OLDCASTLE
La noche era tempestuosa. Había poca gente en las calles, pero los que por allí andaban hubieran podido ver una figura encapuchada que marchaba velozmente hacia la Abadía. Nadie hubiera podido adivinar que éste era el hombre que era rey desde hacía unas cuantas horas. El hombre caminaba con aire decidido hacia las puertas de la Abadía.
Entró y, al hacerlo, un monje se acercó a él.
—Deseo hablar con vos, hermano. Deseo confesar mis pecados y pedir la absolución —dijo Harry, ahora Enrique V.
—¡Milord! —exclamó el monje, pues nadie podía dejar de reconocer el tono lleno de autoridad del nuevo rey—... a estas horas...
—Dejemos las horas. Tengo urgencia. Venid. Llevadme hasta el confesionario.
—Seguidme —dijo el monje.
Enrique lo siguió y allí, en el confesionario, se arrodilló, escondió la cara entre las manos y dijo:
—He llevado una vida disipada. Me he entregado a prácticas pecaminosas. Juro por Dios y todos sus santos que, a partir de hoy, cambiará mi conducta.
—El Señor oirá vuestro juramento, hijo mío —dijo el santo varón—. Sois joven. Tenéis muchos años por delante para compensar vuestras locuras pasadas.
—Debo hablaros de los atroces pecados que he cometido. He sido cruel, disipado, he frecuentado tabernas y me he juntado con ladrones y prostitutas. He sido esclavo del vicio. He dado la espalda a la virtud. He suscitado gran ansiedad en mi padre. He sido vicioso en todos mis actos...
—Arrepentíos —dijo el monje—. Arrepentíos sinceramente. Todavía sois joven. Tenéis la vida por delante.
—He vivido veintiséis años en esta tierra, padre, y he cometido más pecados de los que puede cometer un hombre corriente en sesenta.
—Animaos, hijo mío. Tendréis oportunidades en el futuro. Dedicad vuestra vida al servicio del país. Prescindid de vuestros deseos carnales. Poneos el manto de rey virtuoso y la mala cizaña se convertirá en fructífero olivo.
—Dadme vuestra bendición y dejad que os confiese lo que tal vez ya sabéis.
Pasaron unos pocos segundos de silencio y el rey empezó a hablar de las noches que había pasado en las tabernas más abyectas de East Cheap, de las orgías en que había desempeñado un papel preponderante. Deseaba no ocultar nada. El santo varón debía saber hasta qué punto había caído él.
El monje escuchaba y, al terminar el relato del rey, dijo:
—Id con Dios. Vuestros pecados serán lavados con las buenas acciones que habréis de realizar.
Pero el rey no estaba satisfecho.
—Mi padre murió lleno de remordimientos —dijo—. Y yo, que he heredado su corona, debo compartir ese remordimiento. En su hora final creyó que no tenía derecho a la corona, que se la había birlado a Ricardo y que debía ser castigado por esto... por la muerte de Ricardo...
—Ese es un grave pecado para cualquier conciencia —dijo el monje—. Si el rey vuestro padre asesinó a su predecesor... no puede esperar que se le abra el Reino de los Cielos.
—Él no asesinó a Ricardo con sus propias manos. Tal vez no tenía intenciones de que muriera. Pero Ricardo murió a manos de los que servían a mi padre. Si él no lo mató directamente, creyó de todos modos que compartía esa culpa, una culpa que sentía muy pesada en su conciencia...
—Y vos, milord, ¿no sabíais nada de esto?
—Yo acababa de llegar de Irlanda. La corona pasó a manos de mi padre cuando yo estaba en ese país. No supe nada de la muerte de Ricardo, salvo que esta muerte favorecía a mi padre.
—Eso no será contado como culpa vuestra, hijo mío. Aliviad vuestra conciencia ofreciendo a Ricardo un entierro digno de él.
—Lo haré enterrar en esta Abadía. Es el lugar que le corresponde.
—Id en paz, hijo mío. Cambiad de vida. Arrojad la capa del vicio y envolveos en la de la virtud. Servid bien a vuestro pueblo, porque en esta forma serviréis mejor a Dios.
Cuando el rey salió a la noche, se sentía elevado moralmente. Harry, el príncipe disoluto, era ahora Enrique, el rey resuelto.
La coronación debía celebrarse el Domingo de Ramos, nueve de abril del año 1413.
El rey ya había empezado a asombrar a todos los que le rodeaban con su conducta seria y grave.
Muchos decían que no iba a durar. Muy pronto Harry iba a llenar la corte con sus compañeros de parranda. Este papel de soberano responsable era nuevo para él y había que reconocer que lo estaba desempeñando con competencia.
Hacía días que no veía a sus compañeros de juerga, que se habían alejado de la corte a pedido de él. Ahora estaba en contacto con sus tíos, los Beaufort, y había devuelto a Henry Beaufort la cancillería a la que éste había renunciado al ser nombrado para el arzobispado de Winchester. El conde de Arundel había sido un favorito de su padre, pero Enrique no compartía la amistad que había sentido su padre por este hombre, aunque comprendía que el jefe de una familia tan poderosa no debía ser ofendido. Se lo nombró tesorero. Enrique hizo pública penitencia por los pecados de su padre y todos se dieron cuenta de que lo que en realidad buscaba era afianzar la corona, porque hizo trasladar el cadáver de Ricardo a la Abadía de Westminster, donde fue enterrado, y anunció que el día de la Coronación tenía intenciones de conceder un perdón general a todos los prisioneros, salvo los encarcelados por asesinato o estupro.
