ESPUELA CALIENTE

El rey había entendido sin demora que, si bien había ganado la corona con relativa facilidad, le iba a resultar más difícil defenderla.

La muerte misteriosa de Ricardo y el hecho, conocido de todos, de que el sacerdote Maudlyn tenía un parecido increíble con el rey difunto daba origen a infinidad de rumores. Enrique temía que, por muchos años, iba a haber personas convencidas de que Ricardo seguía vivo, de que el cuerpo que se había paseado por las calles había sido el del sacerdote. Otro motivo de preocupación era la existencia de Edmund de Mortimer, con más derechos al trono que Enrique. Y nadie sabía mejor que él que la corona que se le había ceñido con manos tan apresuradas, se mantenía en equilibrio muy precario.

Las primeras dificultades surgieron en Gales. Allí descubrió Enrique un enemigo formidable, un hombre llamado Owain ab Gruffydd, señor de Glyndyvrdwy o, como empezaba a conocérsele en toda Inglaterra. Owen Glendower.

Owen había estudiado derecho inglés en Westminster y en un momento había sido escudero del conde de Arundel, que tenía propiedades en Gales. Cuando Arundel se pronunció por Enrique de Lancaster, Owen lo siguió, a pesar de que, en general, Gales había apoyado a Ricardo. En todo el país se oyeron quejas por el hecho de que Harry hubiera sido nombrado príncipe de Gales.

Las dificultades se iniciaron en serio cuando Owen querelló a Reginald, lord Grey de Ruthin, por ciertos terrenos reclamados por ambos. Owen fue a Westminster para asistir al pleito. Se lo trató con cierta negligencia, pero Owen logró que el asunto fuera llevado ante el rey y el Parlamento. “El hombre está decidido a obtener lo que él llama justicia”, se dijo a Enrique. El rey, con un gesto impaciente, apartó el asunto.

—¿Qué interés podemos tener en estos muertos de hambre? —exclamó, lleno de desprecio.

Las palabras del rey le fueron repetidas a Owen, que volvió echando humo a Gales.

Enrique se había ganado un enemigo sempiterno.

Cuando se proyectó una expedición a Escocia, Owen debió haber sido nombrado miembro, pero a fin de vengarse, Grey de Ruthin no entregó la convocatoria hasta que fue demasiado tarde para que Glendower pudiera cumplir; y, por no haber formado parte de la expedición, Grey fue denunciado como traidor. Esto era ir demasiado lejos para un hombre como Owen. Si no podía obtener satisfacción en Westminster, por sus tierras, ¿qué justicia podía esperar ahora? Decidió tomar la ley en sus manos e inició la guerra contra Grey, asoló sus tierras, mató una cantidad de hombres de su personal y declaró que los galeses nunca iban a obtener justicia, que eran tratados con desdén por los ingleses y que, si algún galés quería marchar bajo sus estandartes, algo podría hacerse.

Enrique oyó muy alarmado las noticias, y en un principio pensó que se trataba de una revuelta local; muy pronto iba a comprobar su error. Los galeses se habían puesto en movimiento al grito de “Libertad e Independencia”. Y no sólo los habitantes de Gales se ponían bajo las banderas de Owen Glendower, sino que los mismos galeses que residían en Inglaterra abandonaban sus hogares y corrían a Gales.

Era necesario poner fin a esta rebelión. Enrique fue en persona a la frontera con Gales. Owen Glendower tal vez hubiera reunido una gran fuerza, pero no era capaz de sostenerse mucho tiempo contra los ejércitos bien adiestrados de arqueros ingleses. En esto se equivocaba, pues Owen Glendower era lo bastante inteligente para no enfrentar directamente al ejército de Enrique. En vez de esto, él y sus hombres se refugiaron en las montañas, donde era imposible seguirlos. Allí los galeses conocían cada peñasco y cada cueva.

Estas montañas eran impasables y habían vencido a otros antes de Enrique. Ofrecían un baluarte inexpugnable. Además, el tiempo era traicionero y los galeses tuvieron sus triunfos. El principal de ellos fue la captura de lord Grey y sir Edmund Mortimer, el tío y custodio del joven conde de March, a quienes muchos atribuían más derechos al trono que Enrique. En pocas palabras, no era posible poner fin rápidamente al conflicto. Los galeses no iban a ser conquistados tan fácilmente y lo que la ley hubiera podido arreglar —si Owen Glendower hubiera sido tratado con justicia— se convirtió en una guerra en la cual ninguno de los dos lados podía llegar a una conclusión satisfactoria.

Enrique dejó un destacamento en Gales y partió a Oxford, donde se vio con su hijo. Harry estaba siguiendo estudios bajo la dirección de su tío, Henry Beaufort, canciller de la Universidad, pero estaba aburrido del King's College y maldecía sus pocos años. Por lo tanto quedó encantado al oír lo que su padre tenía que decirle.

Harry notó que su padre había perdido un poco de su lozanía. Ser rey imponía obligaciones, evidentemente, pero Enrique quedó encantado al ver el aspecto de su hijo, que había crecido e irradiaba salud.

Después de abrazarse, Enrique dijo:

—He venido a hablarte de un asunto muy serio, Harry. Creo que es tiempo de que te vayas de Oxford. Tengo trabajo para ti.

Los ojos de Harry brillaron.

—Con mucho gusto me iré de Oxford —dijo—. No soy hombre de estudios, milord, y nada podrá convertirme en tal. Quiero pelear a vuestro lado.

—Es exactamente lo que quiero que hagas, Harry. —El rey se tocó la frente con un ademán fatigado—. Hay revueltas por todos lados... los galeses, los escoceses... En cuanto a los franceses... ¿podemos confiar en ellos?

—No son tiempos para que yo me hunda entre los libros de una biblioteca —dijo Harry.

—Es un punto de vista que compartimos, hijo mío. Lo cierto es que te necesito. Ojalá fueras un poco mayor.

—Ya tengo quince años, padre.

—¿Quince! Palabra de honor, Harry, parece que tuvieras tres años más.

Harry se ruborizó de placer.

—¿Adonde queréis que vaya?

—A la frontera de Gales. Más tarde, tal vez a Escocia. Tienes que aprender, Harry. Tienes que aprender sin demora.

—No temáis, milord. Ya he aprendido mucho.

—Tienes que aprender a defendernos. Debemos mantener lo que tenemos. Es la verdad. Tenemos que aferramos firmemente a lo que tenemos.

—Siempre lo he sabido. Me prepararé. No temáis. Parto en seguida.

El rey levantó una mano.

