EL ÚLTIMO ADIÓS
Enrique se encontró con John Beaufort en Calais. Habían obtenido permiso del rey de Francia para atravesar el país, ya que habían emprendido una misión que habría de beneficiar tanto a los comerciantes de Francia como a los de Génova. Mientras estaban en Calais trabaron relación con un caballero que estaba en camino a Lituania para luchar con los Caballeros Teutónicos.
—Nosotros vamos a El Mahadia, la guarida de los piratas de Berbería —le dijo Enrique—. Tenemos intenciones de destruir el lugar.
—Noble causa —contestó el caballero—. Pero yo estoy ansioso por participar de la Cruzada. Habré de pelear con el Infiel. Es posible que vosotros volváis más ricos de lo que partisteis, pero yo habré expiado mis pecados y dado un golpe en nombre de Cristo y la Cristiandad.
Enrique guardó silencio. Era cierto. Y de repente tomó una decisión.
Buscó a John y le dijo que no iría a El Mahadia, sino a reunirse con los Caballeros Teutónicos en Lituania. John quedó estupefacto.
—Milord, estáis a medio camino —dijo—. Podéis cambiar ahora vuestros planes?
—Puedo —dijo Enrique y los cambiaré. Es mejor ganar honores luchando en una especie de Cruzada que ganar riquezas quitándoselas a una banda de piratas.
John puso cara larga. Había contado con las ganancias que, no dudaba, iban a llenar sus bolsillos.
Enrique posó una mano en el hombro de su hermanastro.
—Tú debes ir —dijo—. Uno de los dos debe ir. Toma tus hombres y el equipo y atraviesa Francia hasta Marsella. Yo volveré a Inglaterra. Me hace falta un equipo diferente para ir a Lituania y sin duda no zarparé de Calais.
—¿Qué vas a hacer, entonces? —preguntó el azorado John Beaufort.
—Volveré. Reuniré más dinero y partiré de nuevo. Pero tú debes ir, John. Es lo que nuestro padre querría. Ve con su bendición y la mía, y que Dios te acompañe.
Así fue que los dos hermanos se separaron y Enrique volvió a Inglaterra.
Mary quedó encantada de verlo, pero se alarmó al enterarse del nuevo plan de ir a Lituania. Pensaba que este lugar debía ser aún más peligroso que la costa de Berbería. De todos modos, lo iba a tener con ella por un tiempo.
Mary se sintió aliviada de que los preparativos del viaje le impidieran a él prestar atención al joven Harry, que cada día se volvía más voluntarioso. Reconocía descaradamente haber abierto la jaula del arrendajo y, cuando ella le preguntó por qué lo había hecho, le dijo:
—Quería irse. No le gustaba estar en una jaula.
Y no mostró ningún arrepentimiento por lo que había hecho. Pero cuando ella le dijo que los arrendajos están contentos en sus jaulas porque no están en condiciones de vivir libres, quedó pensativo y —a ella le pareció— un poco arrepentido.
Ella adivinó que el niño había soltado al pájaro porque quería llamar la atención de la gente de la casa. El asunto principal esos días era la partida de Enrique y, sin duda, Harry se había sentido desatendido.
Harry la preocupaba, pero también tenía otras causas de inquietud. Por ejemplo, el intenso apetito de aventuras de Enrique. Naturalmente ella había sabido que no era posible mantenerlo a su lado, que dada su posición, su marido debía participar en los asuntos de estado, pero éstos ya no eran asuntos de estado. Esto era aventura por la aventura misma, un deseo de estar en una parte que no fuera su casa. Lo cierto era que el amor que existía entre ellos y la familia que estaban formando no le bastaba. Buscaba aventuras en otras partes.
La idea la entristecía. Sabía que esto era tonto. Su hermana Eleanor se hubiera reído de ella y le habría dicho que no se comportaba como una mujer de alto rango sino como una campesina, aferrada a su marido y a sus críos. Estaba obligada a guardarse sus pensamientos. Además, la perspectiva de nuevos embarazos la asustaba un poco. El último había sido horrendamente doloroso. Joan Waring opinaba que su marido debía ser puesto al tanto de sus sufrimientos.
—Hay damas que paren con facilidad —dijo Joan— y otras que no pueden hacerlo. El señor y la señora ya tienen tres niños espléndidos. Baste con eso, milady. Pensad en vuestra salud.
Mary sabía que tenía razón. Pero, ¿cómo podía decirle eso a su marido?
A su debido tiempo él partió para Lituania en esa Cruzada que habría de lavar todos sus pecados.
Al poco tiempo de partir él, ella descubrió que estaba de nuevo encinta.
Tras desembarcar en Rixhöft, Enrique se apresuró en llegar a Danzig, puerto en que había desembarcado el cuerpo principal de su ejército con todo el equipo. Diez días después se habían unido a los Caballeros Teutónicos y pronto estuvieron en lo más recio de la batalla de Alt Kowno, que fue conocida más adelante como Batalla de los Paganos.
Enrique y sus aliados ganaron una indiscutida victoria con pocas bajas y en seguida avanzaron sobre Vilna, ciudad que sitiaron. La victoria parecía segura, pero los habitantes de Vilna eran tercos y estoicos: no querían ceder y, cuando los sitiadores empezaron a estar escasos de suministros, se hizo necesario detener el ataque y volver a Konigsberg.
Para entonces había llegado el invierno y debieron demorarse las actividades. Enrique se estableció en la ciudad como cuartel general y procuró matar el tiempo antes de reanudar las hostilidades.
Esto no fue difícil, porque los Caballeros Teutónicos estaban encantados de tenerlo con ellos; él había peleado con firmeza por su causa y ellos querían demostrarle su gratitud; por eso arreglaron que hubiera buena caza en los bosques y, por las noches, fiestas y diversiones.
Un día en que volvía de una cacería, encontró a un marinero inglés que lo esperaba.
El hombre dijo que venía de Inglaterra con el propósito de traerle un mensaje de lady Mary.
—Milord —dijo el hombre—. Debo deciros que milady ha dado a luz un hermoso niño. Dice que, como el anterior fue nombrado por su abuelo paterno, éste será nombrado por el materno. Se llama Humphrey.
Enrique quedó tan encantado que regaló al marinero una bolsita llena de monedas de oro. ¡Cuatro varones! Su padre iba a estar satisfecho. Se había portado mejor que él, porque John de Gaunt sólo contaba con un hijo legítimo. Los muchachos Beaufort no contaban, en verdad. Harry, Thomas, John, y ahora Humphrey. ¡Querida Mary, se había portado bien! No podía haber esposa mejor. Mary le había dado mucho: ¡una fortuna, cuatro hijos, docilidad, admiración! Lo contemplaba y pensaba que él tenía razón en todo. Era un hombre feliz. Si su padre hubiera sido el primogénito y él hijo de rey, en lugar de ser sólo nieto, nada habría tenido que pedirle a la vida.