Fue un buen comienzo, pero la mayor parte de la gente no bajaba la guardia todavía. El príncipe Harry había tenido una reputación tan mala que no podía borrársela con unos pocos actos virtuosos. El rey anunció que iba a fundar tres conventos en Richmond: uno para los cartujos, uno para los Celestinos y otro para las monjas bregentinas. Asimismo, pidió que se ofrecieran plegarias día y noche por el reposo del alma de su padre.
La temperatura era anormalmente fría para el mes de abril. El invierno había sido muy duro y el frío continuaba en la primavera. Pero el día de la coronación la gente se amontonó en las calles a pesar de los fuertes vientos. Después de la ceremonia tradicional en la Abadía, Enrique salió a las calles. En ese momento estaba nevando y soplaban vientos recios, que culminaron en una tormenta.
¡Una tormenta de nieve en abril! Un fenómeno tan extraño debía ser, sin duda, una señal de los cielos.
Cuando Enrique se abría paso hasta el palacio, para asistir al banquete de la coronación, se dijo que ésta era la forma que tenía Dios de decirle a Inglaterra que el rey había puesto a un lado los ardores de su juventud. La nieve enfriaba sus concupiscencias juveniles. Era una buena señal. Pero también hubo algunos que consideraron que esta nevisca era un mal augurio.
En cualquier caso, no cabía duda de que Enrique era ahora un nuevo hombre.
Thomas Arundel, arzobispo de Canterbury, solicitó una entrevista con el rey.
La última vez que el rey había visto al arzobispo había sido el día de la coronación, cuando Arundel le había colocado la corona en la cabeza. Ahora Arundel quería tratar con él un tema muy serio y Enrique adivinó el carácter del mismo.
Arundel había sido un enemigo del movimiento que recorría todo el país y que se conocía como el movimiento de los lolardos. El objetivo de esta comunidad era, en realidad, lograr el completo despojamiento de la Iglesia: un objetivo que hubiera suscitado risas en algún momento, pero que en años recientes se había convertido en una verdadera amenaza.
Estos lolardos, seguidores de John Wycliffe, eran reformadores y sus intereses no se limitaban a la reforma de la Iglesia. Se creía que este pensamiento estaba en la base de la sublevación de los campesinos y que había llevado a la Corona al borde del desastre. Por lo tanto, era un movimiento que debía ser observado de cerca y, desde su llegada al trono, nadie estaba más consciente de esto que Enrique.
Su padre nunca había gozado de una plena seguridad y él, por su parte, todavía tenía que averiguar hasta qué punto era firme su dominio del país. Cuando se había llegado al poder por un camino que podía llamarse desviado, y basándose en derechos discutibles, uno tenía que andar con pies de plomo.
El rey recibió al arzobispo con muestras de amistad, acompañadas de cierta frialdad. No sentía mucha simpatía por este viejo, que ya andaba cerca de los sesenta, pensó Enrique, y que no tenía mucho tiempo de vida.
—Milord —dijo el arzobispo—, he venido a veros por un asunto muy serio. Los lolardos están a punto de sublevarse y ya es tiempo de que hagamos algo contra ellos.
—¡Los lolardos! —exclamó el rey —. Los tenemos bajo control, ¿no? Sabemos muy bien cómo frenarlos cuando se ponen demasiado insolentes.
—Son algo más que insolentes, milord. Se han convertido en una amenaza.
Enrique miró atentamente la cara del arzobispo. “Este siempre está muy atento a los derechos de la Iglesia”, pensó. “Con un ojo avizor para que el estado no le birle algunos de sus privilegios.” Enrique pensaba que el estado era lo primero y el arzobispo no estaba de acuerdo. Siempre había este conflicto latente entre las dos partes.
Arundel había tenido una carrera tempestuosa. Había sido desterrado por Ricardo y, como Ricardo había sido su enemigo, Enrique IV había sido su amigo. Arundel había lamentado el fallecimiento del cuarto de los Enriques y estaba dispuesto a ser muy cauteloso con el quinto de ese nombre. “Y no le faltaban razones para esto”, pensó el nuevo rey.
No había necesidad de preocuparse. Era un viejo. “Dentro de poco nombraré a mi propio arzobispo”, pensó.
—Milord —dijo—, los lolardos conspiran contra la corona cuando atacan a la Iglesia.
Enrique levantó las cejas.
—Las ideas de los lolardos estaban detrás de la sublevación de los campesinos, señor —dijo el arzobispo—. No os equivoquéis en este punto. Es un movimiento subversivo. Quieren convertiros en un títere de sus fines o poner a otro en vuestro lugar.
—Hemos tenido a los lolardos con nosotros muchos años. Decidme, señor arzobispo, ¿por qué os preocupáis por ellos tanto... justamente ahora?