—No tanta prisa. Recuerda que eres el heredero del trono. Hablaré con el canciller. Él entenderá. Tendremos que prescindir de la educación que se te está dando. Tu tarea consistirá ahora en aprender a ser soldado.

—Estoy dispuesto, señor —dijo Harry.

Sí, lo estaba. Un hijo del cual podía estar orgulloso, pensó Enrique. Le daba gracias a Dios por él. Ojalá tuviera más años.

Vacilaba. ¿Debía hablarle a Harry de la extraña enfermedad que lo estaba amenazando? Decidió no hacerlo. No quiso mostrar a su hijo su piel descolorida y dio gracias a Dios de estar aún en condiciones de ocultar su estado. El achaque venía, se iba, y cuando lo tenía era presa de un cansancio espantoso.

Confiaba en que no fuera alguna horrible enfermedad.

Harry tenía que estar preparado.

 

 

 

Cuando Harry llegó a Gales del Norte fue saludado por sir Henry Percy, llamado Espuela Caliente, un hombre que le llevaba veinte años y que tenía una de las reputaciones más formidables del país. Percy había nacido en el mismo año del nacimiento de los dos reyes: Enrique el reinante y Ricardo el fallecido, y su actitud hacia el joven Harry tendía a ser paternal. Espuela Caliente era un gran soldado y reconoció las condiciones bélicas de Harry. Pero Harry tenía mucho que aprender. No importaba: aprendería.

Espuela Caliente se había instalado en el norte. Su padre era el gran conde de Northumberland, y los hombres de su familia se consideraban señores del norte, en nada inferiores al rey. Por otra parte, eran muy conscientes de que el poder de ellos había puesto a Enrique en el trono, y estaban dispuestos a que Enrique no lo olvidara.

Harry reconoció las condiciones de Espuela Caliente y se dispuso a aprender de él. Esto era la vida para él. Había nacido para ser soldado. Se hizo inmediatamente popular entre los soldados y, si bien mantenía un porte digno, podía hablar con ellos de igual a igual; poseía una afabilidad que a su padre le faltaba y, al mismo tiempo, había en él algo que indicaba que habría sido imprudente querer aprovechar de su índole o su juventud. Espuela Caliente reconoció que el muchacho era un jefe nato, y esto fue de su agrado.

Hubo otro hombre que se sintió atraído por el carácter del príncipe. El mismo Harry no pudo dejar de simpatizar con este hombre. En consecuencia, solía salir con él. Formaban una pareja bastante incongruente: Harry, el joven príncipe de quince años, y sir John Oldcastle, treinta años mayor. El lozano adolescente y el cínico guerrero se hicieron amigos en cuanto se conocieron.

Se sentaban juntos y sir John le contaba sus aventuras, no escasas por cierto. Su conversación era vivaz, instructiva, y daba a Harry una visión nueva del arte de la guerra.

—No todo es gloria, príncipe —le decía sir John—. También hay sangre, mucha sangre. No hay que ser relamido en la guerra, mi joven señor. Hay que golpear primero y arrancarle las tripas al enemigo antes de que os las arranque a vos. Siempre hay que dar el primer golpe. Esa es la guerra. Pero también hay otro aspecto.

Sir John le dio un codazo pícaro a Harry.

—Oh, sí, mi señor. Hay otro lado. Los frutos de la guerra... Hay vino, buena comida, e incluso algo mejor... ¿Podéis adivinar qué es?... ¡Mujeres!

Harry ya estaba muy interesado en las mujeres y sir John lo había notado.

—Puedo ver que os parecéis a mí en muchas cosas —comentó el hombre mayor—. Yo no puedo pasarme sin mujeres: vos, tampoco. En fin, es un deporte bueno y honorable... uno se da un gusto por aquí, un gusto, por allá, con la mira puesta en el próximo. Siempre en busca de lo mismo. Y las hay de todas clases, según los gustos, no lo dudo. Las morenas y las rubias, sin olvidar a las pelirrojas. Una vez conocí a una pelirroja... la mejor de todas. Las pelirrojas son muy ardientes. Algún día lo descubriréis, milord, porque sois como el viejo John Oldcastle, tenéis una naturaleza encendida y amorosa. Una naturaleza que no hay que desperdiciar.

Harry gozaba mucho con estas conversaciones, que contrastaban con la relación que tenía con Henry Percy. Percy era un gran aristócrata, tan orgulloso de su nombre como un rey. En realidad, pensó Harry, Espuela Caliente se consideraba a sí mismo un rey y contaba con reinar y no iba a soportar ninguna interferencia. En una ocasión dijo que los Northumberland eran los reyes del norte y que ningún rey de Inglaterra podía gobernar sin ellos. Si alguien no le mostraba el respeto que, a su modo de ver, le era debido, la furia de Espuela Caliente no conocía límites. Los hombres lo temían y al mismo tiempo lo respetaban, porque era un jefe excelente.

Harry pensó que podía trabajar bien con Espuela Caliente y aprender de él, porque en Harry había un cierto instinto militar que Espuela Caliente y Oldcastle reconocieron. El príncipe podía gozar de la compañía de estos hombres y recibir luces de ellos. De Espuela Caliente aprendía la manera de llevar a cabo una campaña; Oldcastle le hacía conocer las necesidades de los soldados y entender la forma en que había que tratarlos.

De tal modo que Harry se aplicó a entender el arte de la guerra con más entusiasmo que el que había puesto en sus estudios de Oxford.

Espuela Caliente había sido nombrado condestable de los castillos de Chester, Flint, Conway y Caernarvon; era asimismo juez de Cheshire y alguacil mayor de Flintshire, además de todos sus cargos en Northumberland, que eran su herencia natural. Quería arreglar a la brevedad posible los disturbios de Gales para volver a su país nativo y aplicar allí sus energías; de todos modos, ni siquiera un guerrero tan enérgico como Espuela Caliente podía estar en todos los lados a la vez y un día —era un Viernes Santo— quedó consternado al enterarse de que el castillo de Conway, una de las fortalezas más importantes que estaban a su cuidado, había sido capturada por Rhys y Gwilym ab Tudor.

Espuela Caliente convocó inmediatamente una conferencia que fue presidida por Harry en su condición de jefe de los ingleses en Gales, aunque nadie sabía mejor que Harry hasta qué punto esto era un título y nada más.

—Debemos recobrar inmediatamente esa fortaleza —declaró Espuela Caliente—. Es un lugar demasiado importante para perderlo sin hacer un esfuerzo. Sugiero, señor... —y se volvió deferentemente hacia Harry— que se envíe una fuerza armada para rodear al castillo. Cuando lo hayamos recobrado, mostraremos misericordia y habremos de prometer que no habrá venganzas. Estoy convencido de que ésta es la forma de encarar el asunto.