Tal como estaban las cosas, tenía mucho que agradecer a la vida, y ahora había que celebrar un nacimiento.
La Navidad se acercaba y, para el día de Reyes, él propuso que, tras haber recibido tanta hospitalidad, se le permitiera ahora hacer de anfitrión. Habría un banquete a la manera inglesa, mimos, trovadores y quizá un torneo.
Se lanzó a los preparativos. Todo el tiempo recordaba que tenía otro hijo. No podía dejar de hablar de sus hijos. Cuatro, y él era todavía joven. Iba a rivalizar con su abuelo en eso de engendrar niños. Eduardo y Philippa habían tenido doce, y no veía motivo para que él y Mary no igualaran ese número.
En la fiesta recibió las felicitaciones de sus aliados. Se bebió a la salud de sus hijos, mencionando especialmente al recién llegado, Humphrey, y al heredero, Harry.
Le llevaron ricos regalos. Sedas, terciopelos y joyas; y uno de los teutones le entregó tres osos.
—Para divertir a esos lindos niños —dijo el donante.
Era una ocasión gloriosa y Enrique pensó que había sido muy sabio al meterse en esta aventura, que le daba tanto placer y que contribuía a lavarlo de sus pecados.
Terminaba el invierno y no se habían reanudado las hostilidades. A principios de marzo empezó a preguntarse si se reanudarían algún día, ya que los teutones no habían podido reunir el dinero necesario para seguir con la guerra, y parecía que todo iba a quedar en nada.
Empezó a pensar que ya era tiempo de volver a casa. Después de todo, no había tenido intenciones de estar tanto tiempo lejos, de tal modo que mandó construir dos barcos a dos armadores prusianos y, no bien estuvieron listos, los hizo equipar para el viaje de regreso. Los tres osos fueron enjaulados y subidos a bordo. No era cómodo viajar con ellos, pero no podía ofender al caballero que se los había regalado, dejándolos; sonreía a solas, imaginando lo que los niños iban a pensar del regalo.
Zarparon y finalmente llegaron al puerto de Hull, donde Enrique desembarcó, aunque buena parte de la gente siguió navegando hasta Boston, en Lincolnshire, con el equipaje.
Enrique había enviado mensajeros con la noticia de su regreso Le había pedido a su familia que estuviera en Bolingbroke donde habría de reunirse con ella lo más pronto posible.
Mary y los niños estaban esperando su llegada. John no podía recordar a su padre. Thomas no estaba del todo seguro de esto, pero Harry se acordaba. Se acordaba sobre todo de su padre esgrimiendo un bastón. Extrañamente, la idea del retorno de su padre no le inspiraba temor, tan sólo una especie de excitación, como la que habría de conocer más tarde en el momento de entrar en batalla.
Los sentimientos de Mary también estaban mezclados. En cierto modo deseaba ver a su esposo y estaba contenta de que hubiera vuelto sano y salvo; quería que le contara sus aventuras; pero muy en el fondo de ella había el temor de que el resultado de su llegada fuera un nuevo embarazo. Esto parecía inevitable cuando él estaba de vuelta. En el parto de Humphrey había sufrido atrozmente y Joan Waring se había asustado mucho. El alivio que tuvo cuando Mary se recobró fue una prueba de que había temido las peores consecuencias.
—Hay que terminar de una vez por todas con esto, milady —le dijo—. ¡Cuatro muchachos espléndidos! El señor no puede pedir ya nada más.
Pero él siempre pedía más. Quería rivalizar con su abuelo. ¡Pobre reina Philippa! Mary no la había conocido, pero le habían dicho que tenía partos fáciles y que, en los últimos tiempos, había engordado tanto que ya no podía moverse.
—Apenas se había levantado de un parto cuando ya estaba esperando otro —le había dicho una de sus damas—. Y eso no está bien. Una mujer necesita descansar... Tiene que haber distancia entre cada nacimiento.
Ella veía la razón de esto Pero cuando Enrique entró en el patio, con ojos que brillaban de alegría al verlos a todos reunidos, cuando la abrazó y ella sintió sus cálidos labios en su boca, pensó: “¿Cómo es posible que le diga nada?” No, la vida tiene que seguir su curso. Fue una reunión muy alegre Admiró al menor, Humphrey, comprobó que John y Thomas habían crecido. Y allí estaba Harry exactamente igual extremadamente delgado, con su cara ovalada y sus ojos penetrantes, que no dejaban pasar nada, su pelo liso y oscuro, una rareza entre los rubios y crespos Plantagenet.
Había cambiado muy poco. Como siempre, estaba tratando de llamar la atención. Allí estaba de pie, con las piernas abiertas, temiendo que la gente atendiera excesivamente al aventurero que llegaba y se olvidara de lord Harry.
Hubo un gran alboroto cuando llegó el equipaje y Enrique sacó a luz los objetos exóticos y valiosos que había llevado. Las hermosas sedas provocaron entusiasmo en todas las mujeres; a Mary le había traído un loro.
—Para que se ponga celoso tu arrendajo —le dijo.
Sobrevino un breve silencio y Harry lanzó a su madre una mirada casi desafiante. Casi podía oír el bramido del bastón al romper el aire.
—Se escapó de su jaula —dijo Mary por fin.
—¡Animalito tonto! —comentó Enrique—. ¡No tiene ninguna posibilidad de vivir fuera de la jaula!
La idea de que el arrendajo había sido cazado por aves de presa, águilas y halcones, perturbó a Harry aún más que el recuerdo del bastón.
No dijo nada. Nunca más iba a soltar a un pájaro de su jaula. Su madre le había explicado lo que ocurría a los pájaros mimados cuando andaban entre aves salvajes.
Esto le había hecho una profunda impresión y Mary juzgó que ya había recibido una lección. No le iba a contar a su marido las muchas travesuras que había cometido su primogénito. No podía aguantar que lo castigaran. Ella pensaba que había otras maneras de enseñar.
Cuando Enrique habló de los osos a los niños, éstos quedaron sobrecogidos de miedo y maravilla. Harry no pudo contener su alegría; no hablaba de otra cosa. Enrique ordenó que se cavara un foso para los osos, que podrían divertir a los niños desde allí con sus jugarretas, pero debían tener un cuidador, y los niños debían recordar que eran animales peligrosos.