—Porque, milord, esta gente tiene ahora un nuevo jefe, un hombre con considerable fortuna y capacidad de mando. Los lolardos se reúnen bajo su guía. Muy pronto marcharán sobre Londres si nosotros no hacemos algo.
—¿No podéis hacer prender a este jefe y meterlo en la Torre para que se lo juzgue por traición?
—Se puede hacer, señor, pero en vista de quién es ese hombre, he creído conveniente exponer ante vos el asunto para solicitar vuestra opinión. ¿Qué pensáis que debe hacerse?
—... Si este hombre es el jefe de una banda de rebeldes, que proyecta sublevarse contra la corona... ¿qué os hace vacilar?
—El hombre es lord Cobham, milord, en un tiempo llamado sir John Oldcastle. Se sabe que es un hombre con quien vos habéis tenido cierta amistad. Antes de arrestarlo queremos conocer vuestra voluntad.
—¿Oldcastle? —exclamó el rey, mientras una lenta sonrisa pasaba por sus labios. “Viejo pícaro”, pensó. “¿En qué andas ahora?
—¿De modo que se ha convertido en reformador? —dijo Enrique. Y quedó un rato pensativo. No estaba del todo sorprendido.
Al viejo John siempre le había gustado hablar, y había demostrado cierta inclinación por los puntos de vista de los lolardos. Era difícil imaginar que Oldcastle fuera completamente serio en esto. No era hombre de renunciar a su antigua vida crapulosa por una causa espiritual.
—Al parecer, se ha convertido en reformador desde su casamiento con lady Cobham, milord.
El rey cabeceó.
—Ella es una heredera, ¿no? Es la nieta del viejo lord Cobham, muerto hace algunos años. Ahora es propietaria de la Casa Cobham y del Castillo Cowling.
—¿Qué clase de mujer es?
—Tiene unos treinta años. Oldcastle es su cuarto marido.
—Una dama muy experta, veo. Supongo que también una mujer de opiniones firmes. Por supuesto, al casarse con ella. John Oldcastle ha adquirido el título. Es algo que tiene que gustarle.
—Los lolardos cuentan con muchos adherentes en el distrito en donde viven ahora él y su mujer. El número ha aumentado últimamente. Me dicen que esto se debe a que lord Cobham es un jefe enérgico y sabe cómo reclutar hombres para su causa.
—Estoy seguro de que sabe hacerlo —comentó Enrique—. No conozco a ningún hombre más persuasivo cuando se pone a dar argumentos.
—Nuestra proposición es que sea arrestado e interrogado.
Enrique asintió.
—Voy a hablar con él —dijo—. Le haré ver que se ha puesto en una posición muy peligrosa. Es cierto que en un tiempo fuimos amigos. Será para mí un placer darle un consejo.
El arzobispo asintió con un gesto y, cuando se retiró, el rey envió una nota a Casa Cobham, convocando a su antiguo amigo, que debía visitarlo sin demora.
Se enfrentaron los dos hombres que habían sido los bulliciosos compañeros de juerga, entregados a empresas disolutas, superándose el uno al otro en locuras, los hombres que habían declarado que nada podía detenerlos... por muy chocante que resultara a la sociedad convencional.
“Se ha producido un cambio en él”, pensó el rey. “Está tan fuerte como siempre, con el mismo brillo pícaro en los ojos, pero aquí hay una nueva seriedad, un propósito... Casi podría hablarse de fanatismo.”
—John —dijo Enrique—, supongo que tal vez has adivinado el motivo por el cual te he mandado llamar.
—Supongo que estáis echando de menos mi alegre compañía y queréis usarla de nuevo.
—En verdad la he echado de menos, pero en mi vida actual hay poco tiempo para las diversiones que tú y yo nos permitíamos entonces. Te has vuelto muy serio, John.
—Milord: ahora sois rey y yo también percibo cambios en vos.
—Debo hablarte seriamente.
—Habéis estado hablando con el señor arzobispo. Lo juraría.
—Entonces estás enterado de que hay quejas contra ti, ¿no?
—Supongo que el señor arzobispo, enterado de que hay una cierta amistad entre vos y yo, quiere tener vuestro permiso antes de proceder a encerrarme en la Torre.
—John: tienes que poner fin a estas tonterías.
—¿Tonterías? Milord: no habéis entendido. Es como si yo os pidiera que renunciarais a vuestra corona.
—Ahora eres tú quien está disparatando. Tú no sólo te has juntado con los lolardos, sino que te has convertido en su jefe y, como eres quien eres... como tienes una fuerza de persuasión cuyos poderes yo conozco... y como te has casado con lady Cobham, y utilizas sus riquezas y su título, cuentas con medios para reunir a la gente. Estás en peligro, viejo. Te lo advierto como un hombre que en un tiempo ha sido tu amigo.
—Vuestras palabras caen en suelo de piedra, querido señor.
—Tengo intenciones de cultivar ese suelo y hacerlo fértil. John: debes escucharme.
—Yo había contado con hacer que vos me escucharais a mí.
—Vamos, vamos, ¿tienes intenciones de convertirme en un lolardo?