—Milord Percy: tenéis razón —dijo Harry—. Actuemos de este modo y, cuanto antes recobremos a Conway, tanto mejor.

—Asunto arreglado —dijo Espuela Caliente—. Sólo nos queda poner en práctica el plan.

Sir John Oldcastle le dijo a Harry que Espuela Caliente tenía razón.

—Ese es un hombre —comentó— que emite juicios invariablemente acertados, aunque tiene sus fallas. En todo caso, milord, me diréis... ¿quién no las tiene? Y diréis lo cierto. Pero Percy es un hombre de cabeza caliente, como sus espuelas, y aunque su juicio en las batallas parece inspirado por Dios, también está el Diablo, que le empuja el codo y le recuerda que no está logrando todo lo que un Percy debe lograr. Ese nunca perdona un desaire, y para vengarlo es capaz de jugarse la cabeza. Pero éste no es un proceder equilibrado... ¿de qué vale vengarse de una afrenta si uno pierde la cabeza en el proceso? No es posible dar satisfacción a tu orgullo si no tienes una cabeza para saberlo.

—Calculo que tomaremos Conway en una semana —exclamó Harry.

—No seré yo quien lo niegue, mi joven halcón. Vos estaréis allí para incitarnos a la victoria, y Percy para daros bríos. La cosa está en nuestras manos antes de empezar.

Oldcastle tenía razón. En poco tiempo habían recobrado el castillo y pusieron en práctica el plan de mostrar clemencia a quienes habían tomado el partido de los galeses.

Mientras se felicitaban a sí mismos por su triunfo, recibieron un despacho del rey.

El rey se complacía en la reconquista del castillo, pero consideraba que nunca debió haberse perdido, en primer lugar. Además, no creía en la eficacia de mostrar misericordia a quienes habían entregado el castillo al enemigo. “Si se recompensa a los hombres por traicionarnos, y nosotros, a grandes costos, recobramos lo que se ha perdido, todo va a ser fácil para ellos cuando estemos sitiados de nuevo.” Este era su comentario.

Espuela Caliente se encolerizó. No podía soportar las críticas. Él había proyectado la operación con atención y notable habilidad. La insinuación de que su negligencia había sido la causa de la pérdida del castillo no era justa. Además, se le recordaba que el rey no había recibido aún unos dineros que se le debían, pese a que, para llevar a cabo la operación, Espuela Caliente se había visto obligado a usar buena parte de sus propios fondos.

La ira se adivinaba en la mente de Espuela Caliente y Harry se sentía incómodo por este resentimiento, que su padre había suscitado en su amigo. Harry hubiera querido explicarle al rey que Espuela Caliente era un gran capitán y que, a su modo de ver, no era justo hacer críticas de una operación que había sido llevada a cabo con gran habilidad, algo que el rey hubiera visto en caso de haber estado presente.

John Oldcastle habló del asunto con Harry y lo hizo sin miramientos. Harry se dio cuenta de esto y simpatizó más con él en consecuencia, sintiéndolo como una demostración de confianza entre ellos.

—Espuela Caliente está perdiendo el amor que sentía por vuestro regio padre, y lo está perdiendo aceleradamente, príncipe —fue su comentario.

—Quiero decirle a mi padre que este hombre es un gran jefe. Es el mejor que tenemos, sir John. Mi padre no debería ofender a un hombre como Espuela Caliente.

—Vuestro padre no debería permitirse estas guerras, milord, pero se las permite.

—Tiene que hacerlas. Pero no veo la necesidad de hacerse un enemigo de Espuela Caliente. Tendría que mandar el dinero que Espuela Caliente ha gastado en estas campañas. Y los soldados de la frontera con Escocia no han recibido aún sus sueldos.

—Ah, la guerra, la guerra... asuntos de Estado.

Oldcastle acercó su cara a la del príncipe. Se me ocurre una idea. Vuestro padre es un hombre astuto. No ve con buenos ojos el poder de los Percy. Lo juraría. A ningún gran rey le gusta que haya reyezuelos en su reino. Los monarcas sabios encuentran maneras de doblegar el poder de los reyezuelos. Y creo que vuestro padre es un monarca sabio.

—¿Queréis decir que mi padre está tratando de quebrar el poderío de los Percy?

—¿Por qué no?... ¿Por qué no? ¿Y qué mejor que hacerles pagar por sus guerras? Es lo que puede esperarse de un rey prudente.

Oldcastle le dio un golpecito al príncipe en las costillas. Harry cabeceó. Le gustaba pensar que su padre era astuto e inteligente. De todos modos pensaba que un espléndido soldado, como Espuela Caliente, no debía ser explotado.

A todo esto, Espuela Caliente daba pábulo a sus resentimientos.

Cada vez se sentía más decepcionado del rey y cansado de la guerra con los galeses. Quería volver a Northumberland con su gente. Esta era su tierra y él quería estar con su padre y defenderla. La pelea con los galeses era una pelea del rey, y si el rey no apreciaba lo que se hacía por él, ¿qué tenía Henry Percy que hacer allí?

Había otra cosa. Sir Edmund Mortimer había sido capturado por los galeses y Espuela Caliente tenía interés en obtener su liberación. Para ello había una razón sentimental. Sir Edmund era el hermano de la mujer de Espuela Caliente, y él sabía que ella se preocupaba por su hermano. Él quería ir a verla y decirle que había obtenido la liberación de su cuñado. Sir Edmund era un prisionero importante. Era el tío y el guardián del conde de March y según opinión de muchos el auténtico heredero del trono.

Por lo tanto. Espuela Caliente deseaba ventilar con los galeses el asunto de la liberación de Mortimer. Espuela Caliente, enfurecido, se enteró de que el rey no quería saber nada de esto.

¿Acaso la captura de Mortimer no se hizo en una acción al servicio del rey? preguntaba, rabioso. Y luego gritaba: ¡No, por cierto que Enrique de Bolingbroke no quiere la liberación de Mortimer! ¡Los Mortimer están más cerca del trono que él!

Cuando a Harry le llegaron noticias de lo que se decía, se sintió inquieto. Espuela Caliente se estaba pasando al otro lado; la escisión entre él y el rey aumentaba rápidamente.

Espuela Caliente declaró que ya no iba a seguir en Gales. Había hecho todo lo posible, pero si sus servicios no eran atendidos ni apreciados, ya nada tenía que hacer allí.

Iba a volver al baluarte de Northumberland.