La idea del peligro hizo chispear los ojos de Harry. Quería que todos supieran que él no le temía a nada. Thomas se asustaba en lo oscuro; pero Harry se burlaba de eso. Cuando oyó a los criados hablar de la liebre de Bolingbroke, escuchó con avidez; asustó a Thomas hablándole de la liebre, y Thomas tuvo pesadillas y despertaba gritando que la liebre estaba en el cuarto, de manera que Joan tenía que llevarlo a su cama y asegurarle que no existía tal liebre.
—Existe, existe —insistía Thomas—. Harry lo dice.
—Ese demonio —murmuraba Joan—. Si la liebre viniera en busca de alguien, se lo llevaría.
Después se santiguaba, porque temía haber expresado un mal deseo contra su precioso Harry.
A Harry no le importaba nada. Se jactó de que iba a cazar a la liebre en cuanto saliera. La iba a atrapar y a cocinar en una cacerola para el almuerzo.
—No debes decir esas cosas —dijo Joan—. A lo mejor esta liebre es la forma que ha tomado alguna pobre alma en pena. Si es así, no debes cocinarla y comerla.
—Tanto me da —contestó Harry.
—Este muchacho me da sustos todo el tiempo —dijo Joan a la señora Mary Hervey, una recién llegaba al castillo, que la condesa había contratado como institutriz de sus hijos.
Mary Hervey dijo que Harry era un niño audaz e imaginativo, de lejos el más interesante de todos sus alumnos. Era evidente que también ella había quedado seducida por él.
Mary Hervey enseñaba a los dos mayores, a la espera de que los otros tuvieran la edad necesaria. Harry era un niño despierto, que daba muy bien sus lecciones cuando estaba interesado en el tema. Ella tenía esperanzas de convertirlo en un erudito.
Por el momento tenía la obsesión de los osos y, cuando éstos llegaron, se alborotó.
El domador iba a enseñarles pruebas y se permitió que Harry y Thomas estuvieran presentes. Los osos estaban en un foso profundo, del que no podían escapar. Sólo el domador podía bajar hasta ellos. Todos los demás, por decreto de Enrique, debían observarlos desde arriba.
Todos los días, durante una hora, se permitía que Harry y Thomas asistieran al aprendizaje. Harry se alborotaba y gritaba a los osos. Le gustaban los tres animales, pero especialmente el más pequeño. Soñaba con bajar al foso y decirle a este oso que lo iba a salvar de la cárcel y que los dos se escaparían juntos. Iban a tener maravillosas aventuras. Iban a participar en torneos con los caballeros franceses; después irían a pelear con los caballeros teutónicos, y siempre iban a estar juntos. Cuando él estuviera rodeado por enemigos, el oso habría de acudir y los iba a espantar; y cuando algunos hombres malvados intentaran cazar al oso, ponerlo dentro de un cerco y hacerlo morder por perros salvajes, Harry habría de saltar dentro del cerco, matar a todos los perros y emerger victorioso con su querido oso.
Era muy exasperante que no se le permitiera bajar al foso.
El oso se había convertido en una parte de sus días, al punto de que casi creía que las aventuras que imaginaba eran verdaderas Una tarde, cuando todo estaba tranquilo en la casa, bajó al foso. Los osos estaban durmiendo. En torno a la salida del foso había picas de hierro para impedir que salieran los animales. A Harry no le resultó difícil deslizarse entre ellas. Ahora podía bajar hasta los osos.
No era tan fácil como lo había imaginado. La pared del foso era empinada. Avanzaba cautelosamente, a veces resbalaba un poco, reafirmaba la pisada, y seguía bajando. Ahora ya estaba en el fondo. Vistos de cerca, los osos eran muy grandes y él no pudo dejar de sentirse diminuto. Todos estaban dormidos, incluso su preferido.
Lo que habría ocurrido a Harry en la cisterna de los osos, nunca se supo, porque en ese momento pasó casualmente por allí el domador que, al echar una mirada al foso, no pudo creer sus propios ojos. Al cerciorarse de que era lord Harry quien estaba allí abajo, quedó aterrado. Los osos estaban durmiendo y, si se los molestaba, podían encolerizarse. Lo que hubiera ocurrido entonces... no quiso pensar. Él no podía pasar entre las picas, como Harry, pero en el foso había una casilla que el domador usaba para preparar la comida de los animales y juntar los objetos necesarios para su cuidado. El hombre pudo llegar a esta casilla por unos peldaños que bajaban hasta el fondo. Abrió la puerta que llevaba a los escalones y en poco tiempo estuvo en el foso. Harry estaba de pie junto al oso más pequeño, hablándole. El oso se había despertado y olfateaba al niño. El domador asió a Harry y se metió con él en la casilla.
—¿Cómo pudisteis bajar? —preguntó.
—Pasé entre las picas y bajé a gatas.
—Se os había dicho que no debíais hacer eso.
—No, no es cierto —dijo Harry—. Nadie me dijo que no pasara entre las picas y bajara al foso.
—Pero sabíais que los osos pueden ser peligrosos.
Sí. Harry lo sabía, pero nadie le había dicho que no debía deslizarse entre las picas.
Por supuesto, nadie se lo había prohibido expresamente, porque a nadie se le había ocurrido que él podía hacer una cosa semejante.
—Tendré que informar que os he encontrado aquí —dijo el domador.
—¿Porqué? —preguntó Harry.
—Porque podían haberos matado.
—Mi oso nunca me habría matado. Si los otros lo hubieran intentado, él me habría salvado.
El domador estaba exasperado. Iba a tener que contar al padre de Harry lo que había ocurrido, porque si más adelante había un accidente, le iban a echar a él la culpa. No podía exponerse a eso. Había que frenar al niño.
Mary estaba con Enrique cuando el domador solicitó audiencia. Se presentó con Harry y contó dónde lo había encontrado.
—No tenía ningún miedo, milord. Allí estaba, en la guarida de los osos. Los animales podían haberlo atacado.
—¡Oh, Harry! —exclamó su madre, con tono de reproche.
Pero Harry estaba mirando a su padre. Enrique lo miró severamente.
—Ve inmediatamente a tu cuarto —dijo.
Harry echó la cabeza hacia atrás y lanzó a su padre una mirada desafiante que Enrique ya había visto antes. Pero obedeció y salió del cuarto.
—Se las arregló para pasar entre las picas, señor. Y bajó a gatas. Tiene mucho cariño a los osos, sobre todo al más pequeño. Cuando yo lo encontré le estaba hablando. Me di cuenta de que ya se disponía a tocarlo. Quedé con el corazón en la boca y lo agarré.