—Nosotros no estamos en contra del rey, milord. Hemos puesto nuestros ojos en la Iglesia.
—¿Qué puede hacer una banda de rebeldes... en su mayoría de campesinos... contra la Iglesia?
—Queremos reformarla. Debéis estar de acuerdo conmigo en que Cristo y sus apóstoles no andaban envueltos en atavíos lujosos. No vivían en palacios. Vivían humildemente, en la pobreza, haciendo el bien. Una iglesia que tiene posesiones terrenales, que cobra impuestos y saca dineros a los campesinos que se están muriendo de hambre, que apenas pueden pagar por sus entierros y sus bautismos, no puede hacer la obra que Cristo quería que hiciéramos en esta tierra.
—No dudo de que tus intenciones son buenas. John. Tenemos a la Iglesia, y siempre la hemos tenido. Yo no puedo hacer que mi arzobispo vague por los campos y duerma en las praderas cuando no pueda encontrar un camastro... o comer los mendrugos de pan que le dé la mujer de algún campesino. Seamos razonables, John. Albergo temores por ti. Te van a arrestar, te van a interrogar. Por amor de Dios, viejo, ¿no te das cuenta de lo que el destino te está preparando? ¿Te has olvidado de William Sawtree?
—No lo he olvidado. Muchos no lo olvidarán. Fue el primer hombre que fue quemado vivo por sus convicciones religiosas. Actos como éste no apartan de la Verdad. Sólo fortalecen un propósito.
—Deberías verlo como una lección.
—Lo es, milord. Es la lección de que el alma del hombre es su posesión más preciada y no puede ser destruida por el fuego.
—Prefería mi antiguo compañero de correrías a este grave reformador.
—Preferiríais mal —dijo Oldcastle, muy serio—. Yo, por mi parte, me alegro de ver a un rey y no a un muchacho disoluto. ¿Os acordáis, Hal... perdonadme la familiaridad, pero mi memoria vuelve a los días en que éramos compañeros de parranda... os acordáis de un humilde sastre de la diócesis de Worcester, un hombre llamado John Badby?
El rey se apartó, meneando la cabeza con impaciencia, pero lo hacía para que no se viera su emoción. Sí, recordaba a John Badby. Había pensado en él muchas veces en los meses que habían seguido a aquel día. Había olido el acre hedor, había oído los alaridos de dolor. Era algo que prefería olvidar.
Pero John Oldcastle no iba a permitirle que lo olvidara.
—Lo tomaron preso... era un humilde sastre —siguió diciendo John—. ¿Por qué eligieron un hombre como ése para dar un escarmiento? Y Dios sabe que era un hombre valiente. ¿En qué consistió su crimen? Tan sólo en negar la Transustanciación. Él sólo dijo: “Si en cada consagración del altar se renueva el Cuerpo del Señor, entonces debe haber veinte mil dioses en Inglaterra.” Él creía que existía un solo Dios en Inglaterra. Lo juzgaron en la Catedral de San Pablo. Le mostraron el sacramento y le preguntaron qué era. Él dijo que era el pan sacrosanto, pero no el Cuerpo de Dios. Y por esto lo llevaron a Smithfield. Os habéis olvidado de este hombre, milord. ¿Quién se va a acordar de un humilde sastre? ¿Pero si ese humilde sastre llega a ser santo....?
—El martirio de ese hombre desatinado no tiene nada que ver con lo que hablamos.
—¡Oh, no, tiene mucho que ver con lo que hablamos! Y yo nunca olvidaré vuestra participación en esto, mi noble rey. No podéis olvidar que pasabais a caballo y que yo estaba con vos. Los dos vimos a este hombre atado a la pira. A sus pies estaban encendiendo la paja. Vos os detuvisteis a mirar. Y yo sentí en vos, milord, la tristeza de que se persiguiera a un hombre por sus creencias religiosas. Vos siempre fuisteis hombre que pone de lado la convención, ¿no es así? Esas visitas a la taberna las hicisteis en parte porque os gustaba hacerlas, en parte porque las cejas se levantaban y la gente se preguntaba: “¿No es una mala cabeza el príncipe? ¿No es un pródigo y un disoluto?” Eso hacía que os rierais y os encogierais de hombros ante los viejos gruñones. Pero os detuvisteis ante el patíbulo de Badby y reflexionasteis. Las llamas le lamían los pies y el dolor era intenso. El hombre gritó: “¡Misericordia!” Y vos, milord, ¿qué dijisteis? “Apagad el fuego”, dijisteis. “Dadle una oportunidad para arrepentirse.” De tal modo que apagaron el fuego y vos y el sastre os mirasteis a los ojos. “Jura que estabas equivocado”, dijisteis. “Confiesa que estabas extraviado. Haz esto y se te dejará ir con Dios.” Pero Badby, milord, no solicitó misericordia de los hombres sino de Dios; él pidió no que retiraran el fuego, sino que Dios lo recibiera prestamente en su reino. Él no quiso renunciar a sus creencias, de tal modo que fue arrojado nuevamente a la hoguera. Su fin, gracias a Dios, fue rápido. Ese hombre fue Badby y creo que es un hombre que seguirá entrometiéndose en vuestros pensamientos por mucho tiempo todavía.