 

 

 

Antes de irse recibió un mensaje. Se le decía que un galés muy encumbrado deseaba hablar con él. En caso de que lo recibiera, podía llegarse a un entendimiento conveniente para ambos. Percy estuvo de acuerdo. Un hombre alto, envuelto en una capa que escondía su identidad, fue llevado hasta su tienda.

Percy estaba preparado. Tenía puesta su armadura y estaba listo para enfrentar cualquier traición. Su sorpresa fue muy grande cuando la visita reveló ser Owen Glendower.

—Vengo en misión de paz —dijo Glendower—. Poned a un lado vuestra espada, milord. Como veis, estoy inerme.

Percy vio que esto era cierto y puso a un lado su espada.

—¿Por qué venís a verme? —preguntó Percy—. ¿Qué queréis decirme?

—Que esta guerra que peleamos no tiene sentido. Nunca habrá paz mientras vosotros, los ingleses, queráis someter a Gales. Las montañas son nuestras aliadas. Devolvedme las tierras que me habéis arrebatado y tendremos la paz. No puede haber un fin satisfactorio de esta guerra.

Percy guardó silencio. Lo que Glendower decía era cierto. Ellos nunca iban a poder dominar completamente a los galeses y, en caso de hacerlo, siempre iba a haber estallidos de violencia de tanto en tanto.

Él, por su parte, estaba cansado de la guerra con Gales. Había decidido irse de la guerra y retirarse en unos pocos días.

—Puedo exponer vuestra propuesta al rey —dijo Percy.

—¿Al rey? —preguntó Glendower—. Os referís al usurpador, supongo.

—Estáis hablando del hombre que se llama a sí mismo rey.

Percy, tomado de sorpresa, no dijo nada; pero no le molestó el tono venenoso de la voz de Glendower. Él mismo sentía cada vez más animosidad contra Enrique de Bolingbroke.

—Corren rumores de que Ricardo no ha muerto, de que no fue asesinado por orden del usurpador.

—Sí, ha muerto. Estoy seguro —dijo Espuela Caliente— de no ser así, Enrique nunca habría tratado de casar al joven Harry con la reina Isabelle. Nunca hubiera querido la existencia de una serie de bastardos que pretendieran ser herederos de las propiedades de los Lancaster.

—Si Ricardo ha muerto, el legítimo rey es el conde de March.

—Hay cierta verdad en lo que decís. Puede ser que sea así si Enrique no devuelve las tierras que me ha robado; y si no hace la paz con Gales trataremos de derrocarlo y poner en su lugar al rey legítimo. —Owen miró intencionadamente a Espuela Caliente—. Tal vez algunas personas en Inglaterra piensen del mismo modo y se unan a nosotros.

Espuela Caliente reflexionó y luego dijo:

—Hay un asunto que tengo muy cerca del corazón. Guardáis como prisionero a mi cuñado, sir Edmund de Mortimer. Enrique se ha negado a discutir el rescate. Quiero que se lo ponga en libertad.

Owen sonrió lentamente.

—¿Estáis seguro, milord, de que él desea ser liberado?

Espuela Caliente lo miró asombrado y Owen continuó:

—Se ha enamorado de mi hija Catherine. No veo ninguna razón para oponerme al enlace. No creo que quiera levantarse en armas contra su suegro y, naturalmente, a él le gustaría que su sobrino ocupara el trono que le corresponde.

Espuela Caliente quedó atónito.

Vio que Enrique iba a tener dificultades para mantener su corona y esto no le desagradó. Que sufriera. Si no apreciad a los Northumberland, iba a ser depuesto. Además, el nuevo rey habría sido su sobrino en caso de que hubiera casamiento, y esto ofrecía una perspectiva bastante atrayente.

Por supuesto, Enrique no iba a entregar fácilmente la corona. La situación era interesante y merecía que uno reflexionara sobre ella al volver a casa.

—Expondré vuestras propuestas relativas a la devolución de vuestras tierras y la tregua ante el rey. Pero tengo pocas esperanzas de que acepte.

—Yo tampoco las tengo —contestó Owen—. Pero... si no las acepta nosotros sabremos lo que hay que hacer... ¿no es así, milord?

Espuela Caliente no contestó. Se despidió de Owen Glendower y emprendió con aire muy pensativo, el camino de vuelta a Northumberland.

 

 

 

Enrique, enfurecido con Espuela Caliente, llegó a Worcester. Allí se unió a él Harry y el rey se enteró de las dificultades que habían surgido en la guerra con Gales.

—El país está en contra de nosotros —explicó Harry—. Los galeses conocen cada colina, cada valle. Nosotros, no.

Enrique, sin embargo, no estaba seguro de que así fuera, y estaba decidido a mostrar a los galeses que ellos no podrían derrotarlo. Sin embargo, cuando otros unieron sus voces a la de Harry e insistieron en que los ataques en las montañas eran una empresa muy vidriosa, se vio forzado a escuchar.

Fue por entonces que se hizo presente en el campamento un galés que solicitó una audiencia con el rey y aseguró a los guardias que venía con propósitos de paz. Fue examinado a fin de comprobar que no tenía armas y Enrique accedió a verlo.

El hombre dijo que su nombre era Llywelyn ap Gruffyd. Y dio la bienvenida a los ingleses. Sus dos hijos estaban peleando con los rebeldes y él quería tenerlos de vuelta. Si Enrique le devolvía a sus hijos, él se comprometía a mostrarle al rey y a su ejército los pases mejores de la montaña y conducirlos hasta el campamento de los galeses.

Enrique aceptó el ofrecimiento y, a su debido tiempo, partió con Llywelyn ap Gruffyd, que cabalgaba entre él y Harry. Siguiendo las instrucciones del galés, se internaron entre las montañas del país, pero una buena mañana se despertaron y se encontraron con que el guía había desaparecido. En ese momento comprendieron que les habían jugado una mala pasada. No estaban de ningún modo cerca del ejército de Glendower: habían hecho varios días de marcha laboriosa por tierras inhóspitas, en las que no había provisiones, y ahora debían encontrar la manera de salir de ellas.

Enrique estaba enfurecido. Ya tenía dificultades para alimentar a sus tropas y no encontraban nada para remediar la situación en estas tierras asoladas por la pobreza. Había que hallar el camino de vuelta a alguna aldea donde los hombres pudieran comer y descansar.

Su furia aumentó cuando se le dijo que Llywelyn se jactaba de haber tomado de tontos a los ingleses y que los galeses se divertían componiendo baladas que festejaban el incidente.

Enrique volvió a la aldea de Llandovery, jurando vengarse de Llywelyn ap Gruffyd.

