abuelo con voz tranquila—. Necesita estar con la familia.
—Bueno, lo estará en cierto modo. ¿Acaso no sois vos mi tío y él vuestro nieto? En la corte estará junto a su rey y pariente. —Las palabras siguientes fueron ominosas—. Es lo que quiero y no cambiaré de idea. Vamos, Harry, di adiós a tu padre. Esta noche comerás en mi mesa.
El rey se volvió y salió del cuarto.
Harry miró a su padre, muy pálido, y a su estupefacto abuelo. Entendió.
Se había convertido en un rehén.
Harry no volvió a ver a su abuelo. Cuatro meses después del destierro de su hijo, John de Gaunt murió en el castillo de Leicester. Tenía casi sesenta años y había llevado una vida plena y aventurera. Su gran ambición había sido tener una corona, y nunca lo había logrado, aunque la hija que había tenido con Constanza de Castilla era ahora reina, y el hijo que había tenido con Blanche de Lancaster y los que había tenido con Catherine Swynford iban a destacarse en el mundo.
Pero él no iba a verlo; murió estando su hijo en el destierro y cuando su nieto era un niño, que iba a cumplir doce años en el verano.
El cuerpo fue llevado de Leicester a Londres, y la cabalgata se detuvo para hacer noche en St. Albans, donde el otro hijo, Henry Beaufort, ahora obispo de Lincoln, celebró la misa de réquiem por su padre.
El nombre de John de Gaunt estaba en todos los labios. Ahora que había muerto, se había olvidado de que en un tiempo había sido el hombre más impopular del país, y sólo se recordaban sus lados buenos.
Cuando el rey se apoderó de sus propiedades mucha gente quedó chocada, porque se sabía que Ricardo había prometido que las propiedades iban a pasar al heredero legítimo, aunque estuviera en el destierro. Solemnemente el rey había prometido esto a John de Gaunt. Y no era sensato quebrantar las promesas hechas a los muertos.
—Nada bueno saldrá de esto — profetizaban—. Ricardo debería tener cuidado.
Enrique de Bolingbroke, duque de Hereford, desterrado de su terruño natal, llegó desconsolado a Francia y decidió que no tenía más remedio que echarse a los pies del rey de Francia e implorar su misericordia, esperando cierta benevolencia ahora que era víctima de Ricardo.
Esto era bastante dudoso, ya que la hija de Carlos VI, Isabelle, estaba ahora casada con Ricardo y los dos países estaban en paz. De todos modos habría sido ingenuo suponer que había entre ellos verdadera amistad. Y era casi seguro que el rey de Francia habría de recibir de buen grado a un notable exiliado inglés, aunque sólo fuera para averiguar lo que estaba ocurriendo en su país.
Enrique no se equivocó. Apenas había llegado a París cuando el rey Carlos manifestó que estaba dispuesto a recibirlo, y lo hizo con tanta afabilidad que Enrique se sintió reconfortado, especialmente cuando el rey le ofreció el espléndido Hotel Crisson, que habría de ser su alojamiento mientras estuviera en Francia.
Fue recibido en la corte, presidida por la reina Isabel de Baviera, una de las mujeres más hermosas que él nunca había visto y, según se decía, una de las más perversas. A pesar de los visos exteriores de elegancia y riqueza, había una sensación de malestar en la corte. No pasó mucho tiempo antes de que Enrique oyera hablar de los ataques de extravío mental que sufría el rey, y que lo privaban de la razón. Estas rachas de insania duraban poco o mucho, nadie podía saber cuánto tiempo y cuando terminaban, el rey salía de ellas recordando poco o nada de lo que había ocurrido mientras tanto.
Enrique empezó a inquietarse. Ricardo había reducido la sentencia de diez años a seis, gracias a la insistencia de John de Gaunt. ¡Seis años lejos de la patria! ¿Cómo soportarlo? Su padre envejecía. Harry era sólo un niño y el destierro era lo peor que podía haberle ocurrido. Además, si bien había sido recibido amistosamente en la corte de Francia, él sabía que el entusiasmo que inspiraban las personas en su posición solía ser fugaz.
Se sumió en un estado de ánimo melancólico.
Sin embargo, un día llegaron al Hotel Crisson unas visitas que lo animaron considerablemente.
Apenas pudo creer a sus ojos cuando vio a los dos hombres que solicitaron audiencia con el duque de Hereford. Él los recibió cautelosamente, pues el mayor era Thomas de Canterbury y el menor el duque de Arundel, cuyo padre había sido ejecutado por traición a la corona.
Era lógico que los desterrados se unieran contra el enemigo común, pero lo primero que pensó Enrique fue que su padre, John de Gaunt, como Senescal de Inglaterra, había sido uno de los que había sentenciado al desdichado conde de Arundel. ¿Era difícil adivinar acaso los sentimientos que podían tener los Arundel por el hijo de John de Gaunt?
Pronto fue claro que los antiguos rencores debían ser dejados de lado. Después de todo, aunque Enrique había sido miembro del tribunal que había condenado al duque de Arundel, él personalmente no había dado la sentencia fatal; y ahora todos eran exiliados de Inglaterra y debían unirse contra el enemigo común, el rey Ricardo.
De tal modo que Enrique se alegró de ver a estos dos hombres en París para discutir con ellos el destino común, las insuficiencias de Ricardo y los medios de oponerse a ellas.
El arzobispo llegaba de Roma, donde había exhortado al Papa a que solicitara de Ricardo que se le permitiera regresar. Nada había dado resultado.
—Algún día volveré —dijo—. Soy el arzobispo y no importa que el rey ponga a otro en mi lugar.
Enrique estuvo de acuerdo. Era reconfortante contar con ingleses de alta posición que compartían su destino. Oh, sí, lo pasado pisado. Había que pensar en el futuro.
El joven Thomas Fitzalan, conde de Arundel, era el único hijo sobreviviente de su padre. Sólo había tenido dieciséis años cuando su padre había sido ejecutado; no había pasado tanto tiempo desde entonces y el joven tenía el recuerdo muy vivo en su mente. ¿Cómo hubiera podido olvidar? No sólo había perdido a su padre, sino que el modo de vida al cual había estado acostumbrado había cambiado para él drásticamente.
Le contó a Enrique lo que le había ocurrido. Estaba muy amargado.
—Las propiedades de mi padre fueron confiscadas. Me quedé con las manos vacías... no tenía absolutamente nada. Lo peor de todo fue ser puesto bajo la custodia de John Holland. ¡Ahora es el duque de Exeter y nada en la riqueza, pero no por méritos, sino por ser hermanastro del rey! ¡Qué odioso es ese hombre! Se complace en humillar a las personas superiores a él. Ricardo está enterado de esto, pero sigue prodigándole honores. Es un hombre incapaz de moverse en círculos nobles. Se refocilaba humillándome. “Os complace que se os dé ahora el título de conde, ¿verdad?”, me dijo. “Ahora que vuestro padre ha perdido la cabeza, vais a ocupar su lugar, ¿no es así? Pero tened cuidado de no seguir muy de cerca sus pasos, mi joven amigo.” Entonces se quitó las botas, me las arrojó y me ordenó que se las limpiara. Me trataba como a un lacayo. Algún día podré vengarme de Holland.
Sí, eran conversaciones estimulantes y cada día el arzobispo desterrado exponía nuevas quejas contra la casa reinante. Los tres solían hablar muy seriamente de los acontecimientos en Inglaterra. Por el momento no podían hacer nada, pero iban a estar listos cuando se presentara la oportunidad.
Un día el gran duque de Berri, tío del rey, se presentó en el Hotel Crisson. Tenía una actitud amable y prodigó muestras de amistad a Enrique. También él habló de los asuntos de Inglaterra. Tenía sus espías propios en ese país y se le había dicho que la conducta del rey encontraba cada vez menos favor en el pueblo.