—Hiciste bien —dijo Enrique—. Pon más picas de modo que ni siquiera el niño más pequeño pueda pasar entre ellas. No olvidaré lo que has hecho hoy.
El domador se fue muy contento y Mary dijo:
—Oh, Enrique, ¡no es más que un niño!
—Realmente no sé qué vamos a hacer con él.
—No debes pegarle con demasiada frecuencia. En realidad es muy frágil, aunque cueste creerlo.
—Al parecer no le tiene miedo a nada.
—En cierto modo, es admirable.
Enrique sonrió lentamente.
—Tienes razón —dijo—. Cuando me mira con ese aire desafiante, creo que tiene ganas de matarme.
—No, no digas esas cosas. Tú eres su héroe. Siempre juega a las cosas que tú estás haciendo. Pretende estar en guerras y torneos con los lituanos. Y siempre toma tu parte. El pobre Thomas tiene que ser lo que se le ocurra a Harry. Tiene una tremenda energía y es por eso que ocurren estas cosas.
—Te reconozco que es un muchacho espléndido. Pero necesita disciplina. Iré a verlo.
—Enrique —dijo ella, poniéndole la mano en el brazo, con aire suplicante.
—Quédate tranquila —dijo él—. Haré lo que sea mejor para él.
Harry lo estaba esperando, enfurruñado y desafiante.
—Harry —dijo su padre sentándose—, quiero hablar contigo. Ven aquí.
Harry se acercó. Buscó el bastón con la mirada. No entendió por qué su padre no lo había llevado.
Enrique hizo que el niño se acercara aún más.
—¿Por qué eres tan desobediente? —preguntó.
—No hacía nada más que hablar con mi oso.
—Sabías muy bien que no debías bajar al foso.
Harry no contestó.
—¿Lo sabías o no?
—Nadie me lo dijo.
—Sin embargo, lo sabías, ¿o no?
—Sabía que Thomas no debía bajar.
—¿Creíste que tú podías?
Harry se irguió plenamente.
—Sabía que a mí no me iban a hacer nada.
—¿Entonces no tuviste miedo?
—Si los otros osos hubieran querido morderme, nos habríamos defendido.
—¿Quiénes?
—Mi oso y yo.
Enrique pensó: “Todo es inútil. Es mejor que me sienta orgulloso de él. No me habría gustado tener un alfeñique. No conoce el miedo. Es un hijo que puede ser el orgullo de cualquier padre.”
—Harry —dijo— tú sabes que tu abuelo es un hombre muy grande.
—Es John de Gaunt, duque de Lancaster —dijo rápidamente el niño.
—Así es, y por ser él quien es, debes aprender tú a ser su digno nieto. Debes ser intrépido: sólo debes temer al mal.
—Al mal yo no le temo —se jactó Harry.
Su padre sonrió.
—Harry —dijo— esta vez no te voy a pegar. Hiciste mal en bajar al foso. Los osos podían dejarte mal herido, tal vez muerto. Debes pensar antes de actuar. Me parece bien que no tengas miedo, pero debes ser más considerado con los otros. Piensa en el disgusto que nos darías a tu madre y a mí, y también a tus hermanos, si algo te pasara.
Harry quedó escandalizado por la idea. Luego dijo:
—A Thomas y a John no les importaría nada y Humphrey no puede darse cuenta.
—¿Y yo y tu madre?...
—Vosotros no me queréis —dijo Harry—. No me queréis cuando hago cosas malas... y yo hago muchas cosas malas.
—¿Me prometes una cosa? Muy pronto tengo que irme de aquí. Quiero que protejas a tu madre y a tus hermanos hasta que yo vuelva.
Harry pareció halagado por la propuesta.
—Tú —dijo Enrique poniéndole una mano en el hombro— serás la cabeza de esta casa mientras yo esté ausente. Mi hijo y heredero. ¿Quién más puede defender mi casa? Pero si sigues haciendo tonterías... como un niño pequeño... en ese caso todo es inútil.
Harry gritó:
—¡No haré tonterías! ¡Seré la cabeza de esta casa!
Enrique lo atrajo contra sí y lo abrazó con fuerza. En él eran raras las demostraciones de afecto.
Tal vez ésta era la forma en que debía tratar a su hijo. Y le dio gracias a Dios por tenerlo. En el fondo estaba muy orgulloso de Harry y no hubiera querido cambiarlo por ningún otro.
John de Gaunt fue a Bolingbroke a ver a la familia. Era un gran acontecimiento. Los niños sentían por él temor y respeto, incluso Harry, pese a que lo disimulaba, pero tenían cariño a lady Swynford, que siempre lo acompañaba.
John de Gaunt vio los osos, el loro, los halcones y los perros, y oyó el relato del descenso de Harry al foso de los osos, que lo divirtió y que aplaudió, por el espíritu intrépido que demostraba.
Sin ninguna duda Harry era el niño que suscitaba más interés y Harry estaba muy consciente de esto.
Pero los motivos del duque para visitar a su hijo no eran tan sólo los deseos de ver a la familia.
Dijo a Enrique que, si bien era prudente mantenerse alejado de las facciones peligrosas, él no debía perder el puesto encumbrado que ocupaba en el reino, como heredero de su padre.
—Debemos tener la paz con Francia —dijo el duque—. No tendremos prosperidad hasta que la obtengamos. Creo que Ricardo se da cuenta de esto y estoy seguro de que lamenta que se haya suscitado esta historia del reclamo de la corona de Francia. Está de acuerdo conmigo en que deberíamos tratar de conseguir alguna forma de arreglo.
—¿Estáis sugiriendo que se envíe una embajada a Francia?
—Exactamente —dijo John de Gaunt— y tú deberías formar parte de ella.
Catherine Swynford habló con Mary de esta propuesta misión que el duque había comentado exhaustivamente con ella.
—Se irán de nuevo —dijo—. Pero por lo menos ahora se trata de una misión de paz.
Mary jugaba con la idea de comentar con Catherine los temores que la asaltaban, el hecho de que se sentía cada vez más débil con cada parto. Pero de algún modo no se resolvía a hacerlo. Catherine parecía llena de salud, aunque era mucho mayor, le había dado al duque cuatro hijos y había tenido dos con su marido, al parecer sin ninguna dificultad.
Mary estaba avergonzada de ser tan débil. Al fin y al cabo, la misión de una mujer en la vida es la maternidad.
De tal modo que no dijo nada y en cambio se limitó a comentar las perspectivas de paz con Francia.
A su debido tiempo la embajada partió y para este entonces Mary ya estaba embarazada.