—Si llego a ponerle las manos encima, no vivirá mucho para arrepentirse. Ruego a Dios que no aparte a este hombre de mi camino.

Dios oyó sus plegarias. Un buen día Llywelyn entró en una taberna de la aldea y fue reconocido por algunos de los soldados de Enrique en el momento en que cantaba para entretener al público de la taberna una balada que tenía como tema los tropiezos de Enrique.

Poco tiempo después comparecía ante Enrique...

Los últimos meses habían producido un cambio en el rey. Antes de ser rey había sido un hombre bastante calmo, que se enorgullecía de sus juicios ponderados. Ahora, rodeado de amenazas y con abrumadoras responsabilidades y creciente ansiedad por el estado de su salud, se había vuelto vengativo. Y no quería perdonar a nadie en su decisión de mantener la corona. También quería dar un escarmiento a sus enemigos.

Con feroz satisfacción condenó al galés a la cruel ejecución de horca y descuartizamiento. Asimismo, exigió que sus hijos estuvieran a su lado y asistieran al horrendo suplicio.

Harry quedó muy perturbado por esto. El hombre debía ser castigado, por cierto, pero la sentencia era demasiado cruel. Llywelyn era un hombre valiente y, si había obrado en contra de los ingleses, esto era natural, ya que eran enemigos de su país.

Sin embargo, nada podía decir Harry mientras su padre estuviera en este estado de ánimo. De todos modos, se sorprendió del cambio en el ánimo del rey y se preguntó si era tan feliz ahora con su corona como había sido sin ella.

Después de la ejecución se fueron a Llandovery y tomaron el camino de la abadía cisterciense de Strata Florida, donde están las tumbas de varios príncipes galeses. El rey dio órdenes de que se saqueara el lugar.

—Es una lección —dijo Enrique para todos los que se me oponen.

 

 

 

El rey mandó llamar a su hijo y, cuando éste llegó, lo miró intensamente. Tal vez antes de lo que él cree, pensó, habrá de ser coronado.

Nadie debía conocer los temores que lo asaltaban. Había síntomas de una enfermedad horrible. Tal vez la había contraído en Tierra Santa, en Famagusta, en Venecia, en Corfú... en alguna tierra cálida y árida, donde florecían extrañas enfermedades. Hasta el momento había logrado mantener secreto su achaque. Nadie podía ver las erupciones de su piel, pues afortunadamente estaban en los lugares que van cubiertos de ropa; lograba olvidarse de ellas mientras no lo atormentaban con comezones e irritaciones. Pero a veces se hacía una idea de, lo que eran y se preguntaba si no habrían de empeorar.

Debía mantener la corona hasta que Harry alcanzara la mayoría de edad. No faltaba mucho para esto. Él nunca había pensado que la corona fuera tan difícil de sostener. Y tampoco había previsto hasta qué punto habría de estar aferrado a ella.

—Harry —dijo—, las noticias no son buenas. Northumberland y Espuela Caliente se han puesto en marcha contra nosotros. Se han juntado con los galeses.

—No es posible. Espuela Caliente peleaba contra los galeses.

—Su cuñado se ha casado con la hija de Glendower. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Northumberland y Glendower juntan fuerzas contra nosotros.

—¿Qué los mueve para unirse?

—Lee esto —dijo Enrique.

Era un documento que había sido preparado por los Percy con la intención de que lo leyeran no sólo el rey sino también los principales nobles del país. Era un llamado a las armas. Querían derrocar a Enrique, porque, según ellos, él:

 

Les había jurado en Doncaster, al volver a Inglaterra, que sólo quería recobrar su herencia y la de su mujer. Sin embargo, había puesto prisionero a Ricardo, su soberano, lo había forzado a renunciar a la corona y había adoptado el estilo y la autoridad de la realeza.

Él había jurado que, mientras Ricardo estuviera vivo, habría de gozar de todas las prerrogativas reales. Sin embargo, había hecho que ese príncipe, en el castillo de Pontefract, muriera después de sufrir durante quince días hambre, sed y frío, asesinándolo.

A causa de la muerte de Ricardo se había apoderado de la corona que pertenecía al joven conde de March, heredero inmediato y directo.

Había jurado gobernar de acuerdo con la ley y no lo había hecho. Se había negado a permitir que pusieran en libertad a sir Edmund de Mortimer, quien había sido tomado prisionero mientras luchaba por su causa, y había considerado que los Percy eran traidores porque habían negociado con Glendower. Por todos estos motivos, “te desafiamos y tenemos intenciones de probarlo por la fuerza de las armas y con la ayuda de Dios Omnipotente”.

 

Cuando Harry terminó de leer el documento, miró consternado a su padre.

—¿De modo que se han alzado contra nosotros... los Northumberland... y Glendower...?

—Y los franceses acaban de hacer un desembarco de soldados destinado a combatirme.

—Puedes estar seguro de que los franceses aprovecharán todas las oportunidades —exclamó Harry.

—No temas, hijo. Los derrotaremos.

—Sí —gritó Harry—. Así será.

De todos modos, hubiera querido que Espuela Caliente no fuera el enemigo.

 

 

 

Había una distancia de cuatrocientos kilómetros entre Northumberland y Shrewsbury. Los hombres de Espuela Caliente estaban ansiosos por pelear, pero la caminata los había cansado, y tenían hambre. Antes que nada, necesitaban descanso.

La batalla iba a ser por Shrewsbury. Si Enrique lograba tomar esta ciudad, podía cerrar el paso de Espuela Caliente a Gales.

Espuela Caliente pensaba en el joven Harry, por quien había sentido un cierto afecto. Un muchacho de quince años, pero que prometía. Esperaba que el adolescente no las pasara mal. “Ojalá estuvieras conmigo, Harry de Monmouth”, pensaba. “Serías un aliado mejor que tu taimado padre, no lo dudo.”

Naturalmente, el muchacho iba a estar junto a su padre. ¿Cómo podía ser de otro modo?

Los dos ejércitos se enfrentaron. Espuela Caliente vio que un sacerdote se apartaba de las tropas e iba cabalgando hacia él. Era Thomas Prestbury, abad de Shrewsbury, con un mensaje para Espuela Caliente. El mensaje era: “Poneos a merced de Enrique y la batalla no se dará.”

Espuela Caliente envió a su tío, Thomas Percy, conde de Worcester, con una respuesta al rey. Enrique dijo.

—Vamos, Worcester. ¿Quieres que se derrame sangre inocente en este día?

—Nosotros queremos justicia, milord —contestó Worcester.

—Ponte bajo mi amparo.

—No confío en vuestro amparo —fue la respuesta.