—Los ingleses tienen la costumbre de vapulear a sus reyes si están descontentos de ellos, ¿no es así? —dijo, y rió—. Mon Dieu. Inglaterra estuvo muy cerca de tener un rey francés durante el reinado de Juan, ¿recordáis? Enrique III, Eduardo II... tuvieron sus tropiezos. Lo mismo podría ocurrirle a Ricardo. Y entonces... Ah, me estoy adelantando demasiado.
Esta clase de conversación excitaba mucho a Enrique, pero él había aprendido a no mostrar sus sentimientos. ¿Qué estaba insinuando Berri? ¿Que Ricardo podía caer y que entonces... entonces....? Las palabras siguientes de Berri disiparon sus incógnitas.
—Vos sois viudo. Perdisteis a vuestra excelente condesa; Y sois demasiado joven para vivir solo, ¿no? Especialmente si se toma en cuenta vuestra posición. Yo tengo una hija. Marie es una muchacha bonita. En fin, tomadlo en cuenta. Si estáis de acuerdo, yo no pondría ninguna objeción.
Enrique estaba muy de acuerdo. Tuvo una sensación de exaltación. Evidentemente Berri creía que el trono de Ricardo se estaba tambaleando y que ¡oh, un pensamiento que mareaba! Él, Enrique de Lancaster, podía subir a él. Sólo esta esperanza y las fuertes posibilidades de realizarla podían haber llevado a Berri a dar este paso.
Enrique contestó juiciosamente, porque no quería dar la impresión de estar demasiado interesado, y podía ser peligroso decir una palabra que pudiera más adelante ser usada contra él. Por el momento él no había pensado en casarse de nuevo. Había amado mucho a su mujer y su muerte había sido un golpe del cual aún no se había recobrado. Tenía cuatro varones y dos niñas, de tal modo que no tenía que preocuparse por falta de herederos. Pero valoraba el honor que le había hecho el duque de Berri y si éste le daba un poco de tiempo...
—Un poco, amigo mío —dijo el duque— pero no demasiado. Una muchacha como mi hija tiene muchos pretendientes, como podéis imaginar. Debéis darme vuestra respuesta dentro de la semana.
Cuando el duque se fue, Enrique reflexionó. El casamiento lo haría entrar en la casa real de Francia. Ricardo iba a quedar muy preocupado y a Enrique le encantaba la idea de ponerlo en esta situación.
Habló del asunto con el arzobispo y el conde de Arundel.
—Sólo puede significar una cosa —dijo el arzobispo—. Estos saben algo de lo que está ocurriendo en Inglaterra. La corona de Ricardo está cada día menos segura sobre su cabeza. Es posible que no sigamos desterrados mucho más tiempo de nuestro, país.
—¿Creéis entonces que debería aceptar este ofrecimiento de la hija del duque?
—Sin ninguna duda.
—Quiero mostrarme vacilante. No quiero que crea que estoy demasiado interesado.
Los Arundel estuvieron de acuerdo en que éste era el mejor procedimiento y se excitaron mucho conjeturando los acontecimientos que habían llegado a oídos del duque de Berri.
Pocos días después llegó a París John de Montacute, conde de Salisbury. Venía en una embajada de Ricardo y pasó mucho tiempo con el rey y el duque de Berri.
Pero no fue al hotel Crisson, lo cual tal vez fuera inevitable si se piensa que Enrique estaba desterrado y Montacute era un mensajero del rey.
Mientras tanto, Enrique había decidido aceptar el matrimonio propuesto. Pero, cuando fue a ver al duque de Berri, se le dijo que a éste no le era posible darle audiencia. Dado que el duque le había advertido que no debía demorarse en dar una respuesta y que debía haber adivinado el motivo de la visita de Enrique, todo era muy extraño, sin duda.
En las semanas que siguieron el duque se mostró extremadamente frío y Enrique, por orgullo, no se animó a pedir una explicación.
Pero finalmente tuvo una, aunque no del duque de Berri. Berri había decidido que no le convenía admitir a Enrique dentro de su familia y había llegado a esta conclusión después de la llegada de Inglaterra del conde de Salisbury. La cosa era clara. Ricardo había oído hablar del matrimonio propuesto y había decidido impedirlo enviando a Salisbury a París con ese propósito. Sin duda le había expuesto al duque de Berri un cuadro completo de las deficiencias de Enrique de Bolingbroke y lo había hecho tan convincentemente que Berri había perdido interés en la alianza. Tal vez había quedado tan impresionado por la rápida reacción de Ricardo que había pensado que no iba a ser fácil sacarlo del trono. Y en tal caso, ¿de qué valía el casamiento de su hija con un pretendiente a la corona de Inglaterra?
Enrique quedó desanimado. Y más aún cuando el rey de Francia mismo lo mandó llamar y lo invitó a sentarse delante de él, porque se veía en la obligación de decirle algo que iba a ser muy desagradable.
—Como sabéis —dijo tengo mucho respeto por la casa de Lancaster y ha sido para mí un placer daros la bienvenida en mi corte. Sin embargo, me ha llegado la noticia de que el rey Ricardo considera que la hospitalidad que os he demostrado es un gesto inamistoso hacia él. Y dice que se sentirá muy contrariado si yo no os pido que salgáis del país.
—¿Significa esto que vos me estáis pidiendo que me vaya? —preguntó Enrique.
—Me temo que sí.
Después del incidente con el duque de Berri, este fue un verdadero golpe. Sus esperanzas habían sido excesivas. Ahora se habían precipitado a tierra.
Altaneramente levantó la cabeza.
—Podéis estar seguro, señor, de que no me demoraré en partir de París.
El rey pareció apenado, pero fue incapaz de ocultar su alivio. ¡Al parecer, Ricardo estaba tan firme en su trono como siempre! ¿Qué esperanza podía tener un pobre desterrado de volver a su país? Sin hablar de llegar a ser rey...
Acompañado de un séquito reducido, Enrique salió desconsolado de París. ¿Adónde podía ir? No lo sabía. En todas partes iba a ser lo mismo. Iba a ser bien recibido en un primer momento y luego, si empezaba a instalarse cómodamente, Ricardo haría conocer su desaprobación y él iba a tener que irse a otra parte.
Tomó el camino de Bretaña. El duque Jean, que gobernaba esas tierras, no era joven, por cierto, pero tenía reputación de valiente —le llamaban Jean el Valiente— y su temperamento era levantisco. La duquesa era su tercera esposa; mucho más joven que él, se llamaba Jeanne y era hija de Charles d'Albret, rey de Navarra, tan mal renombrado que se le conocía como Charles el Malo. Charles estaba vinculado a la casa real de Francia por su madre, única hija de Luis X. Naturalmente, no podía heredar el trono a causa de la ley sálica, que prevalecía en Francia, pero inevitablemente Charles el Malo apetecía esa corona y su apetencia había originado continuos trastornos.
Enrique no deseaba llegar a Bretaña y que le dijeran que el duque se oponía a su estadía allí, de manera que, antes de entrar en tierras del duque, envió un mensajero para preguntarle si su presencia era bienvenida.
Cuando llegó el mensajero, el duque estalló, furioso:
—¿Por qué cree que es necesario pedir permiso? Siempre he estado en excelentes relaciones con la Casa de Lancaster. Volved y decidle que será calurosamente bienvenido.
Enrique quedó más que contento al recibir las noticias. Por el momento solucionaba su problema. Pero de todos modos no podía librarse de la melancolía. “¿Siempre seré un desterrado vagando por Europa, nunca seguro de cómo voy a ser recibido, sabiendo que tengo vastas propiedades en Inglaterra que nunca veré?, se preguntaba.