Tenía un trágico presentimiento. A medida que pasaban los meses, se sentía más y más cansada. “Debo contárselo a Enrique”, se prometía. “Hay que poner fin a esto. Ya tenemos cuatro hijos varones y ahora viene este otro.”
Era harto suficiente ya.
Tenía la sensación de que debía alejarse de Bolingbroke. Tal vez una estadía en el simpático Peterborough le iba a hacer bien. En todo caso, un cambio de escenario era siempre beneficioso. Era excitante mudarse de castillo. Después de su aventura en el foso, Harry había perdido algo de su entusiasmo por los osos. Ahora estaba más interesado en un halcón que su padre le había regalado. A los niños les iba a venir bien una mudanza.
De tal modo que fueron a Peterborough.
Curiosamente la salud de Mary mejoró. Los meses pasaban velozmente y hubo noticias de Francia. Adondequiera que fueran, los ingleses eran tratados con cortesía y respeto por los franceses: hubo torneos y banquetes y en ellos, como de costumbre, cada grupo trató de superar al otro en esplendor.
Enrique, como siempre, se destacó en las justas y trabó conocimiento con caballeros que iban a Tierra Santa. Sintió un cierto deseo de unirse a estos peregrinos. Lo cierto es que apetecía la aventura. Cuando se había juntado a los Señores Apelantes su vida había sido bastante animada, pero ahora que el rey se había establecido y que la reina, siempre a su lado, ejercía una influencia moderadora sobre él, la vida había cambiado en Inglaterra, se había vuelto demasiado monótona para un hombre como Enrique.
De tal modo que consultó con su padre la posibilidad de ir en peregrinaje. A su padre le pareció una excelente idea.
Mary le había hecho llegar la noticia de que estaba de nuevo encinta. Estaba teniendo un hijo por año, lo cual era muy meritorio. Cuanto más crecía su familia, tanto más feliz se sentía Enrique. Varones a su lado para apoyarlo en sus luchas, muchachas para lograr buenos enlaces y fortalecer su casa. Ellos todavía eran jóvenes. Mary sólo tenía veintidós años y muchos por delante para seguir pariendo.
Sí, ellos iban a rivalizar con Eduardo y Philippa.
Mientras tanto, Mary esperaba en Peterborough, consciente de las miradas ansiosas de Joan Waring y Mary Hervey; adivinaba lo que cuchicheaban entre ellas y que temían lo peor.
Joan estaba indignada. Las damas tenían en la vida que hacer algo más que parir un hijo tras otro. Esto estaba bien en los gitanos y los pobres, ¿cómo era posible que el señor no lo entendiera? Por supuesto, él no sabía los sufrimientos que implicaban estos embarazos para la señora. Cuando él volvía, había un niño sonriendo o berreando en la cuna y su mujer también le sonreía, como si todo hubiera sido la cosa más fácil del mundo.
Era primavera, las yemas de los árboles se abrían y los pájaros cantaban alegremente cuando Mary sintió los primeros dolores. Se apoderó de ella un frío terror cuando sus camareras la ayudaron a meterse en cama.
—Permíteme salir de ésta —oró—. ¿Qué va a ser de los niños si me muero? Yo les hago falta. Dios mío, concédeme la vida y que esta vez sea la última.
Se hubiera dicho que sus plegarias fueron atendidas. Porque éste fue el más fácil de todos sus partos; la recién nacida, era pequeña pero muy bien formada.
Fue un cambio después de los cuatro varones. Admiró a la bonita criatura y, en ese instante, pensó que valía la pena haber sufrido. Tenía cinco niños maravillosos y no debía quejarse por haber tenido que pagar un cierto precio por ellos. El parto doloroso... el deterioro de la salud... se olvidaba de esto cuando tenía a la niña entre sus brazos.
¿Quedaría contento Enrique? Ella creía que sí. Después de todo, ya tenían cuatro varones.
Pensó en el nombre de la recién nacida. Había que ponerle el nombre de la madre de Enrique: Blanche. Era un excelente nombre de familia. De modo que se llamó Blanche.
La niña era muy sana y Mary estaba encantada de sentirse tanto mejor que en las otras ocasiones.
Enrique quedó encantado, como Mary había previsto.
Se alegró de que ella le hubiera puesto el nombre de su madre, a quien el poeta Chaucer había exaltado en sus versos, pero del cual Enrique no se acordaba. Envió sedas de Champagne y de Flandes para adornar la fuente bautismal en la catedral de Peterborough, donde fue bautizado el quinto retoño de Mary.
Enrique volvió a Inglaterra, pero partió de nuevo casi inmediatamente. Tenía intenciones de llegar a Tierra Santa a través de Europa. Cuando estaba en viaje, el rey le hizo saber que deseaba que visitara al hermano de la reina, Wenceslao, que era a la sazón emperador del Santo Imperio. Debía rendirle homenaje y hacerle saber que el rey de Inglaterra adoraba a su reina. Lo cierto es que esto no era necesario, pues las buenas relaciones de la pareja real eran conocidas en toda Europa. De todos modos, era un gesto amistoso y Enrique se complació en tenerlo.
Desde Bohemia fue a Venecia y allí encargó la construcción de un barco. Cuando éste estuvo listo y provisto del equipaje necesario, partió hacia Palestina, adonde llegó a su debido tiempo. Visitó la iglesia del Santo Sepulcro en el Monte de los Olivos y, en olor de santidad, inició el viaje de vuelta. Se detuvo cierto tiempo en la isla de Chipre y en esta ocasión, cuando el rey le dio una recepción que incluía un espectáculo de osos amaestrados, no pudo resistir la tentación de contar la forma en que su primogénito había bajado intrépidamente al foso para jugar con el animal. El valor del niño fue muy celebrado y, en el momento de partir, el rey le regaló un leopardo.
—¡Para que se divierta con él lord Harry! —fue el comentario—. Pero decidle que no debe acercarse demasiado.
—Bastaría que se lo dijera —contestó Enrique— para que hiciera exactamente lo contrario.
—¡Oh, es un príncipe muy valiente! —fue la respuesta.
Encontraron una jaula para el leopardo, en la cual hizo el viaje hasta Inglaterra.
John de Gaunt le envió un mensaje. Ya era hora de volver. En el país había surgido una nueva situación. El conde de Arundel, uno de los cinco Señores Apelantes, que habían enfrentado al rey con Enrique hacía circular rumores que ponían en duda la lealtad de John de Gaunt a la corona.
El duque había logrado enfrentar la situación, al punto que se había ganado la confianza del rey, quien exigió a Arundel que se disculpara con su tío.