—¡Entonces vete! —gritó Enrique—. Ruego a Dios que tengáis vosotros que responder por la sangre derramada el día de hoy, no yo.

Poco tiempo después de este encuentro se inició la batalla. De ambos lados partió una fuerte descarga de flechas, era una lucha a muerte. Una flecha hirió a Harry en la cara, pero Harry continuó en la pelea.

¡San Jorge! ¡San Jorge! gritó Harry.

La sangre le chorreaba por la cara, pero él no le prestaba atención. Estaba muy excitado. Los hombres caían a su alrededor y estaba sumido en lo más denso de la lucha.

Espuela Caliente estaba decidido a vencer. Quería matar al rey con sus propias manos y, con unos treinta de sus caballeros más valientes, se abrió paso hasta los hombres que rodeaban a Enrique. Pero el rey y sus hombres supieron resistir y hacer que retrocedieran.

Al parecer, la victoria favorecía a Espuela Caliente. El aire se iba llenando de vítores que lo nombraban. Harry se mantuvo firme. Esto era una batalla y él sabía que estaba destinado a ella. Apenas sentía la herida de la cara.

Juntó a los hombres a su alrededor y todos olvidaron que sólo tenía quince años.

Espuela Caliente estaba convencido de su victoria. Iba a derrotar a Enrique, a poner en el trono al heredero legítimo, iba a vengar la muerte de Ricardo.

—¡Espuela Caliente! —gritaban voces triunfales en torno a él.

Y entonces ocurrió. Mareado por la victoria inminente, no vio la flecha que llegaba. La flecha le atravesó el cerebro. Espuela Caliente cayó de su caballo... muerto.

Y no pudo oír el grito de triunfo de las fuerzas del rey. Espuela Caliente había muerto y su muerte decidió la suerte de la contienda.

Había terminado la batalla y el triunfo era de Enrique.

 

 

 

El duque de Bretaña estaba muriendo. La duquesa Jeanne lo atendía ella misma, pero mientras lo cuidaba no podía evitar que sus pensamientos se dirigieran hacia Enrique de Lancaster, movida por el deseo de saber qué estaría haciendo en Inglaterra.

Jeanne había puesto entre las hojas de un libro la florecita azul que él le había dado. Nomeolvides. Era el nombre que él le había dado y ella nunca lo olvidaría.

En varias ocasiones había dado indicios de los sentimientos que ella le inspiraba, dando a entender que, en caso de no haber sido ella la esposa del duque, tal vez hubiera habido un enlace entre ellos. Y ahora era rey. Bueno, ella era hija de un rey, y su madre había sido la hija del rey de Francia. Nadie podía poner en tela de juicio su alcurnia.

Llegaron noticias hasta Bretaña de lo que estaba ocurriendo en las islas del norte. Ella se enteró de que Enrique no había vuelto a casarse. Su tiempo había estado ocupado primeramente con la tarea de apoderarse del trono, y luego de mantenerlo. Ella creía que él seguía en este empeño.

Había habido rumores sobre la muerte de Ricardo. Algunos decían que había sido asesinado. Una de las versiones aseguraba que unos hombres habían entrado en su celda y lo habían ultimado. Otra versión decía que se había dejado morir de hambre. Pero en los dos casos el nombre del asesino era el mismo: Enrique. Pues si él no había hecho la fechoría con sus manos, tal vez había ordenado a otros que la hicieran.

Tal vez había sido necesario, pensaba Jeanne.

Hubiera querido saber si él pensaba alguna vez en ella, o si su mente estaba completamente tomada por los tremendos acontecimientos que estaba viviendo.

En caso de que él la hubiera mandado llamar, ¿habría podido ella reunirse con él? A esta altura de los hechos no era posible. No podía poner de lado a su hijo, el duque de Bretaña, todavía un niño. No era posible dejarlo.

Temía a Clisson; ella sabía que este hombre tenía una hija muy ambiciosa, la esposa del conde de Penthievres. Ella creía que, por su marido, tenía más derechos que el hijo de Jeanne sobre el trono de Bretaña.

Clisson era un hombre honorable y, aunque su hija se había casado con el otro aspirante al trono, había considerado que el difunto duque era el auténtico heredero. Jeanne pensaba que podía entenderse con él.

Y en esto no se equivocó. Estaba dispuesta a hacer concesiones a Clisson. Ella seguiría siendo regente y, con ayuda de él, gobernaría el ducado hasta que su hijo estuviera en situación de hacerlo. El duque de Borgoña, que era tío de Jeanne, y el rey de Francia debían tener la custodia del ducado y la de los miembros menores de la familia hasta que éstos tuvieran la edad requerida.

Jeanne había demostrado mucha habilidad en todas sus acciones, ya que el poder, la riqueza y la popularidad de Clisson, en caso de ser usados contra ella, habrían privado a su hijo de su herencia.

Clisson había dado su palabra, había firmado el tratado y era un partidario tan decidido del joven duque como Jeanne deseaba que lo fuera. Esto se probó cuando su hija Marguerite, que había querido el ducado para su marido, fue a ver a su padre, muy agitada, y le preguntó por qué estaba obrando en contra de su propia familia.

—Hay muchas cosas que dependen de vos —había dicho ella—. Podríais darnos la Bretaña. Es la herencia de mis hijos.

—Pides demasiado —había contestado Clisson—. El duque de Borgoña va a venir aquí. Tal vez se lleve a los niños con él a la corte de Francia. Es ahora uno de sus custodios.

—Padre —exclamó la ambiciosa Marguerite—... ¡todavía estamos a tiempo para ponerlos de lado!

—¿Ponerlos de lado? —contestó él—. ¿Te has vuelto loca?

—Podríais matarlos. Si ellos no existen, nuestro sendero queda despejado.

Clisson, horrorizado, exclamó:

—Eres una mujer perversa. ¡Me pides que mate a esos niños inocentes! Preferiría matarte a ti.

Y estaba tan asqueado que, por un instante, tuvo ganas de hacerlo y desenvainó la espada.

Ella, que notó la decisión en sus ojos, se dio vuelta y salió corriendo. Al hacerlo, cayó boca abajo en las escaleras. Y siempre habría de recordar este encuentro, en el cual se fracturó el hueso del muslo, que nunca se compuso del todo y le hizo cojear por el resto de sus días.

El duque de Borgoña llegó a Bretaña junto con Pierre, de doce años, a quien llamaban ahora Jean. El niño fue investido de los hábitos ducales, con cetro y espada, en la misma ceremonia en que fueron hechos caballeros sus hermanos menores, Arthur y Jules.