—Lo recuerdo. Era un hombre valiente.
—Murió por sus creencias. Hay muchos en esta tierra, señor, que harían lo mismo.
El rey lanzó una carcajada.
—¡No tú, viejo, no tú! Es más posible que tú mueras de las enfermedades de Venus o de las exhalaciones de la bebida fuerte.
—Ha ocurrido una cosa extraña y maravillosa, señor. Del mismo modo que vos habéis cambiado, he cambiado yo. ¿No demuestra esto, de algún modo misterioso, que vos y yo siempre andamos juntos?
—¿Te olvidas de tus lolardos, John?
—¿Os olvidaréis de vuestra corona?
—Nunca.
—Entonces, ¿por qué habría de olvidarme yo?
—Porque la tuya, viejo bufón, sólo podrá ser la corona del martirio si persistes en tus locuras.
—Y no pondré esa corona de lado, del mismo modo que vos no renunciaréis a vuestra corona de oro.
—John: te hablo con toda seriedad. Termina de una vez con estas locuras. Vuelve a Casa Cobham. Tienes una nueva mujer. Cumple tus deberes con ella.
—Tened la seguridad, señor, de que habré de hacer lo que considero mi deber.
Enrique comprendió, asustado, que era inútil tratar de convencer a su amigo de que debía actuar con discreción. John Oldcastle parecía estar tan decidido a encogerse de hombros ante el peligro como siempre lo había estado.
Con pena, a las pocas semanas, oyó que lord Cobham había sido arrestado y enviado a la Torre.
El rey hizo una visita a su madrastra, en Windsor. A fin de dar muestras de su amistad, al morir su padre le había dado permiso para vivir en sus castillos reales de Windsor, Wallingford, Berkhamstead y Hereford. Y Jeanne había aceptado gustosa la invitación, pues tenía interés en mantener buenas relaciones con el nuevo rey.
Ya se había resignado a la muerte de su marido. Nadie podía desear que el rey siguiera viviendo y sufriendo la horrible enfermedad que había empeorado en los últimos meses. Era muy triste recordarlo como había sido cuando ellos dos se habían enamorado; parecía una cruel broma del destino que ella se hubiera casado con un viejo y que, cuando había podido hacer su propia elección, hubiera elegido a un hombre que no iba a tardar en convertirse en un inválido.
Ella creía que lo que había ocurrido había sido excesivo para Enrique. Durante toda su vida el rey había sido perseguido por el espectro de Ricardo. Ella estaba segura de que, en caso de que él hubiera llegado al trono por sucesión, las cosas hubieran sido muy distintas.
Ahora, como había estado tanto tiempo en el país, se había acostumbrado a él y deseaba seguir en Inglaterra. Tenía un hogar, por cierto, en Bretaña, donde su hijo era el duque reinante, pero ella temía ser recibida con frialdad. Además, contaba con valiosas propiedades en Inglaterra; siempre le había gustado acumular riquezas y, en su condición de esposa del rey Enrique IV, había tenido oportunidades de hacerlo. Ahora deseaba quedarse y, por lo tanto, debía mantener una relación satisfactoria con su hijastro.
Jeanne lo recibió cordialmente en sus aposentos.
Él dijo que había ido a cerciorarse de que ella estaba cómodamente instalada; sin embargo, había algo más: ella no lo dudaba. Él quería que ella hiciera algo por él y, por supuesto, ella lo iba a hacer en caso de que fuera posible.
No pasó mucho tiempo antes de que él fuera al grano.
—Mi bisabuelo, Eduardo III, estaba convencido de que la corona de Francia le pertenecía por derecho. Yo comparto ese punto de vista.
Ella esperó.
—Además —prosiguió diciendo él— tengo intenciones de ganar esa corona.
Ella preguntó, con voz neutra:
—¿Tenéis intenciones de reanudar la guerra con Francia?
—Quiero ganar mi corona.
Hablaba con serena determinación. Ella recordó que el padre de él había dicho que su hijo primogénito pensaba como un soldado y actuaba como un soldado y que, cuando accediera al trono, su principal ocupación iba a ser la guerra, como aquel antepasado a quien los hombres habían llamado Ricardo Corazón de León.
Jeanne dijo:
—Vuestro bisabuelo ganó tantas batallas como su hijo, el Príncipe Negro, pero nunca ganaron la corona de Francia para Inglaterra.
—No fueron bastantes persistentes. Eduardo envejeció y se cansó de la guerra. El Príncipe Negro murió en plena juventud. Yo no voy a abandonar. Iré a la guerra y ganaré: esa es mi intención.
—¿Podréis... reunir a los hombres... y conseguir el dinero?
—Con la ayuda de Dios, puedo y así lo haré.
Jeanne se sintió incómoda. Confió en que él no fuera a solicitarle su ayuda. Ella apreciaba sus propiedades. Su principal afición en la actualidad era acumular riquezas, contarlas y gozar de ellas. Y no deseaba que todos aquellos bienes, acumulados con tanta satisfacción, fueran disipados por culpa de la guerra.
—Estáis proyectando... —empezó a decir.