El duque de Bretaña decidió cumplir su promesa y salió al encuentro de Enrique. Era un gran honor y Enrique lo apreció profundamente.
El duque era muy viejo pero retenía cierta vitalidad. Por algo le llamaban el Valiente; Enrique le devolvió el saludo con una efusividad igual a la del duque. Y después fue consciente de una dama muy bella que cabalgaba junto al duque.
Era joven, irradiaba salud y le sonreía.
—La duquesa os recibirá tan calurosamente como yo mismo —dijo el duque.
—Bienvenido a Bretaña —dijo la duquesa—. Haremos todo lo posible para que vuestra estadía entre nosotros sea feliz.
El viejo duque miró a su reluciente y joven esposa con ternura cariñosa; Enrique quedó encantado, no sólo por la bienvenida que le daba el duque, sino por la fascinante Jeanne; y durante las semanas que siguieron, cuando se dieron banquetes y se realizaron torneos en su honor, no tuvo que fingir que disfrutaba de su estadía en Bretaña; y esto no se debía únicamente a que, para un hombre en su posición, era bueno contar con un refugio. Era algo más. La compañía de la duquesa Jeanne le parecía en verdad deleitosa.
Jeanne era una mujer de gran fuerza de carácter. Tal vez esta fuerza se había desarrollado en su azarosa infancia. Debido a la temeridad de su padre y a sus tentativas de reclamar el trono de Francia, la familia había vivido en constante peligro.
Su abuela, única descendiente de Luis X, se había casado con el conde de Evreux, y por él había heredado el reino de Navarra, que a su vez había heredado Charles, padre de Jeanne. Pero esto no había significado nada para él, ya que, de no existir la ley sálica, hubiera sido rey de Francia. Charles se había casado con Jeanne, hija del rey Juan de Francia, y había tenido dos hijos varones, Charles y Pierre, y la niña Jeanne.
Los niños habían tenido una infancia tormentosa, y los tres habían sido tomados en algún momento como rehenes para castigar el comportamiento de su padre. Prisioneros de los regentes de Francia, duques de Berri y de Borgoña, habían corrido gran peligro cuando su audaz padre intentó envenenar a los captores. Esto se supo, el agente de Charles fue capturado y ejecutado. Pero Charles escapó ileso. Pareció entonces posible que la venganza exigiera la muerte de los rehenes, pero los duques no quisieron vengarse en unos niños. De todos modos, los niños estaban en una situación desesperada.
Cuando Jeanne cumplió dieciséis años, la casaron con el duque de Bretaña. Los duques de Berri y de Borgoña pensaron que esto era conveniente, porque su gran temor en el momento era que el duque hiciera una alianza con Inglaterra, y de este modo pensaron utilizar bien a su rehén. De manera que Jeanne fue presentada al duque y el viejo inmediatamente quedó apresado por sus encantos juveniles. A Jeanne esto no le desagradó. Era reconfortante sentir que era tan importante, y que le dieran regalos y hermosos trajes incrustados de pedrería. Estaba decidida a disfrutar siendo duquesa de Bretaña y, si esto significaba tener que aceptar también al viejo duque, ella no diría que no, siempre que él siguiera adorándola.
Pareció entonces que Jeanne estaba establecida, que su destino estaba asegurado. El viejo duque la quería cada vez más; en cuanto se separaba de ella se inquietaba y ansiaba volver a su lado.
El padre de Jeanne pareció contento con el casamiento, pero no tenía intenciones de pagar la enorme dote prometida. “El viejo duque está tan enamorado de mi hija que no echará de menos unas cuantas monedas de oro”, pensaba. Y no se equivocaba, porque el duque estaba tan deleitado con su casamiento que no le importó perder la dote.
Charles estaba casi desilusionado. Disfrutaba mucho con las querellas y lo que menos deseaba era una existencia tranquila. Desde hacía años sufría de un molesto mal, que le endurecía los miembros y le causaba muchos dolores; la única manera de apartar la mente de sus sufrimientos consistía en crear situaciones alarmantes, que angustiaran a otros.
Divertido por la devoción del viejo duque por su hija, pensó que iba a ser gracioso desinflar la confianza en sí mismo del embelesado marido.
En la corte había un caballero que era especialmente apreciado por el duque Jean. Se llamaba Oliver de Clisson y era un gran noble, que honraba a Bretaña con su caballerosidad y su valentía, tanto en el campo de batalla como en las justas. Era de alta estatura y muy bien parecido, a pesar de haber perdido un ojo en una de las batallas del duque. En esos días había cierta reserva entre el duque y Clisson, traída por la inclinación del duque hacia Inglaterra; Clisson, en cambio, pensaba que Bretaña debía apoyar a Francia. Últimamente Clisson había ido a París a discutir el proyecto de una posible invasión de Inglaterra, si se presentaba la oportunidad. Al duque esto no le había gustado.
A su maligno suegro, Charles el Malo, le parecía que había llegado el momento de practicar un juego divertido. El duque de Bretaña se distanciaba de Clisson por razones políticas y Charles pensó que se podía introducir un elemento novelesco y misterioso en la situación.
Era fácil. Habló al duque de su hija: ningún tema podía ser más del agrado del duque.
—Me complace —dijo Charles— comprobar el cariño que tenéis por la dama. Es muy hermosa, ¿no lo diríais?
—¡Vaya si lo diría! —contestó el complaciente esposo—. Diría más que eso. Diría que no podríais encontrar una dama más hermosa si la buscarais a lo largo y a lo ancho de Francia... Sí, y también de Inglaterra.
—Es muy agradable encontrar a un hombre tan satisfecho con su matrimonio. Esperemos que siga siempre así. Ruego a Dios que así sea.
—Os lo agradezco —dijo el duque—. Tengo intenciones de hacer todo lo necesario para que así siga siendo.
—Esperar siempre es meritorio —contestó Charles, poniendo en la voz cierta intención que intrigó al duque, como se esperaba.
—¿Por qué lo decís?
—Amigo mío, es una mujer joven y llena de apetencias, me temo. Tiene mi misma sangre y yo sé cómo somos nosotros. Para vuestra edad, estáis en excelente estado... para vuestra edad, señor duque.
A esta altura el duque ya empezaba a alarmarse seriamente.
—Se diría que sabéis algo. ¿Qué estáis tratando de decirme? —preguntó.
—En fin... tal vez lo mejor fuera no decir nada... Tan sólo por amistad...
El duque, que era un hombre de temperamento, ya no pudo contenerse.
—¡Decidme lo que sabéis! —gritó, y miró de frente al rey de Navarra con una expresión que indicaba claramente su intención de hacer algún desaguisado si no se le contestaba inmediatamente.
—Me apresuro a decir que mi hija es enteramente inocente.
—¿Qué? —gritó el duque.
—Pero no me cabe ninguna duda en lo que se refiere a los sentimientos que ella inspira a Clisson. Es un hombre muy audaz. Es capaz de cualquier cosa. No me sorprendería que intentara un rapto. Es evidente que ella le inspira una pasión.
El duque estaba tan enfurecido que tuvo ganas de golpear al rey allí mismo.
Charles se apartó encogiéndose de hombros, como quien no puede hacer nada. A él no le podían echar la culpa por el mal comportamiento de los súbditos del ducado. Tal vez no debió haber traicionado a Clisson. Pero la amistad...
—Habéis hecho bien al decírmelo —dijo el duque.
Charles se alejó, dejándolo con su ira.
Estaba decidido a dominar su cólera. Quería trazar sus planes en calma. Clisson ya había caído en desgracia a causa de su línea política y el hecho de que en un tiempo hubiera habido entre ellos un perfecto entendimiento intensificaba el enojo del duque.