Ricardo había llegado a creer que John de Gaunt era su aliado más firme. Este ya era demasiado viejo para codiciar la corona para sí; además, estaba en claro que Ricardo era sin ninguna duda el heredero legítimo de la corona y que habría sido una locura intentar arrebatársela. Eran días difíciles, en que los allegados al trono debían andar con cautela.
Enrique volvió y Mary, horrorizada, descubrió que estaba de nuevo encinta. Se sintió muy deprimida y realmente enferma.
Había que poner fin a estos partos incesantes. Tenía que decirle a su marido que estaba muy asustada. Él no estaba enterado de eso, pues en general estaba fuera del país o lejos del círculo de familia. Poco después de haber hecho este descubrimiento alarmante llegó al castillo la noticia de la muerte de la madrastra de Enrique, Constanza de Castilla. Mary había visto muy pocas veces a Constanza, que le había parecido muy lejana: la madrastra de Enrique era enteramente española y nunca se había adaptado al estilo de vida de los ingleses. Ella y su marido habían vivido pocas veces juntos y después de haber vuelto a Castilla y haber arreglado el matrimonio de su hija Catherine, Catalina para los españoles, con el heredero de la corona de Castilla, Constanza se volvió más extraña que nunca a todos ellos. La mujer del duque era en todos los sentidos salvo el legal— Catherine Swynford, y era Catherine quien se interesaba en los asuntos de familia y era amada por los niños. De todos modos fue un golpe, como siempre lo es la muerte, y Enrique, que había vuelto para una breve estancia con su familia, manifestó curiosidad por saber qué ocurriría ahora.
El duque se había librado de Constanza, sí, pero, ¿podía casarse con Catherine Swynford? En caso de no haber sido hijo de rey, sin duda habría podido hacerlo. Pero no debía olvidar que él era el hijo de Eduardo III.
—De una cosa podemos estar seguros —comentó Mary—: lady Swynford no va a tratar de influir sobre él.
—No puede casarse con ella —dijo Enrique enfáticamente—. Su posición es demasiado encumbrada y la de ella demasiado modesta.
Mary suspiró.
—No hay ninguna mujer más digna de ser la duquesa de Lancaster.
—En todos los sentidos, salvo uno —reconoció Enrique—. Su modesta extracción no puede ser dejada de lado.
—¿No puede? —preguntó Mary, casi dubitativamente.
Luego dijo que tenía deseos de ir a Leicester para cambiar de ambiente. Quería que su próximo hijo naciera allí.
Una terrible tragedia había ocurrido en la casa real. La reina, tan amada por el rey, conocida en todo el país como Ana la Reina Buena, se contagió de una peste que asolaba el país y murió en pocas semanas.
La pena del rey alteró su carácter: estaba inconsolable. Ana había sido su constante compañera y había estado más cerca de él que nunca desde el fallecimiento de su favorito, Robert de Vere. El rey no concebía la vida sin ella y le enfurecía pensar en la crueldad del destino, que le había arrebatado a su amada reina.
Presa de incontrolable furia, el rey rasgó las colgaduras del cuarto en que había muerto Ana y declaró que nunca vería de nuevo el castillo de Sheen.
Luego su furia enfermiza se intensificó y ya no fue capaz de dominarla. Hizo trizas todos los muebles del cuarto. Nunca volvió a posar la mirada en esa habitación.
“Hay muerte en el aire”, pensó Mary.
El momento se acercaba. Joan Waring y Mary Hervey estaban cada vez más nerviosas.
—Nunca tiene tiempo de recobrarse —dijo Joan—. Gracias a Dios el señor pasa mucho tiempo fuera en sus viajes. De no ser así, los intervalos serían aún más cortos, juraría.
—Si estuviera aquí, tal vez se diera cuenta de lo que esto le cuesta a ella.
—¿Los hombres? —comentó Joan vivamente—. ¿Qué saben ellos de estas cosas? Sólo piensan en darse gusto y engendrar hijos que habrán de traerles gloria y honores. Alguien va a tener que hablarle a milord después del nacimiento... Y si nadie lo hace, lo haré yo.
—Es mejor dejar el asunto a milady.
—¿Ella? Alma de Dios. ¡Sólo sabe someterse!
—Es una gran dama.
—La mejor del país. Pero eso no la va a salvar. Tengo miedo por ella, Mary. Tengo miedo.
—Siempre has tenido miedo, pero ella se recobra.
—Sí, a tiempo para embarazarse de nuevo. Esto no puede seguir así. Estoy segura.
—Cavilas demasiado, Joan —dijo Mary Hervey—. El nacimiento de Blanche fue muy fácil.
Joan no dijo nada, limitándose a apretar los labios en señal de desaprobación.
Pasaron las semanas. Mary estaba tan cansada que pasaba casi todo el tiempo en la cama. Se alegró de que Enrique no estuviera allí. No le hubiera gustado que él la viera en este estado decaído.
Millares de mujeres parían todos los días. Y ella sólo había tenido cinco hijos. No eran tantos. Lo malo es que se sucedían con tanta rapidez.
Tal vez iba a tratar de hablar con su marido después de este nacimiento...
Estaban en verano. Pensó en Constanza. ¿Cómo habría sido la vida de esta mujer con un marido que no le había escondido el hecho de que se había casado con ella por su corona? A Enrique nunca le hubieran permitido casarse con ella, pensó, si su fortuna no hubiese sido tan grande, pero el encuentro entre ellos había sido romántico... se habían amado. Sin embargo, él había sabido desde un principio quién era ella y, sin duda, su padre le había dado instrucciones para que le hiciera la corte.
Tal vez lo mejor fuera no indagar demasiado los motivos de nada. Le bastaba con haber sido feliz... Completamente feliz en los primeros años, antes de que empezara a hacerse sentir la pesada tarea de los continuos embarazos.
“Es mi debilidad”, se dijo, reprochándoselo. “Otras mujeres pasan por lo mismo sin quejarse.”
Pensaba muchas veces en el rey y su pena. Le habían contado que había destruido el cuarto del castillo en donde había muerto la reina, porque no quería volverlo a ver. Y el de ellos había sido un matrimonio de conveniencia, arreglado entre los estados, y nunca se habían visto hasta el momento en que ella había llegado de Bohemia para casarse con él.
Pobre, pobre Ricardo. Desdichado rey, que había accedido demasiado joven al trono, que había encontrado una esposa que pudo amar y que la había perdido.
Pero no había que cavilar en la muerte. Dentro de ella había una vida que se estaba moviendo. Ella amaba a sus hijos. Los amaba tiernamente. Una vez que llegaban y que ella se recuperaba de sus sufrimientos, se sentía feliz... Hasta el momento del parto siguiente.