—Yo hacía planes aún antes de la muerte de mi padre —contestó él—. Quiero triunfar, señora, donde otros han fracasado. Y no os equivoquéis: triunfaré. Haré poner a los franceses de rodillas: os lo prometo. El rey que tienen ahora está loco y el delfín no vale tanto como él se lo imagina. Lo cierto, señora, es que estoy haciendo mis planes y que habré de llevar la guerra a Francia. Ahora deseo que me ayudéis. Espero que no seáis contraria.
—Lo haré con mucho gusto, si es posible... pero soy tan sólo una débil mujer...
Jeanne calló. Su hijo, el duque de Bretaña, estaba casado con la hija del rey de Francia y, naturalmente, esto ejercía una fuerte influencia a favor de Francia. Se sintió incómoda.
—Vuestro hijo primogénito debe convencerse de que mi reclamo es justo —dijo Enrique—. No dudo de que prestará atención a su madre. Vuestro hijo Arthur, naturalmente, me debe acatamiento.
Era verdad. Ella había logrado que su marido otorgara el título de conde de Richmond a Arthur. El deber de Arthur era ponerse de parte de Enrique. Y ella temía por su hijo mayor.
—Es una pena que vuestro hijo se haya casado en Francia —dijo.
Jeanne asintió. El matrimonio se había arreglado cuando ella había ido a Inglaterra, y en razón de que el rey de Francia había querido reafirmar la supeditación de Bretaña.
—Arthur, por supuesto, será vuestro hombre dijo ella—. El duque... bueno... eso es otro asunto.
Enrique comprendió que iba a ser difícil para el duque pelear contra su suegro. Por otra parte, su madre era la reina de Inglaterra.
—Voy a confiar en vuestros poderes de persuasión —dijo el rey.
Ella prometió que iba a hacer todo lo que pudiera y los dos se separaron amigablemente.
Pero no bien se hubo ido, Jeanne se entregó a los pensamientos sombríos que le había inspirado la llegada del rey. “Las guerras”, pensó... “¿empezarán de nuevo? Son tan estúpidas. Él nunca volverá a ganar el trono de Francia. Y esto significará pérdida de bienes, derramamiento de sangre y rencillas entre las familias.” Ella no podía creer que su primogénito fuera a pelear alguna vez del lado de los ingleses en contra de Francia.
Enrique también había quedado meditabundo. Debía ganar a Bretaña para él, y sin duda el hecho de que la madre del duque fuera su madrastra tenía su importancia. Jeanne era una mujer inteligente. Ella iba a encontrar la manera de convencer. Por otra parte, esto estaba a favor de sus intereses. Bastaba ver lo que había hecho desde que estaba en Inglaterra. Siempre había sido bien tratada, pese a que la gente no simpatizaba con ella. Vivía muy cómodamente en Inglaterra; le habían dicho que era una mujer muy rica, en realidad, una de las más ricas de Inglaterra. Como su padre, nunca había sido muy pródiga que digamos.
A él le iba a hacer falta dinero para financiar la guerra.
Más adelante pensaría en ese punto.
Cuando llegó a Westminster le dieron una noticia: lord Cobham se había escapado de la Torre.
La Navidad había llegado y la corte estaba en Eltham. A Enrique le gustaba Eltham, y solía refugiarse allí, escapando del ajetreo que nunca faltaba en Westminster. Era una fortaleza muy segura, rodeada de un foso y con un grueso paredón de piedras grises.
Hubo festejos de Navidad, pero sus pensamientos estaban concentrados en la campaña que planeaba llevar a cabo en Francia. Sabía que las personas que lo rodeaban se maravillaban del cambio que se había producido en él. No hacía mucho tiempo él había participado activamente en los festejos, en los banquetes, bebiendo, cantando y mirando a las mujeres, preguntándose cuál habría de elegir para pasar la noche con ella.
La corona había cambiado todo. Ahora tenía que pensar en casarse. Ya tenía veintiséis años. No era un muchacho, exactamente. Pocos reyes llegaban solteros a esa edad. Se le habían propuesto muchos matrimonios, pero como suele ocurrir en muchos de estos casos, no se había llegado a nada. Debía pensar seriamente en cambiar de estado.
Curiosamente, solía pensar en la pequeña Isabelle de Valois, la viuda de Ricardo. Él había tenido una obsesión con aquella niña. Nunca había visto otra que la igualara en belleza, pero tal vez su imagen se había embellecido a medida que pasaba el tiempo. Pobre niña. Había muerto después de casarse con Orleans. Había sido una criatura fascinante, con su inflexible lealtad al inoperante Ricardo, que nunca había sido para ella nada más que un marido nominal. En fin, había que poner término a estas cavilaciones. Una esposa... pero antes estaba la corona de Francia.
Estaba sentado a la gran mesa del salón de banquetes, con su elevado techo cubierto de vigas y una bóveda sostenida en modillones de piedra tallada.
En la galería de los trovadores los músicos interpretaban sus melodías. Un gran fuego ardía en la mitad del cuarto. Muy pronto llegarían los mimos que deleitarían al público con sus interpretaciones.