Invitó a Clisson a comer con él en el castillo de la Motte, junto con dos amigos suyos: Laval y Beaumanoir. Los invitados fueron sin sospechar nada y después de la comida, durante la cual el duque hizo gran demostración de amabilidades, les dijo que deseaba mostrarles algunos cambios que había hecho en el palacio para complacer a su esposa.
Ellos se mostraron muy interesados.
—Deseo especialmente mostraros la torre— dijo.
Y cuando llegaron a la angosta escalera de caracol, hizo pasar primero a Clisson. El duque, que lo seguía, se detuvo para indicar un delicado encaje de piedra que había en la pared a Laval y Beaumanoir.
Mientras hacía esto, se oyó un grito que llegaba desde arriba. Unos guardias se habían precipitado sobre Clisson y lo habían aherrojado.
Tanto Laval como Beaumanoir fueron conscientes inmediatamente de que habían caído en una trampa.
—Por amor de Dios, señor duque —exclamó Laval— ¡no hagáis violencia a Clisson!
—Vos, por vuestra parte, haríais muy bien en volver a vuestra casa, mientras estéis sano y salvo —contestó el duque.
Beaumanoir protestó:
—¿Qué le estáis haciendo a Clisson? Es vuestro invitado.
—¿Deseáis veros en su lugar? —preguntó el duque.
—Es un gran hombre —fue la respuesta de Beaumanoir—. Para mí sería un honor ser como él.
El duque extrajo una daga y se la acercó a la cara.
—Entonces —dijo venenosamente— tengo que vaciaros un ojo.
Beaumanoir, alarmado, retrocedió. Él y Laval se dieron cuenta de que estaban atrapados. Si intentaban rescatar a Clisson, se convertirían también en prisioneros del duque. De todos modos, Beaumanoir se mantuvo firme y quiso saber qué motivos tenía el duque para arrestar a Clisson.
El duque, en un arrebato de furor, llamó a gritos a los guardias y les ordenó que se llevaran a Beaumanoir. A todo esto Laval, sigilosamente, se escabulló y salió del castillo.
El duque fue a sus aposentos privados y, siempre vesánico, mandó llamar al señor de Bazvalen, un hombre que le había servido durante años y de cuya lealtad no dudaba.
—Bazvalen, mi buen amigo —dijo—, quiero que Clisson muera en seguida. Y quiero que tú te encargues de ello.
Bazvalen, horrorizado, retrocedió. Conocía bien a Clisson. El pedido era excesivo. Él no era un asesino. Había matado hombres en el campo de batalla, era cierto, pero esto era otra cosa.
—Señor... —empezó a decir.
Pero el duque hizo un gesto imperioso con la mano.
—Que lo pongan en un calabozo. Mátalo. No me importa la forma. Luego hay que abrir la puerta de la celda y tirar el cuerpo al foso.
Bazvalen comprendió que de nada valía discutir con el duque en este estado a ánimo. Y como no quería ponerse en peligro y tampoco quería tener sobre la conciencia la muerte de Clisson, fue a ver a éste, le contó lo que el duque le había ordenado y propuso ir a verlo y contarle que Clisson ya había sido eliminado y que su cadáver estaba en el foso. Mientras tanto se encontraría la manera de sacar a Clisson del castillo.
Cuando Bazvalen dio su informe al duque, éste era presa de remordimientos. Su ira se había desvanecido. Se daba cuenta ahora de que había condenado a Clisson sin haberse cerciorado de su culpa.
—Tú no tienes la culpa, Bazvalen —decía—. Sólo obedeciste órdenes. Tengo el pecado sobre mi conciencia. He asesinado a Clisson.
No quería comer. Decía que ya nunca más dormiría en paz y, en un momento en que declaró que habría dado cualquier cosa por desandar el camino recorrido, Bazvalen ya no pudo aguantar más y le confesó que no había podido matar a Clisson y que éste estaba vivo. Entonces el duque le echó los brazos al cuello y gritó:
—¡Mi fiel servidor! ¡Me conoces mejor de lo que yo me conozco a mí mismo!
La ira del duque se había desvanecido, pero él siempre quería sacar provecho de cualquier situación. Su perverso suegro había hecho insinuaciones que tal vez fueran falsas, pero Clisson había estado trabajando con los franceses y, por lo tanto, no era posible ponerlo en libertad mientras no se cumplieran ciertas condiciones. El duque exigió la entrega de varias ciudades que estaban en posesión de Clisson y una suma de cien mil florines.
Clisson, contento de poder escapar con vida, convino de buen grado en pagar este precio y quedar en libertad.
Jeanne se enfadó mucho al enterarse de que su marido había sospechado que Clisson quería convertirse en su amante, especialmente ahora que estaba embarazada, hecho que la volvía más atrayente a ojos del duque. Se mostró fría con él y cuando él le preguntó la causa de su actitud indiferente, ella exclamó:
—¡Has sospechado que te era infiel con Clisson! Esto me ha caído muy mal, pues ocurre en el momento en que deberías tener especiales consideraciones conmigo.
El duque quedó anonadado de pesar.
—Ni un segundo he dudado de ti, amor mío —dijo—. Sé que eres perfecta... perfecta en todos los sentidos. Eres mi razón de vivir. Sin ti, me moriría mañana y lo haría con gusto. La idea de que... de que... ese monstruo...
—¡Pensaste que me podía sentir atraída por un matasiete tuerto!...
—Dicen que es muy atrayente para las mujeres...
—¿De modo que me comparas con... las mujeres.
—¡Nunca! ¡Nunca! Tú estás por encima de todas. Te daré lo que quieras... todo lo que tengo...
Jeanne le sonrió. Era conveniente humillarlo de cuando en cuando.
—Ya lo sé... —contestó ella—. Pero te ruego que no vuelvas á insultarme poniéndome en la misma canasta con Clisson. Soy la duquesa de Bretaña. Mi bisabuelo era el rey de Francia.
Amor mío... ¿qué puedo hacer para que me perdones?
Ella sonrió dulcemente.
—Sé que todo esto es la medida del amor que me tienes —le dijo.
Pero también sabía que los regalos iban a ser mejores que nunca.
Poco tiempo después dio a luz a una niña que murió unas semanas más tarde. El duque estaba inconsolable, pensando que tal vez la incidencia de Clisson había tenido algo que ver en esto.
Charles el Malo, causa de todos estos trastornos, padeció un nuevo ataque de su penosa enfermedad. Uno de sus médicos había inventado un remedio que lo aliviaba un tanto. Unas vendas eran ensopadas en una solución de vino y azufre y uno de los sirvientes las enrollaba en las piernas de Charles y las cosía para mantenerlas en el mismo lugar. Cuando el vendaje estaba hecho, el cuerpo parecía amortajado para la tumba.
Una noche las vendas eran aplicadas por un hombre nuevo. La tarea era difícil porque a Charles le incomodaba la operación y esta vez estaba más irritable que de costumbre, porque el hombre no acertaba y se ponía cada vez más nervioso por los gritos enfurecidos de Charles.
—¡Parezco un cerdo al que están adobando para poner en la espita! —gritaba furibundo.
La metáfora resultó ser más cierta de lo que él había imaginado. El sirviente actuaba cada vez con más torpeza y, cuando se dispuso a cortar el hilo, se encontró con que había extraviado el cuchillo que le hacía falta. Charles se exasperaba más y más y el sirviente, desesperado, echó mano a una vela encendida para quemar el hilo y dejar la aguja en libertad. El efecto fue instantáneo y catastrófico. El vino prendió fuego muy pronto. Charles quedó envuelto en un capullo de llamas. Profirió alaridos de dolor y acudieron los criados. Lo echaron en una cama, lo envolvieron en gruesas frazadas y lograron finalmente apagar el fuego. Pero Charles quedó malamente quemado y no parecía posible que sobreviviera. Murió unos días después.