“Soy cobarde”, pensó. Y luego: “¡Ah, si Enrique supiera lo que sufro!”
Leicester era un magnífico castillo que se alzaba en la ribera derecha del río Soar, en las afueras de la ciudad, pero cerca de la muralla construida por los romanos cuando la ciudad se llamaba Ratae.
Ella no sabía cuándo habían cambiado el nombre de la ciudad. Pero tanto la población como el castillo, muy importantes para los sajones y los daneses, había estado en posesión de la casa de Lancaster desde hacía más de cien años, y John de Gaunt lo había restaurado y embellecido como solía hacer con muchas de sus propiedades.
Ya estaban a fines de jumo y el nacimiento era inminente. Mary permanecía en cama, esperando que empezaran los primeros dolores.
El parto fue largo y difícil, prolongándose durante todo el día y la noche. Los dolores eran cada vez más intensos. Nunca antes, ni siquiera con su penosa experiencia de partos, había sufrido tanto.
Cuando el niño finalmente nació, Mary estaba tan exhausta que no preguntó de qué sexo era ni si estaba sano.
Los médicos dijeron que, ante todo, debía descansar. Le administraron una poción tranquilizante y pusieron dos mujeres en el cuarto para que la atendieran.
El recién nacido era una niña sana. En cuanto Joan oyó los vigorosos gritos, acudió a ver a la recién llegada. ¡Una hermosa niña!
—¡Que Dios te bendiga! murmuró—. Esperemos que tu llegada no haya costado demasiado a mi señora.
Al parecer le había costado mucho. Mary permaneció exhausta los días subsiguientes, aunque se puso contenta cuando le trajeron a la niña y la tomó en sus brazos.
—He dado a milord seis hijos —dijo—. Es un buen número... cuatro varones y dos niñas... ¿No es así?
Sus mujeres le aseguraron que así era.
—Tengo veinticuatro años —dijo—. ¿Cuánto tiempo puede seguir una mujer dando a luz? ¿Otros diez años? —Sonrió débilmente—. No en mi caso, creo. No en mi caso.
Joan dijo rápidamente:
—Seis es un buen número. Es bastante para cualquier padre, sea quien fuere.
—La reina Philippa tuvo doce —dijo ella.
—Son demasiados —murmuró Joan.
—Llamaré a esta niña Philippa en homenaje a la Buena Reina Philippa —dijo Mary.
Y se llevaron a la niña para que ella no se cansara.
Al día siguiente se apoderó de ella una gran languidez. Yacía exhausta en la cama. Todo el tiempo lo pasaba dormida, aunque tenía la impresión de que no era sueño, sino un estado especial, como si huyera del presente y cayera en el pasado. Estaba en el convento y junto a ella veía a la abadesa. “Debes estar segura de que es ésta la vida que quieres, Mary.” Ah, la paz de aquella vida... vivir de acuerdo con el toque de campana, había pensado siempre. Campanas por la novena, campanas por maitines... Trabajar en el huerto, amasar el pan, socorrer a los pobres, vivir en una celda desnuda, transida de frío hasta los huesos en el invierno, pero feliz de algún modo por estar al servicio de Dios.
Ella lo había rechazado. Enrique le había hecho cambiar y, desde el momento en que lo encontró en el bosque, ya no había querido ser monja. Sabía que su futuro había sido planeado. Ella había sido un peón en manos del gran John de Gaunt, como lo hubiera sido en manos de su hermana y del ambicioso marido de Eleanor.
Pero todo había pasado muy naturalmente y, pasara lo que pasare, no le hubiera gustado no tener a sus hijos. Niños adorados. Harry, el rebelde; Thomas, que quería imitar a su hermano mayor; John que era un niño bueno, y el pequeño Humphrey. Después la dulce Blanche y ahora Philippa. No: ellos eran su vida; pronto iban a separarla de los varones, pero los tenía por ahora.
Pidió que le trajeran a Harry y a Thomas.
Llegaron y se acercaron a su cama, algo asustados, lo cual era raro en Harry, que de alguna manera se dio cuenta de lo dramático de la situación.
Los ojos de ella se clavaron en Harry... de siete años ahora, más parecido a los Bohun que a los Plantagenet. El pelo liso y oscuro, los ojos pardos, la cara ovalada, el cuerpito muy delgado. Carecía de la presencia leonina de sus antepasados paternos. Los ojos pardos mostraban ahora curiosidad, estaban alerta. Pero al mismo tiempo estaba turbado por ver a su madre con un aspecto que no le conocía.
—Harry dijo ella—, acércate a la cama. Le tomó la mano—.Y Thomas. Ponte del otro lado. Así, un hijo de cada lado. Me vais a proteger, ¿verdad?
—¿De qué? —preguntó Harry—. Nadie te hará daño aquí.
Mary pensó: “De la muerte. La muerte está en el castillo, hijo mío. La siento cerca.”
Rió y dijo:
—Nadie, pero me gusta tenerte aquí conmigo.
—Ningún enemigo de mi padre podrá entrar al castillo: yo lo pararía —dijo Harry.
—Yo también —añadió Thomas.
—Dios os bendiga a los dos, hijos míos. Sé que lo haríais. Quiero que seáis siempre amigos. ¿Me lo prometéis?
Los muchachos parecieron confundidos y Mary siguió diciendo:
—Sé que os peleáis de cuando en cuando en el aula. Pero después de un rato olvidáis vuestras diferencias, ¿verdad? Y si alguien tratara de hacerle daño a Thomas, tú lo defenderías, ¿verdad, Harry?
—¿Alguien quiere hacerle daño? —preguntó Harry, con ojos que relumbraban.
—No, no. Sólo digo que si...
—La gente no dice “si” cuando no cree que las cosas puedan pasar —contestó sabiamente Harry.
Ella pensó: “No tengo que alarmarlos. Harry es demasiado perspicaz y Thomas se está preguntando qué le va a pasar.”
—Sólo quiero que recordéis que mi deseo es que seáis siempre amigos.
—¿Acaso quieres que le regale mi nuevo halcón? —preguntó Harry, con aire suspicaz.
—¡Sí, lo quiero! —gritó Thomas, esperanzado.
—No, no —contestó la madre—. Sed siempre buenos amigos... No permitáis que las peleas duren entre vosotros.
Los dos niños se miraban intensamente el uno al otro, por encima de la cama y Mary se apresuró a decir:
—Tenéis una nueva hermanita.
—Ya tenemos una —dijo Thomas.
—No queríamos otra más —añadió Harry, con cierto tono de reproche—. Y tú te has enfermado por traerla.
—No debéis tener eso en contra de ella.