Iba a ser igual a tantas otras navidades que él recordaba. Los cocineros se habían superado a sí mismos, presentando grandes pedazos de sabrosas carnes, pasteles y pescados sazonados con hinojo, menta y perejil. La temporada no tenía ninguna influencia sobre los alimentos, ya que los cocineros conservaban los manjares en sal y los hervían en el momento en que se deseaba. Los cocineros rivalizaban entre ellos, tratando de sobrepasar el banquete anterior. Terneras, perdices, cisnes, pavos reales, gallinetas adornaban las mesas para deleite de los que gustaban del fuerte sabor de la carne de estas aves.
No faltaban los alimentos y la mayoría de la gente creyó que Enrique no iba a poder caminar hasta la cama, hasta tal punto había comido copiosamente, rociando los platos con vino, cerveza y brebajes preparados por los excelentes bodegueros de Eltham.
El banquete había terminado y los trovadores tocaban la música. Los mimos habían llegado y los invitados, repletos de comida y fuertes bebidas, trataban de emerger de su estado soporífero para ver a los artistas y aplaudirlos.
Se había iniciado el baile y, en el momento en que el rey se preguntaba cuál dama habría de elegir, sintió que le tironeaban de la manga.
Se volvió velozmente. Uno de los mimos, que se había encasquetado una cabeza de chivo, estaba de pie a su lado.
—Milord —dijo el mimo de la cabeza de chivo, en un susurro. Había urgencia en el tono de la voz.
—¿Qué significa esto? —preguntó el rey, manteniendo la voz baja.
—Id inmediatamente a Westminster, milord. Hay una conspiración para apoderarse de vuestra persona y de la de vuestros hermanos esta noche. Esa gente tiene intenciones de mataros y cambiar de dinastía.
—¿Es una broma? ¡Por cierto que no me gusta esta clase de bromas!
—Milord, milord... me han enviado aquí a daros la noticia. Los lolardos tienen intenciones de destruiros. Quieren hacer con vos lo que se hizo en su tiempo con el rey Ricardo.
—¿Quién te ha enviado aquí?
—Alguien que conocéis bien. Un amigo que os ama y que no quiere que se os haga daño.
Él supo inmediatamente. Era obra de John. ¿Sería una broma? Sí, la clase de bromas que solían hacerse entre ellos. No, John se había vuelto serio, como él, y había algo que él sabía: los lolardos eran una fuerza que había que tomar en cuenta.
—Tienen intenciones de dar el golpe en las primeras horas de la mañana, señor. Retiraos ahora a vuestros aposentos. Dejad que crean que estáis cansado de los festejos y queréis atender a los asuntos de estado. Llamad a vuestros hermanos... y entonces... huid con ellos para salvar vuestra vida.
Enrique vaciló.
¿Era posible que fuera cierto? Él tenía un instinto en estos casos y su instinto le decía que era verdad. Él ya no era el joven descuidado que cortejaba el peligro. Tenía que gobernar un país y ganar una guerra.
Dijo:
—Creo que vienes mandado por mi viejo amigo y camarada John Oldcastle, ¿no es así”?
—He jurado no traicionar el nombre de la persona que me envía, milord.
—Podría hacerte hablar.
—Queda poco tiempo, milord.
—Habré de confiar en ti, entonces. Ahora, vete. La gente nos observa. Cree que estamos haciendo juegos de palabras.
El mimo se escabulló. Enrique bostezó y dijo:
—Continuad con los festejos. Me voy a acostar. —Hizo una señal a sus hermanos—. Venid conmigo a mis aposentos. Debo hablar con vosotros.
Se fueron del salón y, cuando ya no se les vio, los invitados cuchichearon entre ellos, comentando el cambio que se había producido en el rey. En otros tiempos él habría participado activamente en los festejos, habría observado a algunas de las mujeres y habría probado las que le gustaban. Ahora se retiraba para tratar asuntos de estado con sus hermanos.
Se habrían asombrado mucho en caso de haber asistido a la escena que tuvo lugar entre Enrique y sus hermanos.
—Preparaos para partir inmediatamente —dijo—. Salimos ya para Westminster.
La advertencia se había hecho a tiempo.
Cuando el rey llegó a Westminster, temprano a la mañana siguiente, recibió la noticia de que algo desusado ocurría en las calles de Londres. Durante toda la víspera esas calles habían estado atestadas, pero no de londinenses. Se hubiera dicho que hombres de todo el resto del país se habían congregado en la capital.
—Enviad uno o dos hombres para que averigüen qué están haciendo ahí — fue la orden del rey—. No los arrestéis para interrogarlos. Mezclaos con ellos. Bebed con ellos en las tabernas y haced averiguaciones discretas.
Así se hizo y no pasó mucho tiempo antes de que una misma información llegara, procedente de distintas fuentes.
La gente había ido a Londres desde los campos, con promesas de grandes recompensas.
¿Quién había hecho estas promesas? Lord Cobham estaba detrás de todo. Era un señor muy rico que iba a reformar la Iglesia y hacer que los pobres pudieran vivir bien.
¿A esto hemos llegado, John?, pensó Enrique. Esto es la guerra entre tú y yo.