No puede decirse que haya sido muy llorado, y cuando su hijo, Charles, fue coronado rey de Navarra, la alegría fue general. A Charles no se le había llamado el Malo sin motivo, y su hijo, otro Charles, que había compartido una dura infancia con su hermana, dio muestras de ser la antítesis de su padre.
Jeanne, que se había embarazado inmediatamente después de la muerte de su primera hija, dio a luz un varón, al que llamaron Pierre. Y este nacimiento, con gran alegría de los padres, fue seguido por la llegada de una niña, Marie.
El duque estaba contentísimo. Pensaba que Jeanne era más maravillosa que nunca. No sólo era joven y hermosa; también era fecunda y, para un hombre de su edad, esto significaba mucho. Nunca se apartaba de ella y, no bien nacía un niño, él volvía a embarazarla. A Pierre que a partir del momento en que se convirtió en heredero adoptó el nombre de Jean siguieron Marie, Arthur, Gilles, Richard, Blanche y Marguerite. Ocho niños en total, incluyendo a Jeanne, muerta poco después de nacer. Esta era la feliz situación que existía al llegar Enrique a la corte de Bretaña.
El duque estaba decidido a dar un caluroso recibimiento a su huésped. También deseaba subrayar su desprecio, no sólo por el rey de Inglaterra, sino también por el rey de I rancia.
Asimismo, se complació en la admiración que dejó ver Enrique por la duquesa.
Jeanne era muy distinta de la pequeña Mary de Bohun y, tal vez por esta razón, Enrique la encontró atrayente. Su conversación era animada y era una mujer de carácter fuerte: lo cierto es que ella era la razón principal de que su estancia en Bretaña fuera tan placentera.
En caso de haber sido ella viuda, la pareja habría sido perfecta. Ninguno de los dos era muy entrado en años, pero tampoco eran inmaduros, y ambos tenían una familia numerosa. El entendimiento que tenía ella de la situación política en Europa, incluida Inglaterra, era notable. Enrique se dio cuenta de que daba consejos al duque con un discernimiento que el duque, por cierto, no poseía.
Sí, Jeanne era una mujer admirable.
Él no mencionó sus sentimientos a Jeanne, pero ésta era una mujer sensible y los adivinó, tampoco veía ella motivo para ocultar el hecho de que veía a Enrique con buenos ojos. Había pocas cosas más agradables para ella que sentarse a charlar con él a solas. No enteramente sola, por supuesto. Esto habría sido indiscreto y Jeanne nunca hacía nada indiscreto. Había algunos acompañantes, pero Jeanne se las arreglaba para que no estuvieran demasiado cerca.
Ella le contó el incidente de Clisson. Esto era una manera de tantearlo. El duque tenía un temperamento muy irascible y era capaz de actos atropellados cuando perdía la cabeza.
A Jeanne le gustaba oír hablar de los hijos de él, que solía especializarse en las anécdotas del gracioso y vivaracho Harry. Parecía preocupado por Harry, que estaba en la corte de Ricardo II.
—Yo hubiera querido que se fuera a vivir con mi padre —dijo Enrique— pero el rey no lo quiso soltar.
Y reconoció que esto le inspiraba inquietudes. Lo cierto es que el muchacho era un rehén.
A ella podía explicarle que se sentía como cortado de su país. Era triste ser un desterrado, incluso cuando se contaba con una hospitalidad como la que él había recibido en Bretaña.
—No siempre será así —dijo ella—. Tengo la impresión de que Ricardo no va a durar mucho tiempo en el trono. Y entonces...
—¿Y entonces...?
—Entonces ya no seréis más un desterrado, ¿no? Os iréis de aquí y no me sorprendería que... Pero estoy hablando de más.
—A veces es agradable hablar de nuestros sueños dijo él.
—Los sueños pueden ser peligrosos —dijo ella, mirándolo con ojos brillantes—. ¿Quién puede estar seguro de lo que va a pasar? Tal vez lleguéis a ser rey dentro de poco.
Él , con un hilo de voz, dijo:
—Hay una posibilidad.
—¿Y yo... qué seré yo? No sé si sabéis que mi marido no está en buena salud.
Los dos guardaron silencio, sintiendo que el aire estaba denso de insinuaciones.
—Pienso en esto —dijo ella—. Era un hombre de edad cuando me casé con él. Había sobrevivido a dos mujeres. A mí me entregaron a él. No tuve elección propia. Pero siempre ha sido bueno conmigo.
—Lo habéis hecho muy feliz.
—Le he dado hijos y él siempre me ha tratado con respeto y cariño.
—Así debía hacerlo.
—Pero no puede vivir mucho más. Lo sé.
La mano de él se posó sobre la de ella.
—¿Quién puede saber lo que depara el futuro? —preguntó él.
Era casi una declaración.
Ella habló ahora en voz más alta, diciendo:
—Vuestro hijo, ese Harry, necesita una esposa.
—La tendrá antes de que pase mucho tiempo.
—¿Qué os parece mi hija? Esto enlazaría a nuestras familias de un modo muy placentero para mí.
—¿Mi hijo... y vuestra hija?... Sí. Podría ser... un comienzo.
Ella lo miró intencionadamente, con ojos que brillaban. Sí, no podía negarse que había entendimiento entre ellos.
El duque dio su aprobación a que Marie se comprometiera con Harry de Monmouth y comentó a Jeanne, cuando estuvieron solos, que él tenía la certeza de que en Inglaterra había mucho descontento por el actual rey.
—Ricardo va a perder el trono dentro de poco. Lo vais a ver, querida mía. Y entonces... será la hora de Lancaster.
—Hay otro antes que él. Mortimer...
El duque chasqueó los dedos.
—Eso lo va a decidir un brazo fuerte y una cabeza firme. Creo que Enrique los tiene.
Ella le apretó el brazo.
—Hemos hecho bien en ganarnos su amistad. Nuestra alianza se fortalecerá si casamos a nuestra hija con lord Harry. Se le dará una dote de ciento cincuenta mil francos.
Se iniciaron los preparativos. Las bodas debían celebrarse en el castillo de Brest, que se daría como regalo a los novios. Era dudoso que se le permitiera a Harry ir a Francia. En realidad era muy improbable, ya que ni siquiera se le había permitido ir a casa de su abuelo. De todos modos, el matrimonio se podía celebrar por poder. En medio de los preparativos llegó un mensaje del rey de Francia, que deseaba tener un encuentro inmediato con el duque de Bretaña para tratar un asunto de incumbencia para ambos. El duque Jean estaba ahora un poco achacoso. No quería meterse en líos y no podía desobedecer la convocatoria del rey sin crear un incidente peligroso.
De modo que partió y estuvo de vuelta en poco tiempo. El rey de Francia no aprobaba el casamiento de Marie con Harry. Tenía otro novio para ella. El rey proponía al heredero de Alençon, y este noble príncipe no solicitaba del duque una dote cuantiosa, como la que exigían los ingleses.
—No pude menos de aceptar dijo el duque de mala gana, dejando ver de este modo que lamentaba su vejez. En otros tiempos él nunca hubiera tolerado que alguien lo forzara a hacer lo que no deseaba.
Fue por entonces que llegó un mensajero a Bretaña, enviado por la duquesa de Lancaster. El duque había muerto y Enrique heredaba ahora el título y las propiedades: era el jefe de la Casa de Lancaster y uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
—Cómo debéis sentiros incómodo por el destierro —dijo Jeanne.
Y no pasó mucho tiempo sin que llegara otro mensajero.
El rey había hecho a un lado la promesa hecha a John de Gaunt y había confiscado las propiedades de los Lancaster.
—¡Es una traición! —exclamó Enrique al enterarse—. Nunca aceptaré esto.