Ahora, cuando su hijo había sido proclamado duque, y tenía como custodios al poderoso duque de Borgoña y al rey de Francia, además de Olivier Clisson, que había jurado apoyarlo, Jeanne se sentía libre para actuar.

Si Enrique la mandaba llamar, iba a acudir al llamado. Pero, ¿podía el Papa acceder a ese casamiento? Y, en caso de no hacerlo, ¿cómo podía realizarse sin su aprobación?

Lo cierto es que existía un cisma papal y que Inglaterra daba su apoyo a Bonifacio, llamado el antipapa por los partidarios de Benedicto, como lo eran los bretones.

Pero Jeanne no era mujer de aceptar impedimentos.

Enrique aún no había propuesto matrimonio y tan sólo él y ella estaban enterados de los sentimientos que albergaban el uno por el otro. Jeanne ideó un plan para solicitar el permiso del Papa a fin de casarse con una persona, elegida por ella, que estaba dentro del cuarto grado de consanguinidad. No hacía tanto tiempo que había quedado viuda, era joven y parecía razonable suponer que deseaba casarse de nuevo. De tal modo que envió una solicitud al Papa, cuidadosamente redactada a fin de que éste no viera ninguna razón para no conceder su autorización. Y el Papa la dio, sin saber que el novio en quien Jeanne pensaba era el rey al que Benedicto consideraba un rebelde.

Jeanne quedó encantada de su propia astucia.

Cuando hizo saber a Enrique lo que había hecho, éste contestó con mucha animación. Podían casarse sin demoras por poder. Jeanne envió entonces a uno de sus caballeros —un tal Antonio Riczi— a Inglaterra. Y allí, en el palacio de Eltham, se celebró el matrimonio por poder.

No era posible mantener mucho tiempo en secreto este acontecimiento y el matrimonio del rey de Inglaterra con la duquesa viuda de Bretaña fue conocido en la corte papal de Aviñón e inmediatamente se comunicó a Jeanne que, por haber sido parte en este matrimonio, había cometido un pecado mortal. Jeanne se había comprometido a vivir en matrimonio con un partidario de Bonifacio.

Jeanne, de todos modos, no iba a permitir que este decreto le impidiera casarse con el hombre que había elegido y, cuando expuso esto claramente a Benedicto, éste comprendió que podía perder el apoyo de ella y dio su permiso para que viviera con Enrique, siempre que no vacilara en su reconocimiento de él, el Papa verdadero. Incluso podía hacer, tal vez, que su marido renunciara a sus errores y volviera al seno de la Iglesia.

Jeanne, por su parte, quedó encantada de haber podido manejar al Papa con sus ardides.

El duque de Borgoña había llegado a Francia con valiosos regalos para la duquesa y su familia. Ella había demostrado con hechos que era mujer que había que tomar en cuenta, y fue desconcertante comprobar que habría de aliarse con aquel viejo enemigo, Enrique de Inglaterra.

Jeanne, por su parte, estaba encantada de estas demostraciones de amistad y pensó que podía dejar sus hijos al cuidado del poderoso duque de Borgoña.

Se despidió de sus hijos y tomó medidas para la partida de éstos a la corte de Francia, consciente de que el rey de Francia habría de mantener la paz con Bretaña y conservar el ducado para su hijo. Sus dos hijas, Blanche y Marguerite, debían ir con ella a Inglaterra.

Fue una difícil travesía: en un momento Jeanne pensó que nunca llegaría a Inglaterra. Habían tenido intenciones de desembarcar en Southampton, pero el huracán era tan intenso que el barco fue arrastrado por el viento. De todos modos, tuvieron la fortuna de poder desembarcar en Falmouth.

Encabezando la comitiva, se internó en el país. En Winchester tuvo el placer de ver a Enrique que, al enterarse de que ella había desembarcado en Falmouth, fue velozmente a darle la bienvenida.

Fue un momento muy feliz para ella cuando se vieron.

Él le tomó la cara y se la besó.

—Tengo la impresión de que hace mucho tiempo que no nos vemos —dijo él.

Ella contestó:

—Conservo la flor que me disteis. ¿Recordáis?

—Por cierto que sí. “Nomeolvides” fue el mensaje.

—Fue como si...

—Y seguirá siendo mientras estemos vivos.

Cabalgaron el uno al lado del otro y entraron en la ciudad. Al día siguiente el matrimonio quedó formalizado en la iglesia de St. Swithin, con gran pompa y ceremonia.

Enrique estaba decidido a rendir homenaje a su novia.

 

 

 

El viejo conde de Northumberland quedó muy apenado al enterarse de la muerte de su hijo. Espuela Caliente había sido un gran hombre, era el hijo favorito de su padre y su derrota y muerte hundieron a la casa de Northumberland en un luto profundo y amargo.

No por mucho tiempo. El viejo conde juró vengarse. Iba a vengarse y no descansaría hasta sacar a Enrique de Lancaster del trono que había obtenido con malas artes.

Seguía en contacto con Owen Glendower. Los Mortimer estaban con ellos. Estos tenían derecho al trono. Su causa era justa. Juntos habrían de pelear y derrotar a los usurpadores.

El poder de los Percy era grande: eran, más que barones de frontera, reyes de frontera.

—Hemos estado defendiendo esa frontera por nuestra cuenta durante años y años —afirmaba el conde—. ¿Habremos de seguir haciéndolo para beneficio de Enrique de Lancaster?

Northumberland quedó loco de furor al enterarse de que el cadáver de su hijo, enterrado decentemente en Whitchurch, había sido exhumado por orden del rey. Lo habían puesto en un carro y lo habían enviado a Shrewsbury. Allí le habían echado sal, para impedir la putrefacción, y lo habían puesto entre dos ruedas de molino, junto al cepo, a fin de que todos pudieran ver en qué se había convertido el orgulloso Espuela Caliente.

—Es un enemigo demasiado grande para que pase inadvertido —había dicho Enrique—. Quiero que todo el mundo vea en qué se ha convertido por haber desafiado a su rey.

La cabeza de Espuela Caliente fue rebanada y el resto del cuerpo cortado en cuatro pedazos, expuestos conspicuamente en Newcastle, Chester, Bristol y Londres. En cuanto a la cabeza, el rey quiso que la llevaran a York y la pusieran sobre la puerta norte de la ciudad, vuelta hacia la parte del país de la que había sido dueño el subversivo durante tanto tiempo.

El viejo conde estaba enloquecido de dolor y sólo vivía para la posible venganza. Pero cuando recibió una orden del rey, en el sentido de que, si iba a York, podían tener una conversación y atemperar sus divergencias, no tuvo más remedio que aceptar. Enrique sabía que el viejo tenía que pasar por la Puerta del Norte, donde estaba expuesta la cabeza de su hijo.