—Debemos armarnos —dijo el rey—. Veo muy bien que esto es una especie de repetición de lo que pasó en tiempos de Ricardo. Es el mismo ejército desarrapado, pero si cuentan con bastantes hombres, pueden ser formidables.
—Señor —dijo el arzobispo Arundel— es la culpa de este individuo, Oldcastle, que se hace llamar Cobham. Es un hombre que se imagina que está luchando por la buena causa.
—Es un hombre viejo —dijo el rey—. En un tiempo lo conocí. Es la clase de hombre que, si adhiere a una causa, le da todo lo que tiene. Me temo que sea lo que está haciendo ahora.
—Es una pena que se le haya permitido escaparse de la Torre.
Enrique asintió, recordando el placer con que había oído la noticia de que John estaba libre.
“John, insensato”, pensaba. “¿Por qué no te fuiste al campo a vivir en paz? ¿Nunca aprenderás tu lección?”
Por supuesto que no. Era un luchador. Estaba listo para cualquier aventura, ahora y siempre.
“Mantente lejos de esto, John”, pensaba el rey. “No quiero confrontaciones entre tú y yo. No me gusta que estemos peleando en campos enemigos. Hubo un tiempo en que emprendíamos juntos las aventuras. Recordémoslo ahora. Termina con estas tonterías mientras aún sea tiempo.”
Llegaron más noticias. Uno de los espías informo que los lolardos se estaban reuniendo en los campos de Saint Giles y se preparaban a marchar sobre la ciudad. El primer plan consistía en destruir los monasterios de Westminster, Saint Albans y San Pablo, así como todos los conventos de monjes en Londres.
El rey estaba inquieto. Había que actuar inmediatamente. Recordó la forma en que Ricardo había salido de su aprieto haciendo promesas, promesas que no se habían cumplido, era cierto. Pero los campesinos, pobres e ingenuos, no habían creído que ése iba a ser el resultado. Ellos habían confiado en el rey.
—Enviaré una proclama —dijo— a fin de que todas las personas que hayan predicado doctrinas herejes, e incluso los que hayan conspirado contra mi vida, sean perdonadas.
Sus consejeros guardaron silencio. Ponían en tela de juicio la sabiduría de la medida. Pero Enrique se mantuvo firme.
—De tal modo que se están reuniendo en los campos de St. Giles, ¿no? Pues bien, iré a verme con ellos.
—Milord —dijo uno—, los aprendices se están reuniendo en las calles.
—Cuando atravesemos las puertas de la ciudad, en camino a los campos de Saint Giles, tened cuidado de que las puertas estén cerradas y no dejéis pasar a nadie, salvo cuando tengáis la seguridad de que son amigos.
—Así se hará, señor —fue la respuesta.
De tal modo que el rey, con sus guardias, emprendió la marcha hacia los campos de Saint Giles.
Fue una buena medida, porque los aprendices, siempre deseosos de participar en cualquier revuelta, estaban preparándose para la marcha. Junto a ellos estaban los mendigos y criminales, dispuestos como siempre a saquear los bienes y las propiedades de los otros. Muchos de los habitantes de los campos que habían ido a Londres, respondiendo al llamado de lord Cobham, tomaron al campamento del rey por el de sus amigos y fueron inmediatamente capturados. El resultado fue el caos; el ejército sublevado comprendió rápidamente que no podía contar con un triunfo ante los disciplinados soldados del rey.
Siguieron el único camino que tenían por delante: huyeron.
El rey volvió a Londres. Había sofocado la revuelta con menos dificultades que las que había tenido Ricardo para dispersar a las bandas de campesinos que se habían levantado contra él. Por supuesto, este movimiento no estaba en la misma escala. De todos modos, estas revueltas eran peligrosas.
El rey esperaba con mucho interés las noticias de los prisioneros que habían sido capturados. Había muchos.
—¿Está lord Cobham entre ellos? —preguntó.
—No, señor. Al parecer, logró escapar... si es que estaba entre ellos. Es el hombre que buscamos, señor. Es posible que intente una vez más hacer lo que esta vez le ha fallado.
—Es muy escurridizo el tal Oldcastle.
—Habría que llevarlo a la Torre, y esta vez cerciorarse de que recibe su merecido.
—Así es —convino el rey—. Pero dudo de que sea fácil retenerlo. Ya se escapó antes.
—Su destino puede ser decidido rápidamente esta vez. Es un hereje y es también traidor a vos, señor.
El rey entrecerró los ojos. Tenía tantos recuerdos de John. ¿Cómo se podía haber llegado a esto? Debieron haber seguido siendo amigos toda la vida.
—Sí —dijo Enrique con firmeza—. Su destino quedará sellado dentro de poco.
¿Y cuál podía ser ese sello? ¿El hacha, la soga? ¿La pira de los herejes?
Enrique no podía apartar de su mente la imagen de John Badby. El atroz olor de la carne chamuscada.
“Oh, John, ¡qué tonto eres!”, pensó.
Y cuando oyó que lord Cobham se había escapado de los campos de Saint Giles (si alguna vez había estado en ellos) y había logrado esconderse, se sintió muy aliviado.
“Continúa escondido, viejo estúpido”, pensó. “Y, por amor de Dios, ¡recobra tus cabales!”