Ricardo era un tramposo, un embustero. No merecía gobernar. Había jurado solemnemente que las propiedades pasarían a Enrique de Lancaster cuando muriera su padre. Era una promesa en la que había insistido John de Gaunt.
Enrique comentó el asunto con Jeanne y con el duque de Bretaña, al igual que con los Arundel, que eran sus íntimos compañeros de destierro.
Siguieron unos días llenos de tensión.
¿Habría Enrique de perder su herencia? Sólo había una manera de recobrarla: volviendo a Inglaterra y peleándosela a Ricardo. Se excitó ante la perspectiva, porque comprendió que iba a arrebatar a Ricardo algo más que las propiedades de los Lancaster. Estaba claro que los que lo rodeaban esperaban que tomara una decisión. Se le había dado la oportunidad. Ricardo había faltado a su palabra. ¿Por qué iba a mantener él la suya? Sabía que se acercaba el momento en que volvería a Inglaterra para reclamar sus propiedades.
El duque estaba lleno de consejos. Era demasiado viejo para guerrear personalmente, pero se interesaba en empresas como ésta.
—Ricardo debe estar alerta —dijo—. Debe estar pensando en lo que vais a hacer. Fingid. Pretended que estáis tan entregado a vuestros placeres que no os queda energía para luchar.
—Eso me parece sensato —dijo Jeanne.
Y Enrique estuvo de acuerdo.
Pero la excitación crecía.
El duque, impulsado por Jeanne, dijo que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para formar un ejército. Enrique estaba pensativo. Por más que la propuesta era atractiva, se pronunció en contra.
Era una locura llevar un ejército extranjero a territorio inglés. Conocía a sus compatriotas. Se levantarían contra el extranjero. No. Si lo que había oído era verdad —y tanto él como los Arundel tenían espías en Inglaterra y mensajeros que viajaban constantemente trayendo noticias— Ricardo era cada vez más impopular.
Él, Enrique, volvería a Inglaterra, sí, pero lo haría con el pretexto de recobrar sus propiedades. Nadie debía sospechar que ambicionaba la corona. Desembarcaría sigilosamente en Inglaterra.
—Nadie debe conocer mi llegada —dijo, y los Arundel estuvieron de acuerdo con él.
Jeanne sugirió que debían fingir que iban de visita a España. Debían ir primero a París y hacer conocer su presencia allí; y al partir marcharían unos kilómetros en dirección al sur, darían la vuelta y se dirigirían a toda prisa a Boulogne. El duque de Bretaña pondría los barcos necesarios a disposición de ellos, que podrían escabullirse secretamente y atravesar el canal.
La treta pareció efectiva, porque pronto se enteraron de que Roger de Mortimer, conde de March, que se ocupaba de ciertos asuntos en Irlanda, había sido muerto cerca de Kells, en la comarca de KilKenny. Ricardo decidió que debía ir personalmente a continuar con la lucha, cosa que seguramente no habría hecho en caso de estar enterado de los planes de Enrique. Roger de Mortimer —nieto de Lionel, duque de Clarence, hijo de Eduardo III y de Philippa, hermano mayor de John de Gaunt— había sido nombrado heredero del trono para el caso de que Ricardo no tuviera hijos. De manera que, antes de partir para Irlanda, Ricardo nombró a Edmund, hijo de Roger, como su sucesor. Pero Edmund era un niño de ocho años, y la gente no quería un rey niño. Ya habían probado esto cuando Ricardo subió al trono. Edmund era un obstáculo, porque venía antes que el hijo de John de Gaunt, pero Enrique estaba seguro de que la juventud de Edmund actuaba en contra de él y que, si se demostraba que el pueblo estaba harto de Ricardo, iban a pensar en el hijo de John de Gaunt, es decir, en Enrique de Bolingbroke, duque de Hereford, jefe de la Casa de Lancaster.
Era un pensamiento reconfortante.
Jeanne mostró cierta tristeza en la despedida, aunque él sabía que ella estaba ansiosa de que él conquistara una corona. Había en sus ojos una mirada lejana, que él creyó entender.
Dieron un último paseo juntos por el pequeño jardín, dentro del perímetro del castillo.
—He sido muy feliz en Bretaña —dijo Enrique—. Casi he olvidado el motivo por el que vine aquí.
—Me alegro de que hayáis venido a nosotros —dijo ella.
—¿Cómo podré agradeceros vuestras bondades? —preguntó el.
—Quizá —dijo ella— no olvidándonos.
Él se detuvo y recogió una florecilla azul, que sostuvo en la palma de las manos.
—¿Sabéis que es? —preguntó.
—Se llama myosotis arvensis —dijo ella.
—¿Es hermosa, verdad? Cuando la mire, pensaré en vos. La haré bordar en mi emblema y, a partir de ahora, será conocida como “Nomeolvides”.
Unos días después dejó la corte de Bretaña. Encontró ocasión para dar a Jeanne la florecilla azul, que ella apretó entre las páginas de un libro y contempló muchas veces en los meses que siguieron...
Harry era cada vez más consciente de su posición poco envidiable en la corte. Estaba emparentado de cerca con el rey, pero todos sabían que su padre estaba desterrado y que su presencia en la corte era considerada una garantía del buen comportamiento de su padre. No era muy grato estar cautivo para alguien del carácter de Harry.
Sabía muy bien que, si pedía permiso para visitar a sus hermanos y hermanas, o a la viuda de su abuelo, o a sus parientes Beaufort, se le iba a negar el permiso. No. El rey quería que Harry estuviera a mano para apoderarse de él en cualquier momento, si era necesario.
Ricardo era siempre afable con Harry. En verdad simpatizaba con el muchacho. Harry se mostraba impaciente ante las ropas costosas, las joyas y las comidas epicúreas. Le molestaba la vida en la corte. Anhelaba la aventura.
Además, estaba preocupado por su padre, especialmente desde la muerte de su abuelo.
Su primo Humphrey estaba en la corte. Tampoco la situación de éste era muy feliz. Eran parientes cercanos, porque el padre de Humphrey había sido el duque de Gloucester, ahogado con unos cobertores de pluma en una mugrienta posada de Calais (sin duda por orden del rey); y el duque era hermano del abuelo de Harry, John de Gaunt. Como su madre era Eleanor de Bohun, hermana de la madre de Enrique, eran primos por partida doble.
Ambos muchachos se daban cuenta de que su seguridad era más bien precaria, porque el destino de sus padres era un constante aviso para ellos y sabían que cualquier cosa podía pasarles en cualquier momento.
Mantenían el oído atento en espera de noticias y hablaban en secreto. Harry estaba seguro de que su padre iba a volver a Inglaterra, ahora que el rey había confiscado las propiedades de los Lancaster.
—Cuando lo haga —decía— habrá muchos que lo ayudarán a reconquistar esas propiedades. A los nobles no les gusta que un par sufra confiscaciones, porque piensan que, si le sucede a uno, les puede suceder a todos.
—Tendrá que tener cuidado —dijo Humphrey.
—Mi padre siempre ha sido cuidadoso. No es arriesgado, como lo era el tuyo.
Humphrey guardó silencio recordando el terrible día en que se enteró de que habían matado a su padre. Parecía increíble. Thomas de Gloucester siempre había sido un hombre atropellado y vocinglero, seguro de su capacidad de éxito. Nunca iba a olvidar cómo su enérgica madre, que nunca había parecido indefensa antes, se había convertido de pronto en una mujer triste y silenciosa. Había sido una mujer segura de sí misma; había creído totalmente que su marido iba a lograr todo lo que ambicionaba y que ella iba a elevarse junto con él; y bruscamente todo había terminado. Se habían llevado a su padre. ¿Cómo había muerto? ¿Qué habría sentido cuando dos o tres matones lo habían sofocado con mantas y almohadas de plumas, impidiéndole respirar...? Y finalmente ya no había respirado más.