Cuando Northumberland fue a York y vio la macabra reliquia quedó transido de un invencible odio al rey. “¡Maldito seas mil veces, Bolingbroke!”, murmuró.

Muy pronto comprendió que había sido una tontería acudir al llamado. Enrique no tenía ninguna intención de llegar a un arreglo con él todavía. Le dijo al viejo que varios de sus castillos iban a ser confiscados y que él quedaría recluido cerca de Coventry hasta que su caso fuera tratado por sus pares.

Esto fue una nueva humillación. Y no la última. Pero de nada servía que sus propósitos fueran entorpecidos por su orgullo. Debía dar muestras de humildad si quería salvar la vida, y él sólo quería salvarla para lograr su venganza sobre Bolingbroke. Finalmente se decidió que, como nunca había participado en batallas y no se podía hacer una acusación de traición contra él, debía pagar tan sólo una multa. Si juraba servir fielmente al rey, en el futuro se le permitiría volver a Northumberland.

Enrique era hombre que no cumplía sus promesas. Northumberland procedería del mismo modo.

Sí, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa. Pero cuando volviera a Northumberland habría de conspirar para lograr el derrocamiento del hombre que se llamaba a sí mismo rey.

 

 

 

Northumberland estaba decidido. Se mantenía en contacto con Owen Glendower. Había hecho un pacto con los escoceses. Tenía con éstos un interés en común desde que se había puesto en contra de los ingleses.

Enrique estaba enterado de esto. Hubiera debido destruir a Northumberland cuando esto era posible. Debió haber sabido que el conde nunca iba a olvidar o a perdonar lo que Enrique había hecho al intrépido Espuela Caliente.

Enrique se dirigió hacia el norte. Era invierno y ningún hombre vivo recordaba un invierno peor. Las nieves se acumulaban en el suelo; en el norte del país, en especial, este invierno habría de ser conocido durante años y años como el invierno del granizo y el hielo.

No era tiempo para batallas. Pero Northumberland estaba decidido a recobrar lo que se le había robado y sacar al usurpador del trono.

A Enrique no le quedó más alternativa que ir a la batalla. Y lo hizo. Tenía más hombres, mejor equipados. La batalla fue breve, decisiva, y Northumberland cayó del caballo cuando una flecha lo alcanzó, hiriéndolo mortalmente.

Enrique sintió su triunfo.

Esto ponía fin a la rebelión en el norte. Los hombres debían entender lo que ocurría cuando alguien se sublevaba contra el rey.

Habían llegado a un pequeño lugar llamado Green Hammerton. Allí se decidió pasar la noche.

El rey y su comitiva inmediata se alojaron en una casa solariega, mientras que la mayor parte de los hombres fue a la aldea y, pese al frío, levantó tiendas.

Enrique sentía la humedad y el frío; sus miembros estaban rígidos. Pidió vino con especias, comida caliente y una cama para descansar.

Se quitó parte de sus ropas. Le llevaron el vino. De repente arrojó lejos de sí el jarro, gritando:

—¿Qué habéis hecho? ¿Quién es el traidor? ¿Quién me ha echado fuego a la cara?

Los hombres que lo rodeaban retrocedieron, horrorizados. La cara del rey se había vuelto cárdena y unas pústulas se veían en la piel. Al parecer, había contraído alguna espantosa enfermedad.

—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —gritaba Enrique, llevándose las manos a la cara—. ¿Por qué me miráis de este modo? ¿Qué me ha pasado?

—Señor —dijo un hombre de la comitiva—. ¡Hay que mandar llamar a un médico!

Enrique se recostó y se tocó la cara inflamada. Sabía que era la misma enfermedad que ya había aparecido en su cuerpo. Ahora ya no podía ocultarla más.

Una palabra le pasaba una y otra vez por la mente: lepra. En sus viajes había podido verla. “Dios mío”, rezó, “aparta esto de mí. Cualquier cosa puedo soportar... Quítame la corona, inflígeme cualquier cosa, pero no me castigues con esto. Se me puede reprochar la muerte de Ricardo, lo sé, pero lo hice por el bien del país... no, por mi propio bien. Aparta esto de mí... Pídeme cualquier cosa y lo haré. Todo lo soportaré... pero no la lepra...”

No podía salir del cuarto, no podía admitir que se le viera en este estado. Se preguntó qué sería de él, del país. Harry era todavía demasiado joven. Empezó a orar de modo incoherente. Se tocaba la cara... Sabía que tenía un aspecto atroz...

Llegaron los médicos. Le recetaron pociones y ungüentos. A los pocos días las horribles pústulas casi habían desaparecido. La cara estaba descolorida y la piel era áspera, pero podía salir al aire libre.

El triunfo sobre Northumberland había sido amargo. Volvió ahora su atención a Glendower. Harry estaba en el frente de Gales. Dio gracias a Dios de que su hijo se estuviera convirtiendo en un gran soldado. Guerreaba muy bien en Gales y ya había provocado la defección de varios nobles importantes que habían empezado por dar su adhesión a Glendower.

Harry había tenido éxito al recobrar Harlech, capturando a la hija de Glendower, y a los hijos que ésta había tenido de Mortimer después de la muerte de sir Edmund en el sitio.

La batalla dejó a Glendower sin ejército. Pero aún estaba en libertad para recorrer sus montañas y reunir nuevas fuerzas. Enrique, sin embargo, confiaba en que esto no iría más allá de alguna escaramuza ocasional. Había que estar atento y eso era todo.

El éxito se debía a la dirección capacitada del joven Harry. Era un hijo del que uno podía estar orgulloso. El muchacho estaba creciendo y ya tenía bastante experiencia, si no en años, en dirección de ejércitos.

Enrique se hubiera sentido más tranquilo, desde el momento de su acceso al trono, si no hubiera estado atendiendo los avances de su mayor enemigo, cuya identidad no conocía muy bien, pero que le inspiraba miedo de que fuera la horrible enfermedad de la lepra.

Harry tenía que casarse. Cuanto antes mejor. Debía tener hijos que le sucedieran. El lado Lancaster del árbol Plantagenet debía ser fortalecido.

Isabelle de Francia no se había casado aún. Tal vez después de este tiempo la jovencita habría olvidado ya la obsesión que le había inspirado Ricardo. Tal vez estuviera dispuesta a considerar un enlace posible... O tal vez lo estuviera su familia, lo cual era aún mejor. ¿Y por qué el novio no habría de ser el ya rechazado Harry de Monmouth?