—¿Cuándo te vas a levantar?
—Pronto.
—¿Y tendremos una fiesta?
—Y mi padre... ¿vendrá?
—Sí, habrá una fiesta y él vendrá.
Mary cerró los ojos. Harry hizo una seña a su hermano y en ese momento entró Joan.
—Venid conmigo —dijo—, vuestra madre está cansada.
Cuando salía con ellos, Harry se volvió hacia Joan y dijo:
—Creo que estaba tratando de decirnos que se va.
Había una atmósfera pesarosa en el castillo, una premonición de desastres.
Los hombres y las mujeres andaban en puntillas y hablaban en susurros. La condesa estaba febril.
Pero la recién nacida se mostraba cada vez más saludable. Se había encontrado una nodriza para ella y la niña, por cierto, no daba indicios de su difícil entrada en el mundo.
La gente no sabía si debía enviar un mensaje al conde de Derby para decirle que la salud de la condesa suscitaba serios temores y que, desde el nacimiento de lady Philippa, habían aparecido graves síntomas.
Estaban vacilantes, pero con el correr de los días se llegó a la conclusión de que había que avisarle.
Enrique se alarmó y volvió inmediatamente a Leicester.
En el fondo de su corazón sabía que Mary temía a los nacimientos, pero consideraba que éste era uno de los riesgos inevitables de la vida. Su matrimonio se justificaba por los hijos: él estaba encantado de tener seis y esperaba tener más.
Pero ahora Mary estaba enferma. Los efectos lejanos del parto, se dijo. No era nada. El grupo de mujeres que la rodeaba tendía a exagerar y alentar los miedos de Mary.
Sin embargo, partió al galope y, cuando llegó al castillo, se sintió invadido por un gran abatimiento.
Inmediatamente fue al dormitorio de su mujer. La figura pálida y exánime que estaba tendida en la cama era apenas reconocible. Los cabellos oscuros caían lisos y sueltos en torno a los rasgos demacrados; sólo los ojos eran los mismos: cariñosos, graves, ansiosos por dar placer.
—Llegaste...
—Amor mío —dijo él—. ¿Qué te pasa?
—Ha sido demasiado, Enrique... demasiado. La niña está bien.
—Gracias a Dios. Es una hermosa niña. La que ha cambiado es tu pobre Mary, Enrique.
—Pronto te sanarás. Todavía vamos a tener seis más, Mary. Ya verás.
Ella sonrió débilmente y meneó la cabeza.
—En fin —dijo él— ya tenemos seis. Ah, Mary, me desespera verte así.
—Ya lo sé. Yo no quería que me vieras así, pero ellas insistieron en mandarte llamar.
—Estoy contento de estar contigo.
—¿No te he decepcionado?
—Querida: me has hecho muy feliz. No he dejado de amarte desde el día en que nos vimos por primera vez en el bosque. ¿Te acuerdas?
—Es algo que nunca olvidaré. Es un recuerdo que guardo en mi memoria... Y te he dado seis hijos, ¿no es así? He cumplido con mi deber de esposa...
—¡Por favor, no hables de deber! Lo has hecho por amor, ¿o no?
—Sí —dijo ella—, por amor. Recuerda siempre eso. Por amor.
Él se sentó a la cabecera de la cama y ella le hizo hablar del pasado, de los días pasados en Arundel, del nacimiento de Harry, de cuan felices habían sido en sus primeros días de casados.
Después él había viajado mucho y ella lo había visto poco, tan sólo lo suficiente para embarazarse e iniciar la agotadora tarea de traer un nuevo ser al mundo.
Pero era su familia muy amada y había que pagar por la felicidad.
Al cabo de un rato él notó que ella se había quedado dormida y se retiró sigilosamente del cuarto.
Poco tiempo después de su llegada fue evidente que Mary estaba seriamente enferma. Era atendida por los mejores médicos del país, pero muy poco podían hacer. Estaba agotada, gastada por los partos excesivos. Era pequeña, frágil; no estaba hecha para estos esfuerzos.
Enrique estaba consternado. Enfrentaba la dura realidad. Pudo no haber ocurrido. Si se hubieran parado a tiempo, esto no hubiera ocurrido.
La fiebre puerperal avanzó rápidamente y, a los pocos días de su llegada. Enrique fue consciente de que ése era el fin.
Se arrodilló junto a la cama, porque ella parecía reconfortada cuando él estaba cerca. Ahora estaba serena. Una mujer que ha pasado por la prueba. No mandó llamar a los niños porque no deseaba que la vieran en este estado.
—Se van a asustar dijo—. Es mejor que me recuerden como yo era antes. Los dejo en tus manos. Enrique. Tú te ocuparás de ellos. No seas duro con Harry. Quiero que te amen. Quiero que todos ellos se amen. Que no haya peleas. Tienen que obrar juntos. Es eso lo que quiero...
—Así será —dijo Enrique—. Haré todo lo que me pides.
—Quédate conmigo entonces. Ya no falta mucho.
Él estuvo junto a ella hasta que murió.
Seguía sentado junto a la cama, sin poder aceptar el golpe.
Tenía que levantarse. Mary había muerto. Tenía veinticuatro años. Demasiado joven para morir. Pero había muerto. Era el Año de la Muerte: Constanza, la reina, y ahora. Mary. La reina y Mary habían sido abatidas en la flor de la juventud. Entendió el pesar de su primo el rey, que había vivido con una obsesión, casi enloquecido por cierto tiempo.
A veces pensaba que su destino estaba vinculado con el de su primo. Siempre había creído que, de no haber sido por un capricho del destino, él habría estado en el lugar de Ricardo. Habían nacido en el mismo año. Habían sido felices en sus matrimonios y, con diferencia de pocas semanas, los dos habían perdido a sus amadas esposas.
Se sentía perdido, abrumado. Aunque en los últimos años había pasado casi todo el tiempo lejos de ella, sabía que ahora la iba a echar amargamente de menos.
Había que hacerle un espléndido funeral. La madre de Mary insistió en esto. Debía ser enterrada en el sepulcro de los Bohun, porque ésta había sido la voluntad de ella. Halló cierto consuelo a su aflicción proyectando el gran funeral que habría de celebrarse, lo mismo que Ricardo, cuando había muerto la reina.
Después del funeral debía ocuparse de su familia.
Los niños siempre habían estado juntos, atendidos por una madre amante. Ahora él debía hacer nuevos planes para el futuro de ellos. Iba a estar con ellos todo lo que pudiera, pero la situación política del momento le exigía una constante atención.
Enrique reflexionaba seriamente en lo que debía hacerse con los niños huérfanos de madre.