No debía pensar en esas cosas. Tenía que ser como Harry, que se reía mucho y seguía a las camareras con ojos lujuriosos, e incluso se permitía comentar los encantos —o la carencia— de ellos de las damas de la corte.
Ahora jugaban a las cartas, que los fascinaban a ambos. Habían sido inventadas hacía unos pocos años para divertir al rey de Francia y estaban ahora muy a la moda en Inglaterra. Mucha gente en la corte jugaba a las cartas, que son sus reyes, reinas, príncipes y ases parecían adecuarse muy bien a la vida de la corte.
Harry sonreía ante el manojo en forma de abanico que tenía en la mano, mientras miraba sigilosamente a Humphrey. Uno nunca adivinaba las cartas que tenía Harry, pensó Humphrey. Su expresión engañaba a cualquiera.
Pero antes de que se iniciara la partida uno de los asistentes del rey fue a verlos para decirles que su presencia era requerida en la cámara regia. De manera que dejaron las cartas y salieron a cumplir la orden del rey.
Ricardo estaba tendido en un sillón, como al descuido, con su sabueso favorito, Math, a sus pies. El perro miró desconfiado a los dos muchachos cuando se acercaron.
Harry intentó llamar al animal para que se le acercara, pero Math sólo le mostró desdén. Era casi como si dijera: “Soy el perro del rey. No aceptaré más que al rey como amo.”
—Ah, primos —dijo Ricardo, sonriendo al verlos—, tengo noticias para vosotros.
Los miraba enangostando los ojos. Se daba cuenta de que Harry iba a ser un hombre salvaje, loco. Iba a ser todo lo que Ricardo no era. Pero el muchacho le gustaba. Le daba placer tenerlo en la corte, poder llamarlo en cualquier momento. Así iban a seguir las cosas.
“Los dos muchachos eran hijos de hombres que él había odiado, pese a ser parientes tan cercanos. Humphrey era ahora duque de Gloucester, y Ricardo había detestado más que a nadie al padre del muchacho. Era uno de los tíos que habían frustrado su vida y lo habían irritado cuando era muy joven. Había simpatizado con John de Gaunt, abuelo de Harry, cuando el viejo había aceptado su edad y abandonado la infructuosa búsqueda de cualquier corona. Pero el padre de Harry, Enrique de Bolingbroke, era alguien de quien siempre iba a desconfiar.
Nunca olvidaría a los cinco Señores Apelantes, de pie ante él y tomados del brazo, para mostrar que estaban unidos y que venían contra él. Había decidido vengarse desde aquel mismo momento. Y se había vengado: Gloucester estaba muerto, ahogado bajo un edredón; Arundel, decapitado; Warwick, preso; Norfolk y Hereford, desterrados. Y así seguirían. Y si Hereford se ponía a molestar, tenía al joven Harry al alcance de la mano. Harry, el rehén.
—Os preguntáis sin duda para qué os he mandado llamar —dijo—, ¿verdad?
—Habéis adivinado con justeza, milord —replicó Harry. Había un dejo de insolencia en la voz del muchacho, pero la sonrisa era cordial. Uno nunca sabía muy bien cómo entender a Harry.
—Son órdenes breves —dijo el rey— debéis prepararos a partir para Irlanda.
—¿Irlanda, señor? —exclamó Harry.
—He dicho Irlanda —repitió el rey—. La muerte del conde de March hace necesario que lleve allí un ejército. Vendréis con nosotros.
Los muchachos oyeron la noticia con sentimientos mezclados. Les gustaba la aventura... ¡pero Irlanda! Hubieran preferido ir a Francia. El padre de Harry estaba en Francia. Tal vez...
El rey habló.
—No dudo de que desearéis hacer algunos preparativos. Se os comunicará cuándo debemos partir.
Math los miraba soñoliento; los muchachos hicieron una inclinación y se retiraron.
—A Irlanda... —murmuró Humphrey—. Me pregunto por qué nos manda allá.
—Porque el rey no quiere perderme de vista. Soy garantía de la buena conducta de mi padre hacia él. Soy su rehén. Por eso voy yo.
—¿Y por qué voy yo?
—Porque no quiere que mi partida sea demasiado conspicua. Si vamos los dos... bueno, somos parte del séquito de la corte. Lo veo claramente, primo Humphrey.
—Sí —dijo Humphrey— yo también lo veo. Me pregunto cuánto tiempo seguirás siendo un rehén.
Harry se puso pensativo. Sabía que el rey había confiscado las propiedades de su padre.
Y pensó que este hecho iba a crear una diferencia.
A los dos muchachos les gustó y entusiasmó el viaje a Irlanda. La agitada travesía marítima, que perturbaba a tantos, no los afectó. Paseaban por cubierta bajo una persistente llovizna y se sentían realmente como hombres que van a entrar en batalla.
—Naturalmente se trata sólo de los irlandeses —dijo Harry, desconsolado—. Desearía que fueran los franceses.
Irlanda los desilusionó. Parecía que no había nada, fuera de kilómetros de tierras pantanosas, que podían ser peligrosas; había escarpadas montañas, gente torva que vivía muy pobremente y, sobre todo, la lluvia, una lluvia perpetua.
Ricardo, a la cabeza del ejército, estaba en verdad espléndido, y creó cierta expectativa entre los irlandeses, lo cual no dejó de producir cierto efecto. Harry lo percibió. Ricardo no tenía verdaderas cualidades de jefe, pero su aura de realeza le era útil de algún modo. Harry había oído describir muchas veces la forma en que el rey había enfrentado a los campesinos sublevados en Blackheath y Smithfield y había entendido por qué había sido capaz de apaciguarlos.. Era extraordinariamente hermoso, rubio y de piel transparente, con un aire casi etéreo. Era capaz de mezclarse con sus súbditos y seducirlos con su encanto; pero no era el rey que los lleva a la batalla. Si no se llegaba a una lucha real, la campaña de Ricardo podía tener éxito. Si se peleaba en serio, tenía que fracasar. Harry estaba aprendiendo muchas cosas sobre el arte de gobernar. Habría de llegar un día en que él habría de tener sus propios hombres; entonces sabría dirigirlos.
El ejército estaba cada vez más descontento. Nada puede socavar y debilitar la moral de los soldados tanto como la inacción y las continuas lluvias. Extrañaban sus hogares; odiaban a Irlanda. Los encuentros bélicos que tenían no eran excitantes y en esta tierra indigente el botín que se ofrecía no justificaba el haber hecho el viaje.
En Inglaterra, Edmund de Langley, duque de York, actuaba como regente. Aunque era hijo de Eduardo III, carecía de toda ambición y sólo deseaba llevar una vida tranquila y apacible. Tal vez había sido por esto que Ricardo lo había nombrado regente. El rey había elegido cinco hombres para que le ayudaran: William Scrope, el conde de Wiltshire, sir William Bagot, sir John Bushby y sir Henry Green. Imposible haber elegido cinco hombres más impopulares. Pese a sus pocos años, Harry estaba atónito ante la incuria del rey.
Era una campaña pesarosa, que el mal tiempo agravaba. El mar alborotado no permitía atravesar el canal; las líneas de comunicación estaban cortadas. Los hombres estaban hartos de pelear y, aunque los irlandeses no eran capaces de enfrentarlos con un ejército, tenían otros medios de asediarlos. Destruían lo poco que hubieran podido dejar detrás de ellos al huir del enemigo, y cuando Ricardo llegó a Dublín su ejército sólo tenía una idea fija: volver a los hogares a la brevedad posible. Estaban hartos de estas guerras insensatas que no traían ningún provecho.
En Dublín había mensajeros que estaban esperando a Ricardo con noticias catastróficas. Enrique de Lancaster había desembarcado en Inglaterra: había ido a recuperar su herencia y los hombres se juntaban bajo sus estandartes.
Ricardo siempre había tenido miedo de su primo. Vio entonces que había cometido un grave error. El primero había sido desterrarlo; el segundo haber confiscado sus tierras.
Era demasiado tarde para dar marcha atrás.
Tenía dos alternativas: quedarse en Irlanda y llevar una campaña contra Enrique desde ese país, o regresar y hacerle frente. Naturalmente, tenía que volver a Inglaterra, pero esto implicaba forzosamente cierta demora. Envió a John Montacute, conde de Salisbury, de vuelta a Inglaterra con instrucciones de levantar al pueblo de Gales contra Lancaster. Él habría de volver al país lo más pronto posible, en cuanto arreglara algunas cosas en Irlanda.
Entonces se acordó de Harry de Monmouth, hijo del invasor, que estaba en sus manos.
Podía sacarse ventaja de esto.
La idea le hizo lanzar una carcajada. ¡El hijo y heredero de su enemigo en sus manos!
Mandó llamar a Harry, que llegó con aire un poco truculento, ya que le habían llegado noticias del desembarco de su padre. No pudo dejar de admirar al muchacho, que estaba en una situación peligrosa y lo sabía.
—¿De modo que eres el hijo de un traidor? —preguntó Ricardo.
—No, señor, no lo soy. Mi padre no es traidor.
—¿Sabes que ha desembarcado en Inglaterra a pesar de que yo lo envié al destierro?
—No dudo de que va a recuperar sus tierras —dijo Harry—. Lo que prometisteis a mi abuelo debió ser cumplido.
—Eres atrevido, halconcito. Ahora eres mi prisionero, ¿sabes?
—Sé que he sido y sigo siendo un rehén.
—Eres garantía del buen comportamiento de tu padre.
—Entonces no tengo nada que temer, porque mi padre no actúa como un traidor. Sólo va a recobrar las tierras que son suyas por derecho de herencia.
—Tendrás que aprender a frenar la lengua, Harry.
—Y a mentir... como los otros.
Ricardo se puso colorado.
—Eres un tonto —dijo.
—Mejor tonto que villano —contestó Harry.
Ricardo gritó:
—¡Quítate de mi vista o haré que te corten esa lengua insolente!
Interiormente Harry se estremeció de miedo, pero no lo demostró. Hizo una reverencia y se retiró.
Ricardo escondió la cara entre las manos. ¡Que cayeran mil maldiciones sobre Enrique de Bolingbroke! Él había sido un estúpido al dejar a aquel hombre con vida, al enviarlo al extranjero para que conspirara con sus enemigos, al haberle arrebatado sus tierras. Él mismo había provocado la situación en que estaba.
El joven Harry lo sabía. Era un muchacho despierto e inteligente. Ricardo detestaba la violencia. Por eso se había resistido tanto a ir a la guerra. ¿Por qué la gente no podía gozar de las cosas que daban placer: la música, la literatura, el arte, una cocina refinada y moderada, buenos vinos, perfumes, buena ropa, alhajas rutilantes, un cuerpo limpio y hermoso...? Pensaban que él no era un rey como debía ser un rey, porque le importaban estas cosas. Y ahora Lancaster lo obligaba a ir a la guerra; y Harry, el hijo de Lancaster, se mostraba desafiante, casi insolente, porque sabía en el fondo de su corazón que maltratarlo era algo detestable para Ricardo, que execraba la violencia. ¿Qué hacer con Harry?
Convocó a dos de sus guardias.
—Que Lord Harry de Monmouth sea llevado al castillo de Trim, junto con su primo Gloucester. Quedarán allí hasta que yo haya arreglado el asunto con el traidor de Lancaster.
De manera que los dos muchachos fueron enviados al castillo de Trim, donde pasaban los días jugando al ajedrez y a las cartas, mientras esperaban las noticias de Inglaterra.
Enrique había decidido dirigirse a la parte del país que esperaba le fuera más leal y por eso, en lugar de desembarcar en Dover o en Folkestone, como se esperaba que lo hiciera, marchó hacia el norte y finalmente llegó a Bridlington. Quedó sorprendido ante la multitud que se reunió bajo sus banderas. Le daban la bienvenida porque estaban hartos de Ricardo. Hizo su cuartel general en su castillo de Pickering, y desde allí marchó hacia Doncaster; sus seguidores aumentaban de día en día.
En Doncaster se le unió el conde de Westmorland y Enrique Percy, conde de Northumberland, con su hijo sir Henry Percy, conocido como “Espuela Caliente”. Los Percy eran una familia poderosa que ayudaba a vigilar la frontera con Escocia, impidiendo cualquier escaramuza. Eran como reyes de las provincias del norte. Con ellos venían los señores de Greystock y Willoughby, una fuerza formidable.
El conde de Northumberland convocó a una asamblea a la que invitó a concurrir a Enrique y, cuando estuvieron reunidos, dijo:
—Es importante saber cuáles son vuestras intenciones, y por qué habéis regresado a Inglaterra.
Enrique replicó con rapidez que su intención era la de recuperar las propiedades que se le habían confiscado injustamente. No tenía otras intenciones.
La asamblea se sintió aliviada. Dieron a entender que no deseaban participar en una campaña para quitar la corona a Ricardo y ponerla en la cabeza de su primo. Pero, como eran hombres que poseían vastos dominios, sus puntos de vista eran muy estrictos en lo que se refería a la confiscación de tierras. El rey había actuado tontamente al romper su promesa a John de Gaunt, y estaban de acuerdo en que sólo quedaba un camino a Enrique de Lancaster. Debía volver a Inglaterra y recobrar lo que le pertenecía.
De este modo los poderosos condes del norte se unieron a Enrique de Lancaster en una causa justa.
La siguiente semana se produjo un derrumbe total. Los partidarios de Ricardo lo abandonaron uno a uno y se pasaron a las banderas de Enrique. El rey quedó estupefacto al principio, después resignado. Lo que siempre había temido, había pasado. La gente estaba harta de él; ya no amaban al muchacho brillante y hermoso que habían aclamado entusiastamente en Blackheath y Smithfield. Estaban hartos de él y creían que Enrique de Lancaster les iba a ser de más utilidad.
Cuando Ricardo quedó sólo con seis hombres leales, supo que su captura era cuestión de días. Vagó de castillo en castillo hasta que llegó a Conway, y allí descansó, porque no tenía ánimo para proseguir la fútil lucha.
Su viejo enemigo, el arzobispo Arundel, fue a verlo y le sacó la promesa de abdicar la corona.
Lo hizo casi con premura. Estaba cansado de la corona, cansado de la vida. Lo único que lamentaba era estar separado de su reinita.
La joven Isabella le había dado lo que había perdido en la vida desde la muerte de la reina Ana. Quería amar y ser amado y la exquisita criatura, que lo adoraba, a quien consideraba como a una niña muy amada, pese a ser su esposa, le proporcionaba esto.
¡Pobre y dulce Isabelle! ¿Qué sería ahora de ella?
En cuanto a Enrique, había triunfado más allá de sus más locas esperanzas. Había previsto que Ricardo debía dejar el trono por propia voluntad. No quería dificultades, que habrían sido inevitables si Ricardo se hubiera visto obligado a abdicar por la fuerza. Enrique quería que lo convencieran de apoderarse de aquello que había codiciado desde hacía muchos años.
Ricardo se mostró obstinado al principio, cuando tuvo que dar el paso irrevocable, pero finalmente cedió.
Había un nuevo rey en el trono: Enrique de Bolingbroke, duque de Lancaster, se había convertido en el rey Enrique IV de Inglaterra.